miércoles, 29 de junio de 2022

REENCUENTRO DESCAFEINADO

 

Foto promocional de la película "Reencuentro" (1983), escrita y dirigida por Lawrence Kasdan


Esto que voy a contaros es el ejemplo perfecto de algo que suena genial en tu cabeza la primera vez que se te ocurre la idea, pero que luego, a medida que la vas desarrollando y poniéndola en práctica, va perdiendo encanto, como el café descafeinado o el jamón sin sal.

Hace algunos años se me ocurrió organizar un reencuentro con mis antiguos compañeros de EGB. Con la mayoría pasé tres años maravillosos —desde sexto curso hasta octavo—, y me apetecía volver a verlos y saber qué había sido de sus vidas en los casi catorce años que habían pasado desde nuestra graduación.

He de decir que la idea me sobrevino inspirada por la magnífica película Reencuentro. Ya sabéis que soy un cinéfilo empedernido, y el cine siempre ha estado muy presente en mi vida.

Para quien no la haya visto, Reencuentro es una película escrita y dirigida por Lawrence Kasdan, y protagonizada, entre otros, por William Hurt, Kevin Kline, Glenn Close, Jobeth Williams y Jeff Goldblum. La trama gira en torno al reencuentro de un grupo de amigos de la infancia y adolescencia que, una década después de haber separados sus caminos, deciden reunirse con motivo de la trágica muerte por suicidio de uno de los miembros del grupo —que en la peli lo protagoniza un jovencísimo Kevin Costner—.

El primer problema al que me enfrentaba era que yo no conservaba ningún número de teléfono. Cabe señalar que todo esto sucedió en un tiempo en el que los teléfonos móviles aún no se habían adueñado de nuestras vidas, es decir, os hablo de la Prehistoria. De hecho, yo aún sigo viviendo en la Prehistoria, pues sigo sin tener móvil. Lo que sí recordaba eran algunos nombres y algunas direcciones, pues la mayor parte de nosotros éramos gente del barrio y vivíamos en un radio de un par de kilómetros cuadrados unos de otros.

La suerte que tuve es que uno de mis mejores amigos de aquella época, mi tocayo Perico, aún vivía en el barrio y, si bien de manera intermitente, aún seguíamos en contacto.

Me reuní con él, le hablé de mi intención, le entusiasmó la idea y ambos acordamos unir fuerzas para contactar con el mayor número de ex-compañeros de clase que nos fuese posible.

En el mismo edificio que yo aún vivían dos ex-compañeros que eran hermanos gemelos. Fui a verlos, y hablé con ellos y con su madre. Me recibieron sorprendidos, pues desde que separamos nuestros caminos tras acabar la EGB apenas habíamos tenido contacto entre nosotros, más allá del pertinente saludo de cortesía e intercambio de trivialidades cada vez que nos tropezábamos en las zonas comunes del edificio; ya sabéis, los típicos “hola”, “¿cómo va todo?” y “me alegro de verte”.

Entonces me llevé la primera gran bofetada de realidad —no sería la última—. Para mi sorpresa, ambos me comunicaron su rotunda negativa a acudir a la cita.

Es muy fácil de entender —argumentaron ellos—. Nosotros no “estudiamos” en el mismo colegio que tú.

¿Disculpa?

Mientras tú eras de los “populares” nosotros éramos de los “invisibles”, y nuestros recuerdos de aquella época no son tan alegres y positivos como los tuyos. Para nosotros no fue tan divertido todo aquello.

Vaya. No tenía ni idea.

No es culpa tuya. Tú eras de los que caía bien a la mayoría, hasta a los profesores. Incluso los imitabas y ellos se reían con tus chistes y tus bromas. Pero nosotros pasábamos desapercibidos. No llamábamos la atención, y nunca sentimos que encajásemos en todo aquello. Además, tú estuviste con la mayoría desde sexto curso, y nosotros llegamos en séptimo, recién mudados al barrio.

Aquello me descolocó, y me hizo darme cuenta de algo en lo que nunca había reparado, y que se convertiría en una lección de vida que jamás olvidaría. Nuestra memoria, la de todos nosotros, distorsiona los recuerdos, y no podemos fiarlo todo a ella, ya que muchas veces tendemos a “embellecer” los recuerdos, dejando de lado lo malo y poniendo el foco en lo bueno, incluso magnificándolo en exceso.

Lo cierto es que no pude rebatirles ninguno de sus argumentos. Si ellos tenían esa percepción de aquellos días, ¿quién era yo para cuestionarlo? Lo más probable es que tuviesen razón, y que mi bachillerato hubiese sido mucho más amable, alegre y entrañable que el suyo.

Me sentí mal por ellos, así que les propuse salir ellos y yo solos en una fecha que nos viniese bien a los tres. Y así lo hicimos. Y lo pasamos bien. Incluso me enseñaron a jugar a los dardos; las reglas, controlar la puntuación, las distintas estrategias para ganar y todo eso. Lo pasamos tan bien que intenté integrarlos en mi grupo de amigos. Pero la cosa, por lo que fuera, no acabó de cuajar, y nuestros caminos volvieron a separarse. Luego ellos se mudaron a la península y ahí perdimos el contacto.

Perico y yo seguimos contactando con más gente. Y aunque dimos con unos pocos más, resultó de lo más complicado cuadrar las agendas. Algunos vivían demasiado lejos de la capital, otros tenían familia propia, otros pocos se habían ido a vivir fuera de la isla, y un par de los que recuerdo no es que se mostrasen demasiado entusiasmados con la idea del “reencuentro”. Segunda bofetada de realidad.

Al final, quedamos en vernos unos pocos en un lugar concreto, y de ahí nos fuimos a tomar algo a una tasca. Ahí estuvimos un buen rato, rescatando anécdotas y poniéndonos al día de nuestras respectivas vidas. Y aunque mis recuerdos son algo difusos —han pasado más de veinte años de aquello—, sí recuerdo haberlo pasado bien. Incluso llegué a quedar de manera individual con algunos de los que, por la razón que fuese, no pudieron acudir a la fecha del reencuentro. Y me lo pasé genial con todos ellos.

Resulta curioso, y ciertamente chocante, lo unidos que pudimos haber estado en el pasado, y lo extraños que nos habíamos vuelto con el pasar de los años. Era como si toda aquella complicidad, aquella cercanía, aquella camaradería se hubiese perdido por el camino. Tercera bofetada de realidad.

A muchos, la mayoría, les sorprendía lo poco que yo había cambiado desde aquellos lejanos días del colegio. Según me contaban, seguía siendo el mismo de siempre, ocurrente y dicharachero, que sacaba punta a casi todo y que siempre se sacaba un chiste o una observación graciosa de debajo de la manga, lo cual tiene su mérito, pues en aquella época yo trabajaba de contable. Hasta en lo físico me veían igual que cuando tenía quince años, es decir, un tío “fuerte, feo y formal”. Vamos, una especie de John Wayne sólo que con gafas de pasta.

Si te viese por la calle te reconocería al instante —me decían.

Al final, el saldo de aquella experiencia fue positivo, aunque no fue lo que imaginé la primera vez que pensé en ponerlo en práctica. Estuvo bien volver a verlos a todos. Y eso que, por el camino, perdí un libro que presté a una de aquellas ex-compañeras de clase. Recuerdo perfectamente el título del libro: Los cuentos de Eva Luna, de Isabel Allende. Lo sé porque, al final, tuve que volver a comprarme un nuevo ejemplar de ese libro, y, al ser de una editorial diferente, destaca del resto de la colección a la que pertenecía el libro original. Desde ese día aprendí la lección, y nunca más he vuelto a prestar ningún libro.

Así y todo, la cosa pudo haber salido mucho peor, ya que, además del libro de Allende, también le presté a la misma amiga un grueso tomo de un libro de Woody Allen al que le tengo mucho cariño, ya que se trata de un lujoso libro fotográfico de tapa dura donde se reproducen algunos de los diálogos más memorables de las películas del genio de Brooklyn, además de algunos de sus monólogos más célebres, como aquel en el que narra la vez en que cazó un alce —en Youtube puedes ver ese monólogo citado de viva voz por un jovencísimo Woody Allen, grabado en una de sus apariciones televisivas en los años 60—.

Menos mal que pude recuperar aquel libro, pues, como supe más tarde, aquella compañera se acabó mudando a las pocas semanas al extranjero, y nunca más la he vuelto a ver.

Desde aquella vez, no he vuelto a organizar nada parecido. De vez en cuando me vienen flashes de aquellos días de mi adolescencia, momentos, caras, voces, situaciones, y me veo a mí mismo, en el presente, sonriendo como un idiota. Ciertamente fueron años felices. Al menos para mí. Y está bien recordarlos y disfrutarlos, aunque mi memoria se haya encargado de distorsionarlos con el pasar de los años. Mejor eso que olvidarlos del todo.




5 comentarios:

  1. Ya lo dice el refrán: cada uno cuenta la feria según le va. Una misma fiesta pudo resultar un coñazo para uno mientras resultó cojonuda para otro, según como le fue. Nuestra memoria tambien suele traicionarnos y creer que todo fue maravillosos durante nuestra etapa de estudiante, simplemente porque nos lo pasamos bien, sin ser conscientes de lo mal que lo pasaron otros compañeros.
    Yo asistí hace más de treinta años a un encuentro de exalumnos de bachillerato a los que no veía desde hacía más de veinte. Fue en una cena que tuvo lugar en un conocido hotel de Barcelona. Solo llegar, en el hall, oí que alguien pronunciaba mi apellido: ¡¡¡Panadés!!!!
    Cuando miré a quien me llamaba tan entusiásticamente, no supe reconocerle. ¡Qué apuro! Como se dio cuenta de mi falta de memoria, se pretentó: Soy Velasco. Entonces sí que le recordé. Y lo mismo me ocurrió con otros tantos excompañeros. Algunos habían envejecido tan mal (rondábamos los cuarenta), que me costó saber quienes eran y tampoco recordaba su nombre. Fue muy violento. Después de las presentaciones y reconocimientos la cosa mejoró, pero el evento resultó bastante frío. Lo más increíble fue que, una vez empezada la cena, cuando todos íbamos por el segundo plato, entró en el comedor privado un tipo, acompañado de su pareja, que nadie supo decir quién coño era. Nos saludó y se sentó en un extremo de la mesa, el único lugar que había quedado llibre y nadie le dirigió la palabra en toda la noche, pues por mucho que nos devanamos los sesos, no logramos averiguar quién era y nadie se atrevió a preguntárselo. Quizá el organizador del encuentro, el que se encargó de contactarnos uno a uno, debía saberlo, pero el pobre no puso asistir a la cena porque estaba en cama con fiebre alta. El caso es que, aunque dijimos que volveríamos a repetir la experiencia, nunca más nos hemos vuelto a ver. Y es que, muchas veces, el tiempo no perdona y las relaciones se enfrían, e incluso se congelan
    Admiro a quienes conservan amistades de la infancia o de la mili, pues yo las he ido perdiendo todas por el camino. Cuando me jubilé, tuve un ataque de nostalgia y me puse a buscar amigos y parientes a los que había perdido de vista en facebook. Los pocos que encontré no mostraron mucho interés en reiniciar el contacto perdido, así que acabé tirando la toalla.
    Así es la vida. Dicen que quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Yo debo ser, pues, muy pobre, aunque me queda el consuelo de poder decir que tengo muy pocos amigos, pero muy buenos. Aquí quizá también podría aplicar la máxima de que lo bueno, si breve, dos veces bueno, je,je.
    Un abrazo, amigo.
    P.D.- Genial el vídeo de nuestro admirado Woody Allen.

    ResponderEliminar
  2. Pero qué manía en calificarme como Anónimo si esta vez tenía abierto Google. La próxima vez me cercioraré de que junto al espacio destinado a los comentarios aparece mi careto, como ahora.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Jajajaja. Para tu tranquilidad, te diré que aquí respetamos el "anonimato". ; )

      Ahora en serio. Te diré que, esta vez, por el tono y el estilo de tus palabras, supe de inmediato que se trataba de ti. También ayudó un poco, pero sólo un poco, el que en uno de los párrafos contases que alguien te gritó en aquella reunión : ¡Panadés! Ahí até cabos (otra cosa no, pero atando cabos soy la leche), y me dije a mí mismo: "Espera un momento. ¿He leído Panadés? ¿No será...?". Luego fue cuestión de revisar mis contactos de correo electrónico, y las listas de comentarios anteriores del blog, además de hacer una rápida búsqueda en Google, donde me salieron los nombres de tus blogs y tus libros publicados hasta el momento, y bueno, al fin di con la solución. Ya te dije que atando cabos soy la leche. ¡Ni Sherlock Holmes! ; )

      Curioso lo del enfriamiento de las relaciones humanas. Precisamente ayer lo comentaba con una amiga, lo de esas veces que te encuentras casualmente con alguien que no ves desde hace un porrón de años, alguien con quien estuviste muy cercano en el pasado, y que se pasa todo el encuentro diciendo tu nombre en voz alta y tú, mientras tanto, por dentro, preguntándote como un idiota: "Ostras, lo conozco, sé que lo conozco, pero no logro recordar cómo se llama". También están esas otras veces en que te cruzas con alguien del pasado y te muestras indeciso: "¿Qué hago? ¿Me acerco o no me acerco? ¿Lo saludo o no lo saludo? Y a todo esto, ¿será o no será fulanito? ¿Y si no es? Menudo bochorno".

      Yo pienso que la amistad debe ser como un jardín. Para que florezca y crezca sano y vigoroso hay que regarlo con frecuencia. Si no lo haces así, el jardín se acaba pudriendo y muriendo. Eso sí, es un jardín de ida y vuelta.

      Un abrazo, Anónimo... esto, perdón... Josep. ; )

      Eliminar
  3. Solo un vea asistí a una cena con compañeras de colegio (mi colegio era femenino) a las que llevaba más de veinte años sin ver (y de aquello han pasado como otros veinte o más). Recuerdo haberlo pasado bien, pero a la vez sentir extrañeza. Éramos unas niñas y nos reencontramos adultas. Todas habíamos cambiados y ya no éramos las mismas («nosotros los de entonces ya no somos los mismos»). Creo que son cosas que no hay que repetir. Otra cosa es que te encuentres con alguien, conectes y recomiences la amistad, paro indiscriminadamente, quedar con toda la gente... Son cosas que conmigo no van, aunque también he de reconocer que no soy un ejemplo de sociabilidad, ja, ja.
    Y bueno, qué te voy a decir del monólogo de Woody Allen. Genial, como corresponde a un genio.
    Un beso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Rosa.
      Coincido contigo en lo de no repetir algo que, ya la primera vez, resultó un pelín decepcionante con respecto a lo que imaginabas que iba a ser. Yo tuve que quedar con algunos y algunas de manera individual, por cuestión de agenda, problemas de desplazamiento, compromisos familiares, y, en un par de ocasiones, por enemistades de las que no tenía ni idea. Eso me hizo darme cuenta que no todos vivimos aquella época del mismo modo, ni que todos guardábamos un recuerdo tan agradable y bonito como el que guardaba yo. Tampoco tuve en cuenta que en quince años podemos cambiar tanto que apenas queda nada de lo que un día fuimos. A algunos la vida les pasó por encima, tuvieron hijos, sufrieron dolorosas separaciones, vivieron despidos, o vieron truncados sus sueños, y claro, tú no tienes ni idea de nada de eso, para ti siguen siendo ese niño o esa niña con el que compartías momentos, complicidades, problemillas chorras que a los quince te parecen un mundo y que con treinta te parecen una ridiculez. Yo mismo me sorprendía de lo poco que había cambiado en esos quince años, a tenor de lo que me decían la mayoría. Tal vez por eso aún seguía teniendo esa visión romántica de lo que fueron aquellos años, de ahí mi decepción cuando veía que esa visión no era compartida al 100% por los demás.
      Lo cierto es que han pasado más de veinte años de aquella reunión y no he vuelto a organizar nada parecido. A veces, el pasado, mejor no removerlo, no vaya a ser que esté apolillado y, al tocarlo, se acabe desmoronando ante nuestras narices.

      ¡Qué puedo decir de Woody! La primera vez que supe de ese monólogo fue en el primer libro suyo que compré, titulado "Woody Allen en imágenes y palabras". Años más tarde, curioseando por Youtube, encontré este vídeo suyo recitando el mismo monólogo, y volví a partirme de risa. Para mí jamás habrá nadie tan genial como él.

      Un beso, Rosa. Y feliz cumple, again. ; )

      Eliminar