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| Foto de churros con chocolate tomada de Internet |
Mi amiga, con la que voy a caminar una vez por semana, va y me dice:
—¿Sabías que Mar Flores acaba de publicar un libro con sus memorias?
—Sí lo sabía —le digo yo—. Lo que no sabía es que Mar Flores supiese leer y escribir.
Seguimos andando, y sufriendo por ello. Sobre todo cada vez que nos vemos obligados a afrontar una pronunciada cuesta que nos trae a ambos por el camino de la amargura, nunca mejor dicho.
—¿Y sabías que Isabel Preysler también ha publicado un libro de memorias? —prosigue mi amiga.
—Sí que lo sabía. Aunque más que unas memorias yo pensé que se trataba de un manual sobre Cómo casarse con un millonario y vivir de ello sin dar un palo al agua.
—Ella ha trabajado —me corrige—. Ha sido la imagen de Porcelanosa y los bombones Ferrero Rocher.
—Sí que debe ser duro, sí, que te vistan, te maquillen y te peinen para salir en un spot una vez al año. Y encima, lo que se habrá ahorrado la tipa en alicatar los baños de Villa Meona. Trece baños tenía la mansión, ¿no?
—Sí, trece.
—Pues alicatar eso tiene que salir una pasta gansa.
—Ya te digo.
—Ya ves, no sólo no da un palo al agua sino que encima se ahorra un pastón en alicatado y fontanería en una casa que tiene más cuartos de baño que habitaciones. Tonta no es, no. ¡Qué suertuda la tía!
Para suerte la nuestra, que gracias a mi arraigada costumbre de ir mirando al suelo mientras caminamos logramos sortear una aparatosa cagada de perro. ¡Qué guarra es la gente, carajo! No le echo la culpa al animal, que caga donde puede. Se la echo a su propietario o propietaria, por incívico o incívica.
—¿Y sabías que el emérito también ha publicado un libro? —reanuda mi amiga.
—Cómo vivir a cuerpo de rey, ¿no?
—No, hombre. Es un libro de memorias.
—¿Ves?, eso sí que me jode un poco.
—¿Y eso?
—Porque estoy a punto de publicar mi nueva novela, y lo último que necesito es más competencia en la categoría de “ficción”.
Mi amiga y yo pasamos cerca de una residencia de ancianos que hay por la zona. Un cuidador, bastante fornido, empuja una silla de ruedas ocupada por un anciano. Junto a ellos pasea una mujer de mediana edad. Intuyo que debe ser familiar del anciano, una hija o la nieta mayor.
De repente, el anciano me ve y, clavando fijamente su mirada en mí, grita a pleno pulmón sin venir a cuento: “¡Hijo puta!”.
A mí personalmente la salida de banco del anciano me hace mucha gracia. Lejos de enfadarme o tomármelo a mal, me echo a reír. El anciano, mientras tanto, vuelve a la carga: “¡Hijo puta!”, grita con enojo. Y yo no puedo dejar de reír. Mi amiga también ríe.
La mujer que va al lado del anciano, me dice:
—Disculpen. Demencia.
—No se preocupe, señora —le digo yo—. Buenas tardes.
—Buenas tardes —responde la mujer, quien, a tenor de su manera de reaccionar intuyo que está más que acostumbrada a este tipo de incidentes.
Mi amiga y yo seguimos nuestro paseo, mientras a nuestras espaldas volvemos a escuchar un sonoro: “¡Hijo puta!”.
—¿Te enteraste de lo del Premio Planeta a Juan Del Val? —me dice mi amiga.
—¡Cómo para no hacerlo! Menuda tabarra han dado con el temita. He leído no sé cuántos comentarios en redes, la mayoría echando pestes del tipo ése. Y entre la crítica especializada tampoco ha sido muy bien recibido el fallo. Más bien al contrario. Le han dado palos por todos los lados. La palabra “fraude” ha sido la más repetida. Claro que al tal Juan Del Val todo eso se la trae al pairo. Casi diría que hasta le pone. Es lo que tienen los polemistas, que se retroalimentan del odio que ellos mismos generan.
—¿Y qué me dices del libro de Bárbara Rey?
—Memorias de una geisha en versión cañí, ¿no?
—Algo así. La verdad, esa mujer no tiene vergüenza.
—Pues no. No la tiene.
Mientras caminamos por las inmediaciones de una cafetería muy popular en la zona, con su terracita exterior hasta los topes de clientes, nos llega el intenso olor a churros recién hechos. Hacemos de tripas corazón para no caer en la tentación (¡coño, si hasta me ha salido un bonito pareado!).
Todos sabemos que el diablo adopta diferentes formas para confundirnos y hacernos caer en el pecado. ¿Sería capaz de adoptar la forma de un delicioso y crujiente churro? ¡Qué malo es el jodío!
Salimos disparados, por si acaso.
—Parece que se ha puesto de moda el que los famosetes de medio pelo se dediquen a escribir libros. Me refiero a gente tipo Belén Esteban, Mario Vaquerizo, Paz Padilla, Terelu Campos... —dice mi amiga.
—Lo peor no es eso —respondo yo, con rabia—. Lo peor es que se los publican. Y peor aún, hay gente que los compra. ¡Y hasta los lee!
—Tú te leíste el de Mario Vaquerizo, ¿no?
—Sí. Por eso hablo con conocimiento de causa.
—¿Por qué lo hiciste, si puedo preguntarlo?
—Quería saber por qué la gente compra esa clase de libros, qué misterio esconden, por qué fascinan tanto.
—¿Y lo descubriste?
—Sí. Creo que esa clase de libros están destinados a gente a la que no les gusta leer y les da vergüenza admitirlo, así que se compran esos bodrios, se los leen y se hacen la ilusión de que han cumplido.
—Ah.
—Una pérdida de tiempo, por cierto. Por si te lo estás preguntando.
—Te aburrió.
—A mí y a su corrector. El libro tenía tantos fallos de ortografía y sintaxis que di por hecho que el corrector llegó a un punto de su trabajo en que se dijo: “¡A la mierda, lo dejo! A mí no me pagan tanto como para perder el tiempo en esta gilipollez”, y lo dejó estar tal y cual.
Mi amiga y yo pasamos por las inmediaciones de un colegio. Es la hora del recreo. El patio está lleno de niños, pero no se oye ni un alma. Todos los infantes, de entre cinco a doce años, permanecen sentados de cualquier manera, en cualquier sitio del patio, con la mirada clavada en sus teléfonos móviles. Esta vez el Diablo, disfrazado de pantallita, ha logrado robarles la infancia y la imaginación a los niños. Sí que es malo, el jodío.
—¿Y te acuerdas del fraude aquel del libro de Ana Rosa Quintana?
—Lo recuerdo, sí. Sabor a hiel, se titulaba. No sólo no lo escribió ella, sino que lo escribió su ex cuñado, quien, a su vez, tomó “prestados” fragmentos de libros de Danielle Steel, Angeles Mastretta, Collen McCullough y hasta de Antonio Gala. Curiosamente la editorial era Planeta, la cual, ante el escándalo generado por el plagio, se vio obligada a retirar los ejemplares de las tiendas. Menudo pifostio se armó. Y la tía, ahí sigue, tan ancha, dando lecciones de moral cada dos por tres.
—¡De todo tiene que haber en la viña del Señor! —dice mi amiga con ironía—. Pobre literatura. No se merece semejante castigo.
—Entre todos la mataron y ella sola se murió —sentencio.

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