jueves, 15 de junio de 2023

MIS IMPRESIONES SOBRE HEMINGWAY

 

 

Lo bueno de las campañas electorales es que, gracias a la ingente cantidad de propaganda que me llega a casa vía correo, dispongo de un montón de papel gratis para escribir mis tonterías.

Perdón. Rectifico. De gratis, nada; pues a mí, como a todos, todo este derroche nos cuesta una pasta de nuestros impuestos.

Por lo tanto, aprovechando el papel disponible que me ha llegado a casa sin yo pedirlo, voy a emborronarlo con algunas reflexiones en torno a mis impresiones tras haber leído una nutrida compilación de relatos de Ernest Hemingway.

El volumen que leí, y que acabé hará cosa de tres semanas o así, se compone de una amplia selección de unos cincuenta cuentos escogidos personalmente por el mismo autor de entre su ingente producción.

Antes de acometer la lectura de esta colección, de Hemingway sólo había leído un libro suyo compuesto por dos relatos: El viejo y el mar y Las nieves del Kilimanjaro. De esto hará cosa de veinticinco o treinta años —¡cómo pasa el tiempo, maldita sea!—, y recordaba lo mucho que me había gustado el segundo relato —Kilimanjaro— y lo tedioso y pesado que se me había hecho el primero —El viejo y el mar—, ya que consideraba que el bueno de Hem había estirado en demasía una historia que fácilmente podría haberse quedado en veintinco o treinta páginas, y no en las casi cien que conforman la edición que poseo.

Imagen de mi ejemplar de "El viejo y el mar" y "Las nieves del Kilimanjaro"

Según parece, y a juzgar por lo leído en este último libro, era algo habitual en Hemingway estirar sus historias hasta el infinito, dejando al lector completamente exhausto ante semejante avalancha de palabras.

Con este libro he llegado a tres conclusiones con respecto a este aclamado autor. La primera es que, bajo mi particular punto de vista, Hemingway es un autor carente de imaginación. No es un escritor de una gran inventiva, sino más bien un escritor descriptivo, muy observador, rasgo sin duda derivado de su profesión de periodista. Esa particularidad hace que se empeñe una y otra vez en escribir sobre hechos o sucesos que o bien ha vivido en primera persona o bien le han sido confiados por gente que ha tratado personalmente. De esa faceta periodística se desprende su arraigada costumbre de explayarse en esas tediosas descripciones de los lugares donde transcurre la acción, así como en los rasgos físicos de los personajes que intervienen en aquello que quiere contar.

Como ejemplo de esto último me viene a la mente un cuento específico, incluido en el volumen que finiquité hace unas semanas, en el que Hem, para subrayar la soledad y el aislamiento de los habitantes de un minúsculo pueblecido perdido en algún apartado rincón de la América profunda, se dedica a nombrar casa por casa, detallando tamaño, material en que ha sido construida, quién habita en cada casa con nombre y apellidos. También describe la geografía del lugar con una meticulosidad que raya en lo obsesivo. Y porque no le dio tiempo ya que, de haber podido hacerlo, hasta habría bautizado de la primera a la última piedra que bordea los caminos que confluyen en el pueblo.

En otros relatos se explaya con la flora y fauna del lugar, lo que hace que parezca que más que un cuento esté leyendo un artículo del National Geographic.

Y eso por no hablar de su pasión por la Fiesta Nacional —Hem vivió largas temporadas en España y era un apasionado de las corridas de toros—, ya que sus cuentos sobre toreros, tardes de gloria y miseria en tendidos, o la vida en pensiones de mala muerte repletas de toreros o banderilleros fracasados tomando vino para ahogar su amargura por lo que pudo haber sido y nunca fue, o lo que fue y nunca más volverá a ser, salpican el libro aquí y allá. A mí, que no me gustan los toros, esos relatos me resultaron tediosos, e incluso confieso que me salté más de uno donde Hemingway se explayaba en los sentimientos y sensaciones de torero y toro en el transcurso de una corrida. Y es que la mayoría de los relatos incluidos en el libro tratan de caza, pesca, boxeo, la guerra, el alcohol, el triunfo y la derrota.


   

La segunda conclusión a la que llegué fue que Hemingway no es un gran escritor. Es visceral y apasionado, y disfruta dejando su impronta de macho alfa en cada cosa que escribe, pero confunde sensibilidad con debilidad y prudencia con cobardía. Para él, los hombres tienen que comportarse como tales en todo momento, y no hay lugar para las dudas o la inoperancia. Por otro lado, su técnica narrativa deja bastante que desear, pues comete muchos fallos de los que deslucen los textos, como, por ejemplo, la de acabar cada línea de diálogo con un “dijo él”, “dijo ella” o “dijo tal o cual personaje”, aún cuando no resulta necesario por sobreentenderse del propio texto quién dice qué. Ignoro si este tipo de “manías” o “costumbres” es algo promovido por el propio autor o es cosa del traductor, pero lo que es a mí me resultó en exceso molesto.

La tercera y última conclusión a la que llegué es que Hemingway carece de sentido del humor. No hallé ni una gota de humor en las casi cuatrocientas páginas que componen este volumen. Tal vez haya gente a las que este detalle les parezca carente de importancia. Y puede que tengan razón. Pero, personalmente, opino que un poquito de sentido del humor en la obra de Hemingway le habría venido de perlas, aunque sólo fuese para no tomarse demasiado en serio a sí mismo.

De todo lo dicho anteriormente podría deducirse que en modo alguno recomendaría leer a Hemingway. Para nada. Es más, invitaría a hacerlo, ya que, como suele suceder, tal vez alguno de ustedes encuentre en su literatura aquello que yo no pude o no supe encontrar, y no sería justo que mi opinión, personal e intransferible, le privase de ello.

Aún me falta leer al Hemingway novelista —ya tengo un par de títulos suyos cargados en mi lector—. Si bien, teniendo en cuenta que los entendidos suelen decir que el Hemingway cuentista supera con creces al Hemingway novelista, de momento pospondré la lectura de esos títulos para más adelante.




jueves, 8 de junio de 2023

CINE Y LITERATURA (2)

 

Colin Firth y Jude Law en una escena de "El editor de libros"


Hoy he venido aquí a hablar de mi libro... Nah, es broma. Aunque, bien mirado, igual sí que debería escribir un nuevo post hablando de mi libro. No me pasé cinco largos años dándole forma, escribiendo y corrigiendo como un loco desquiciado para ver, impasible, cómo las ventas hasta el momento apenas cubren el coste del par de bolis Bic que usé durante su redacción y sucesivas correcciones.

Pero no es de mi libro de lo que quiero hablar en este nuevo post, sino de una nueva entrega de esa especial conexión que une el cine y la literatura. En esta ocasión las películas elegidas son El editor de libros y Factotum.

Empezamos pues.


El editor de libros (2016)

Lo primero que destacaría es el magnífico reparto que compone esta película, que incluye a actores tan solventes como Colin Firth, Jude Law, Nicole Kidman o Guy Pearce. Dicho esto, la película narra la intensa y estrecha relación que unió al escritor Thomas Wolfe con Max Perkins, uno de los editores más importantes y decisivos de su tiempo, que lanzó las carreras de escritores tan exitosos y admirados como F. Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway.

Perkins, magníficamente interpretado por Colin Firth, se caracterizaba por apostar de manera decidida y apasionada por aquellos escritores a los que consideraba talentosos. A lo largo de la cinta seremos testigos de la estrecha relación que acabó manteniendo con su protegido, un joven y apasionado Thomas Wolfe, interpretado por Jude Law, quien, tras sufrir el rechazo sistemático a su obra por parte de toda suerte de editores y editoriales, logra dar al fin con el editor ideal en la figura de Perkins, quien no sólo ve en el manuscrito de El ángel que nos mira un texto excepcional, sino que, yendo más allá, logra ver en Wolfe a un escritor soberbio.


 La relación que mantienen ambos, escritor y editor, logra traspasar el terreno de lo profesional y adentrarse en el terreno personal, lo que hace que
Perkins llegue a integrar a Wolfe en su vida familiar. Sin embargo, el carácter volcánico y apasionado de Wolfe no le pone las cosas fáciles a su editor, por lo que la relación que ambos mantienen atraviesa diversos tiras y aflojas a lo largo de la película, llegando a momentos de auténtico desencuentro.

Como dato personal admito mi total admiración por Colin Firth, al que considero uno de los mejores actores de su generación. Ni sé la de películas suyas que habré visto, y en todas ellas he sentido que humaniza a los personajes que interpreta. Es de esos actores que logran ejercer un magnetismo hipnótico en el espectador —al menos conmigo lo consigue—, lo que hace que mantengas tus ojos fijos en la pantalla por el tiempo que él aparece en ella. Como dato adicional resaltar que, además de buen actor, en lo personal es un tipo amable y cercano, tal y como señaló Toni García en su libro Mata a tus ídolos, libro ameno y entretenido que he leído ya dos veces y en el que su autor narra su experiencia personal con actores, directores y personalidades varias del mundo del cine y la música, y donde no deja en muy buen lugar a divos insoportables y egocéntricos como Lenny Kravitz o Ben Kingsley, este último empeñado de manera ridícula y grosera en que lo traten de “sir” a la hora de dirigirse a su augusta persona (menudo imbécil).

Jude Law también está magnífico en su papel de histriónico y apasionado escritor consumido por su propio talento. Habrá quien lo considere excesivo, pero a mí logró transmitirme la sensación de que los genios se conducen por la vida con un código moral y ético diferente al común de los mortales. Algo parecido aportaba Woody Allen en su magnífica Balas sobre Broadway, cuando ponía en boca de uno de sus personajes, un escritor más bien mezquino y egocéntrico, que “los genios tenemos nuestro propio código moral”, justificando, de paso, el hecho de acostarse con la mujer de su mejor amigo.

En conclusión, considero El editor de libros una muy buena película, ideal para adentrar al espectador en los entresijos del mundo editorial y de la creación literaria, entender la labor de un buen editor a la hora de pulir las aristas de ciertos manuscritos sin resultar invasivo o excesivamente intervencionista, y ver cómo se interrelacionan personas que son como las dos caras de una misma moneda unidas en un frente común: llevar el fruto del artista a lo más alto del éxito.

Factótum (2005)

Basada en el libro autobiográfico del mismo título escrito y publicado por Charles Bukowski en 1975, Factotum está protagonizada por Matt Dillon, Marisa Tomei, Lili Taylor y Fisher Stevens, entre otros.

Escrita tras Cartero, Factotum es la segunda novela de Bukowski. En ella, al igual que en la primera, Bukowski narra sus fallidos intentos de ganarse la vida como escritor, enviando cientos de cuentos y poemas a revistas literarias de todo el país con la esperanza de ver publicada alguna de sus creaciones literarias. Entre medias, da perfecta cuenta de sus largas noches de borrachera y sexo desenfrenado, de los cientos de oficios aburridos y mal pagados que se ve obligado a aceptar para poder pagar el alquiler y mantenerse, y de sus febriles y adictivas jornadas en el hipódromo, haciendo toda clase de apuestas que le permitan ganarse un dinero extra con el que seguir financiando sus adicciones.

Matt Dillon haciendo de Bukowski en "Factotum"

 

La película es bastante fiel al libro, pues lleva a imágenes en movimiento hechos y situaciones que Bukowski narra con la precisión de cirujano entre las páginas de su novela. Sin embargo, yo siempre he tenido un pequeño problema con esta película, y es que, desde la primera vez que la vi, sentí que Matt Dillon no era el actor más adecuado para interpretar a un joven y desquiciado Bukowski. Para ese papel yo siempre pensé en alguien como Billy Bob Thorton, a quien había visto unos años antes en la película Bad Santa, donde interpretaba de manera magistral a un borrachuzo y pendenciero buscavidas que trabaja de Santa Claus en Centros Comerciales y Grandes Almacenes en los periodos navideños, al tiempo que planea y ejecuta pequeños robos en los mismos comercios donde trabaja. Thorton borda el papel, y desde entonces lo vi como una encarnación perfecta de Bukowski en la gran pantalla.

Con todo, Dillon no lo hace mal del todo. De hecho, una vez te acostumbras a su presencia y conforme la película va avanzando, consigues dejar atrás esa reticencia inicial y meterte de lleno en la trama y los curiosos personajes que transitan por ella.

Bukowski aprovechaba cualquier momento del día para escribir. Está claro que hacía honor a esa famosa frase que reza: "Un escritor lo es las veinticuatro horas del día".

 

Tanto si has leído a Bukowski como si no, considero esta película una buena manera de adentrarte en el particular universo de un autor que, con su particular estilo, logró seducir a una legión de lectores cada vez más numerosa en todo el mundo, y que llega hasta nuestros días, pues sus libros no dejan de reeditarse y su figura de reivindicarse, lo cual no deja de ser irónico, ya que el propio Bukowski dejó escrito en su lápida la lacónica sentencia “no lo intentes”. Desde luego, genio y figura hasta la sepultura.




jueves, 18 de mayo de 2023

AMOR A LOS LIBROS

 


No suelo ver la tele. De un tiempo a esta parte me aburre soberanamente. Hablo de las cadenas generalistas de la TDT. De la otra, la de pago, no puedo opinar porque no estoy suscrito a ninguna plataforma. A decir verdad, nunca lo he estado. Bastante paga uno ya por todo; hasta por morirse. A veces tengo la frustrante sensación de que uno sólo viene a este mundo a pagar. Y más frustrante aún: no sé cómo ni porqué, pero siempre acaban pagando justos por pecadores. Mecachislamar.

Aunque os cueste creerlo, durante muchos años fui un ávido consumidor de televisión. Gracias a ella descubrí mucho cine —clásico, sobre todo—, muchas series —me encantaban las comedias inglesas que solían programar entre finales de los 70's y los 80's—, documentales, entrevistas, programas de debate, etc. Hablo, claro está, de aquella televisión donde las pausas para publicidad duraban cinco o diez minutos, y no como ahora que duran más los anuncios que la peli o el programa que estén emitiendo en ese momento, dándose la paradoja de que una película de hora y media se alargue hasta las tres horas. Eso por no hablar de los momentos que eligen los programadores de turno para “cortar a publicidad”, muchas veces en mitad de un interesante diálogo o cortando un chiste por la mitad, para regresar al cabo de no sé cuántos minutos, acabar con el chiste en cuestión y volver a cortar para publicidad —esto es verídico, no me lo invento. Y resulta extremadamente molesto y cabreante a partes iguales—.

En fin, que la televisión actual la tomo en dosis muy pequeñas y en momentos muy puntuales, como los refrescos azucarados y la comida precocinada, ya que, al igual que éstos, la tele también puede ser “perjudicial para la salud”.

Total, que hace unos días me hallaba haciendo un barrido por los canales en abierto de la TDT cuando, para mi sorpresa, acabé sintonizando un programa que logró llamar mi atención. El programa lo emitían en La2 de Televisión Española, ya saben, ese canal en el que programaban esos documentales tan interesantes de los que todo el mundo hablaba para desmarcarse de la telebasura y que, paradójicamente, mostraba unos índices de audiencia paupérrimos, lo cual me invitaba a pensar que la gente simplemente mentía. Nada raro por otra parte, ya que vivimos en un mundo de apariencias donde ocultamos nuestro verdadero yo bajo capas y más capas de convencionalismos y corrección política, no vaya a ser que nos veamos señalados por el dedo acusador de esta sociedad hipócrita y enjuiciadora que ríase usted de La Santa Inquisición.

Volviendo al programa en cuestión, se trataba de un reportaje acerca de una de las pocas restauradoras artesanales de libros que aún quedan en nuestro país. La buena mujer hablaba con pasión de su oficio, el cual había heredado de su padre, quien a su vez lo había heredado de su padre.

Mientras colocaba un libro recién restaurado en la prensa, a fin de acabar de fijar la cola en las nuevas tapas recién colocadas, la mujer comentaba con cierto pesar como el suyo era un oficio en serio peligro de extinción, ya que hoy día no hay mucha gente que esté dispuesta a pagar por restaurar algo viejo o deteriorado. Algo parecido le ocurrió a los antiguos zapateros remendones, o los afiladores, que iban de barrio en barrio haciendo sonar sus melodiosas ocarinas de plástico avisando de su presencia, y haciendo que los vecinos bajasen con toda suerte de cuchillos o navajas a fin de ser afiladas con la piedra de afilar que iba conectada por una correa a la dinamo de la moto. Hoy, cuando un zapato de estropea, se tira a la basura y se compra otro. Y lo mismo sucede con la cubertería, o con los libros. Y es que actualmente, con el abaratamiento de costes y la diversidad de materiales, sale más barato comprar algo nuevo que restaurar algo estropeado. Obviamente la calidad no es la misma, pero, por desgracia, vivimos en un mundo donde todo está específicamente diseñado para ser renovado cada cierto tiempo (yo porque no uso, pero sé de gente que suele renovar su teléfono móvil cada año y medio o dos años).

Al final, según decía la mujer, cuando alguien decidía contratar sus servicios era por una cuestión sentimental, más que económica. De ahí que la mayoría de encargos que recibía fuesen de libros de memorias escritos a mano o mecanografiados contando la historia familiar, diarios o libros de recetas heredados de madres a hijas, o de abuelas a nietas.

En otro momento del reportaje, la restauradora confesaba su amor incondicional por los libros antiguos, remarcando su apasionado discurso con las siguientes palabras: «Me fascina leer cómo pensaban, cómo vivían o qué sentían gentes que vivieron en este mismo planeta en siglos anteriores al nuestro. Qué les interesaba, qué les preocupaba, qué les movía a dejar testimonio escrito de sus pensamientos, anhelos e inquietudes. Considero un privilegio poder acceder a todo ese caudal de información y conocimientos a través de la palabra escrita».

Las palabras de aquella mujer me hicieron reflexionar en los días que siguieron. Y una de las conclusiones a las que llegué fue que hay cosas en la vida que damos por hechas y que por eso mismo no le concedemos el inmenso valor que tienen, porque, de algún modo, “siempre han estado ahí”. Pero, ¿alguna vez os habéis preguntado qué pasaría si el ser humano no hubiese inventado la escritura? Apenas sabríamos nada de nuestra historia, de nuestra evolución como especie, de nuestros logros y nuestros fracasos, de lo que pensaban, sentían o soñaban nuestros antepasados. Eso por no hablar de las cosas que no habríamos podido descubrir o construir, pues su existencia se debe, precisamente, a la contribución de cientos o miles de mentes que retomaron el trabajo a partir de las notas o instrucciones que dejaron quienes les precedieron.

Así pues, celebremos la escritura, pues sin ella tú y yo no estaríamos manteniendo ahora mismo este intercambio de ideas o pensamientos.