miércoles, 25 de noviembre de 2020

ZAPPA LO TENÍA CLARO (Parte 1)

 

Yo tenía trece años cuando alguien me habló por primera vez de Frank Zappa. Resulta que en el barrio donde me crié, y donde estaba el colegio al que iba, había un tipo uno o dos años mayor que yo al que le gustaba la música rock y el punk. Por aquellos años, principios de los 80, el que alguien te sacase un par de años, siendo tú un adolescente, era motivo más que suficiente para tenerle un cierto respeto a esa persona, además de tomar en consideración sus opiniones o su supuesta erudición sobre cualquier tema.

Yo entonces era una esponja, y este tío lo sabía. De ahí que exagerase un poco —bastante, en realidad— a la hora de hablarme de la obra y milagros de aquel personaje tan extravagante que, según me dijo, además de cantar y tocar la guitarra de puta madre era capaz de comer excrementos en pleno concierto sentado en un taburete de madera en mitad del escenario.

A mí lo del excremento no es que me entusiasmase demasiado la vez que lo escuché de labios de aquel tío, aunque admito que si me impactó. Recordad que yo tenía trece años. Sin embargo, no sería hasta cuatro o cinco años más tarde, ya con diecisiete, que tuve al fin en mis manos un disco de Frank Zappa, el cual pertenecía a la colección del hermano mayor de un buen amigo mío de entonces. Aquel disco me impactó de tal manera que lo grabé en cinta, y fui a casa de mi amigo a devolvérselo y a pedirle todos los discos que tuviese de Zappa, que eran unos cuantos. Curiosamente, a ninguno de mis amigos les gustó nunca la música de Zappa, por lo que sus discos fueron algo así como un vicio secreto que disfrutaba en soledad. Incluso hoy.

El año pasado, al fin, pude hacerme con un ejemplar de su extraordinario libro de memorias, The Real Frank Zappa Book (traducido al español como La verdadera historia de Frank Zappa), escrito a cuatro manos entre el propio Zappa y el periodista Peter Occhiogrosso, encargado de transcribir las cintas con las entrevistas que le hizo a Zappa en su casa. Cuál no sería mi sorpresa cuando, en las primeras páginas del libro, Zappa aprovecha para desmentir ciertos mitos que circulaban en torno a su persona, entre ellos, el del famoso excremento. Zappa lo narra así:


«Otra infundada habladuría sostiene que una vez me cagué en un concierto. Esta historia se ha enriquecido con muchas variantes, de las que me permito destacar algunas:

Uno: Me comí una mierda en un concierto.

Dos: Monté un “concurso de guarradas” (¿qué cojones es un concurso de guarradas?) con Captain Beefheart y ambos compartimos mierda en el escenario.

Tres: Monté un “concurso de guarradas” con Alice Cooper, él pisoteó unos polluelos y después yo me comí una mierda en el escenario, etc.

Hace unos años, en 1967 o 1968, estuve en un club de Londres llamado Speak Easy. Un miembro de otra banda vino y me dijo: “Eres increíble. Cuando oí lo de que te comiste una mierda en un concierto, pensé: Esté tío está muy, muy pasado”. Le dije: “Nunca he comido una mierda en un concierto”. Me miró totalmente abatido, como si le acabara de romper el corazón.

A ver, que conste en acta: nunca he cagado en un concierto, y lo más cerca que he estado jamás de comer mierda fue en el bufé del Holiday Inn de Fayetteville, Carolina del Norte, en 1973».


Cuando leí esto, además de echarme unas risas me acordé de aquel tipo que me habló por primera vez de Zappa en mi adolescencia. Jamás pensé que sería el propio Zappa quien años más tarde se encargase de desmontar aquella absurda historia de la mierda que aquel chalado me contó una mañana cualquiera de 1983.

Por cierto, si os ha picado la curiosidad, aquí os dejo un enlace a un adelanto gratuito del libro de Zappa que la editorial Malpaso puso a disposición del público con fines promocionales: Pincha aquí.

Dejando a un lado esta curiosa anécdota, de lo que realmente quería hablaros en este artículo es de una de las facetas menos conocidas de Frank Zappa —como si su faceta musical fuese ampliamente conocida. Ja—: la de librepensador.

Frank Zappa murió en diciembre de 1993. Es decir, que pronto se cumplirán veintisiete años de su triste desaparición. Sin embargo, aún hoy me sigue sorprendiendo. Y no sólo por su música, que cada día que pasa la encuentro más placentera, sino por cómo pensaba y cómo se expresaba.

Hace unos días, la semana pasada para ser más exactos, encontré en Youtube una entrevista suya que le hicieron en televisión. La entrevista está fechada en octubre de 1981, en un programa llamado Freeman Report, presentado por una periodista de nombre Sandy Freeman.

A lo largo de la entrevista, de unos cuarenta y siete minutos de duración, a Zappa le preguntan su opinión sobre diversas cuestiones, que él responde con su brillantez acostumbrada. Aún hoy sigo alucinando con algunas de sus respuestas, las cuales voy a desgranar a continuación.

Os pido que pongáis mucha atención a lo que sigue, pues, aunque no os lo creáis, muchas de las cosas que dijo hace casi cuarenta años tienen mucho que ver con el mundo actual, lo cual ha hecho que me plantee seriamente si este mundo en el que vivimos tiene realmente solución o si estamos condenados a revivir una y otra vez los mismos errores de siempre.



En un momento dado, la periodista interroga a Zappa acerca de los males que, según él, aquejan a la sociedad norteamericana de aquellos años.

Yo sólo digo que la mejor política es la honestidad —dice Zappa—, y esta característica se encuentra en su momento más bajo de nuestra historia —recordemos que la entrevista se la hicieron en 1981, con Ronald Reagan ocupando el sillón presidencial de la Casa Blanca.

¿Y cómo cambiar esta situación? —insiste la periodista.

Antes que nada se tendría que crear un deseo para que esto se diera. Cuando tienes líderes políticos que no nos demuestran honestidad, cuando tienes gente que te miente constantemente en televisión, en la radio, en las películas... ¡es todo una mentira! La gente se acostumbra a la mentira como manera de vivir, así que la honestidad se convierte en un concepto arcaico. Nadie quiere ser una persona honesta en un mundo de mentirosos, porque te dicen “si eres honesto, vas a acabar el último de la fila”.

¿Tú te consideras a ti mismo una persona honesta? —pregunta Sandy Freeman.

Sí. Pero no me encuentro en una posición en que pueda hacer algo para influenciar a alguien —dice Zappa.

¿Y no crees que haya personas honestas en los ámbitos que has mencionado... cine, política, televisión, los media?

Por supuesto. Hay excepciones de la norma en todos los ámbitos. Pero, echando un vistazo a lo que nos rodea, nos podemos cerciorar que la norma es la deshonestidad, y que la honestidad es la excepción.

Odiaría creer eso...

Puedes odiarlo, si quieres. Pero si no lo crees es que eres idiota.

Aquí Zappa demuestra que, además de tener las ideas muy claras, tiene el don y la valentía de saber exponerlas sin miedo y sin cortapisas de ningún tipo. Lo mejor, aparte de denunciar una gran verdad, es la cara seria de Zappa, con la mirada fija en la entrevistadora, como retándola a que demuestre que está equivocado. He de decir que, quizás presintiendo que entrar en una discusión con alguien tan acostumbrado a polemizar como el que tiene delante puede acabar desnudando sus vergüenzas, la presentadora opta, de manera muy hábil, por tirar para otro lado.

Tras una interesante observación acerca del intrincado sistema de recuento de votos, Zappa demuestra que no todos los votos tienen el mismo peso ni el mismo valor —curioso que en España pase exactamente lo mismo. ¿Será un mal endémico en todas las democracias del mundo? ¿Por qué carajo no se cumple a rajatabla la simple regla de 1 persona = 1 voto? Será porque a unos pocos poderosos beneficia que esto no se cumpla. Eso seguro.

Una vez despachado a gusto, Zappa vuelve al ataque en relación a la administración Reagan.

No creo que tengamos un presidente honesto. Creo que no está rodeado de gente honesta. No creo que la mayoría de la gente del Congreso o el Senado sean honestos. No lo creo en absoluto.

¿Qué es lo que te hace creer eso? —pregunta la entrevistadora.

La prueba de eso yace en la manera en como funciona este país. No considero que la mayoría de las personas que tienen negocios en este país sean gente honesta.

Odiaría ser tan negativa o pesimista en cuanto a la tipología de gente que manda en este país.

Yo odiaría ser tan negativo y estar en lo cierto. Eso sí que es realmente horrible —aquí Zappa exhibe una sonrisilla con la que parece estar diciendo: “Sabes que estoy en lo cierto, pero la gran diferencia entre tú y yo es que yo tengo la libertad de poder decirlo abiertamente y tú no”.

Ante la insistencia de la entrevistadora de tachar a Zappa como una persona “negativa”, Zappa contraataca como él sabe hacerlo: con una brillantez dialéctica ante la que poco puedes hacer si no estás a su altura.

Si eres una persona realmente negativa y alguien viene a ti con todas las pruebas y te demuestra que todo está bien, entonces solamente serías una persona negativa. Lo cual sería casi un sueño. Pero yo creo tener razón. Creo que son deshonestos, y que les hemos permitido ser como son. Nosotros les votamos, nosotros les metimos donde están, y les dejamos hacer lo que hacen, porque no somos lo suficientemente honestos con nosotros mismos como para darnos cuenta de que estamos siendo gobernados por un conjunto de personas muy malas.

Vale. Pongamos que lo que estás diciendo es cierto. Yo no estoy completamente de acuerdo contigo, pero pongamos que es verdad. Ante eso, ¿qué hace la gente honesta para cambiar eso?

No sé qué pueden hacer. Eso sí que suena pesimista —dice Zappa—. No lo sé.

Suena fatalista —dice la entrevistadora—. ¿Qué me dices de ti? Si sientes todo esto, ¿cómo lo haces para seguir levantándote cada día de la cama, si sientes todas esas cosas malas que hay en este país?

Aquí la entrevistadora intenta poner contra las cuerdas a Zappa, como si pretendiese que él aportase la solución definitiva a un mal generalizado que lleva jodiéndonos la vida desde que el mundo es mundo.

Bueno —dice Zappa sin inmutarse—, hago lo que hago porque me encanta hacerlo. Me dedico a la música. Me levanto por la mañana y hago mi música. Lo hago a mi manera y trato de no aceptar compromisos innecesarios. Y si tengo una oportunidad de salir en la televisión y decir todo esto, pues lo hago. Aparte de eso, ¿qué más puedo hacer? No le pido a nadie que firme mi petición sobre nada. Eso no sirve para nada. Lo que sí se puede hacer es recordar a la gente lo que está pasando, y lo que lleva pasando desde siempre. La tendencia hoy en día —recordemos, 1981— es pasar de todo. Hay un deseo generalizado de olvidar los problemas. Y a los medios les gusta acomodar a la gente en ese deseo. Cuanto más puedes escapar de cómo de horribles son realmente las cosas, menos te van a molestar. Aunque, por desgracia, las cosas van a peor.

Ironías de la vida. Nada más soltar esta bomba atómica en la cara de la presentadora, ésta anuncia que deben hacer una pausa para “ver unos cuantos anuncios publicitarios”. Desde luego, no creo que estuviese preparado de antemano, pero me pareció un golpe de efecto genial que no hace sino reforzar el argumento de Zappa: “El mundo se va a la mierda, estamos en manos de gente horrible que sólo mira por ellos mismos y a las que les importamos una mierda, y para que no nos demos cuenta de lo que están haciendo nos tienen entretenidos con chorradas bonitas y con muchos colores. Por cierto, ¿has visto qué coche más chulo te podrás comprar si tienes pasta? ¿O qué bebida más refrescante te podrás echar al gaznate mientras notas cómo tu diabetes se dispara hasta matarte? ¿Y qué me dices de esas vacaciones de ensueño que podrás pagar en cómodos plazos por el resto de tus días?”.


La entrevista de Zappa dio para mucho más. Pero, para no hacer demasiado largo este post, he decidido dividirlo en dos partes. Si te ha resultado interesante lo que has leído hasta ahora —que espero que sí—, te invito a que estés atento la próxima semana a la segunda parte de mi particular resumen de esta maravillosa entrevista a un tipo genial.


(Continuará...)



miércoles, 11 de noviembre de 2020

MI FASCINACIÓN POR LA COMEDIA (Parte 5 Final)

 

Unos pocos años antes de acabar el milenio anterior —aunque hay quien sostiene que, en realidad, el milenio acabó en 2001 y no en 2000—, a alguien se le ocurrió lanzar la perniciosa teoría de que ni los ordenadores ni los programas informáticos estaban realmente preparados para el cambio de siglo, y que, al no operar con más de dos cifras en el apartado relativo a la fecha, al pasar el contador de «99» a «00» eso provocaría una serie de apocalípticas desgracias de dimensiones catastróficas, que los ordenadores dejarían de funcionar, que las redes informáticas colapsarían y se vendrían abajo y que los políticos recuperarían la cordura. Al final, con el cambio de siglo nada de eso ocurrió. Ni los ordenadores dejaron de funcionar, ni las redes informáticas colapsaron y, evidentemente, los políticos siguieron siendo todos unos inútiles.

Así que, una vez superado el tan temido «efecto 2000», todo siguió prácticamente igual a como había sido siempre, desde que el mundo es mundo. Y es que hay cosas que no tienen visos de cambiar así como así.

Precisamente para intentar evadirnos de toda esta mierda que nos rodea, y que, en ocasiones, nos asfixia, los seres humanos creamos el arte. Y gracias a él, al arte y los artistas, muchos podemos seguir hallando esperanza entre la desesperanza.

Así que dejemos atrás las cosas chungas de la vida —que son muchas, por desgracia—, y centrémonos en lo que nos ocupa: series de humor desde el año 2000 hasta el presente.

Lo primero que he de decir es que yo no tuve acceso a Internet en casa hasta 2005. Esto lo digo porque Internet ha marcado un antes y un después en mi forma de acceder a contenido cultural. De entrada, Internet te brinda la oportunidad de poder acceder a contenido que, de otro modo, sería casi imposible. Por ejemplo, gracias a plataformas como YouTube estoy disfrutando de un montón de material de grandes cómicos de cine mudo como Buster Keaton, Harold Lloyd, Stan Laurel y Oliver Hardy, Fatty Arbuckle y otros que yo jamás había visto, y que ni siquiera sabía de su existencia. Otra de las ventajas de Internet es la cantidad de información que tienes al alcance de la mano con sólo saber buscar.

La primera serie que asocio enteramente a mi “etapa Internet” —es decir, cuando al fin tuve acceso a Internet en casa y podía bajarme cosas a través del ya olvidado e-mule, fue Little Britain.

Mi contacto con esta serie vino de manos de un viejo amigo al que hacía tiempo que no veía. Al vernos y ponernos al día, sabedor de mi pasión por la comedia, mi viejo amigo me recomendó que intentase bajarme algún capítulo de esta magnífica serie a través del e-mule, pues en aquellos días la programaban en Canal Plus sólo para abonados.

Eso sí, te advierto que está en inglés y subtitulada al español —me dijo.

No es problema —dije yo, que por aquellos días estaba muy metido en el cine de autor en versión original y con subtítulos.

Mi amigo me «vendió» muy bien la serie. «Su humor, en ocasiones, se pasa tres pueblos. No conoce límites, y no dejan títere con cabeza». Claro, a mí me dicen eso y ya me tienen ganado. Soy así, ¡qué le vamos a hacer! Cada uno es como es.

Yo, que ya tenía un cierto bagaje en cuanto a humor extremo gracias a series como Hale & Pace o Bottom —de las que ya hablé en mi post anterior—, me sentía más que preparado para afrontar cualquier cosa. Y esa «cualquier cosa» resultó ser una de las series más «políticamente incorrectas» que yo jamás hubiese visto hasta entonces.

La serie fue creada y protagonizada por Matt Lucas y David Walliams, quienes, además de escribir los guiones, interpretan la mayor parte de los personajes que salen en la serie, desde adolescentes problemáticas a asistentes del Primer Ministro, y desde venerables viejecitas racistas y xenófobas a travestis con barba y bigote.

Basada en pequeños sketches y personajes recurrentes, la serie ofrece un particular muestrario de extraños personajes, entre excéntricos y grotescos, de los que conforman eso que ellos denominan «la pequeña Bretaña», de ahí el título de la serie.

Todos los episodios son conducidos por la voz de un imponente narrador —Tom Baker—, cuya narración, surrealista e hilarante a partes iguales, al ser proclamada con seriedad y afectación aumenta su efecto cómico. A través del narrador se nos van presentando toda suerte de personajes y situaciones llevadas al límite. Fue tal el impacto que esta serie provocó en el acervo popular, que hubo personajes y expresiones que cosecharon una legión de imitadores en todo el Reino Unido. Desde la madre soltera adolescente malhablada y hortera de Vicky Pollard, con su famoso latiguillo: «sí, pero no, pero sí, pero, no, sí y no, pero...», pasando por Daffyd Thomas, que se considera y se jacta de ser «el único gay en toda la ciudad», cuando vive rodeado de gays y lesbianas que o no ve o no quiere ver, y aprovecha el más leve gesto o comentario de cualquiera para denunciar homofobia o persecución por su estilo de vida que, paradójicamente, a nadie ofende ni molesta, o Edward “Emily” Howard, un travesti que se esfuerza en intentar convencer a todo el mundo que es una mujer, vestida con pomposos trajes de estilo victoriano al tiempo que exhibe una frondosa barba. Otros personajes recurrentes de la serie son Lou Todd y Andy Pipkin, con Andy fingiendo necesitar una silla de ruedas para así poder abusar de la amabilidad sin límites de su entregado amigo Lou, o Denver Mills, un atleta retirado, medallista de plata en los 400 metros lisos en los Juegos Olímpicos de Los Angeles, que vive haciendo discursos en conferencias, donde siempre mete la pata con comentarios fuera de tono, como en un discurso ante la policía donde se compara con ellos por estar siempre «corriendo detrás de los negros».

La serie cosechó en su momento la ira y el rechazo de numerosos colectivos que sintieron que se burlaban de ellos de manera cruel y denigrante. Se cuenta que la BBC fue inundada con cartas repletas de enérgicas y airadas protestas de esas legiones de «ofendiditos» que tanto abundan en el mundo. Con lo fácil que resulta cambiar de canal cuando algo no te gusta o te molesta. Yo lo hago. Y eso me evita muchas calenturas. Por ejemplo, yo detesto la fauna de Sálvame, o personajes tan maleducados e irritantes como Alessandro Lecquio, así que lo que hago es cambiar de canal cada vez que asoman su fea jeta en mi televisor. Prefiero disfrutar de las cosas que sí me gustan, y pasar o ignorar aquello que sé que no me va a gustar o me va a disgustar. La vida es demasiado corta como para andar siempre cabreado por cosas perfectamente evitables. Para algo inventó Dios los mandos a distancia. Deberíamos usarlos más a menudo, y dejarnos de tanta tontería. Además, me resulta curioso que los que tanto se empeñan en exigir tolerancia se muestren tan intolerantes con lo que no les gusta o les disgusta a ellos. Lo tienes fácil, colega: ¡Cambia de canal, tío, o tía, o lo que carajos seas! Tan simple como eso.

Y hablando de «ofendiditos». Seguramente el nombre del personaje que voy a tratar a continuación levante más de una ampolla en esa legión de intolerantes que no soportan la idea de que alguien sea tan sumamente valiente como para reírse de «absolutamente todo», sin poner ni un sólo límite a su imaginación, y que además lo hace pasándose por el arco del triunfo lo que los demás piensen u opinen sobre él o su arte. Porque, como muy bien dijo en una de sus más polémicas intervenciones en televisión, «total, si al final todos vamos a morir, ¿por qué no nos divertirnos un poco antes de hacerlo?».

Ese personaje del que os hablo es Ricky Gervais, el cerebro detrás de series tan míticas y exitosas como The Office, Extras o Life's too short, y más recientemente, la genial y maravillosa After life.

Vaya por delante que yo fui —y soy— un incondicional fanático del The Office USA, mucho más accesible y «políticamente correcto» que su primo-hermano británico, es decir, el protagonizado por Gervais.

La serie The Office (USA) es magnífica, una de mis series favoritas de todos los tiempos. La versión americana está protagonizada por Steve Carrell, en el papel de Michael Scott, director-gerente de la sucursal que la empresa papelera Dunder Mifflin tiene en Scranton, Pennsylvania.

Michael es el típico inútil que se cree mucho mejor de lo que realmente es —¿a que todos conocemos a alguien así?—, y cuyas meteduras de pata y salidas de tiesto son tan constantes y gloriosas que nos brinda momentos de una irresistible hilaridad. Para ilustrar su carácter, baste decir que una de sus posesiones más preciadas en la vida es una taza de “Mejor jefe del mundo”, que él mismo tuvo que comprarse en una tienda y que no duda en exhibir a diestro y siniestro como si de un valioso trofeo se tratase.

Además de Michael, el resto de los personajes que forman parte de la curiosa plantilla de Dunder Mifflin no le van a la zaga, en cuanto a inutilidad y comicidad. Así, tenemos a Pam, la sufrida recepcionista y ocasional ayudante de Michael, encargada en no pocas ocasiones de deshacer los entuertos provocados por su desquiciante jefe; Dwight, el excéntrico vendedor de papel y amigo íntimo de Michael, de maneras toscas y extremadamente competitivas; Stanley, un fortachón afroamericano cuya filosofía de trabajo se resume en «hacer lo mínimo, interactuar lo menos posible con los compañeros o los clientes y pasarse la mayor parte del día haciendo crucigramas y comiendo bollitos y café hasta que el reloj marque las cinco en punto, hora de irse a casa»; la antipática e insufrible Ángela, adjunta al departamento de contabilidad, de carácter tiquismiquis, fría y cortante; el simpático y agradable Jim, quizás el más normal entre tanto excéntrico, secretamente enamorado de Pam; la apocada y agradable Phyllis, una de las vendedoras de más edad, tímida e insegura, blanco perfecto de las burlas y crueles bromas de Michael y Dwight; el entrañable Kevin, un hombretón que por su carácter y su peculiar forma de hablar más parece un niño grande que un adulto; y Toby, el responsable del departamento de Recursos Humanos, un tipo desapasionado y permanentemente deprimido que, a pesar de su perfil bajo, representa, muy a su pesar, la némesis de Michael, que lo odia profunda e indisimuladamente, hasta el punto de pasarse buena parte de la serie haciéndole la vida imposible.

A esta serie le debo grandísimos momentos de evasión y diversión, pues tiene la extraordinaria virtud de que, una vez que consigues meterte en su universo, empiezas a ver casi normal cosas realmente anormales. Uno de los secretos de su enorme éxito, al margen de los soberbios guiones, se debe al maravilloso elenco de personajes, cuya interacción desprende una química tal que te resulta prácticamente imposible disociar al actor del personaje que interpreta. Es de esas series capaces de arreglarte uno de esos días malos que todos tenemos de vez en cuando.


Otra de esa clase de series capaces de arreglarte un mal día es Modern family. Durante años fui un fan incondicional. No me perdía ni un solo capítulo de los que ponían en la tele. Y no sólo la veía por Sofía Vergara. Lo juro. Palabrita del Niño Jesús.

El reparto es magnífico, con el gran Ed O'Neil como el gran patriarca del clan. A Ed lo sigo desde que interpretó a Al Bundy, el desganado y sarcástico padre de Matrimonio con hijos, aquella serie de los 80's de la que hablé en uno de estos posts. Ed y Sofía Vergara interpretan a Jay y Gloria respectivamente, un matrimonio atípico que vive en su lujosa mansión en compañía de Manny, el hijo de Gloria. Luego están Claire (Julie Bowen) y Phil Dunphy (Ty Burrell), padres de Haley, Alex y Luke. Y, por último, tenemos a Mitchell (Jesse Tyler Ferguson) y Cameron (Eric Stonestreet), un matrimonio gay padres de Lily, una niña vietnamita que adoptaron cuando era un bebé.

Una de las cosas más difíciles a la hora de levantar una serie con un reparto coral es dar con la química que haga que la suma de las partes conformen un magnífico todo. Y en eso, Modern family dio en el clavo. Cada actor, cada personaje, cumple una función fundamental para el buen desarrollo de la trama general. Nadie sobra, nadie está de más, y todos están inmensos. Incluso los personajes ocasionales, de una o dos apariciones puntuales a lo largo de la serie, están magníficos. Por ejemplo, recuerdo lo mucho que me chocó ver a todo un Edward Norton —uno de los actores más respetados de su generación— haciendo un pequeño papel como ex-bajista de Spandau Ballet, en aquel episodio en el que Claire decide regalarle a Phil por su aniversario de bodas algo a la altura de los espectaculares regalos que él lleva haciéndole a ella desde que se casaron. Qué mas da que Phil no tenga ni idea de quién carajo fueron Spandau Ballet, ni quién demonios es aquel tipo tan estrafalario, vestido a la moda de los 80, que repite sin cesar las mismas líneas de bajo de un supuesto éxito que jamás escuchó, aunque finge que sí por el amor que le profesa a su esposa.

Otros grandes actores que se dejaron caer por la serie en apariciones puntuales a lo largo de las once temporadas que se mantuvo en antena fueron Shelley Long en el papel de DeDe Pritchett, ex-esposa de Jay, Nathan Lane en el papel del excéntrico Pepper, amigo íntimo de Mitch y Cameron, Chazz Palminteri, en el papel de Shorty, viejo camarada de Jay, o mi favorito de todos, el gran Fred Willard en el papel de Frank Dunphy, el despistado, entrañable y divertido padre de Phil.

Cada vez que me siento ante el televisor y me dispongo a ver uno o varios episodios de esta serie, disfruto como un niño viendo las singularidades de cada uno de los miembros de esta “moderna familia” del nuevo milenio.


Para finalizar este pequeño repaso a algunas de mis series de humor favoritas de todos los tiempos, le dedicaré unas líneas a The Big Bang Theory. Aún hay más series entre mis favoritas, pero no quiero monopolizar vuestro tiempo. Supongo que tendréis mejores cosas que hacer que leer mis posts. A menos que seas concejal del ayuntamiento o uno de los seis mil quinientos veintisiete asesores del presidente de tu Comunidad Autónoma. En cuyo caso: «Lee, chaval o chavala. Lee y no te cortes. Que trabaje Rita la Cantaora».

No me extenderé demasiado sobre esta serie, pues supongo que no quedará casi nadie en España que no haya oído hablar de ella, o que no haya visto alguna de las ciento cincuenta mil cuatrocientas veintiséis reposiciones que ha hecho Neox desde que empezó a emitir la serie. Le pasa lo mismo que a Los Simpson, que, a fuerza de reponerlos una y otra vez en viciado bucle, acabaremos por aprendernos de memoria todas las líneas de diálogo.

Bajo mi humilde opinión, considero The Big Bang Theory una versión actualizada de la desaparecida Friends. Ambas comparten el hecho de tratarse de un grupo de personas de ambos sexos que buscan combatir la soledad y los rigores de la vida moderna hallando cobijo bajo el paraguas de la amistad grupal. Pero no me entiendan mal. Que algo o alguien copie o imite algo ya existente no tiene que ser necesariamente algo negativo. Al fin y al cabo, todo está ya más que inventado. Lo interesante, y lo inteligente, es saber llevar a tu terreno el origen de tu imitación, hasta el punto de hacer olvidar el original. Y The Big Bang Theory, gracias a sus extraordinarios guionistas y al magnífico elenco de actores que dieron vida a los personajes de la serie durante las doce temporadas que se mantuvo en antena, ha sabido hacer olvidar sus referentes. Y yo que lo he disfrutado.

Con esto doy por finalizado mi repaso a algunas de las series de comedia que me han acompañado durante buena parte de mi vida. Todas ellas, y algunas más que me dejo en el tintero, han conseguido que en este valle de lágrimas que es la vida consiga que esas lágrimas hayan sido de alegría la mayor parte del tiempo. Parafraseando a un cómico de cuyo nombre no quiero acordarme: «La comedia salvó mi vida».

Os deseo a todos y a todas un montón de risas. En estos tiempos tan raros y difíciles que nos ha tocado vivir, y en los que aún estan por venir, nada se me antoja más importante que seguir manteniendo intacta nuestra capacidad de poder mirar a la fatalidad a los ojos y reírnos a gusto en su fea cara.

A reír que son dos días.



miércoles, 4 de noviembre de 2020

MI FASCINACIÓN POR LA COMEDIA (Parte 4 -LOS 90's II)

 


Particularmente la década de los 90 fue también una década de exploración, de ensanchamiento de mis propios límites humorísticos. Conocía, y apreciaba, el típico humor británico, pues prácticamente había crecido con él a través de sus series. No me perdía una. Con sólo llevar el sello británico ya despertaba mi curiosidad, pues para mí la ecuación humor + británico = disfrute asegurado se cumplía a rajatabla. Y nunca me falló esa ecuación, pues siempre hallé en las series anglosajonas toneladas de diversión, algo que sentía que me faltaba con las series patrias. Por alguna razón no conseguía empatizar con el humor hecho aquí; salvo honrosas excepciones de las que hablaré al final del post.

Volviendo al humor británico. A pesar de mi amplia experiencia, nada me había preparado para dos de las series más gamberras de las que iba a ser testigo.

Una tarde, recuerdo que era sábado, puse la tele después de una siesta. Haciendo zapping acabé en Canal Plus. Justo en aquel instante estaban poniendo una nueva serie británica en abierto —yo nunca me hice abonado—. Sin pensármelo dos veces, metí una cinta en el vídeo y le di a grabar. Aún no sabía si lo que estaba viendo me iba a gustar o no, pero, en caso de gustarme, no quería perder la oportunidad de tenerlo.

La serie, que supe más tarde, pues la había pillado empezada, llevaba por título Hale & Pace. El título hacía referencia a los apellidos de los dos creadores y protagonistas de la serie, los humoristas Gareth Hale y Norman Pace.

La serie no era una sitcom, ya sabéis, una comedia de situación cuyos episodios transcurren o se desarrollan regularmente en los mismos escenarios y con los mismos personajes. Los episodios se basaban en pequeños sketches entrelazados, que iban desde pequeñas parodias de series, pelis o programas de televisión de cierta relevancia hasta anuncios ficticios o números musicales. A propósito, cabe destacar que tanto Gareth Hale como Norman Pace tenían muy buenos registros vocales y, además de componer letra y música, cantaban sus propias canciones. Algunos números musicales eran realmente soberbios.

De aquella serie guardo momentos memorables, como el del anuncio de una marca de coches cuyo lema era: «el coche cagada de los noventa», ya que tenía la particularidad de poseer un inodoro en el asiento del conductor con el que poder sortear las largas retenciones de tráfico. Otro sketch realmente descacharrante era uno en que un matrimonio británico hacía una especie de intercambio cultural con un matrimonio sueco. Llevando la parodia al límite, mientras Norman Pace hacía de marido británico mojigato y aburrido, Gareth Hale interpretaba a un alegre y desinhibido marido sueco que iba siempre en pelotas por la casa, pues tanto él como su esposa practicaban el nudismo. Durante el sketch se van sucediendo escenas realmente incómodas, con los británicos totalmente vestidos de la cabeza a los pies —incluso en el interior de una sauna con ambos chorreando sudor por todas partes—, y los suecos totalmente desnudos y hablando abiertamente de sexo.

Otro de los sketchs más divertidos y originales que he visto en mi vida, protagonizado por Gareth, es aquel en el que se muestra el día a día de un tipo que sufre una extraña enfermedad que hace que todas las situaciones de la vida, especialmente las más dramáticas o tristes, le provoquen la risa. Realmente descacharrante.

Un rasgo que me marcó en aquellos días fue el humor desplegado por la pareja: incisivo, mordaz, sarcástico y sin concesiones. Eran pura dinamita. Daban cera a todo sin cortarse ni un pelo. Y triunfaron. Durante buena parte de la década de los 90's fueron grandes estrellas en la televisión británica.

Un día dejaron de emitir la serie en Canal Plus y les perdí la pista, hasta que años más tarde hicieron una breve aparición en un episodio de Life's too short, una serie de Ricky Gervais protagonizada por Warwick Davis.



Otra de las series que me dejó huella en aquellos años fue la inclasificable Bottom, aquí rebautizada como La pareja basura —lo dicho, ¡qué buenos somos en España traduciendo títulos de pelis y series del inglés!—.

La serie estaba escrita y protagonizada por Rik Mayall y Adrian Edmonson, dos cómicos británicos que formaban pareja artística desde que ambos se conocieron en el instituto allá por 1976. Ambos aparecieron en otra serie mítica de los 90's, The young ones, que yo nunca llegué a ver porque no la emitían en ningún canal a mi alcance. La única referencia que tengo de The young ones está en Youtube, ya que en un capítulo salían Motörhead, la banda de rock liderada por el tristemente desaparecido Lemmy Kilmister.

En Bottom, Edmonson y Mayall interpretan a Eddie y Richie, respectivamente. Para hacerse una idea del carácter abiertamente transgresor y un tanto lunático de la serie, baste decir que el personaje de Edmonson se llamaba Edward Hitler. ¡Un inglés apellidado Hitler! ¿Es o no es transgresor?

De entrada, lo que más me llamaba la atención era la cutrez y suciedad que mostraba el apartamento que ambos personajes comparten en el barrio londinense de Hammersmith. Los protagonistas, Eddie y Richie, son dos vagos y salidos lunáticos sin oficio ni beneficio, que viven y se mantienen con lo mínimo en el piso que ambos comparten. Sus constantes peleas —de una violencia caricaturesca, con tenedores que se clavan en diferentes partes de su anatomía, objetos punzantes directamente a los ojos, golpes bajos en las partes pudendas, dislocaciones, rotura de huesos, etc—, forman parte del día a día de ambos personajes.

Richie (Rik Mayall) interpreta a un pusilánime y pomposo perdedor que intenta aparentar ser más culto y sofisticado de lo que realmente es, mientras que Eddie (Adrian Edmonson) es un violento camorrista, que casi siempre anda borracho, y que se pasa la mayor parte del tiempo robando a todo bicho viviente, incluyendo amigos, familia y hasta al propio Richie, que tiene incluso menos de todo que él.

El humor desplegado por la pareja es caótico, disfuncional, esperpéntico y extremo, siendo precisamente dichas cualidades una de sus grandes bazas. Nada les sale bien, por lo que sus desgracias no hacen sino acentuar la comicidad de las situaciones. Lo mejor, sin duda, es el efecto de “caricatura” que ambos creadores supieron dotar a sus personajes, haciendo que los veamos casi como “dibujos animados de carne y hueso”.

Para finiquitar la década de los 90's, he querido dejar para el final al que considero el mejor dúo cómico español de la historia: Faemino y Cansado.

¿Qué puedo decir de ellos? Pues que son geniales. Su humor, surrealista y absurdo, parece beber de otros grandes genios del género como los Hermanos Marx o Monty Python, y ya más cerca, de grandes autores patrios como Tip y Coll, Gila o Jardiel Poncela.

Yo los descubrí a mediados de los 90, en un programa que ponían en La 2 de Televisión Española que llevaba el sugerente título de El orgullo del tercer mundo. En ese programa escenificaban diferentes sketches subidos al escenario de un pequeño teatro en vivo, con público real.

A mí me resultaba fascinante ver cómo aquellos dos tipos, la mayoría de las veces completamente desnudos de mobiliario o atrezo, eran capaces de montar una escena llena de ingenio e hilaridad simplemente con el poder de la palabra y una comicidad incuestionable. Formaban —y forman— un dúo espectacular.

En lo personal, y sin desmerecer en absoluto a Javier Cansado, admito mi devoción por Carlos Faemino. Es de esos tipos que sólo con verlos ya te estás partiendo de la risa, pues a tal punto llega su vis cómica. Sus muecas, sus gestos, sus pequeñas coletillas o improvisaciones, son de lo mejor que este país haya dado al mundo de la comedia.

Desde que los descubrí, en el 93, no me he perdido ninguna aparición suya en televisión. En VHS llegué a tener grabados todos los episodios de la serie, que los iban poniendo a razón de uno por semana (imaginaos cómo era la cosa entonces. No como ahora, que te pillas una serie al completo y, si te lo puedes permitir, te la zampas de una tacada en un fin de semana).

De ellos, además de los capítulos de El orgullo del tercer mundo, tenía grabado el especial Siempre perdiendo. Unas Navidades mis hermanos, sabedores de mi pasión por el dúo, me regalaron una cinta VHS con Dentro de una manada de pumas, que era una colección de clips inéditos expresamente creados para el proyecto. Años más tarde, trabajando yo en una distribuidora de vídeo, me hice con tres especiales editados por Canal cómico, donde recopilaban algunas actuaciones suyas en televisión.

Mi devoción por estos genios llegó a un punto que un día me pedí por la ya desaparecida Discoplay un libro escrito por Javier Cansado que lleva por título Cómo acabar con los libros de cómo, que, además de proporcionarme horas de diversión lectora, me proporcionó una colección de posters enanos de su autor (adjunto foto).

Y hasta aquí mi repaso en dos partes a la década de los 90's. A la vuelta de la esquina se veía venir el cambio de siglo, que, aparte de un miedo atroz al temido efecto 2000 en los ordenadores y el adiós a la peseta, traía bajo el brazo un montón de nuevas experiencias audiovisuales.

Pero eso lo abordaré la próxima semana.


(continuará)