miércoles, 30 de marzo de 2022

MI COLECCIÓN DE REVISTAS LITERARIAS

 

Popurrí de ejemplares de Qué Leer

En mi último post comentaba así, de pasada, como quien no quiere la cosa, mi arraigada costumbre de acumular cosas. Vamos, lo que viene siendo un Síndrome de Diógenes en toda regla diagnosticado en un hombre joven.

Ya sé, ya sé. Sé lo que me vais a decir. ¿Cómo es eso de “un hombre joven”? ¡Pero si tienes medio siglo a tus espaldas, colega!

¿Y qué?, digo yo. ¿Es que no vivís en el mundo actual o qué? Como todo el mundo sabe, los 50 de hoy en día son los nuevos 30; y los 30 de hoy en día son los 10 de antaño. Vamos, que si tienes menos de 20 años, casi se podría decir que aún nadas feliz y despreocupado en el líquido amniótico ubicado en la barriguita de tu mami. ¿No es maravilloso vivir en este siglo XXI? ¡Viva la inmadurez y el culto a la eterna juventud, aunque te estés cayendo a cachos!

Volviendo al tema de acumular cosas, quisiera poner el foco en una colección de revistas que tiene mucho que ver con mi ambición de llegar a convertirme en un escritor de éxito.

¿Y qué es el “éxito”? Bueno, eso dependerá de lo que entienda cada cual. En mi caso particular, escribir algo, editarlo, maquetarlo, poder publicarlo, venderlo y que quien lo compre consiga disfrutar del resultado de tu trabajo y empeño, ya lo considero un éxito. Si encima consigo ganar algo de dinero con el que poder seguir escribiendo, del éxito paso directamente al éxtasis.

Confieso que mi interés por la lectura fue un interés tardío, pues no me empecé a interesar por los libros hasta que no cumplí los veinte. Hasta entonces, mis intereses culturales iban mayoritariamente dirigidos hacia el cine y la música, que vivía con pasión y devoción —y aún lo sigo haciendo—, y, ocasionalmente, las revistas musicales y los cómics.

Uno de los números de mi colección, donde entrevistaban a Almudena Grandes.


Los años noventa supusieron para mí el inicio de una larga e íntima relación con la literatura. No es que esté sugiriendo que haya tenido sexo con libros; aunque, a decir verdad, eso no tendría nada de raro, ¿acaso no hay quien tiene sexo con ciertas revistas? Y no pasa nada. No seré yo quien lo censure. Al fin y al cabo, soy de los que piensa que siempre será mejor hacer el amor que la guerra. Ojalá Putin “hiciese más el amor” y dejase de “joder”. Mejor nos iría a todos.

A finales de los 90 empecé a comprar una revista literaria de nombre tan apropiado como sugerente: Qué leer.

El primer ejemplar que compré fue el número 10, publicado en abril de 1997, y me costó 400 pesetas de entonces —unos 2,40 euros—. El último es de agosto de 2004, y ya costaba 3,00 euros —es decir, 500 pesetas—. Entre ambos números me hice con un total de 65 números, que he logrado conservar a través de los años.

Cuando empecé a interesarme por la lectura, como no conocía a nadie que compartiese conmigo mis inquietudes literarias, una buena forma de conocer nuevos libros y autores fue a través de aquella revista. En aquellos años Internet aún andaba en pañales, y la cultura vivía sus últimos coletazos en la televisión, con programas dedicados a los libros tan coñazos como el de Sánchez Dragó, un tipo que siempre me cayó francamente mal, por pedante y bocachancla.

La revista se dividía en secciones. Algunas se mantuvieron fijas en el tiempo, y otras desaparecieron dejando su lugar a otras nuevas. Entre las secciones fijas que se mantuvieron estaban la crítica de libros, la galería de clásicos —donde desgranaban autores y obras que han logrado trascender a las siempre cambiantes mareas del tiempo—, las entrevistas o monográficos a autores de relevancia nacional e internacional, la sección de novedades editoriales, las cartas de los lectores con sugerencias, peticiones, quejas o denuncias, y una sección dedicada a las distintas lenguas de nuestro país, España —gallego, vasco y catalán—.

Una de las secciones más curiosas era la de “dimes y diretes”, que consistía en mostrar chismes, salidas de tiesto y rifirrafes entre gente del mundillo editorial. Como ejemplo, recuerdo frases tan lapidarias como las que Alberto Vázquez Figueroa le dedicaba a los críticos literarios: “Los críticos son un residuo de frustración por no haber sido escritores”; o la de Bill Gates, que afirmaba convencido: “No creo que las novelas de ficción lleguen a leerse nunca a través de un ordenador”. Desde luego, como futurólogo no tiene precio. Y éste es el mismo que sale cada dos por tres en la prensa poniendo fecha al final de la pandemia. Apañaos vamos.

También había una sección en la que mostraban citas de grandes escritores, como las que siguen:

Estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida termina durmiendo”. William Shakespeare.

Si deseas que tus sueños se hagan realidad, ¡despierta!”. Ambrose Bierce.

Otra de las secciones que más disfrutaba consistía en entrevistar a personas de cierta relevancia —políticos, actores y actrices, músicos, deportistas, etc—, y plantearles cuestiones relativas a su afición por la lectura (sus libros y autores favoritos, el primer libro que les impresionó, sus lugares favoritos para leer, si tienen por costumbre recomendar o regalar libros a amigos o conocidos, etc.).

Con el tiempo, esta sección fue mutando y, en una de esas mutaciones, acabó mostrando el lugar de trabajo de algunos escritores —con fotos—, además de una breve entrevista donde desgranaban cuestiones relativas a sus métodos de trabajo (costumbres y manías, sitios para escribir, hábitos, si escuchaban música o no mientras escribían, etc). Me resultaba estimulante ver los lugares donde “nacía todo”.

Reportaje a Juan Marsé en su lugar de trabajo, con su biblioteca personal al fondo. Eso sí, no le pidas que sonría porque igual te muerde.


Por aquella época, leía todo cuanto caía en mis manos. Devoraba la letra impresa con voraz glotonería; como un imitador del personaje de Augustus Gloop en la novela Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl, es decir, alguien incapaz de resistirse a la gula.

Leía mucho y muy variado. Sobre todo novelas y libros de relatos y cuentos cortos. Aquellos días los recuerdo como una etapa de “crecimiento y descubrimiento” continuo, añadiendo libros y autores a mi lista de favoritos. De esa etapa recuerdo disfrutar enormemente con novelas de Evelyn Waughn, Kenzaburo Oé, Milan Kundera, George Orwell —maravillosa su Rebelión en la granja—, Ernest Hemingway, Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina, Manuel Vázquez Montalbán, Italo Calvino, Ramón J. Sender, Paul Auster, Isabel Allende, Juan Rulfo —¡cómo olvidar su Pedro Páramo!—, John Kennedy Toole —considero La conjura de los necios uno de mis libros imprescindibles—, Alejandro Dumas, etc.

También descubrí autores de los que acabé buscando cuanto libro suyo caía a mi alcance, como Tom Sharpe, Luciano De Crescenzo, Groucho Marx, Woody Allen, Terenci Moix —sus novelas ambientadas en el Antiguo Egipto me enamoraron—, P.G. Wodehouse —del que llegué a encargar unas 20 novelas en una afamada librería de mi ciudad—, y Charles Bukowski, posiblemente el autor que más suelo releer.

Aquella revista y lo que en ella se mostraba es, en gran medida, la culpable de que yo decidiese convertirme en escritor profesional, es decir, en alguien que hace de la literatura su profesión, su manera de ganarse la vida —algo que cada día se pone más difícil—, vivir bajo techo —¡hay qué ver cómo se ha puesto de caro vivir bajo los puentes!—, llenar la cesta en el supermercado —con comida basura, que es la que podemos pagar sin dejarnos un riñón por el camino—, llenar el depósito de gasolina —¡todo un lujo!—, afrontar la factura de la luz —¡casi inasumible!—, y pagar impuestos —vaya, esto sí que lo sabemos hacer muy bien los pobres o la gente de estrato más humilde, ya que los ricos y las grandes empresas cuentan con grandes equipos de profesionales y leyes hechas a medida con las que poder escamotear impuestos y dejar de pagar “su parte”—.

En fin, que de algo me tenía que servir acumular porquerías en casa. ¿O no?





miércoles, 23 de marzo de 2022

POSEER O NO POSEER (CACHIVACHES), ESA ES LA CUESTIÓN

Cuadro "Diógenes", de Jean-León Gérome (1824-1904)

 

Hace poco llevé mi aparato reproductor de cedés al servicio técnico. Llevaba meses renqueando, funcionando cuando le daba la gana, y eso me tenía de los nervios.

La cuestión es que abrías la bandeja, insertabas un cedé y al volver a cerrar la bandeja se quedaba patinando —sentías el motor arrancando pero el lector no acababa de acceder al disco—, hasta que, al cabo de unos pocos segundos, la bandeja terminaba por expulsar el disco.

Esto lo hacía varias veces. Hasta que en una de éstas el lector, al fin, accedía al disco y todo funcionaba como si nada. A veces, el problema de la pausa y la expulsión del disco se repetía catorce o quince veces, o veinte, según le diese, y otras simplemente se negaba en redondo a funcionar, por lo que acababas apagando el reproductor y jurando en arameo, que es el eufemismo de gritar a pleno pulmón y rojo de cólera “me-cago-en-todo-lo-que-se-menea”.

Así que un día, harto de la tontería del dichoso aparatito de las narices, lo llevé al servicio técnico oficial con la esperanza de hallar solución a la avería.

Una vez el técnico responsable de la recogida le echó un vistazo preliminar y probó lo que yo le decía, me soltó:

Pueden ser varias las causas del problema. El lector, que puede que esté gastado, el motor, algún chip, o la placa. Si es el lector, el motor o algún chip, la cosa puede rondar los 150 euros mínimo. Si es la placa, la cosa sube de los 200 euros seguro.

Yo, que de natural soy pesimista, me puse en lo peor. «Seguro que es la dichosa placa, ya lo verás. Y, si no es la placa, será otra maldita cosa que me saldrá por un pico». Como siempre, dándome ánimos mentales. Normal que prefiera mil veces la ficción a la realidad.

¿Tan caro resulta reparar un simple reproductor de cedés de gama media? —pregunté al técnico, con la vana esperanza de hallar en él una pizca de misericordia hacia un tipo realmente desesperado —o sea, yo—, incapaz de vivir un solo día sin escuchar algo de música con la que hacer más soportable la existencia.

El problema de los aparatos electrónicos estropeados, cualquiera de ellos, es que como mínimo exigen de tres a cuatro horas entre pruebas, localización de la avería, sustitución de las piezas defectuosas, y probaturas una vez efectuada la reparación para verificar que todo funciona correctamente. Al tiempo del técnico hay que añadir la pieza defectuosa, pedirla a fábrica, pagar los gastos de envío, aduana, impuestos, etc... —en este punto sólo le faltó añadir a la lista de gastos el importe de los carajillos y el bocadillo de tortilla del técnico en los días que decidiese invertir en la reparación de mi aparato.

Mi primer impulso ante semejante retahíla de dispendios fue la de volver a meterme el aparato bajo el brazo, llevarlo a un punto limpio y dejarlo allí, para luego ir a una tienda y pillarme un reproductor nuevo. Pero no lo hice. ¿Por qué? Y aquí es donde entra el factor sentimental que hace que cualquier decisión que tome en la vida nunca sea ni tan sencilla ni tan fácil de tomar como debería.

Soy un sentimental, y lo peor de ser un sentimental es que le coges cariño a casi todo, no sólo a las personas que han significado algo en tu vida —a las otras prefiero olvidarlas lo antes posible—, sino también —y esto es lo jodido— a los objetos.

Este sentimentalismo es, en buena medida, el responsable de que en mi casa tenga un montón de trastos de escaso o nulo valor práctico más allá de lo sentimental.

Como ejemplo de esto que digo diré que aún conservo casi un centenar de discos en vinilo, a pesar de no tener tocadiscos desde hace más de una década. Debo matizar que todos esos discos en vinilo los tengo repetidos en su versión en cedé. Ante semejante hecho cabe la pregunta: «¿porqué no vendes esos discos y te desprendes de ellos?». La respuesta: muchos de esos discos llevan conmigo más de tres décadas. Algunos fueron regalos de cumpleaños, de reyes, o fruto de las pagas semanales que me daba mi padre cuando era un adolescente sin un duro en el bolsillo. Hoy día, cada vez que cojo uno de esos discos y lo sostengo ante mis ojos, me vienen decenas de recuerdos asociados al disco en cuestión; la tienda donde lo compré, la primera vez que lo puse en mi tocadiscos, el día que descubrí tal o cual canción o me quedé con tal o cual detalle de la portada, el pasarme horas viendo las fotos o las letras de la carpeta interior, etc.

Además de los discos también tengo revistas de música y literarias, cintas de vídeo VHS, suplementos culturales de prensa, especiales de El Jueves en tapa dura, la colección de cómics de Tintín, aparatos electrónicos inservibles, maquinitas Nintendo con las que jugaba en mi adolescencia y primera juventud, etc...

A todo eso hay que añadir una colección nada desdeñable de libretas, diarios y hojas sueltas con esbozos, ideas, frases, ocurrencias, dibujos, reflexiones, chistes y tonterías varias que releo de tarde en tarde. Y cuando releo esas notas pueden pasar dos cosas: o me causa indiferencia y lo vuelvo a dejar donde estaba o me inspira para escribir algo a partir de ahí.

Conclusión: para ser un sentimental hay que disponer de mucho espacio. En lo material, espacio físico; en lo emocional, espacio en el corazón. De momento, yo dispongo de los dos. Aunque todo es finito, y llegará un día en que no tenga espacio suficiente para albergar ni lo uno ni lo otro.

Y como casi todo en la vida, también el valor que le concedo a todas esas cosas es relativo. Lo que para mí tiene mucho valor, incluso, a veces, un valor incalculable, a ojos de otra persona sólo son trastos o cachivaches, porquería inservible que un candidato a paciente del Síndrome de Diógenes atesora de manera compulsiva e irracional retrasando lo inevitable: que todo eso, cuando yo ya no esté, acabará en el vertedero.

Llamativo, por cierto, que al síndrome que define el trastorno obsesivo de acumular cosas de manera compulsiva e incontrolada se le haya dado el nombre de Diógenes de Sinope, el famoso filósofo, contemporáneo de Sócrates, que vivió su vida adulta despojado de todo bien material, a excepción de una vieja tinaja donde moraba. Ironías de la vida, supongo.


 

 

 

martes, 15 de marzo de 2022

HALLADO UN VARÓN DESAPARECIDO QUE ASEGURA SER ESCRITOR

Tertulianos televisivos dándole al tema

 

 Según la información llegada a nuestra redacción, a través de la Policía (in)Cultural, en la mañana de ayer ha sido hallado un varón que llevaba semanas desaparecido “en su mundo”.

El sujeto presentaba un aspecto bastante desmejorado: barba de varios días, ojeras, gafas con los cristales cubiertos por una fina capa de polvo y vaho, equipación deportiva viejuna y pasada de moda, zapatillas deportivas y mascarilla de tela anti Covid19.

Precisamente fue el aspecto un tanto desaliñado que presentaba el protagonista de este suceso lo que alertó a los dueños de varios perros que habitualmente realizan labores de “abono” en las aceras de las inmediaciones; labores que hacen de manera totalmente “desinteresada”, pues ni uno solo de esos dueños de perros muestra interés alguno en recoger las mierdas que van dejando sus canes en las aceras de nuestra hermosa, y cada vez más sucia y maloliente, ciudad.

Según testimonios aportados por testigos presenciales, además de otros tantos testimonios aportados por gente que no había visto ni oído nada pero que, como suele pasar siempre, hablaban con inquebrantable seguridad de algo de lo que no tenían ni puta idea —más o menos como el 99,9% de los llamados “expertos” que inundan las tertulias televisivas cada vez que se trata algún tema de candente actualidad, y lo mismo tienen argumentos para hablar de los efectos de la pandemia, de la erupción del volcán en la isla de La Palma, de la guerra en Ucrania o de la última polémica surgida en el clan Pantoja—, a primera hora de la mañana fue visto en las inmediaciones de una zona residencial de la capital un varón adulto, de edad indeterminada, que deambulaba en actitud claramente errática y ensimismada, mientras farfullaba palabras inconexas y espaciadas a propósito de una supuesta novela en la que lleva años trabajando.

Ante la llamada de alerta que uno de los dueños de los fabricantes de excrementos y orines caninos efectuó al número de emergencia que la Policía (in)Cultural tiene a disposición del ciudadano para tal fin (es decir, el 8837471345894781425794523587, con el prefijo 818453579461), dos agentes se desplazaron a la zona.

Una vez personados en la ubicación facilitada por el denunciante, los agentes interceptaron al individuo. Hecho esto, efectuaron un primer interrogatorio in situ; es decir, sentados, pues ambos, como buenos funcionarios del Ministerio de (in)Cultura, siguen al pie de la letra —como es lógico—, el enunciado de su Ministerio: “No me estreses. Así que, despacito y con buena letra”.

En el transcurso del citado interrogatorio, los agentes de la Policía (in)Cultural supieron por boca del sujeto interceptado que se trataba de un varón, de 51 años de edad, miope, con cara de pocos amigos, feo de narices —en efecto, su nariz es bastante poco agraciada—, y que se reconocía escritor, con tres libros autoeditados en su haber.

Precisamente este hecho fue el que más llamó la atención de los agentes de la Policía (in)Cultural.

¿En serio se declara usted escritor aún siendo autopublicado? —insistió uno de los agentes culturales.

Sí, claro —respondió el feo de narices.

¡Cómo que claro! De claro nada, monada. Declararse escritor por haber autopublicado un libro...

Uno, no. Tres.

Bueno, vale, tres. Lo mismo da.

No. Lo mismo no da. No es lo mismo uno que tres. ¿Es que no veía usted Barrio Sésamo de pequeño? Había en ese programa una marioneta del conde Drácula que se pasaba todos los programas contando cosas. Debería verse alguno de esos programas, tal vez así aprenda a distinguir la diferencia entre uno y tres.

De acuerdo. Tres. ¿Contento? —admitió el Policía (in)Cultural con cierto fastidio—. Declararse escritor por tener tres libros autoeditados es casi tan ridículo como declararse cineasta por haber grabado un par de cintas de vídeo con recuerdos familiares.

¡Cuanta ignorancia, por Kilgore Trout! —replicó el interrogado evidenciando enojo, además de una cierta devoción por el famoso personaje creado por Kurt Vonnegut y que se muestra recurrente en algunas de sus obras—. ¿Y usted se define a sí mismo como Policía Cultural? ¡No me extraña que la cultura esté de capa caída en nuestro bendito país, si quienes deben velar por ella se muestran tan desdeñosos en sus funciones!

¿Qué insinúa?

No insinúo, afirmo. Su ignorancia es casi tan ofensiva como su incultura.

¿Me acaba de llamar usted ignorante y inculto?

E.

¿Cómo?

Las conjunciones se utilizan para unir dos o más elementos de una oración, o dos o más oraciones. La conjunción “e” se utiliza en lugar de “y” ante términos que comienzan por el mismo sonido: “i” o “hi”, pero no en aquellos casos cuando la “y” da inicio a una interrogación o admiración.

Vaya, vaya. Así que estamos ante un listillo, ¿eh?

No. Está usted ante un escritor, independientemente de que sea autoeditado o no, señor agente —añadió con sorna el interrogado.

A ver, ¿por qué lleva días deambulando sin rumbo fijo?

Es lo que hacemos los escritores la mayor parte del tiempo. Solemos perdernos en nuestro mundo. Forma parte de nuestro proceso creativo. Simplemente dejé volar mi imaginación y me perdí. ¿Es acaso eso un delito?

No. Supongo que no.

¿He infringido alguna ley?

No. Supongo que no.

Entonces, ¿estoy detenido?

No. Supongo que no.

Pues si no he infringido ninguna ley y no estoy detenido, ¿puedo seguir mi camino?

Sí. Supongo que sí.

¿Sabe? Es usted un supositor nato.

¿Qué?

Lo dicho. Barrio Sésamo. Hágame caso.

Y diciendo esto, el tipo feo de narices de fue; a seguir trabajando en esa novela en la que asegura estar inmerso.

Así que, por nuestra parte, "esto es to, esto es to, esto es todo amigos". En cuanto tengamos más datos a nuestra disposición que podamos manipular, en función de nuestra ideología, se los haremos llegar, como siempre, para seguir (des)informando. Porque, tal y como reza nuestro eslogan: “La (des)información es poder”. Bien lo saben los que mandan.