William
Shakespeare escribió en su momento que el mundo entero es un
escenario; que todos los hombres y mujeres que vivimos en él somos
meros actores; que todos tenemos nuestras líneas escritas para las
salidas y las entradas en función del acto que se esté
representando. Una idea inquietante, desde luego; sobre todo si
pensamos que no se nos está permitido elegir el papel a representar.
Walter
Hicks estaba desesperado. La crisis económica global le había
golpeado de lleno; a él y a su familia, a la que cada día que pasaba más le
costaba sacar adelante. Los pocos recursos de los que disponía se
habían esfumado al mismo ritmo que sus esperanzas.
Hasta
tal punto había llegado su desesperación que Walter no dudó en
humillarse públicamente si con ello conseguía ganar algo de tiempo;
si con ello conseguía atisbar algo de luz al final del oscuro túnel
en el que se hallaba sumido.
Con
mano temblorosa por los nervios, marcó el número de teléfono de
aquel programa de televisión que se emitía en horario de máxima
audiencia. En aquel programa, a la gente en situación límite como la
suya se le ofrecía un altavoz a través del cual proclamar al mundo
su desesperación. La miseria humana reconvertida en espectáculo
circense. Pura involución.
El
programa, de nombre Solidaridad, se emitía todos los jueves
en horario de máxima audiencia y en riguroso directo. Los
programadores y anunciantes se frotaban las manos con las
multitudinarias audiencias que aquel programa cosechaba desde que se
había puesto en antena seis meses antes. Ningún otro programa
alcanzaba ni de lejos tales cifras. Obtener casi un treinta y cinco
por ciento de cuota de pantalla en la actual maraña de canales no
resulta nada sencillo. Y aquel programa lo conseguía. Y subiendo.
Así
pues, Walter marcó el numero de teléfono que de tanto mirarlo
apuntado en aquella hoja de papel ya casi se sabía de memoria. Al
otro lado del hilo telefónico fue recibido por una redactora que, al
escuchar su historia, activó el protocolo para que Walter pudiese
entrar en directo en el transcurso del programa.
—No
cuelgue, por favor —dijo la redactora en el tono frío y distante
de quien lleva meses escuchando todo tipo de desgracias ajenas—. Su
llamada entrará en directo en cuanto nos sea posible.
—Oiga,
¿y no podrían llamarme ustedes? —dijo Walter—. Verá, la
llamada sale muy cara y...
—No.
No podemos —fue la fría respuesta de la redactora.
—Está
bien. Esperaré —se resignó Walter.
—No
cuelgue.
La
redactora desapareció. En su lugar se escuchaba ahora una musiquilla
de centralita que le estaba poniendo de los nervios. Mozart pasado
por un puto teclado Casio debería ser considerado un crimen contra
la Humanidad.
Pasó
algo más de un cuarto de hora, hasta que la tortura musical dio paso
a la voz de la redactora.
—¿Señor
Hicks? ¿Sigue usted ahí?
—Sí.
Aquí sigo.
—Prepárese
para entrar en directo en tres, dos, uno...
Walter
oyó al famoso presentador Dan Weasel de fondo.
Weasel,
un profesional curtido en mil batallas, manejaba los tempos como
nadie. Sus cambios de registro eran admirados y seguidos por un
público entregado a sus acrobacias emocionales. Tan pronto se
mostraba intenso y compungido como eufórico y desbocado, haciendo
enardecer los ánimos de las masas a su voluntad. Weasel era como un
híbrido entre Talía y Melpóneme, las musas del teatro que
representan la comedia y la tragedia. La esquizofrenia al servicio
del espectáculo.
—Me
dicen que tenemos al teléfono a nuestro siguiente invitado —Danny
Weasel miraba directamente a cámara con aire seductor—. Buenas
noches, ¿con quién hablo, por favor?
—Walter.
—Más
alto, por favor. Apenas le escuchamos.
—Walter.
Me llamo Walter.
—Encantado
de saludarte, Walter. Dinos, ¿cuál es tu historia?
—Verá,
hasta hace bien poco yo era un trabajador honrado y competente.
—Más
alto, por favor. No estamos en misa, Walter. Habla con convicción.
Piensa que tienes a medio país atento a lo que dices. Aprovecha el
altavoz que ponemos a tu disposición —Weasel apuntaló estas
últimas palabras mostrando a cámara una sonrisa de dientes
perfectos de doce mil pavos.
—Tenía...tengo
una hermosa familia; mujer y dos preciosas niñas. Las cosas me iban
bien. Nos iban bien. Yo trabajaba duro para sacar adelante a mi
familia. Ganaba lo suficiente como para permitirme soñar con una
vida mejor que la que disfrutaron mis padres. Mi mujer y yo compramos
una casa, hipotecamos nuestro futuro y el de nuestras hijas, y aún
así éramos felices. Pero un día estalló la crisis. Perdí mi
trabajo. Inmediatamente me puse a buscar otro empleo. Me pasaba el
día mirando anuncios, visitando webs, dejando curriculums aquí y
allí. Me presenté a un millón de entrevistas. Pero nadie me
contrataba. Sin yo saberlo había pasado de ser una pieza
perfectamente útil para el Sistema a ser una pieza defectuosa. Y
todos sabemos lo que ocurre con las piezas defectuosas. Hay dos
maneras de afrontar una avería: o se arregla la pieza defectuosa o
se cambia por una nueva. Y el Sistema creyó conveniente cambiar
todas las piezas defectuosas, pues los dueños de la maquinaria,
haciendo números, llegaron a la conclusión de que resultaba
demasiado costoso reparar. ¿Por qué gastar dinero en reparar lo que
está roto si hay millones de piezas nuevas, listas para ser
utilizadas, moldeadas y ajustadas a sus necesidades? Piezas sin
usar, libres de defectos, sin coste alguno.
—Te
entiendo, Walter. De veras que te entiendo —dijo el presentador
oculto tras su máscara de Melpóneme—. Quiero que sepas que al
equipo de este programa le ha estremecido tu historia. Realmente
estamos consternados. Yo estoy consternado. El público en el plató
está consternado. Nuestro regidor está consternado. Los cámaras,
realizadores, los asistentes de dirección, las azafatas del programa
están consternados y consternadas. Y quiero imaginar que el público
que ahora mismo nos está viendo desde sus casas también está
consternado con tu historia.
—Gracias
—se oyó decir a Walter por teléfono.
—Escucha,
Walter. Escucha con atención lo que tengo que decirte —dijo Dan
Weasel adoptando su mejor cara de consternación—. En nombre de
todo el equipo que formamos parte de esta gran familia de Solidaridad
te mandamos todo nuestro cariño para ti y los tuyos.
Una
atronadora salva de aplausos perfectamente orquestada por el regidor
del programa irrumpió en plató. El realizador dio órdenes
concretas de pinchar un primer plano de Dan Weasel mostrando su
consternado rostro en Full HD.
Pasados
unos veinte segundos, a una señal del regidor, cesaron los aplausos
en el plató.
—Gracias
por tu llamada, Walter —prosiguió Weasel—. Ojalá muy pronto las
cosas cambien a mejor para ti y tu familia —Melpóneme dio paso a
la versión más histriónica de Talía—. Y ahora, queridos amigos,
pasemos a nuestro concurso en el que sortearemos: ¡un maravilloso viaje
para dos personas a las paradisíacas playas de Cancún...!
—Disculpa
—se oyó decir a Walter a través del hilo telefónico.
—¿Walter?
—dijo el presentador—. ¿Si...sigues ahí?
—Sí.
Aún sigo aquí. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Sí,
claro. Adelante —Dan se esforzó en disimular su desconcierto.
—¿Iba
en serio lo de ayudarme a mí y a mi familia?
—Por
supuesto. Si hay algo que podamos hacer...
—Pues
sí. Lo hay.
—¿De
veras? —a Dan Weasel se le notaba incómodo. La reacción de Walter
para nada estaba prevista, y el dichoso pinganillo no hacía más que
emitir un molesto pitido que presagiaba su desconexión con la sala
de control.
—Verás,
Dan —dijo Walter—. Se me ha ocurrido que si de verdad queréis
ayudar a las personas que lo están pasando mal, y que como yo acuden
a vuestro programa movidos por la desesperación, podríais donar el
diez por ciento del dinero que obtenéis por la publicidad en el
tiempo que emitís este programa. Os aseguro que con ese dinero
ayudaríais a mucha gente a salir del hoyo en el que se hallan
sumidos.
—Pero
Walter, eso no es posible. Entiéndelo. Aquí trabajan muchos
profesionales que viven de su trabajo. ¿No te basta con nuestra
solidaridad?
—Yo
no necesito vuestra solidaridad. Yo lo que necesito es vuestra ayuda.
—Las
cosas no funcionan así, Walter...
—¿Así
cómo?
—Me
refiero a que nosotros no somos el origen del problema...
—Cierto.
No sois el origen del problema. Sólo formáis parte de él. Sois
actores principales en esta humillante recreación de la tragedia
humana. Servís al público la coartada perfecta para expiar sus
pecados, y los vuestros. Decía Eduardo Galeano que la caridad es
humillante, porque se ejerce verticalmente y desde arriba. Y eso es
precisamente lo que promovéis: caridad a cambio de aligerar el peso
de vuestras podridas conciencias. Pero, ¿sabéis qué? Llegará un
día en que la gente se cansará de esta mala obra en la que a la
mayor parte del reparto nos ha tocado representar el peor de los
papeles posible.
Dan
Weasel hizo lo que mejor sabía hacer, lo mismo que los ricos y
poderosos llevan haciendo desde que el mundo es mundo: mostró su
mejor sonrisa, sustentada en cinco mil años de Historia.
El
show debe continuar.