miércoles, 29 de abril de 2020

UNORTHODOX DESDE EL CONFINAMIENTO


Sexta semana de confinamiento. Ánimo, ya queda menos.
Siguiendo la recomendación de mi amiga Rosa Berros Canuria, hace un par de días me gocé los cuatro episodios de la miniserie de Netflix Unorthodox, que, traducida al español, viene a significar algo así como “nada ortodoxa”.
La serie está basada en la novela autobiográfica Unorthodox. The scandalous rejection of my hasidic roots (Nada ortodoxa. El escandaloso rechazo de mis raíces judías), escrita por Deborah Feldman.
Personalmente recomiendo verla en su versión original subtitulada. No por una cuestión elitista. De hecho, soy de los que, si me dan a elegir, prefiero ver las pelis y series en su versión doblada al español (de España). Si recomiendo ver esta serie en VOSE es por una mera cuestión de pragmatismo, ya que es la mejor manera de no perderse en la maraña dialéctica yiddish, que conforma el grueso de la trama.
La serie narra la historia de Esther, una joven nacida y criada en una comunidad ultraortodoxa judía (Williamsburg) de Brooklyn, la cual, siguiendo la tradición, acepta contraer matrimonio concertado con el hijo menor de un próspero joyero judío. La joven, abrumada por el peso de la tradición y bajo la permanente intromisión de su suegra y los miembros de su comunidad, siente cómo va ahogándose cada día más y más en un matrimonio que no la satisface. Eso, unido a una historia familiar compleja, que hace que esa misma comunidad que se jacta de acogerla y protegerla no dude en señalarla como «un bicho raro», empujan a la joven a tomar la decisión de abandonar a su esposo y huir de la comunidad, incluso del país, rumbo a Berlín, donde vive su madre, a la que no ve desde que la abandonó a los dos años de nacida.
Y como no quiero estropearle la experiencia a nadie, no desvelaré nada más de la trama.


Lo diré sin ambages: la serie es maravillosa. Absolutamente recomendable. Yo la vi de un tirón en una tarde. Sumados los cuatro capítulos, apenas llegan a las cuatro horas.
La fotografía es excelente, con una iluminación tenue que incide con milimétrica eficacia en la sensación de ambiente hermético y asfixiante de la comunidad. Casi notas como falta el aire en cada rincón o estancia.
Desde mi punto de vista, el montaje lo considero todo un acierto. Al no ser lineal, es decir, contar una historia de principio a fin siguiendo un orden cronológico, el hecho de que la narración esté salpicada de flashbacks nos ayudan a entender, y hasta sentir en primera persona, la sensación de asfixia que empujan a Esther a hacer lo que hace.

 
 La actriz que interpreta a Esther, la protagonista de la historia, se llama Shira Haas. Confieso que no la conocía en absoluto, y su interpretación me ha calado muy hondo. Abrumado por lo que acababa de experimentar busqué algo de información en Internet, y encontré un par de líneas en referencia a su soberbia interpretación en Unorthodox.
Sheena Scott, de Forbes, opina que Hass «ofrece una interpretación increíble, llena de sutileza, en la que refleja tanto los instantes de felicidad como la lucha interior constante del personaje, sin necesidad de palabras». Por su parte, James Poniewozik de The New York Times describió a Haas como «un fenómeno de expresividad y magnetismo».
Coincido plenamente con ambas opiniones. Sin grandes aspavientos, ni histrionismos innecesarios, algo que se suele dar mucho en nuestro cine, esta chica muestra una paleta de sentimientos y emociones que consigue traspasar la pantalla. Ni sé la de veces que ha logrado ponerme la piel de gallina en determinadas escenas. Incluso no he podido evitar soltar algunas lágrimas, como la escena en el primer capítulo en el que Esther asiste de incógnito al ensayo de una orquesta de jóvenes estudiantes en el conservatorio de música de Berlín.
He de señalar que la música clásica tiene un peso muy importante en la trama, por motivos que se desvelarán al final de la serie. Cada vez que anda la música de por medio te sientes invadido por idéntica emoción a la que experimenta Esther, lo cual me ha resultado un valor añadido a una experiencia ya de por sí emocionante.
Contemplar los ojos bañados en lágrimas de Esther mientras escucha a los estudiantes en el conservatorio ejecutando a Bach, o a un coro de jóvenes en una iglesia entonando una pieza de Mendelssohn, consigue erizarte la piel y contagiarte su emoción; y todo ello sin decir una sola palabra. No hizo falta. Su rostro, sus ojos, su cuerpo menudo y frágil se encargan de hablar por ella.


Para finalizar, me gustaría dejar una pequeña reflexión en torno a la religión, que es uno de los temas principales de la trama. En un momento de la serie, el marido de Esther, sorprendido por la inteligente réplica que su esposa le esgrime para rebatirle uno de sus retrógrados argumentos, le grita ahogado por la impotencia: «¡Las mujeres no pueden leer el Talmud!». El Talmud es el libro sagrado de los judíos, algo así como La Biblia para un católico.
Esto me hizo preguntarme: ¿por qué todas las religiones, al menos las que conozco, tratan a las mujeres como seres inferiores? Este pensamiento, arcaico y retrógrado en grado sumo, encierra en sí mismo una sorprendente paradoja, pues, aún tratando a la mujer de ser inferior, al mismo tiempo la temen. ¿No será que los inferiores son ellos, que se afanan por ocultar su más que evidente inferioridad bajo capas y más capas de autoridad?
Desde niños nos enseñan en las escuelas que fue Eva quien convenció a Adán de pecar contra Dios, y que Adán, incapaz de resistirse al poder de seducción de Eva, optó por caer en la tentación. Dando por hecho que todo eso es cierto, y que ocurrió tal y como nos lo cuentan, yo os pregunto, ¿quién es el inferior en esta historia? Yo lo tengo claro. ¿Y tú?



miércoles, 22 de abril de 2020

NOTAS DESDE EL CONFINAMIENTO 2

Woody Allen en "Bananas". Os advierto que la barba es falsa; como las promesas de chichinabo de muchos de esos "vendehumos profesionales" que cada cierto tiempo se alzan como "la voz del Pueblo".

 
Saludos desde el confinamiento.
Acabo de leer en prensa que las autoridades competentes —y también las incompetentes. Todo sea por no discriminar y favorecer la integración, sea cual sea tu nivel de incompetencia— han decidido devolver un gran contingente de tests de coronavirus defectuosos y solicitar el reembolso de la pasta al proveedor. Me pregunto dónde coño comprará esta gente el material sanitario, ¿en Ali Express?

Continúan los bulos en Internet. El gobierno se queja de que los bulos tienen un claro objetivo de desgaste. «Pero mira que son gilipollas estos tíos de la oposición. Con la que está cayendo y estos capullos gastando dinero sin tino en campañas de desprestigio contra nuestra gestión al frente del gobierno. No necesitamos que nadie nos eche mierda encima. Ya nos valemos por nosotros mismos para mostrar a la opinión pública nuestra incompetencia».

Malas noticias para los optimistas irredentos. Aquellos que auguraban que una vez que superemos el virus nuestra sociedad será muy diferente a como la conocíamos, más generosa, más solidaria, más happy, más guay del Paraguay, con todo el mundo llevándose chachi y ayudando al prójimo y dándose besos y abrazos por la calle y cantando bajo la lluvia y tal; la verdad, me fastidia ser yo quien os chafe la fiesta, pero, por mi experiencia, la Humanidad no habrá aprendido una mierda cuando todo esto acabe. ¿Queréis pruebas de lo que digo? Poned la tele a cualquier hora del día. Sé lo mucho que duele vernos reflejados en el cruel espejo de la triste realidad, pero es lo que hay. Cuando todo esto acabe seguiremos gritándonos gilipolleces unos a otros, pisándonos mientras hablamos, defendiéndonos de nuestras mutuas acusaciones con el típico ataque infantil del «y tú más», señalando la paja en el ojo ajeno al tiempo que nos negamos a ver la viga en el propio. Y esto no sólo pasará entre pseudoperiodistas de chichinabo que abren hilos de investigación para saber cosas tan súper importantes y trascendentales como quién se acuesta con quién o quién no se lleva con fulano o mengano o quién ha cortado con quién. Al acabar el confinamiento y volver a nuestras rutinas seguirán llevando a la tele invitados de mierda sin nada interesante que decir ni aportar, salvo contar gilipolleces y perpetuar que la rueda de la imbecilidad siga girando.
Y todavía hay quien piensa que cuando todo esto pase seremos mejores personas. Criaturillas. Cómo os envidio, carajo.

La gente sigue aplaudiendo a los sanitarios cada tarde a las 20:00 horas. En Canarias lo hacemos a las 19:00 horas, ya que aquí todo lo hacemos una hora antes que en península; hasta nos adelantamos una hora para elegir a qué políticos queremos para que nos sigan mintiendo y sangrando a impuestos otros cuatro añitos.
Curioso lo de los aplausos. Muchos de los que aplauden son los mismos que denuncian y presionan a sanitarios que viven en sus mismos edificios para que se larguen cuanto antes y «no contagien al resto». Me pregunto a quién coño van a acudir esta gente cuando caigan enfermos. También me pregunto si no hay vacuna contra la mezquindad. Ése sí que es un virus dañino de cojones.

El Banco de España calcula que la economía caerá este año hasta un 13% y aleja una recuperación rápida. Obviamente, esto sólo afectará a «los de abajo». Los otros, «los de arriba», incluso ganarán más que antes de la crisis. Como siempre. Ah, y para aquellos que aún dudan de que el Sistema funciona: los que antes criticaban a la casta, ahora pertenecen de pleno derecho a ella. Son sólo unos pocos, es cierto, pero es que siempre ha sido así. El quítate-tú-para-ponerme-yo se lleva practicando desde que el mundo es mundo. Si queréis saber más acerca de esta arraigada estirpe de vendehumos profesionales que llevan viviendo entre nosotros desde el principio de los tiempos, os recomiendo que le echéis un vistazo a la película Bananas de Woody Allen. En apenas hora y media aprenderéis más del comportamiento humano y su influencia en la Historia que leyendo mil libros de Psicología, Antropología e Historia. Y encima os echaréis unas risas. Además, no conviene olvidar que la peli comienza con «el tradicional asalto a la Embajada de los Estados Unidos en la República de San Marcos». Con un inicio así, ¿quién puede resistirse? Yo no, desde luego.

En fin, esto ha sido todo por hoy. Confío en que toda esta mierda pase pronto —y no sólo me refiero al Covid19—.




viernes, 17 de abril de 2020

LOS LÍMITES DEL HUMOR



Antes de seguir leyendo, os animo a que le echéis un vistazo al excelente post que publicó mi buen amigo Josep Mª Panadés en su blog Cuaderno de bitácora, el pasado 7 de marzo de 2020. Podéis leerlo pinchando aquí.
La lectura de aquel post me inspiró a escribir el post de hoy, que versa sobre los límites del humor.
Vaya por delante que comparto casi al 100% —dejémoslo en un 99,784579%—, lo dicho por mi amigo Josep.
Y es que, como muy bien argumenta Miguel Pina en su acertado comentario: «Hablamos de un tema bastante complejo y con muchas aristas que, efectivamente, pueden dañar a algunas personas. La línea entre la sátira, el humor negro y la broma pesada es a veces muy delgada».
Y ahí precisamente está el quid de la cuestión: ¿dónde colocamos esa línea? ¿en qué punto establecemos esa frontera que bajo ningún concepto debemos traspasar para evitar ofender o hacer daño? Y algo fundamental: ¿quién o quiénes deben ser los encargados de establecer esa línea?
Ahora hablaré de mí y de mi experiencia.
Como muchos de vosotros ya sabéis —aquellos que lleven tiempo leyéndome o hayan adquirido alguno de mis libros sabrán de mi trayectoria artística—, llevo escribiendo humor desde la adolescencia. Desde aquellos lejanos días hasta hoy habré escrito cientos de páginas, con chistes y observaciones más o menos graciosas, la mayor parte con un objetivo prioritario: entretener y divertir.
En estos casos, cuando lo que prima es el aspecto lúdico, sin más intención que hacer pasar un rato agradable al lector y lograr con ello que aparque por un rato sus problemas del día a día, utilizo un humor accesible, sencillo, fácil de digerir. Para ello echo mano de técnicas muy variadas: desde juegos de palabras —me encantan—, hasta anacronías, equívocos, situaciones y reacciones absurdas en un entorno aparentemente normal y cotidiano, uso y abuso de los clichés para deformarlos y jugar con ellos, etc.
Pero no siempre mi intención principal consiste en entretener y divertir. En ocasiones, bastantes de hecho, utilizo el humor para denunciar, para poner el foco en aquellas conductas, acciones o situaciones que detesto o me desagradan y que, a mi juicio, merecen ser corregidas o erradicadas. Porque el humor, bien articulado, también puede convertirse en una poderosa arma de denuncia y concienciación.
Llevo alrededor de treinta y cinco años escribiendo comedia y, con ese bagaje a mis espaldas, puedo decir «por la autoridad que me confiere el Dios de la risa y el cachondeo», que escribir humor es de las cosas más difíciles, a la par que gratificantes, que existen.
Me encanta hacer reír a alguien con alguna de mis ocurrencias, levantarle el ánimo en momentos de bajona, hacerle olvidar sus problemas por un rato. Es algo mágico. Es como si fueses ungido con una especie de superpoder capaz de hacer feliz a la gente, incluyéndote a ti. Porque, y esto es algo que me gusta enfatizar, jamás debéis olvidar que soy el primero en reír o disfrutar cada vez que escribo o concibo un chiste o un giro cómico. Lo vivo en riguroso estreno mundial e intergaláctico. Nadie disfruta de ese chiste antes que yo. Nadie.
Te olvidas de mí.
Cierto. Perdona. Matizo: nadie, a excepción de mi mente cachonda, disfruta de ese chiste o giro cómico antes que yo.
Y, en ocasiones, ni siquiera después.
¿Que insinúas?
Siento ser yo quien te diga esto, pero, algunos de tus chistes son una mierda, colega.
¿Ah, sí?
Pero tranquilo. Eso les pasa a todos. Hasta los más grandes tuvieron un mal día. No siempre vas a estar genial. Es imposible.
Mi mente cachonda tiene razón. Lo cual me lleva al siguiente punto de mi razonamiento.
Las razones que me hacen sostener la convicción de que escribir humor es condenadamente difícil son muchas y muy variadas.
La primera tiene que ver con el hecho de que no todo el mundo posee el mismo sentido del humor. Lo que para mí es gracioso igual no lo es para ti. Y viceversa. También tiene mucho que ver con el nivel cultural, tanto del emisor como del receptor. En mi caso, teniendo en cuenta que procuro evitar el chiste fácil y apostar por un tipo de humor con cierto trasfondo, exijo un cierto bagaje cultural en quien me lee, pues de lo contrario le resultará realmente difícil establecer ciertas conexiones y, consecuencia de ello, lo más probable es que no acabe pillando la broma o el chiste. Por ejemplo, alguien que no tenga ni la más remota idea de quién fue Atila, el rey de los hunos, lo más probable es que no le vea la gracia a mi cuento Atilita, el huno, plagado de referencias a su modo de vida y sus costumbres.
La segunda razón que incide en la dificultad de escribir humor tiene que ver con el creador y sus circunstancias personales. Como es lógico y normal, uno no siempre está con el mejor de los ánimos para escribir cosas graciosas. Igual habrá quien piense que el que escribe humor se pasa el día riendo y tomándoselo todo a chufla. Y no. Para nada. De hecho, basándome en mi experiencia, puedo decir que se trata justamente de lo contrario: vemos tanta miseria alrededor y tantas cosas que nos enfadan y agotan que necesitamos echar mano del humor para no sucumbir a la desesperación.
Convendréis conmigo en que la vida no siempre muestra su cara más amable. De hecho, en más ocasiones de las deseables, se muestra terriblemente cruel e injusta, sobre todo con el más débil. Y es ahí justamente, en esos momentos de bajona emocional o física, cuando el humor se torna más necesario que nunca, ya que supone un bálsamo que consigue aliviar nuestras penas o nuestro hastío.
Otra dificultad añadida tiene mucho que ver con la moda de lo «políticamente correcto» que, de un tiempo a esta parte, parece haberse apoderado del mundo. Chistes que hasta hace bien poco eran comúnmente aceptados de repente son considerados «ofensivos» y «denunciables», y sus autores o difusores son señalados y criminalizados. Hemos pasado de la aceptación y la tolerancia a la intolerancia extrema. Cada día que pasa, las legiones de «ofendiditos» crece exponencialmente al mismo ritmo que decrece el sentido del humor. La peña parece cada vez mas agria y enfadada. Lo sé porque, en más ocasiones de las deseables, yo mismo he caído en ese estar terriblemente cabreado con el mundo. Y eso sí que me preocupa. Me asusta la perspectiva de un mundo en el que no se puedan hacer chistes de casi nada, ni bromas, ni observaciones más o menos graciosas de cosas relativamente serias. Me recuerda a tiempos pretéritos, en blanco y negro, donde la seriedad y la solemnidad presidían nuestras vidas, y eran otros los que decidían lo que podíamos o no podíamos hacer, decir o pensar.
Resulta casi imposible hacer humor sin ofender o molestar absolutamente a nadie. Por muy blanco que sea tu chiste, o por muy buenas intenciones que lleve implícitas, en algún lugar siempre habrá alguien que se sienta ofendido o molesto. Los seres humanos somos excepcionalmente buenos a la hora de retorcer los argumentos para adaptarlos a nuestros propios intereses. Y pondré un ejemplo de esto que digo.
A los pocos días de empezar todo esto del coronavirus en China, me llegó un chiste a través de las redes sociales. El chiste iba más o menos como sigue:

Un hombre entra en una tienda de chinos en España. Se acerca al mostrador y pregunta:
¿Tienen ustedes el coronavirus?
El dependiente, de manera mecánica, le replica:
Ahora mismo no nos queda. Pero llamo a fábrica y en tres días ya lo tenemo aquí.

Este chiste, como cualquier otro, podemos verlo y analizarlo desde prismas diferentes y contrapuestos. Por ejemplo, podemos verlo como un chiste racista, xenófobo y ofensivo. Y, sin duda, no estaremos errados en ese juicio.
Sin embargo, también podemos verlo desde otro prima totalmente opuesto: como la capacidad del ser humano de sobreponerse a una situación desconocida y acojonantemente amenazadora, perfectamente capaz de provocar miedo y angustia, y neutralizar ese miedo y esa angustia haciendo uso de nuestro ingenio o nuestro instinto de supervivencia, minimizando su efecto nocivo sobre nosotros a través de un chiste.
Yo, sin duda, prefiero verlo desde el segundo prisma. Pero entiendo que cada cual es libre de elegir el prisma que mejor se ajuste a su percepción de las cosas.
Entonces, tomando como base este simple ejemplo práctico, ¿dónde establecemos el límite? ¿No sería lo ideal que el límite lo estableciese la conciencia de cada uno? Si a ti te resulta ofensivo, recházalo. Pero, ¿por qué privar a otro de su disfrute? ¿No es eso censura?
En el post de mi amigo Josep, se aludía a una cuestión que considero fundamental en toda convivencia: el respeto mutuo.
Aún estando de acuerdo en que debemos respetarnos más los unos a los otros, también considero fundamental el ser más tolerantes con las opiniones y creencias ajenas, incluso si eso implica hacer chistes de casi todo; porque, como muy bien decía Ricky Gervais en la última entrega de los Globos de Oro en referencia a la incorrección política de algunos de sus chistes: «¡Y qué más da, si al final todos vamos a morir!».
Yo creo que la clave está en no tomárselo todo como algo personal. Y pondré un ejemplo muy sencillo. Imagina que estás gordo y calvo, y que asistes como público a un espectáculo de comedia en directo. Si el cómico hace un chiste de gordos y calvos mientras se dirige a ti y te señala, vería lógico que te sintieses incómodo y hasta ofendido. Pero si ese mismo chiste lo dice sin mirar a nadie en concreto, sino como algo lanzado al aire, ¿por qué deberíamos sentirnos aludidos?
Y esto me lleva a plantear otra cuestión, ¿reaccionaríamos igual si el chiste de gordos y calvos lo dice un cómico gordo y calvo que si lo dice un cómico delgado y con buen tipo y con un pelazo que da gusto verlo? Ahí lo dejo.
Yo, ¿qué queréis que os diga?, no soy muy amante de la censura. Prefiero apelar a mi conciencia y aceptar o rechazar lo que me venga basándome en mi propia escala de valores. Mi sentido del humor es muy amplio y ecléctico, pero eso no significa que me guste ni acepte todo. Podría poner multitud de ejemplos de cómicos o series que me encantan y disfruto y donde tienen cabida chistes o giros que no me hacen puñetera gracia sino que, más bien, me causan rechazo. Sin embargo, eso no me impide seguir disfrutando de la serie o el cómico en cuestión. Simplemente dejo pasar lo que no me gusta y continúo disfrutando lo que sí. Y es que, como bien dice mi mente cachonda: «No siempre vas a estar acertado».
¿Y tú? ¿Qué opinas?



miércoles, 8 de abril de 2020

NOTAS DESDE EL CONFINAMIENTO 1


"¿Así que atesoráis rollos de papel por el coronavirus, eh? Mirad lo que hago yo con el papel higiénico, pardillos".

 
Como muchos de vosotros, estoy desconcertado ante el fenómeno mundial del coronavirus. Me ha pillado a contrapié.
A la estupefacción inicial le ha seguido una montaña rusa de emociones y sentimientos encontrados. Cada día, desde que comenzó el confinamiento, he ido oscilando emocionalmente desde la tranquilidad y la calma más absolutas hasta la impotencia y las ganas de salir al balcón y pegar cuatro gritos en plan Tom Araya de Slayer desgañitándome con mi propia versión del Angel of death.
También he experimentado indignación ante determinadas actitudes estúpidas e incívicas —si no son sinónimos, creo que los de la RAE ya están tardando en tomar cartas en el asunto y ponerse a currar, que ya es hora—.
En estas semanas he visto por la tele cómo la policía ha tenido que emplearse a fondo para poner coto a capullos y capullas que se creen más listos que el resto, y que se piensan que las normas y las leyes no van con ellos. También he sido testigo directo, y sufridor en primera persona, de acciones y actitudes deleznables por parte de vecinos, de ésos que no dudan en salir cada tarde a las 7:00 pm al balcón o a la ventana de sus casas a aplaudir a los sanitarios para luego ir montando fiestorras o pegar gritos hasta las tantas de la madrugada jodiendo a todo hijo o hija de vecino o vecina.
Decía mi admirado Zappa que la estupidez es el bloque básico sobre el que el Universo está construido y no el hidrógeno, como argumentan los científicos. Sostenía que «hay más estupidez que hidrógeno en el Universo». Razón no le faltaba a Zappa. Sólo hay que echar un vistazo a lo que ha sucedido y sucede a diario en el mundo para darse cuenta de cuán estúpidos somos los seres humanos.
Mientras unos luchan por salvar la vida —la propia y la ajena—, otros siguen a lo suyo: los políticos con sus mierdas de siempre —¿qué se puede esperar de esta gente, a los que la vida de los demás les importan un carajo?—, los de la des-Unión Europea dando la razón al Reino Unido en su comentadísimo Toccata y Fuga en Hostia Mayor ahí-os-quedáis-que-yo-me-las-piro-vampiro, los de la OMS limitando sus acciones a leer comunicados diarios de datos recabados aquí y allí pero sin aportar soluciones ni mover un dedo que justifiquen sus sueldazos, o los periodistas sensacionalistas frotándose las manos ante tanta desgracia ajena —acabo de ver una indignante fotografía en exclusiva de una morgue improvisada repleta de ataúdes publicada en portada por uno de los periódicos que suelo consultar a diario—, y programas de televisión repletos de «entendidos que no entienden una mierda y se dan el lujo de opinar de todo aún cuando no tienen ni puta idea de lo que hablan», etc.
Eso sí, en honor a la verdad, he de decir que en esto de la estupidez la igualdad de género tonto sí que ha alcanzado su cénit: a día de hoy son igual de tontos ellos que ellas. Algo es algo.
Todo esto me ha hecho preguntarme: ¿Es malo ser estúpido? Depende de cómo se mire. La estupidez puede ser un cálido regazo en el que refugiarse, donde nada te afecta ni te inquieta, pues todo lo que acontece más allá de tu propio ser —o no ser, ésa es la cuestión— escapa a tu comprensión.
Lo ideal siendo estúpido es no darte cuenta de que lo eres. No existe peor condena que ser lo suficientemente inteligente como para ser consciente de tu propia estupidez, lo cual te sumirá en una permanente sensación de dolor y amargura.
Para disfrutar de tu estupidez has de ser lo suficientemente estúpido como para no darte cuenta de que lo eres, como los participantes de Mujeres y Hombres y Viceversa. Por eso muchos de los que salen en la tele se muestran felices y encantados de conocerse, porque son tan estúpidos que ni siquiera sospechan que lo son.
Esta misma regla hace que las personas inteligentes vivan en un sempiterno estado de cabreo, pues asisten atónitos e impotentes al triste panorama de ver cómo los estúpidos no sólo son mayoría, sino que, precisamente por serlo se hacen con el control de la sociedad, y claro, al ser mayoría son los estúpidos los que deciden el rumbo que debemos tomar todos en conjunto. ¿Es o no es para estar todo el puto día cabreado?
Vivimos una era especialmente fértil para la estupidez. Con la llegada de Internet, en el que muchos veíamos una luz de esperanza al final del oscuro túnel de la ignorancia, creímos que la cultura y el conocimiento se expandirían por el mundo como el efecto invernadero. Pero nos equivocamos. No con el efecto invernadero; eso sí que se ha expandido y sigue expandiéndose, y me temo que seguirá del mismo modo hasta que acabemos cargándonos el planeta y jodiéndole la existencia a las generaciones venideras. Me refiero a expandir la cultura y el conocimiento. En vez de eso, lo que ha corrido y se ha expandido hasta el último rincón del planeta es la estupidez. Cada vez hay más estúpidos por metro cuadrado en el mundo, y, francamente, empieza a ser agotador.
Menos mal que aún podemos aislarnos en nuestras bolas de hormigón para evitar el contagio: del coronavirus y del virus de la estupidez, no sabiendo cuál de los dos es peor.




miércoles, 1 de abril de 2020

SURFEANDO EL CONFINAMIENTO



En estos tiempos de confinamiento global, el arte, en cualquiera de sus manifestaciones, ha venido una vez más a nuestro rescate. De no ser por él, más de uno estaría ahora mismo subiéndose por las paredes; o peor aún: viendo Tele5. Por cierto, ¿os habéis enterado que Adara y Gianmarco han cortado? ¡Qué fuerte!

En fin, a lo que iba.

Yo tengo la gran suerte de poder disfrutar tanto del cine como de la música o la literatura. En esos tres campos dispongo de aliados contra el tedio, y gracias a ellos aún no he perdido completamente la chaveta; entre otras cosas porque hace tiempo que la perdí, y como vivo en una casa grande de muchas habitaciones, sinceramente: no sé dónde carajo la dejé. En fin, ya aparecerá cuando menos me lo espere.

Dado que soy escritor... ejem... Bueeeeeno, vaaaaaale. Igual me he pasado un poco. Dejémoslo en “uno de esos tíos que escriben cosas”, ¿de acuerdo? Jo, qué tiquismiquis, por Dios.

Pues eso. Dado que soy uno de esos "tíos que escriben cosas", me centraré en hablar de libros para campear el confinamiento.

Si lo piensas da miedo recomendar libros, pues el acto de leer es algo muy personal y para saber lo que le gusta o lo que podría gustarle a la persona a la que va dirigida tu recomendación tendrías que conocerla muy bien. Yo no os conozco tan bien, no sé qué os gusta o qué os disgusta, qué buscáis en un libro, que odiáis y qué consigue engancharos a una historia o a un determinado autor. De hecho, creo que lo peor que puede hacer un escritor es escribir pensando en lo que a los demás les gustaría leer. Yo no lo hago. Yo, cuando escribo, lo hago basándome en lo que a mí me gustaría leer. Si a mí no me gusta lo que escribo, ¿cómo demonios puedo pretender gustar a otros?

Dicho esto, hablaré de algunas de mis últimas lecturas.


El planeta de los simios (1963)

Autor: Pierre Boulle

Siendo la ciencia ficción literaria una de mis asignaturas pendientes, decidí aprovechar el confinamiento para iniciarme en este género. Para ello quise jugar sobre seguro y opté por una historia que ya conocía del cine, ya que me encantan las pelis de El planeta de los simios.

Lo primero que he decir es que el libro es muy diferente a la película original protagonizada por Charlton Heston. Mientras en la peli son astronautas norteamericanos los que aterrizan en el supuesto planeta de los simios, en la novela son astronautas franceses. Otra diferencia considerable es la barrera idiomática, pues mientras los humanos de la novela hablan francés los simios utilizan su propio lenguaje simiesco, de ahí la dificultad que halla el protagonista de la novela, Ulises Mérou, para comunicarse y hacerse entender.

El planeta en el que aterriza la nave de Ulises no es la Tierra, sino un planeta perteneciente a otro sistema solar. El planeta lleva por nombre Soror.

Existen más diferencias en relación a la película, pero creo que lo mejor es que las descubras por ti mismo si decides embarcarte en esta interesante y amena lectura. A mí me resultó adictiva. Se lee en dos o tres días —por suerte o por desgracia ahora mismo disponemos de toneladas de tiempo libre—, y se disfruta por lo fácil que resulta visualizar lo que nos están contando, ya que al tener en la retina el recuerdo de las pelis nos resulta casi imposible no recurrir a ellas en algún momento.

Personalmente disfruté muchísimo de la novela, hasta el punto de no descartar volver a ella en el futuro.


Marciano, vete a casa (1955)

Autor: Fredic Brown

Debido al placer que me produjo leer El planeta de los simios, decidí repetir con otra novela de ciencia ficción. Esta vez opté por Marciano, vete a casa, de Fredic Brown.

La premisa me sedujo al instante. Un escritor de ciencia ficción en horas bajas decide recluirse en la solitaria cabaña de un amigo en el bosque con intención de recuperar la inspiración y acabar un encargo para su editor. Tras varios días infructuosos, marcados por el folio en blanco, una tarde recibe la inesperada visita de un ser de otro planeta que resulta ser un marciano. A partir de aquí se establece entre ambos un peculiar diálogo que aventuraba una entretenida historia cargada de humor. Por desgracia, pronto descubrí que el humor desapareció —si es que alguna vez lo hubo— y el argumento giró hacia derroteros algo más siniestros.

Resulta que millones de marcianos han invadido la Tierra y se dedican a fastidiar a la raza humana apareciendo y desapareciendo a voluntad, mezclándose en sus conversaciones, sembrando la semilla de la discordia, provocando delirios y esquizofrenias entre los humanos y hasta reduciendo drásticamente los índices de natalidad del mundo entero, pues los marcianos poseen la molesta habilidad de presentarse en cualquier momento y lugar mediante un sistema propio de teletransportación, de poder ver en la oscuridad y a través de los tejidos (sábanas, mantas, etc), lo cual frustra la intimidad de los humanos.

Honestamente, la novela llegó un punto en que me saturó. La mitad transcurre en un ambiente bastante deprimente y pesimista, con una economía global por los suelos debido a la caída de la industria —los bares y restaurantes se ven obligados a cerrar debido a que a casi nadie le agrada comer o beber con un marciano pegado a su chepa burlándose de él o ella y profiriendo gritos que ponen de los nervios, la industria del entretenimiento se ve abocada a echar el cierre, pues los marcianos interrumpen las obras de teatro, las pelis o series o las emisiones en directo de los programas de radio o televisión, etc—.

Todo esto transcurre en un ficticio 1964, en plena Guerra Fría entre los “comunistas”, capitaneados por la Unión Soviética y China y el supuesto “mundo libre” —¡qué cachondos estos americanos!—.

Una cosa que no me gustó, incluso me resultó sumamente molesto, fue la costumbre del autor de hacer que los personajes expliquen sus acciones a través de sus líneas de diálogo, en plan: «Obviamente hago esto porque...».

Resumiendo: se puede leer, incluso puede resultar entretenida si no tienes nada mejor a mano, pero no esperes algo memorable ni que te apetezca volver a leer. Yo, desde luego, no creo que vuelva a leerla.


La dependienta (2016)

Autora: Sayaka Murata

No conocía a esta autora. Jamás había leído nada suyo ni conocía sus antecedentes. Sabiendo eso, ¿qué me llevó a leer esta novela? Muy sencillo: su argumento.

La novela gira en torno a Keiko Furukura, una dependienta de 36 años, soltera, que nunca ha tenido pareja ni la desea. Para ella, el mundo que la rodea le resulta incomprensible, sencillamente porque carece de un manual de instrucciones que la ayuden a entenderlo y actuar en consecuencia para encajar en él. Todos a su alrededor se empeñan en señalarle el camino para ser una persona “normal”, entendiendo por normal a alguien que no se salga de lo convencional, que asuma su rol en la sociedad —mujer, esposa, madre, trabajadora, buena hija— y que sea lo que la tradición dicta que debe ser.

Sin embargo, la mente de Keiko funciona de una manera muy particular, casi como una niña a la que hay que explicarle las cosas de manera clara y sin ambages, pues de lo contrario se pierde en la confusión.

Keiko encuentra en su trabajo como dependienta en una konbini —una especie de tienda de barrio abierta 24 horas— un orden y una lógica que no ve en el mundo que la rodea. Allí, en la tienda, se siente segura, pues todo se rige por unas normas bien definidas, donde no tienen cabida ni la improvisación ni la anarquía. Para ella, saber que tiene unos horarios y unas rutinas que cumplir a rajatabla la ayudan a sentirse que encaja.

Sin embargo, todos a su alrededor se empeñan en recordarle a Keiko que está tirando su vida a la basura por no hacer lo que todo el mundo hace: aspirar a un trabajo mejor, tener novio, practicar sexo, casarse, y darle nietos a sus padres.

Durante los diecisiete años que se pasa trabajando en la misma tienda —lo que la convierte en la más veterana de las dependientas— ve pasar ante ella a un montón de compañeros y jefes, todos ellos con sus peculiaridades.

Un día entra a trabajar en la tienda un joven que pondrá en entredicho el mundo perfectamente estructurado de la tienda. Este joven, de nombre Shiraha, es bastante desagradable en el trato, es vago, se pasa el día cuestionándolo todo y acusando a sus compañeros y compañeras de ser ovejas del Sistema. Shiraha, aunque por razones distintas a Keiko, también siente que no encaja en una sociedad tan estructurada como la japonesa, por lo que no cesa de desproticar contra lo que él considera un mundo que no ha cambiado absolutamente nada desde la Edad de Piedra. Por su actitud y sus continuos desplantes a compañeros y clientes, finalmente es despedido.

Un día, Keiko y Shiraha vuelven a encontrar sus caminos lejos de la tienda, y, en un extraño giro de los acontecimientos, surge entre ellos la posibilidad de llegar a un acuerdo que les permita ser aceptados como “normales” en un mundo que ni entienden ni asumen en su totalidad.

La novela me resultó deliciosamente entretenida. De lectura muy sencilla y una extensión que apenas sobrepasa las 150 páginas, se lee en dos tardes. Posee la particularidad de que no está dividida en capítulos, sino que su argumento fluye de manera continuada, como invitándote a que la leas de corrido y sin interrupciones.

Narrada en primera persona a través de la protagonista, vamos conociendo la manera de ver y entender el mundo que la rodea, de cómo piensa y qué la impulsa a actuar como lo hace y tomar las decisiones que toma, aún cuando no estemos de acuerdo con ella. Sin embargo, a pesar de algunas críticas bastante negativas que he leído a propósito de este libro, llegando a tildar a su protagonista de “psicópata”, a mi me resultó entrañable, por su manera un tanto infantil de enfrentarse al mundo. En cierto sentido me recordó a la protagonista de la novela Eleanor Oliphant está perfectamente, novela que he tenido la suerte de leer recientemente y que me enamoró desde la primera página.

Resumiendo: lectura sencilla y entretenida, sumamente adictiva y, por momentos, bastante esclarecedora en cuanto a denunciar ciertos aspectos de nuestra sociedad donde todos debemos encajar sí o sí.


Eleanor Oliphant está perfectamente (2017)

Autora: Gail Honeyman

Disfruté muchísimo la lectura de esta novela. Admito que antes de hincarle el diente me echaba para atrás el que estuviese alabada por JoJo Moyes, una autora de novela romántica de la que hace años leí una de sus novelas —que compré en papel— y que no me aportó gran cosa, pues lo que contaba y la manera en que lo contaba me recordaba horrores a Helen Fielding y su famosa Bridget Jones, cuyas pelis disfruto pero los libros los detesto. De hecho, temía que esta novela fuese un sucedáneo de Bridget. Afortunadamente, no tardé en advertir que Eleanor Oliphant se sitúa en las antípodas de Bridget Jones.

Para empezar, esta novela está muy bien escrita. Y los personajes están perfectamente trazados, lo cual hace que en seguida te sientas identificado con alguno de ellos; o con todos, si eres de mente abierta y nada dado a los prejuicios —que no es mi caso—.

A medida que vamos profundizando en la vida y circunstancias de Eleanor, iremos descubriendo aspectos y hechos de su pasado que explican su comportamiento y su manera de pensar, un tanto alejados de lo que consideraríamos “normal”, de ahí la similitud con el personaje de Keiko Furukura, la protagonista de La dependienta.

Sin embargo, a diferencia de Keiko, el pasado de Eleanor, así como sus antecedentes familiares perfectamente trazados en la relación tóxica que mantiene con su madre, revelan una infancia y adolescencia traumáticas, marcadas por un terrible suceso, lo que la lleva a una relación enfermiza con un personaje despreciable del que, a medida que vamos sabiendo cosas, va creciendo en nosotros, los lectores, una sensación de repugnancia y asco.

Como ocurre en la novela de La dependienta, también aquí entra en escena un personaje que desde las primeras líneas parece destinado a ponerlo todo patas arriba en la vida de nuestra protagonista. Este personaje, un joven informático algo desastre y bastante directo a la hora de decir lo que piensa, le servirá a Eleanor para no perder el contacto con el mundo real.

El libro, aunque mucho más extenso que el de Sayaka, creo que sobrepasa las trescientas páginas, es de lectura sumamente adictiva. De hecho, yo lo leí en pocos días y lo disfruté muchísimo.



Hank, la vida de Charles Bukowski (1991)

Autor: Neeli Cherkovski

No es esta una biografía al uso. Aquí no se cuentan mentiras, ni se adornan los hechos para “limar asperezas”. De hecho, para quien no conozca nada de la vida y la obra de Bukowski, este libro puede resultar obsceno en muchos sentidos, pues hace un retrato descarnado de un ser en ocasiones violento, desagradable, antisocial, desencantado con la vida y con la humanidad en general, cínico, cruel en exceso al hablar de aquellos autores que le disgustaban —casi todos, excepto John Fante, al que admiraba profundamente, y algún que otro autor como el primer Hemingway—, de humor variable, borracho, pendenciero y un sinfín de cosas malas. Pero también nos muestra a un Bukowski sensible, marcado por el acné en su juventud, por las palizas a las que era sometido por su siniestro padre desde que era un niño simplemente por existir, amante incondicional de la música clásica, sobre todo de Wagner y Mozart, enamorado de la poesía, donde halló un refugio ideal para sus tormentos interiores, y un creador incansable —podía pasarse toda la noche escribiendo a máquina para luego ir a trabajar a la oficina de correos y cumplir con su horario—.

Neeli Cherkovski lo conoció bien. Lo trató con asiduidad, y, gracias a la cercanía y rendida admiración que sentía por Bukowski, llegó a convertirse en una especie de confidente. Neeli narra sin pelos en la lengua sus desencuentros con Hank, las discusiones que lo apartaban de él durante meses, incluso años, simplemente porque Bukowski tenía épocas en que no se aguantaba ni a sí mismo, y buscaba la forma de apartar de su lado a todo bicho viviente comportándose como un cerdo desagradable y despótico.

Sin duda, Bukowski fue un personaje complejo, capaz de lo mejor y lo peor. Probablemente no se diferencie tanto de otros grandes de la literatura de los que poco o nada se sabe de su vida íntima. El problema de Bukowski quizás resida en que nunca necesitó enmascarar los aspectos más desagradables de su personalidad. Al contrario, casi da la sensación de que disfrutaba escandalizando. Pero, al margen del Bukowski persona existe el Bukowski autor, capaz de escribir historias que te mantienen en vilo, expectante, pendiente de la siguiente frase, de la siguiente línea de diálogo, pues podrá gustarte o no, pero no conozco a ningún otro autor como él, incapaz de dejarte indiferente.

El libro de Neeli Cherkovski está excelentemente bien escrito, profundiza en las descripciones y los hechos narrados sin aburrir, y su lectura resulta amena y entretenida. Si eres admirador de Bukowski, no te decepcionará; y si no has leído nunca a Bukowski y deseas conocer algo de su vida antes de meterte en su obra, este libro te ayudará a entender quién fue Bukowski y cuáles fueron sus motivaciones a la hora de sentarse a escribir.


Heil Hitler, el cerdo está muerto (2009)

Autor: Rudolph Herzog

Este es un libro extraño. En él se recopilan numerosos casos de cómicos y actores de vodevil que fueron juzgados y condenados bajo el férreo régimen nazi por burlarse de él, por ridiculizar a sus dirigentes o simplemente porque el humor y el poder nunca se han llevado bien.

A lo largo del libro iremos viendo numerosos ejemplos de cómo los judíos, o los alemanes contrarios al régimen, creaban chistes y bromas para sobrellevar el terrible drama que estaban viviendo en primera persona.

Llama la atención el hecho de que las altas cúpulas de poder nazi, sabedores de la existencia de estos chistes, hacían la vista gorda, incluso se encargaban de propagar esos mismos chistes entre sus círculos más íntimos, conscientes de que suponían una válvula de escape que evitaba una posible sublevación de los sometidos.

Sirva como ejemplo el siguiente chiste:


Hitler visita un manicomio. Los pacientes hace sumisamente el “saludo alemán”. Pero, de repente, Hitler descubre a un hombre que no lo hace. «¿Por qué no saluda usted como los demás?», le increpa. Y el hombre contesta: «Mein Führer, es que yo soy el enfermero, ¡yo no estoy loco!».


Algunos chistes son realmente ingeniosos y rebuscados, otros son bastante gráficos y explícitos, y otros mordaces y atrevidos. Sin embargo, al poco de leer cualquiera de los chistes aquí recopilados, no puedes evitar que se te congele la sonrisa, pues al chiste le sigue la trágica historia de algún cómico, escritor o actor, o simplemente un soldado cualquiera que en una de sus cartas escritas en el frente y dedicada a su esposa o familia, decide reproducir algún chiste de los que se cuentan entre camaradas y por ello es sentenciado a muerte y ejecutado.

El libro hace un repaso bastante exhaustivo de los años de terror que el régimen nazi instauró en Europa y buena parte del mundo a mediados del siglo pasado. En según qué tramos puede resultar un tanto desolador y repetitivo, pues en el continuo repaso a las víctimas podemos encontrar numerosas similitudes y puntos en común. Así y todo, me resultó sumamente interesante el hecho de constatar, una vez más, cómo el humor puede convertirse en un eficaz antídoto contra la desesperación y la desesperanza.


Y hasta aquí el repaso de algunas de mis lecturas recientes. Ahora mismo tengo tres libros empezados, uno de relatos y piezas cortas de corte humorístico de Enrique Jardiel Poncela titulado Para leer mientras sube el ascensor, lo que da una idea de la brevedad de las piezas incluidas, otro de cuentos cortos de Robert Bloch bajo el título de Cuentos de humor negro, y una novela que empecé anoche de Herman Koch, que lleva por título Estimado señor M.

¿Y vosotros? ¿Qué estáis leyendo en estos días de confinamiento?