Luces de Navidad en uno de los rincones emblemáticos de mi ciudad |
Como cada año por estas fechas, ya están aquí las Navidades. Para unos, época de ilusión, alegría y reencuentro; para otros, tiempo de reflexión, paz y descanso; y para muchos, motivo de tristeza y evocación de la nostalgia y el recuerdo, donde pesan más las ausencias que la celebración en sí.
Entre estos últimos también podemos encontrar a personas que temen la Navidad, por cuanto se erige en un cruel recordatorio que sirve para calibrar el nivel de soledad en el que se hallan sumidos. Incluso hay quienes la odian, pues ven en la felicidad ajena algo así como una provocación en claro contraste a su tristeza y abatimiento.
Conozco muy bien a los tres grupos, pues, aunque aún no pertenezco al tercero, sí que conozco amigos y conocidos que llevan años viviendo instalados en él, y a cada año que pasa más les cuesta pasar el trago. Hasta tal punto llega su «alergia» por todo lo relacionado con la Navidad, que no dudan en afirmar que de buen grado se echarían a dormir la noche del 23 de diciembre y no despertarían hasta la mañana del 7 de enero, cuando ya todo ha acabado.
No seré yo quien les reproche nada. Entiendo su situación. Y no sólo la entiendo, sino que, en mi fuero interno, no hay año en que no tema ser yo el que acabe formando parte de ese extenso grupo de personas «alérgicas a la Navidad».
Recuerdo cuando niño la ilusión con la que vivíamos en casa la llegada de la Navidad. Y no sólo por los regalos. En aquella época —la década de los 70's—, ni siquiera era costumbre regalar en Navidad, sino en Reyes única y exclusivamente.
Lo que más me gustaba de aquellas fiestas era que todo adquiría un color diferente. Las casas se engalanaban para la ocasión, en el salón colocábamos el árbol decorado, y un belén en miniatura instalado sobre la mesa, con el papel de aluminio simulando un riachuelo, y un poco de arena para recrear el desierto. Mis hermanos y yo mirábamos con embeleso aquellas figuritas que recreaban la famosa escena del nacimiento del Redentor, mientras en el equipo de música sonaba en bucle una cinta de casette con villancicos populares.
Otra cosa que me gustaba —y no sólo a mí, sino a cualquier niño de nuestra edad—, eran las vacaciones navideñas. Ese par de semanas sin clases era toda una gozada, con toneladas de tiempo para jugar y levantarse tarde de la cama.
También era momento de reuniones familiares, de ir a casa de mis tíos y pasar tiempo con nuestros primos, jugando, riendo y compartiendo momentos únicos. No hablo de visitar a los abuelos porque en esa época sólo teníamos a mi abuelo Pedro, y teníamos la enorme fortuna de que vivía en el mismo edificio que nosotros —él vivía en el primer piso y nosotros en el cuarto—, por lo que prácticamente nos pasábamos buena parte del año en su casa.
Fueron años muy bonitos aquellos. Tremendamente felices, aunque, como suele pasar, no fuésemos plenamente conscientes de ello. Cuando eres niño, incluso cuando eres joven, la felicidad te suele pasar desapercibida. La experimentas sin más, sin pensar en que tiene fecha de caducidad, y que cada año que pasa más difícil resulta de encontrar, bien porque las obligaciones del mundo adulto hallan siempre la manera de imponerse a casi todo lo demás o porque las ausencias van pesando más cada año.
¿Y sabéis qué os digo? Pues que casi mejor que sea así, que experimentemos la felicidad sin ser conscientes de su caducidad. Y os diré porqué. Hace algunos años viví un momento de gran angustia personal, precisamente por ser plenamente consciente de lo feliz que era en aquel momento. ¿Y cómo puede ser que la felicidad me provocase tal desazón? Muy sencillo. El hecho de saber de lo efímero de ese momento, de ese instante fugaz, me hizo no disfrutarlo al cien por cien, anticipando su final al instante mismo.
La conclusión que saqué de todo aquello fue que debemos saborear con fruición y deleite todos y cada uno de los buenos momentos que la vida nos ofrece, ya sea en soledad o en compañía; procurar retener en nuestra memoria ese tiempo de gozo y alegría, a fin de poder recurrir a ellos en momentos de zozobra.
Existe un lugar en la memoria de cada individuo donde todo es paz y felicidad. La gran tragedia del ser humano es que llegue el día en que no podamos acceder a ese lugar mágico donde están todos los que queremos que estén, donde los olores y sabores de nuestra infancia vuelven a cobrar vida y donde la tristeza tiene prohibido el paso.
Por último, pertenezcas al grupo que pertenezcas, permíteme que te desee unas felices fiestas.