Foto de Elia Mazzaro bajada desde Unsplash (libre de derechos)
Como sabéis quienes me leéis desde hace tiempo, no es esta la primera vez que regreso tras una ausencia más o menos larga. Y cada vez que lo he hecho, he tenido la misma sensación: la de volver a empezar.
De poco te vale lo que hayas hecho en el pasado. Internet no tiene memoria. O mejor dicho: los cibernautas que transitamos por estos mundos de Jobs y compañía no tenemos memoria. O tenemos memoria de pez.
A mi modo de ver, Internet es como un enorme escaparate en el que todo tiene cabida. Se expone, se muestra, llega a donde y a quien tiene que llegar, y, en un lapso relativamente corto —cada vez menor, todo sea dicho— el escaparate se renueva completamente y envía el producto “caducado” a la polvorienta y oscura trastienda, donde permanecerá cogiendo polvo ad aeternum, o hasta que el servidor aguante, apelando a la generosidad de los curiosos que, aún no contaminados por el virus de lo inmediato, ansían hallar algo de valor entre “lo viejo”.
Imaginad un enorme agujero negro que todo lo tritura y lo absorbe, y que en su insaciable naturaleza precisa constantemente de nuevo material con el que alimentarse y repetir el proceso, pues de otro modo perecería. Y así, una y otra vez, día tras día, hora tras hora, minuto a minuto.
Esa es la realidad a la que nos enfrentamos día a día los que aún resistimos atrincherados en nuestros respectivos blogs. Y a eso debemos adaptarnos si queremos sobrevivir en esta jungla de los contenidos, procurando no sólo crear contenidos nuevos y originales, sino buscar la manera de que ese contenido nuevo y original consiga atraer la atención del posible lector y apelar a que éste no se extravíe o se disperse entre la maraña de nuevos contenidos que, cual perniciosas sirenas cibernéticas, no cesan de susurrarle al oído que acuda a ellos con tan sólo dar un par de clicks de ratón.
Pero no me entendáis mal. No está en mi ánimo abroncar al personal. Me limito a exponer una realidad. Y la realidad es que hay tanto donde elegir que, en ocasiones, resulta muy difícil hacer un alto en el camino e invertir tiempo y esfuerzo intelectual necesario en un contenido concreto.
Yo también soy lector. Y, como lector, también he sido inoculado con el virus de las prisas, de la impaciencia, del efímero placer de lo inmediato que trae aparejado el deseo de pasar a otra cosa cuanto antes, agobiado por todo lo que aguarda a ser leído y disfrutado.
Estoy en esa edad en la que no estoy por la labor de perder el tiempo en cosas que no me estimulen o no me proporcionen placer intelectual o emocional. El año pasado, sin ir más lejos, batí mi propio récord de libros abandonados. Con algunos me mostré más indulgente que con otros, llegando a completar varios capítulos, aún sin disfrutarlos del todo. Hasta no hace mucho esos mismos libros los habría acabado, empujado por esa especie de orgullo lector que te impulsa a acabar lo empezado. Con otros, sin embargo, me mostré implacable ante los primeros síntomas de aburrimiento.
Y es que, en este punto de mi vida, puedo perdonar muchas cosas en una obra artística, sea de la naturaleza que sea —cine, música o literatura, principalmente—. Puedo perdonar pequeñas imperfecciones, leves fallos de ejecución, incluyendo fallos ortográficos o gramaticales más o menos graves, lugares comunes, clichés, pretenciosidad por parte del autor e incluso pedantería. Todo eso lo puedo pasar por alto, y aún así lograr disfrutar de la pieza. Pero lo que no puedo perdonar —nunca he podido hacerlo— es que me aburran. Si algo me aburre, lo destierro inmediatamente.
Esa misma mentalidad la traslado a mis creaciones. Por eso me cuesta tanto concluir mis proyectos. Empiezo con un entusiasmo contagioso, una chispa de desbordante ilusión por llevar a buen puerto esa idea que me ronda por la cabeza. Esa misma ilusión consigue que vaya sorteando los diversos obstáculos que me van saliendo al paso. Sobre todo, solventar con éxito la eterna cuestión que te asalta al inicio de cada nuevo capítulo: “¿Y ahora qué?”.
Y en esas estoy, librando mis pequeñas batallas personales para no sucumbir a las innumerables trampas que me salen al paso día tras día.
Tengo un montón de proyectos guardados en libretas, hojas sueltas y archivos de texto. Y, por si no fuese suficiente, en mi cabeza siguen revoloteando nuevas ideas a cada instante, en un desfile imparable de palabras, frases o argumentos más o menos definidos. Y cada vez que me siento ante el teclado, con la vista clavada en la pantalla de mi ordenador, me veo intentando dar respuesta a la eterna pregunta: ¿y ahora qué?