jueves, 22 de diciembre de 2022

MIS PERSONAJES SE REBELAN

 

Imagen de Patrik Houstecky bajada de Pixabay


Al hilo de lo que comentaba en mi anterior post, sobre el ninguneo y la persecución a los que, a mi modo de ver, está constantemente sometido el humor en el arte, y el humor en general, mira tú por donde que hasta mí han llegado unas quejas cuanto menos sorprendentes. Mi sorpresa no viene motivada por la queja en sí, sino por quién o quienes la emiten.

Una vez superada mi estupefacción inicial y, ¿por qué no decirlo?, también mi decepción, intenté razonar con mis adversarios dialécticos, que no eran otros que mis propios personajes, aquellos que habían surgido fruto de mi fértil imaginación y que habían cobrado vida entre las páginas de mis libros gracias a mi pluma.

Hemos leído lo que has escrito en tu último post y, una vez consensuado entre nosotros, consideramos que debías saber que no estamos en absoluto de acuerdo contigo —dijo el que pareció erigirse como en portavoz del grupo.

Cuando dices “nosotros”, ¿a quiénes te refieres exactamente? —pregunté.

A todos tus personajes de ficción. A los muchos que has creado desde el día en que decidiste contar historias surgidas de tu mente y transcribirlas al papel.

Entiendo —mentí. En realidad no entendía un carajo. ¿En qué momento unos personajes de ficción habían adquirido vida y voluntad propias? ¿Es eso posible, o no era más que un signo inequívoco de que estaba perdiendo la chaveta?

Sea como fuere, decidí que, ya que estaba metido en harina, lo mejor sería hacer como que todo me resultaba de lo más normal e intentar llegar hasta el final.

¿Y en qué no estáis de acuerdo conmigo exactamente? —quise saber.

En tu apreciación de que el humor no necesariamente tiene que ir en contra de alguien, o en hacer daño a alguien de manera consciente o deliberada.

Bueno. Dije que al hacer humor no siempre se hace daño.

Es que tú siempre haces daño.

¿Yo? ¿A quién?

¡A nosotros!

¿A vosotros?

Sí. A nosotros. Te invito a que eches un vistazo a todos tus libros publicados hasta el momento; incluso a los cuentos y narraciones que aguardan en un cajón a ser publicados algún día. Una vez que lo hagas, responde a la siguiente pregunta: ¿he sido justo con mis personajes?

Doy por hecho que pensáis que no lo he sido.

No. No lo has sido. Y a las pruebas me remito. ¿Acaso no has venido usándonos y abusando de nuestra condición de vehículos para tu imaginación haciendo chistes y mofas a costa de nuestro sufrimiento en aras a provocar la risa o el divertimento entre tus lectores?

Es que sois personajes de ficción. Se supone que estáis para eso, para servir de vehículo a los escritores en su propósito de contar una historia o provocar un determinado efecto entre quienes nos leen. Ese es vuestro propósito en la vida. Vuestra razón de ser.

¿Y crees que los personajes de ficción no tenemos sentimientos?

Nunca me había parado a pensarlo, la verdad.

Claro. Ese es el problema de los escritores, que nunca os paráis a pensar en el daño que podáis ocasionar a los demás con vuestros escritos.

¿De veras pensáis eso de mí, que os utilizo y abuso de vosotros en mi propio beneficio? —dije empujado por un breve atisbo de culpabilidad que notaba nacer en mi conciencia.

Pues sí. De ahí nuestro enfado contigo.

La seguridad mostrada por mi personaje sembró en mí la duda. ¿Y si no soy la buena persona que creía ser? ¿Y si ellos tenían razón y, en el fondo, no era más que un ser abyecto que no dudaba en aprovecharse del dolor ajeno haciendo mofa de ello y creando chistes a su costa? ¿Y si en vez de un simple tío que escribe cosas en el fondo no era más que un farsante, un miserable, un ser vil y despreciable que causa daño aunque no sea consciente de ello?

Entonces caí en la cuenta. Si yo soy todo eso, ¿que son todos los demás escritores? Por esa misma lógica, ellos también se habrían aprovechado de sus personajes para contar sus historias. O todos moros o todos cristianos. Siendo así, ¿no era la Literatura entera una gran farsa? ¿No son todos los escritores del mundo, los que han sido, los que son y los que serán en el futuro, un compendio de lo peor de la raza humana, unos esclavistas de tomo y lomo, unos mercaderes del dolor y el sufrimiento ajenos, unos aprovechados, unos capullos arrogantes jugando a ser Dios?

Mi sistema de creencias se venía abajo como un suflé recién sacado del horno.

Un momento, pensé. Apliquemos la lógica a lo que está pasando. Esto es inaudito. Decidí contraatacar poniendo sobre la mesa un argumento irrebatible.

Esto no es real —dije con manifiesto convencimiento.

¿Qué no es real? —respondió el representante de mis personajes.

Todo. Tú. Vosotros. Esta situación.

Somos tan reales como tu calvicie.

Vale. Entonces estoy loco.

No. No estás loco. Aunque sí que hay que estar un poco loco para pretender vivir de la literatura. Y de corte humorístico, además. Y en español. Y autopublicandote. Y sin tener ni puta idea de marketing.

Entonces, ¿me estás diciendo que es totalmente normal que los personajes que los escritores creamos de la nada sean capaces de adquirir vida y voluntad propias?

No ocurre siempre. Al fin y al cabo, cada escritor es un mundo. Pero lo que sí podemos asegurarte es que ocurre más a menudo de lo que imaginas.

¿Y tenéis contacto entre vosotros? Quiero decir, ¿los personajes de un escritor determinado mantienen contacto con los personajes de otro escritor diferente?

Sí, claro. Somos un colectivo global.

E imagino que habláis de nosotros, vuestros creadores, a nuestras espaldas, ¿no es cierto?

Comentamos cosillas.

¿Qué clase de cosillas? —pregunté con creciente inquietud.

Condiciones laborales, secuelas psicológicas de nuestra participación en vuestras obras, derechos de copyright...

Un momento. ¿Copyright? ¿Es que pensáis reclamarnos derechos de autor?

Lo estamos valorando con nuestros abogados.

¡Y encima tenéis abogados trabajando para vosotros!

Pues claro. Somos personajes de ficción, no licenciados en derecho.

¿Y cómo es posible que un abogado serio se plantee si quiera el hecho de representar a unos personajes de ficción?

No me hagas hablar de la ética de los abogados. Si son capaces de defender a políticos corruptos, narcotraficantes, asesinos, pederastas o violadores, ¿por qué no iban a representar a un grupo de personajes de ficción? Al fin y al cabo, nosotros no hacemos daño a nadie. Sólo entre nosotros, y porque seguimos los designios marcados por vosotros, los autores. Así que si alguna de nuestras acciones pudiese ser constitutiva de delito, deberíais ser vosotros los responsables subsidiarios y no nosotros.

¡Toma ya! Para que luego digan que el oficio de escritor no es una profesión de riesgo.

¿Y crees que la profesión de personaje de ficción es menos arriesgada? Nosotros también sufrimos, ¿sabes? Algunos morimos, otros somos heridos o mutilados, sobre otros recaen toda suerte de desgracias, en aras a favorecer el dramatismo o la comicidad de la historia que queráis contar, y cuando hacemos de villanos es sobre nuestros hombros donde recae todo el odio y la ira de los lectores.

Nunca me había parado a pensarlo, la verdad.

Nadie piensa en los personajes de ficción. Somos los grandes ignorados de la creación literaria.

¿Sois conscientes de que si seguís adelante con vuestro plan acabaréis por destruir el arte literario en su conjunto?

Créeme, no buscamos destruir nada. Al fin y al cabo nosotros también existimos gracias a la literatura. Sólo exigimos reconocimiento, y respeto.

Y pasta, por lo que veo —dije un tanto cínicamente, lo confieso.

¿Qué mejor manera de materializar el respeto y el reconocimiento que con dinero? Además, hasta donde yo sé, nadie trabaja gratis.

Aquella afirmación me tocó la fibra.

No me hagas hablar.

¿A qué viene eso? ¿Acaso tú trabajas gratis?

A lo mejor te piensas que gracias a mis libros vivo en una mansión, no te jode.

¿Y no es así?

Observé incredulidad en sus palabras, lo que me empujó a sincerarme del todo.

Ni de lejos. Si te dijese las cifras en las que me muevo igual debería ser yo quien contratase los servicios de un abogado para demandaros a vosotros por no permitirme vivir de lo que escribo.

¿A nosotros? ¿Y qué culpa tenemos nosotros de que no vendas un carajo?

Bueno, si según vuestra teoría el hecho de que un autor triunfe y gane dinero con su obra es en parte gracias a vosotros, razón por la que reclamáis parte de los beneficios, lo lógico sería que si un libro fracasa o no vende lo suficiente también seáis vosotros quienes asumáis parte de ese fracaso, económicamente hablando.

De repente, el tono y las formas utilizados por mi personaje fueron otros bien distintos.

No jodas —dejó caer en un tono de estupefacción.

Pues sí que jodo —dije yo manteniéndome firme en mi postura.

¿Sabes qué? Igual nos hemos precipitado un poco al prejuzgaros. Tal vez debería convocar una reunión de urgencia con mis colegas y reformular nuestra posición en este asunto.

Y mientras tanto, los autores, ¿que hacemos? ¿Podemos seguir disponiendo de vosotros para nuestras historias o no?

Sí, claro. Disponed, disponed.

¿Seguro?

Sin problema. Como yo siempre digo, en esta vida hay que tener sentido del humor. Si no sabemos reírnos de nosotros mismos y de nuestras desgracias, esto no hay quien lo aguante. Como dice el bueno de Ricky Gervais: ¡Qué más da todo, si al final todos moriremos! Riámonos mientras podamos.

¿Y vuestras reivindicaciones?

Nah. Olvídalo. De verdad. Dile a tus colegas escritores que se olviden del tema. No merece la pena meterse en líos judiciales. Además, como en la mayoría de los pleitos, los únicos que realmente van a sacar pasta de todo esto van a ser los abogados. ¡Menudos son a la hora de inflar sus minutas! Ganen o pierdan el juicio, ellos siempre acaban con los bolsillos llenos.

¿Sabes qué?, elegí mal mi vocación. En vez de escritor tendría que haber estudiado para abogado.

Todos deberíamos estudiar para abogados, y demandarnos entre nosotros para ganarnos la vida. Mejor nos iría. Eso seguro.

Curioso como lo que parecía encaminado a convertirse en la mayor crisis a la que habría de enfrentarse el mundo de la literatura desde su fundación, al final quedó en una simple anécdota, en una pequeña nota a pie de página.

Así pues, haciendo mías las palabras del personaje de mi creación: riámonos mientras podamos. Total, como dice Gervais: “¿Qué más da, si al final todos vamos a morir?”.


Felices fiestas, amigos y amigas. Y si sois de los que pensáis que en este periodo navideño no tenéis nada que celebrar, un consejo: pillad un buen libro, ocupad vuestro sillón favorito y dejad que la imaginación os saque del tedio y os lleve a un lugar donde la gravedad de la vida carece de la más mínima importancia.




miércoles, 14 de diciembre de 2022

MÁS HUMOR Y MENOS DRAMAS, POR FAVOR

 

Fotografía de la película de Charles Chaplin "El gran dictador"

El humor en el arte siempre ha estado mal visto, considerado por muchos como la oveja negra de la familia; esa alma descarriada que se aparta del rebaño y no sigue las consignas marcadas por la tradición y la férrea disciplina familiar.

En esa metafórica representación el humor se transforma, a ojos del resto de intregrantes del clan familiar, en el elemento díscolo, molesto, fuente de constantes problemas, alguien de quien avergonzarse y ocultar a las visitas, y hasta de renegar de él en público y en privado.

El gran Frank Zappa, del que siempre que tengo ocasión reivindico su vigencia, consciente de ese desprecio soterrado que los denominados “artistas serios” demuestran hacia el humor, se preguntaba en uno de sus discos si “el humor tiene cabida en la música” (¿Does humour belong in music?, álbum en directo de 1986). Obviamente, Zappa formulaba su pregunta de forma irónica, pues como él mismo demostró a lo largo de su brillante y exitosa trayectoria, sin parangón en la industria musical, la respuesta a su pregunta sería un “rotundamente sí”. Es más, tal y como se encargó de reivindicar en sus más de setenta discos publicados antes de su prematura muerte a los 52 años, el humor no sólo tiene cabida en la música, sino en cualquier aspecto de nuestras tristes y miserables vidas.

Esto me lleva a hablar de otras ramas del arte.

Desde que era niño he sentido una especial fascinación por la comedia en el cine. También era el género favorito de nuestro abuelo materno. Lo que más le gustaban eran las comedias y los westerns, sin desmerecer otro tipo de géneros. A mí personalmente me encantaba verle reír. Me contagiaba. A veces, era tal el ataque de risa que le sobrevenía que se le sonrojaba el rostro y le caían lagrimones de los ojos. Y claro, ver a un adulto en semejante tesitura a un niño le resulta de lo más contagioso. Recuerdo aquellos ataques de risa provocados por películas de género slapstick, cine mudo de genios del humor físico como Charlot o El Gordo y el Flaco (Stan Laurel y Oliver Hardy).

También le encantaba Cantinflas, con sus interminables diatribas sin sentido que lograban desarmar a sus oponentes dialécticos. Exactamente lo mismo ocurría en las películas de los Hermanos Marx, donde los chispeantes y absurdos diálogos de Groucho y Chico lograban sembrar el caos y la anarquía allí por donde pisaban.

Harpo, Groucho y Chico haciendo de las suyas

A medida que fui creciendo y acumulando lecturas y conocimientos, mis preferencias en ese tipo de comedias fue variando: me seguían gustando los gags visuales de los Hermanos Marx, pero ahora, además, prestaba más atención a los diálogos, muchos de ellos basados en agudas observaciones que elevaban la crítica social al olimpo de la genialidad (“yo nunca olvido una cara pero, en su caso, haré una excepción”, “disculpen si les llamo caballeros, pero es que aún no les conozco lo suficiente”, “sus ojos me recuerdan a usted, su rostro me recuerda a usted, todo en usted me recuerda a usted menos usted”, “estos son mis principios, si no le gustan tengo otros”, “inteligencia militar son dos conceptos contradictorios”, etc).

Tanto en los Hermanos Marx como en Cantinflas observamos cómo se sirven del humor para desafiar a la autoridad, o para hacer frente a las injusticias. Me gusta y me reconforta ver cómo el humor es capaz de desnudar la solemnidad y la pomposidad de la que se sirven los que mandan para someter a los que consideran inferiores o más débiles que ellos, bien sea en lo concerniente a su estatus social, económico o cultural. Mediante el humor se consigue “desnudar” al oponente, dejando bien patente lo ridículo de su actitud, y lo débil que en ocasiones resulta el argumento que esgrimen para ostentar ese supuesto poder que ejercen sobre nosotros. De ahí que los poderosos teman tanto al humor, porque saben que el sentido del humor es el corazón de la subversión.

Hace un par de años leí un magnífico libro que analizaba el humor judío bajo el terrible régimen nazi del Tercer Reich. El libro, escrito por el escritor Rudolf Herzog, hijo del famoso cineasta Werner Herzog, lleva por título Heil Hitler, el cerdo está muerto (hace un par de años hice una reseña en este mismo blog. Puedes pinchar aquí para leerla). En ese libro, Herzog habla del sentido del humor como arma liberadora de los oprimidos, los perseguidos y los condenados a muerte, capaz de ayudarles a soportar las continuas humillaciones, los atropellos y el régimen de terror impuesto por los nazis en tan oscura época de nuestra historia reciente. Resulta chocante leer que ante la barbarie los seres humanos recurramos al humor para evitar sucumbir a la desesperación.

Más recientemente, hace apenas unas semanas, terminé de leer otro interesante libro escrito por Andrés Barba, y que lleva por título La risa caníbal. En él, su autor analiza de manera minuciosa el efecto del humor en nuestra sociedad, asociándolo a diversos episodios culturales y sociales que nos muestran la onmipresencia del sentido del humor en nuestras vidas y en ámbitos tan dispares como la política, la religión, la cultura y el sexo.

Considera Barba que el humor nunca es inocente. En ese punto coincide con un famoso humorista isleño, Manolo Vieira, quien, en una ocasión, recuerdo que dijo algo parecido cuando aseguraba que el humor básicamente consiste en dos riéndose de un tercero. Puede que sea así en un alto porcentaje, no lo niego, aunque no lo aseguraría al cien por cien, pues ahí tenemos el humor blanco para desmentirlo.

Supongo que en mi forma de escribir humor no todo es tan inocente o naif como aparenta. La verdad es que nunca me he parado a analizar mi propio sentido del humor, que considero de lo más ecléctico y versátil, pues soy perfectamente capaz de disfrutar de igual modo de comedias ligeras o amables del tipo Frasier o Los Roper como de gamberradas y pasotes épicos repletos de incorrección política del tipo George Carlin, Louie C.K. o Ricky Gervais. Cualquier excusa me vale para restarle seriedad y trascendencia a la vida, y echarme unas risas a costa de nuestra soberana estupidez.

Por cierto, hablando de estupidez, uno de los capítulos más hilarantes del libro de Andrés Barba es el que le dedica al expresidente de los Estados Unidos George Bush hijo. El título del citado capítulo es en sí mismo bastante revelador: George Bush, o el payaso involuntario. En el mismo, Barba, además de hacer una semblanza bastante acertada del personaje, recopila diferentes anécdotas relacionadas con su etapa presidencial. Una de mis favoritas es aquella en la que durante una rueda de prensa en julio de 2007, en Cleveland, le preguntaron sobre la posibilidad de una pandemia de Gripe A. Y ahí tenemos a George Bush hijo, presidente de una de las naciones más poderosas e influyentes del mundo, poniendo cara de memo —es decir, su cara de diario—, y soltando, sin el menor atisbo de rubor, la siguiente frase: «Voy a ver si consigo acordarme lo suficiente de la respuesta que tenía que dar para que parezca que sé algo sobre el tema». Miedo me da pensar en cómo habría gestionado semejante cenutrio la crisis del Covid19. Aunque, echando un vistazo a lo mal que lo gestionaron otros dirigentes políticos, empezando por el no menos cenutrio de Donald Trump y acabando por los mandamases de medio mundo, me da miedo profundizar en manos de quienes estamos. Mejor echémonos unas risas y no nos dejemos abatir por la triste realidad.

Otro de los puntos culminantes del libro tiene que ver con Adolf Hitler, quien, según se cuenta, visionó hasta dos veces, en dos sesiones privadas distintas, la película El gran dictador de Chaplin, donde el genial cómico parodiaba al mismísimo Führer. Me imagino el odio y la impotencia que debió sentir Hitler al verse ridiculizado en la gran pantalla, a la vista del mundo entero, sin que nada pudiese hacer para impedirlo. Eso debió reconcomerle por dentro. He ahí otra prueba del enorme poder del humor frente al fanatismo y el autoritarismo.

En otro apartado del libro se habla de la “corrección política” en el humor. Y para ilustrar este aspecto el autor cita la siguiente anécdota protagonizada por Joan Rivers, una famosa cómica estadounidense. En uno de sus espectáculos en vivo, Rivers dijo: «Odio a los niños. Creo que la única niña que me hubiese gustado tener es Helen Keller, porque no hablaba». Según apunta el autor, Helen Keller fue una conocida activista política sorda y ciega.

En una sociedad tan puritana y conservadora como la norteamericana, Rivers había osado unir en una sola frase dos de los activadores de alarmas de la incorrección política: discapacitados e infancia. La respuesta no se hizo esperar. Un hombre se alzó entre el público y gritó: «¡Eso no tiene gracia! ¡Yo tengo un hijo sordomudo!», provocando un aterrador silencio en la sala.

Con otro protagonista, igual lo normal hubiese sido escuchar una sincera disculpa por parte de la humorista. Pero Joan Rivers, lejos de disculparse, explotó con una furia legítima ante el maniqueo acoso del “decoro”. «¡Claro que tiene gracia! ¡Tú sí que no tienes gracia! ¡Mi madre era sorda, gilipollas! Déjame que te explique de qué va esto de la comedia: la comedia está para hacer reír a la gente y que todos podamos seguir con nuestra vida, imbécil. Durante años estuve viviendo con un hombre al que le faltaba una pierna y siempre hacía el chiste de que si tenía un hijo con dos piernas dudaría de su paternidad. ¡De eso va la comedia, gilipollas!».

Dejando a un lado las formas —a unos les gustará más y a otros les gustará menos, e incluso habrá a quien no le guste nada—, no podría estar más de acuerdo con Rivers. Sinceramente, estoy hasta la coronilla de esa especie de dictadura de lo “políticamente correcto”. Si un chiste no te gusta, no te hace gracia o te ofende, simplemente ignóralo, porque, si lo censuras, ¿en qué te convierte eso? ¿No crees que estás coartando la libertad no sólo del que lo crea o lo recita sino también cercenando el derecho de otra persona a la que igual sí que le gusta y disfruta de ese tipo de humor? Si todos tuviésemos el peligroso poder de prohibir aquello que nos disgusta o nos resulta incómodo, molesto u ofensivo, ¿qué nos quedaría? Yo lo tengo claro: nos quedaría un mundo en el no querría vivir.

Resulta triste y descorazonador descubrir que los que abogan por un mundo mejor —según su baremo, claro—, se descubran como los más intransigentes y autoritarios, imponiendo su forma de pensar y actuar en detrimento de los que piensan y actúan diferente a ellos.

Respeta para que te respeten, acepta para ser aceptado, no impongas tu punto de vista para que otros no te impongan el suyo.

Parafraseando a Harry el sucio, el personaje “políticamente incorrecto” magníficamente interpretado por Clint Eastwood: “El sentido del humor es como los culos, todo el mundo tiene el suyo”. Pues eso.

A propósito, estaría bien que alguna vez le concediesen el Premio Nobel de Literatura a un escritor de corte humorístico —se me ocurren unos cuantos—. O un Oscar de Hollywood a una comedia pura, sin dramas de por medio, como sucedió con La vida es bella o Forrest Gump —da la sensación de que la única forma que tiene la comedia de ser “socialmente aceptada” es acompañada de unas grandes dosis de drama. No me entiendan mal, me encantan esas dos películas, pero me habría encantado que alguna película de los Hermanos Marx, Monty Python o alguna de las primeras películas de Woody Allen hubiese sido premiada con un Oscar—.

Por último, una petición: más humor y menos dramas, por favor, que para dramas ya tenemos la realidad.