miércoles, 27 de mayo de 2020

BIENVENIDOS AL GRAN HERMANO GLOBAL


Desde que comenzó todo esto del confinamiento por el Covid19, todos nosotros nos hemos transformado en una especie de concursantes involuntarios de un Gran Hermano a escala global; sólo que, en lugar de compartir vivencias en una casa-plató con un grupo de desconocidos, lo hacemos confinados en nuestros propios hogares, solos o en compañía de nuestros familiares. O amigos. O enemigos —en caso de que tengas pareja y vivas en casa de tus suegros. Jo, qué putada—.
Y al igual que solía ocurrir en el Gran Hermano televisivo, en nuestra actual situación de confinamiento obligado si tienes la desgracia de enfadarte con quien tengas al lado no tienes ningún lugar a donde ir. Así que os enfadáis, pegáis cuatro gritos y os vais cada uno a vuestro rincón favorito de la casa, a rumiar vuestro enfado como vacas cabreadas a las que se os agria la mala leche.
El problema es que, tarde o temprano, tendrás que volver a coincidir con esa persona con la que te has enfadado, llevando la mutua incomodidad a un nivel difícilmente soportable.
Todo esto me ha hecho pensar en la evolución del ser humano desde la Edad de Piedra hasta nuestros días: la Edad del Pavo. Y, al hacerlo, he llegado a una interesante conclusión.
En el principio de los tiempos los primeros habitantes del planeta convivían en manadas o tribus compartiendo la misma cueva. Allí se guarecían de las inclemencias del tiempo, se protegían de los depredadores, cocinaban, comían, dormían, practicaban sexo y se contaban chismes unos a otros para entretenerse. Es decir, que era algo así como el Gran Hermano del Paleolítico: todo se hacía a la vista de todo el mundo.
Con el tiempo, los roces entre iguales se fueron incrementando, dificultando sobremanera la convivencia. «Que si te cojes toda la piel de mamut para ti solo y me dejas toda la noche con el culo al aire, que si roncas más que un brontosaurio asmático, que si te huelen los pies cosa mala, que si cada vez que acabas de almorzar te echas unos eructos de bisonte que pa' qué, que si tus pulgas están invadiendo mi lado de la cueva, que si ya nos conocemos todos tus jodidos chistes sobre gigantopithecus gangosos, que si nos tienes hasta la coronilla de que te pases todo el santo día poniendo tus malditos discos de Tyrannosaurus Rex a todo volumen; nos sabemos el dichoso Get it on de memoria, ¿no tienes nada de Jethro Tull, por el amor del Dios del Trueno?».
La consecuencia lógica de esta degradación en la convivencia fue que los miembros más autosuficientes de las tribus comenzaron a independizarse del resto. A partir de aquí surgieron las minicuevas unifamiliares. A estas les siguieron las cuevas adosadas, que permitían a los individuos beneficiarse de la seguridad que proporciona la comunidad pero sin renunciar a su independencia ni a la espaciosidad.
Luego, a medida que los miembros más relevantes de la tribu fueron escalando posiciones dentro de la comunidad, llegando a atesorar poder e influencia —ya fuese metiéndose a enlaces sindicales de las comunidades a las que pertenecían o como sacerdotes, pues todo lo que tenga que ver con la religión ha rentado bastante a lo largo de la Historia—, comenzaron a sentir la necesidad de desmarcarse del resto, dando muestras de su estatus. Ahí surgieron las primeras cuevas-dúplex.
Con el transcurrir de los siglos, viendo los homo sapiens ricos y poderosos que eso de cargar y transportar agua y víveres hasta sus lujosas cuevas de cuatro y hasta cinco habitaciones era un coñazo, decidieron mandar a otros a que hiciesen esas tareas por ellos; porque para eso se hacía uno rico y poderoso: para mandar a otros hacer lo que a ti te desagrada o no te apetece hacer.
Y todo fue bien durante un tiempo, hasta que se dieron cuenta de que los productos sabían mejor cuanto más frescos. Entonces fue cuando a uno de ellos, creo que diputado regional de una tribu de Atapuerca, se le ocurrió construir el primer chalet de la Prehistoria, dotado de cinco habitaciones, salón-comedor-cocina, solarium, despacho, tres cuartos de baño independientes —cada uno con su propio agujero para cagar—, jardín, piscina, un huerto y un establo para criar cerdos con los que se hacían unos bocadillos de jamón de jabugo para flipar. ¡Qué bien viven los diputados, coño!
La evolución llevó, de manera inevitable, al surgimiento de las castas. Eso generó innumerables luchas, pues los que tenían poco o nada aspiraban a tener algo, mientras que los que tenían mucho aspiraban a tener más.
Por cierto, todo esto de lo que os estoy hablando sucedió hace millones y millones de años.
Así que pasaron millones de años. Y en esos millones de años acontecieron miles y miles de guerras que generaron millones y millones de víctimas. Y, fruto de esas guerras, unos pocos se enriquecieron y otros muchos perdieron lo poco que tenían, incluyendo sus vidas.
Y un día, como de la nada —llamemos nada a la demagogia; venga, va, dadme ese gusto—, de entre todos los supuestos desfavorecidos surgió una mente preclara que indicó al resto el camino a seguir. Y haciendo sonar más alta su voz que el resto de las voces, gritó:
Borregos míos... estoooo, camaradas. Eso. Sí, camaradas suena mejor. Ejem, mejor empiezo de nuevo. Camaradas, ha llegado el momento de que los desarraigados del mundo, los que estamos abajo, pero abajo abajo del todo; vamos, que más abajo y nos asemejaremos a escarabajos de la patata, acabemos de una vez por todas con lo que yo llamo «la Casta». Debemos unir nuestras fuerzas para que yo llegue a lo más alto, y desde allí pueda proclamar...
Perdón, ¿has dicho «yo»? —dijo uno de los de abajo alzando la voz—. ¿No deberías decir «nosotros»?
Tienes razón. Gracias por tu aportación, camarada. ¿En qué estaría yo pensando? Como os decía, debemos unir nuestras fuerzas para que nosotros, es decir, mi churri y yo, lleguemos a lo más alto, y podamos construirnos un chalet de piedra en la zona centro de Atapuerca, dotado de cinco habitaciones, salón-comedor-cocina, solarium, despacho, tres cuartos de baño independientes —cada uno con su propio agujero, por supuesto. No somos bárbaros—, jardín, piscina, un huerto y un establo para criar cerdos de pata negra con los que hacernos unos bocadillos de flipar, como los que llevan siglos disfrutando los diputados. Y es que... ¡qué bien viven los diputados, coño!
Se me olvidó comentar que entre los que tenían mucho y querían más y los que no tenían nada y querían algo estaban los que poseían poco pero tenían mucha labia, y con esa labia intentaban camelarse a los desheredados del mundo haciéndose pasar por iguales y, bajo el pretexto de luchar por sus derechos y obligar a la casta a compartir, ocultaban sus verdaderas intenciones: dejar de ser más pobres que las ratas prehistóricas y convertirse en potentados; vamos, el típico «quítate tú pa' ponerme yo» de toda la vida.
Insisto: esto ocurrió hace millones de años. No os vayáis a pensar que lo que ocurre en nuestros días es algo nuevo. Lo triste, lo verdaderamente triste, es que hoy, millones de años más tarde, todo siga exactamente igual que entonces.
Evolución, dicen. Sí, y voy yo y me lo creo.




miércoles, 20 de mayo de 2020

NOTAS DESDE EL CONFINAMIENTO 4

Portada de la edición en CD de "Strange days" de los Doors.

No soy muy amante de la poesía. Quien me conoce lo sabe, pues jamás lo he ocultado ni me he esforzado por aparentar lo contrario.
Tuve una novia, hace años, de la que estuve muy enamorado. Ella era una apasionada de la poesía. Uno de sus autores favoritos era Pessoa. Aún recuerdo con cariño un trayecto en autobús —aquí las llamamos guaguas— durante el cual me habló de esa pasión suya por los poemas del autor luso. Ella intentó que me gustase la poesía, y yo intenté que me gustase. Pero ambos fracasamos en el intento. Una pena.
Lo más cercano que conozco a la poesía son las letras de las canciones de aquellos grupos o artistas que admiro, y cuyas obras llevo años —más bien décadas— disfrutando.
Precisamente uno de esos artistas que tanta admiración despiertan en mí es Jim Morrison, de los Doors, quien curiosamente más que cantante y letrista le gustaba considerarse a a sí mismo como «poeta».
Tenía un amigo, hace muchos años de esto, con el que compartía nuestra mutua afición por la música rock de los 60 y 70. Él era incluso más radical que yo, pues mientras yo no tenía problema alguno en alternar ambas décadas con cosas más actuales, él se limitaba a esas dos décadas casi en exclusiva. Este amigo del que os hablo fue quien me descubrió a los Doors. Le gustaban tanto que se pilló los seis discos oficiales con Morrison al frente, un directo y dos recopilatorios de esa misma etapa. Por aquellos años teníamos la costumbre de intercambiarnos los discos, amparados en la relación de confianza que con los años se había establecido entre nosotros. Luego esa confianza se extinguió, pues dejamos de vernos durante casi una década, y cuando dejas de ver y de tratar a alguien durante tanto tiempo siempre notas que hay algo que se rompe entre esa persona y tú. En mi caso fue la confianza.
Volviendo a Morrison, hace unos días escuchaba en mi estéreo uno de mis discos favoritos de los Doors, el glorioso Strange days. Me encanta todo de ese disco, empezando por la cubierta —con unas evocadoras fotografías de Joel Brodsky que consiguen transportarme a un mundo de fantasía que sólo existe en mi imaginación—, la atmósfera que domina el álbum y, por supuesto, las maravillosas canciones que contiene: 10 temazos en los que no falta ni sobra una sola nota.
La cuestión es que me quedé absolutamente alucinado al escuchar de boca de Jim los versos con los que inicia el tema/título que abre el disco, la extraña y melancólica Strange days. Dichos versos dicen así:

Días extraños nos han encontrado
Días extraños nos han rastreado
Ellos van a destruir
nuestras alegrías casuales
Debemos seguir adelante en busca de una nueva ciudad

Mientras escuchaba la voz de Morrison, grabada con unos extraños efectos de eco y distorsión absolutamente hipnóticos, no pude evitar establecer una conexión directa de esos versos concretos con lo que está ocurriendo hoy día en el mundo a raíz del coronavirus.
«Días extraños nos han encontrado, y ellos van a destruir nuestras alegrías casuales». Al analizar las letras de las canciones cada uno le puede dar el sentido que desee, incluso uno que ni al propio autor se le hubiese pasado jamás por la cabeza. Es la magia del arte, que cada cual lo lleva a su terreno, a lo que conoce, a lo que ha vivido, y lo transforma en algo suyo, en algo que le da un sentido personal e intransferible.
Supongo que esa es una de las claves de la poesía: la posibilidad de reinterpretar los versos que el poeta ha escrito, no intentando descifrar lo que el autor ha querido expresar sino lo que a nosotros nos sugiere lo que acabamos de leer.
La siguiente frase de la letra, aquella en la que dice: «Debemos seguir adelante en busca de una nueva ciudad», también está sujeta a todo tipo de interpretaciones. Lo de «una nueva ciudad» podemos tomarlo, o más bien yo lo interpreto, en un sentido metafórico, como una nueva manera de regir nuestros destinos, desechando modelos obsoletos que a estas alturas de la película sabemos que no funcionan; o que sólo funcionan para unos pocos, a costa del sufrimiento y las penurias de la inmensa mayoría.
La cuestión es: ¿estamos preparados para esa nueva revolución?
Eso me llevó a recordar una entrevista a Frank Zappa a propósito de su pensamiento político. En aquella entrevista, Zappa declaró: «Me gustaría una sociedad sin gobierno. Creo que este sería mi ideal. Pero en los próximos quinientos años no estaremos maduros para esta experiencia».
Ante semejante respuesta, el entrevistador insistió: ¿Es usted anarquista?. A lo que Zappa, mostrando una lucidez y claridad de ideas asombrosa, contestó: «En casa, durante mis ratos libres, en mis pensamientos secretos. Pero también soy práctico y sé que esto no funcionaría. Una anarquía sólo podrá funcionar si el pueblo está perfectamente cultivado y civilizado. Pero todavía no hemos llegado hasta ese punto. El pueblo no está cultivado, no está civilizado, y mucha gente todavía sigue con hambre. Si no tienen hambre de comida, tendrán hambre de alguna ayuda emocional que no reciben. Es necesario enfrentarse a esta sociedad desagradable e injusta y eso no puede hacerse manifestando sencillamente: “Aquí tenéis toda vuestra libertad. Podéis hacer cuanto queráis. Ya no hay gobierno”. Esa actitud resulta imposible, puesto que la gente no sabría qué hacer. Se destrozarían y comerían mutuamente, igual que las bestias».
¿Hace falta decir que estoy total y absolutamente de acuerdo con Zappa? Si miro alrededor, no me resulta difícil concluir que la civilización actual no está preparada para ese tipo de libertad. Sólo hay que ver lo que votan: Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, Boris Johnson en el Reino Unido, Putin en Rusia; y luego están los que no necesitan ser votados y ahí siguen, dando por saco eternamente como las pilas duracell: los poderes fácticos.
Otros ejemplos de lo poco preparados que estamos para vivir en la anarquía es la manera de actuar de muchos impresentables durante el confinamiento, haciendo lo que les sale del níspero poniendo en riesgo no sólo sus propias vidas —que, honestamente, me importan un carajo—, sino poniendo en peligro la vida de los demás. Si a eso sumamos las actitudes miserables que, a pesar de lo que estamos viviendo, seguimos viendo a diario, me permitirán que no me muestre demasiado optimista en relación al futuro.
A veces tengo la sensación de estar viviendo en una distopía, donde el arte es lo único que me mantiene alejado de la desesperación y la locura. Gracias a la música, el cine o la literatura, aún no he perdido la chaveta. Ah, y el humor.
Ojalá mi sentido del humor no me abandone nunca, pues el día en que eso ocurra entonces sí que estaré jodido.



miércoles, 6 de mayo de 2020

NOTAS DESDE EL CONFINAMIENTO 3



Otra semanita más seguimos confinados... pero menos. Ahora, además de para salir a comprar y pasear al perro y sacar a los niños a que les de el aire, ya podemos salir a la calle a hacer ejercicio. De 6:00 a 10:00 de la mañana. Pues, ¿sabéis qué?, ahora no me da la gana salir de casa para hacer ejercicio. Hala. :P

Hace años, en referencia a los sanatorios mentales o manicomios, mucha gente solía decirme: «Tío, hay más locos fuera que dentro». Viendo los “daños colaterales” que la actual situación de confinamiento está provocando en nuestra sociedad, no puedo por menos que dar fe de ello. Hace unos días se daba cuenta en televisión de cómo una mujer mordía a un policía que intentaba detenerla por saltarse el confinamiento, a un pureta liándose a tiros con una escopeta de caza en mitad de la calle y a otro amenazando con tirarse desde el balcón de su ático agobiado porque no lo dejaban salir de su casa —supongo que para ir al parque a echarse unas partiditas de petanca con sus colegas viejunos—.
La gente está muy mal, ¿no? Lo dicho: «Hay más locos fuera que dentro».

Y hablando de gente que no anda muy bien de la azotea, ¿os habéis dado cuenta del número de zotes que están al frente de las supuestas naciones más poderosas del planeta?
Por un lado tenemos a Donald Trump en EE. UU. Al lumbreras éste no se le ha ocurrido otra gilipollez mejor que recomendar a sus conciudadanos que se inyecten desinfectante en su organismo para acabar con el Covid19. Y este menda es el presidente de la nación más poderosa del mundo. Agüita colega.
Por otro lado tenemos a Vladimir Putin en Rusia. Este tío sí que da yuyu de cojones, con esa cara de asesino en serie que trae de fábrica. Desde luego, el tipo es un digno heredero de Stalin, otro elemento de cuidado. Da miedo pensar lo que les pasa a estos mendas por esas cabecitas.
Aquí cerquita tenemos a Boris Johnson en Gran Bretaña. Creo que jamás he visto a nadie al que le quede peor un traje. Parece el típico cuñado que te encuentras en una boda y que sabes que no se ha puesto un traje ni una corbata en su puta vida. Y esos pelos, por Dios. Me recuerda a Worzel el espantapájaros, el protagonista de una serie de los 80 que veíamos los pibes de la generación de EGB.

Este es Worzel, el espantapájaros. Cualquier parecido con Boris Johnson no es coincidencia.
 
El amigo Boris, pieza clave del brexit, a juzgar por sus pintas y su manera de actuar no se diferencia demasiado de sus jóvenes compatriotas descerebrados que vienen a España a hacer el gamba bebiéndose hasta el agua de los jarrones y tirándose desde los balcones de los hoteles a las piscinas, haya agua o no en ellas.
Por el lado asiático tenemos al Kim Jong-Un, un tipo que, cada mañana al levantarse de la cama, no debe tener muchos problemas a la hora de decidir qué ponerse. No me cuesta mucho imaginar un vestidor de la leche instalado en su dormitorio provisto con centenares de trajes idénticos, todos perfectamente planchados y listos para que un ugier venga y le vista, no vaya a ser que el figura se hernie al atarse los cordones de sus zapatos.
La vida, en ocasiones, resulta mucho más absurda en sí misma de lo que pudiera imaginar una mente tan retorcida como la mía.
En España tampoco podemos quejarnos. Lo que tenemos aquí no es moco de pavo. Y lo mejor de todo es que, por si no teníamos suficiente con un presidente zote, tenemos la gran suerte de tener 17 presidentes zotes más al frente de las 17 autonomías en que se divide nuestro maravilloso y estupendo país. Y es que en España nos encanta duplicarlo todo: administraciones, impuestos, cuerpos de seguridad, incompetencias. No me extraña que estemos siempre a la cabeza en el ranking de piratería a nivel mundial, ¡con lo que nos gusta duplicarlo todo!

La tele sigue siendo una mierda; cuando no son las Campos —menuda saga—, son los supervivientes de esa isla en la que se supone que sobreviven a casi todo menos a su propia estupidez, el supuesto "periodista" que ni es periodista ni es na, que se dedica a estafar a la peña y a vivir del cuento —como la mayoría de los que salen en la tele, por cierto, que tampoco son periodistas ni son na—, o la Marta y el meapilas de su ex, que con el rollo ese que se trae de «yo, la verdad, es que de ese tema no quiero hablar; por favor, no me hagáis hablar; yo es que no quiero decir nada más, de verdad», la pájara esta lleva dos semanitas que no ha librado ni un solo día de salir en la tele —y cobrando, por supuesto, que aquí los cuernos y las miserias no se exponen de manera gratuita. Aquí hay que pasar por caja, ¡tchin!—.

Menos mal que gracias a Internet y a mi insaciable curiosidad me puedo hacer una tele a medida. Desde el viernes, por ejemplo, llevo viéndome un montón de conciertos y documentales que me he ido pillando en Internet de música rock de los 60 y 70.
El viernes empecé con el Festival de Monterey de 1967, con Jefferson Airplane, Grateful Dead, Country Joe And The Fish, y las explosivas actuaciones de Jimi Hendrix y The Who. Aluciné de nuevo con Janis Joplin, que se marcó una actuación absolutamente memorable. Me emocionó ver la cara de asombro de Mama Cass Elliot, de Mamas & The Papas, alucinando con Janis. Me la imaginé pensando: «¿Cómo demonios consigue esa chica tan menuda y de apariencia tan frágil sacar ese torrente de voz tan poderoso y sensual?». Se me eriza la piel al escuchar a Janis ejecutando esa impresionante versión del Ball and chain. Podéis verla en Youtube. Es alucinante.

Janis Joplin está inmensa en el Festival de Monterey de 1967. Ya no nacen estrellas así. Lo sé, me hago viejo.
El sábado me pasé al Woodstock del 69. Tengo la película en DVD y dura casi cuatro horas. La putada de esa peli es que faltan algunas actuaciones, como las de la Creedence, Johnny Winter o el concierto que dieron Crosby, Stills, Nash & Young, y que por problemas de derechos entre compañías discográficas y representantes no se pudo incluir ningún metraje en la cinta.
De ahí pasé al Festival de la Isla de Wight en 1970. Conseguí hacerme con varias actuaciones de Jimi Hendrix, Emerson, Lake & Palmer, Free, Taste, Ten Years After, The Who y Jethro Tull. Incluso desempolvé una vieja cinta en VHS que tenía guardada por ahí con la peli que se hizo recopilando algunas de esas actuaciones. La peli se llama Message to love: The Isle of Wight Festival 1970.

Peter Townshend de The Who, ofreciendo uno de sus memorables conciertos en los 70's

Lo cierto es que, gracias a todo este material, el rollo del confinamiento se me está haciendo mucho más llevadero.
Todo sea por escapar del tedio y la estupidez —la propia y la ajena—.