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jueves, 16 de diciembre de 2021

OBSESIÓN POR ESCRIBIR

 

El escritor Andrew J. Offutt estrenando su nueva impresora en la década de los 90. La fotografía la tomó su hijo Chris Offutt.


Justo hace un par de noches acabé el libro que llevaba semanas leyendo: Mi padre, el pornógrafo, de Chris Offutt.

Basado en la historia real de su vida y sus experiencias bajo el aplastante yugo opresor de su padre, un famoso escritor de ciencia ficción y literatura pornográfica que llegó a publicar cerca de cuatrocientas novelas además de cientos de relatos y hasta guiones para cómics, el autor, que heredó de su padre el oficio de escritor, aborda las difíciles circunstancias que vivió su familia por culpa del genio creativo del patriarca.

A lo largo de las doscientas y pico páginas que conforman el libro, Chris Offutt va narrando en primera persona el tránsito o transformación que vivió su familia cuando su padre, un agente de seguros con oficina propia, decidió dejarlo todo para dedicarse única y exclusivamente a escribir.

Hasta entonces Andrew Offutt era un padre de familia normal y corriente, que todas las mañanas salía de su casa temprano para ir a trabajar y no regresaba hasta la hora de la cena, o más tarde si se entretenía con algún cliente o algún asunto importante lo retenía en la oficina. Pero todo cambió, para él y para su familia, el día que su esposa le planteó que debían afrontar la cara ortodoncia de uno de sus hijos. Como andaban justos de dinero, al padre no le quedó otra que buscarse una fuente de ingresos adicional.

De joven había sido un gran aficionado a los libros, sobre todo de aquellas novelas baratas de consumo masivo, popularmente conocidas como novelas pulp. El término pulp hace referencia al desecho de pulpa de madera con que se fabricaba un papel amarillento, astroso, de muy mala calidad y sin guillotinar pero de coste muy barato con el que se imprimían estas revistas o novelas. En aquellas novelas, salpicadas de detectives privados de dudosa moralidad, mujeres fatales, litros de alcohol barato y cajetillas de tabaco, o westerns crepusculares repletos de duelos a revólver, peleas a puñetazos o ataques de indios, el joven Andrew encontró una vía de escape a sus frustraciones.

Así que, de mayor, y con el apoyo sin fisuras de su esposa, se le ocurrió escribir una novela con intención de ganar dinero con ella. Y lo cierto es que lo consiguió. Y ese hecho fue el detonante que desembocó en una ruptura total con la que había sido su vida hasta entonces y el inicio de una nueva etapa repleta de normas, decisiones unilaterales y un comportamiento un tanto errático que afectó de manera directa a su familia y entorno.

La familia, que vivía aislada en una casa en las montañas, rodeada de bosque, se reorganizó en torno al nuevo oficio del patriarca. Los niños mayores fueron realojados en la buhardilla, y el padre ocupó una de las habitaciones a modo de despacho. Todos tenían prohibido entrar allí sin invitación.

Los juegos dentro de casa estaban terminantemente prohibidos, así como cualquier ruido o sonido que pudiese molestar al padre, que, mientras tanto, se pasaba horas encerrado en su despacho dándole a la máquina de escribir sin descanso.

La mejor manera de describir el carácter del padre la hace su propio hijo en el siguiente pasaje de su libro: «Papá no tenía aficiones ni pasatiempos. No se encargaba de ninguna de las tareas domésticas, no lavaba el coche, no cortaba el césped, no hacía la compra ni arreglaba nada. Jamás cambió una bombilla (…). No dormía mucho. Bebía. Rara vez salía de casa. Papá era un escritor pulp de la vieja escuela, una máquina que nunca paraba».

Chris, el hijo, habla de un episodio concreto que describe a la perfección el carácter tiránico y obsesivo de su padre. «El baño más cercano a mi habitación en la buhardilla estaba cruzando el pasillo desde su oficina. Una tarde bajé en silencio la escalera y dejé la puerta entreabierta, por temor a dar un portazo e interrumpir el trabajo de papá. Levanté la tapa del inodoro y la apoyé contra la cisterna sin hacer ruido. Mi objetivo era mantener el chorro de pis en el centro del váter, siguiendo las indicaciones de mamá para evitar salpicar el suelo. La puerta se abrió de golpe y rebotó contra el lavabo. —¿Estás apuntando al centro del retrete adrede para maximizar el sonido e irritarme?—gritó papá desde el umbral con la cara roja de rabia».

A lo largo del libro vamos descubriendo a un padre obsesivo, irritable, déspota, maníaco depresivo con tendencias suicidas, fascinado por las extravagancias de índole sexual, un tirano que tenía sometida a su familia en torno a sus necesidades y obsesiones, y que curiosamente encontró en su esposa a una cómplice fiel y dedicada, pues además de encargarse de todas las tareas de la casa, del cuidado y educación de sus hijos, del abastecimiento y conservación del hogar, era ella quien se encargaba de pasar a máquina los manuscritos finales de su marido, además de hacer trabajos de corrección y servir de lectora cero.

Supongo que todos los que escribimos tenemos nuestras propias manías y rarezas, que a nuestros ojos nos parecen de lo más lógicas y normales, pero vistas desde fuera pueden resultar extravagantes o absurdas. Las mías no son tan extremas como las de este hombre, si bien admito que el silencio o el aislamiento son herramientas muy útiles a la hora de enfrentarme a la página en blanco. No obstante, en según qué clase de proyectos, puedo escuchar música de fondo, principalmente música clásica o jazz clásico instrumental. En ese sentido guardo cierta similitud con Charles Bukowski, que solía escuchar emisoras de radio dedicadas en exclusiva a la música clásica mientras escribía, además de darle a la botella sin tasa.

Eso sí, como buen escritor que se precie, detesto las interrupciones. La que más odio es la típica llamada telefónica en mitad de una sesión de escritura. Si queréis saber cómo me comporto ante tal eventualidad, sólo tenéis que echar un vistazo a la película Mejor...imposible, protagonizada por Jack Nicholson en el papel de un escritor de novelas románticas. ¿Recordáis aquella escena en que llaman a la puerta con insistencia mientras él está extasiado escribiendo una escena de su última novela? ¿Os acordáis del cabreo que se pilla y de cómo va hacia la puerta despotricando como un energúmeno? Pues ese soy yo cuando me veo en la tesitura de tener que abandonar mi escritorio para ir a coger el teléfono a atender una de esas molestas llamadas de algún operador ofreciéndome alguna mejora en mi tarifa. ¡Lo que he podido soltar por esta boquita! Madre del amor hermoso, hasta miedo me he dado a mí mismo.

Tampoco me gusta escribir con la puerta de la habitación a mis espaldas. Necesito que las puertas de acceso estén al frente o a los lados.

¿Y vosotros? ¿Qué manías o rarezas tenéis a la hora de escribir?