martes, 31 de diciembre de 2019

NO PUDO SER


Creía que lo conseguiría, que esta vez sí que llegaría a tiempo de publicar la que iba a ser mi primera novela en ver la luz. Pero el tiempo, ese ladrón silencioso, se me ha vuelto a echar encima y, entre una cosa y otra, no he podido cumplir con los plazos que me había marcado.
La buena noticia es que, tras casi cinco años de idas y venidas, de escrituras y reescrituras, de correcciones y más correcciones, por fin acabé la historia. Es decir, que completé las tres partes que componen la estructura de una novela: planteamiento, nudo y desenlace.
La mala noticia es que, tras un minucioso examen por parte de mi lectora cero y correctora, me ha hecho ver ciertas lagunas en el planteamiento y la construcción de los personajes.
A menudo suele ocurrir que el autor, al estar tan metido en lo que está intentando contar, adquiere una especie de mal endémico que afecta a toda mente creativa, el cual le impide ver su obra con una cierta distancia. Su implicación es tal que sólo ve lo que quiere ver, y su mente trabaja infatigable para ocultarle hábilmente lo que no funciona. De ahí que sea necesario, y recomendable, pedir la opinión de alguien ajeno al autor, alguien que no haya estado implicado en la historia desde el principio, alguien con criterio propio que no muestre reparos a la hora de señalar aquello que falla.
Cada vez que nos sentamos a escribir una historia los autores debemos ser conscientes de estar pisando un territorio minado, repleto de trampas y peligros que hemos de sortear con habilidad y trabajo si queremos alcanzar nuestro objetivo. Algunas de esas trampas son los territorios comunes, mil veces vistos y leídos; otros los clichés, tanto en la construcción de los personajes como en los diálogos; también están esas otras trampas menos visibles, como las descripciones tediosas, la adjetivación excesiva o el abuso de los adverbios (ya sabéis lo que opina Stephen King acerca de esta cuestión: “El infierno está plagado de adverbios”). Y, por último, está el peor enemigo de todos, el más cruel e implacable, el más temido por los autores: el Deus ex machina.
Con esta expresión latina hacemos referencia a ese elemento externo que resuelve una historia sin seguir una lógica interna. Es decir, ese truco de última hora que el autor se saca de debajo de la manga para resolver el embrollo que él mismo se ha encargado de alimentar durante buena parte de la trama, bien sea con la llegada del héroe en el último momento, la oportuna e inesperada llegada de refuerzos en el momento crucial de una batalla o la sorprendente y molesta costumbre de los malos malísimos de perder el tiempo contándole sus planes al protagonista, al que tiene entre las cuerdas, dando tiempo a que, en el último segundo, ocurra algo que le chafe el plan (se me ocurren un millón de películas en las que ocurre esto mismo. De entrada, todas las pelis de Steven Seagal. Miradlo si queréis. No falla).
Volviendo a mi historia. A juicio de esa lectora cero, cuyo criterio aprecio y respeto, había cosas en ella que fallaban (me refiero a mi historia). Y, tras analizar detenidamente sus objeciones, llegué a coincidir en algunos de sus puntos de vista, lo que me ha llevado a eliminar párrafos enteros, agregar capítulos nuevos, ampliar o perfilar mejor algunos diálogos y situaciones y modificar alguna de las subtramas.
Lo malo de retomar un trabajo que ya casi habías dado por finalizado es que, debido al distanciamiento que has tomado con respecto a ese trabajo, tu mente necesita volver a meterse en la historia, recuperar el tono y escribir sin que se noten los parches. Y esto, ya os lo digo, puede resultar algo muy difícil. Sobre todo cuando entre medias has estado trabajando en otras historias, con tonos y voces muy distintas a la que nos ocupa.
Así pues, lamento el retraso. Pero, siendo honesto conmigo y con todos los que me leéis, jamás publicaré nada de lo que no me sienta plenamente satisfecho, pues todo el trabajo, toda la dedicación y el esfuerzo que llevo invertido en estos años para labrarme una reputación, se vendrían abajo como un viejo edificio aquejado de aluminosis.
Aunque ya llevo mucho trabajado, me queda mucho por hacer. Eso sí, creedme si os digo que nadie está más ilusionado que yo con este proyecto. Confío en que el cariño y la dedicación invertidos, se noten en el resultado final.
Gracias por vuestra paciencia.
A propósito, teniendo muy presente el día en el que nos encontramos, os deseo a todos una feliz salida de año viejo y entrada de año nuevo.
¡Nos leemos en 2020!


jueves, 12 de diciembre de 2019

MIRANDO ATRÁS

Mi ejemplar de "Cuentos sin plumas" de Woody Allen.
 
En mayo de este año —2019— mi blog cumplió cinco años de andadura. ¿Por qué no hice un post especial celebrando la efeméride? Bueno, para ser honesto, en esos días andaba con la crisis subida a mi chepa y me debatía en si dar continuidad al blog o si cerrarlo definitivamente. Así estaban las cosas.
Dudé mucho por esos días. Se me habían juntado varios acontecimientos negativos: el cierre de Google Plus, la brutal pérdida de visitas al blog, el fallido intento de empezar de cero en MeWe, las ventas residuales de mis libros, etc.
Pero entonces surgieron un par de hechos fortuitos que me hicieron replantearme la situación.
Uno de esos hechos fue la inesperada petición de Ana Azuela, directora y coordinadora de la web LAO Laboratorio de Artes y Oficios de México, de escribirle un artículo para su web.
Aunque por aquellos días me hallaba «Fuera de Servicio», como los taxis que acaban su jornada laboral, accedí a tomarme unos días y madurar un texto para su web. La base de ese texto fue una pregunta que llevaba tiempo haciéndome en la intimidad de mi cabeza: ¿Por qué escribo?
Al intentar dar respuesta a esa pregunta, comencé a reflexionar sobre todos los pasos que me habían llevado al lugar donde me hallaba en ese momento de mi vida.
Eso me hizo echar la vista atrás y recordar al joven que fui. Fruto de ese ejercicio me reencontré con ese chaval tímido y con una imaginación desbordante, que veía películas, escuchaba discos y leía cómics para escapar de la realidad que tan poco le seducía, mientras en su cabeza barruntaba historias y personajes a los que ansiaba dar vida en papel, a través de los dibujos que hacía o de las historias que escribía, deseando en un futuro no muy lejano poder mostrarlos al mundo, con la esperanza de gustar y poder dedicarse a ello de manera profesional.
Terminar el artículo me llevó tres semanas. Y es que, aunque algo me salga del tirón, soy de los que revisa y reescriben todo como un millón de veces antes de darlo a leer a alguien. Ésa ha sido siempre mi manera de enfrentarme a este noble oficio, y soy demasiado viejo para cambiar hábitos.
Cuando al fin lo consideré «publicable», se lo hice llegar a Ana.
Por si no lo habéis leído aún, o lo habéis leído pero deseáis releerlo para recordar de qué iba, pincha aquí.

Aquel artículo generó varios comentarios, tanto en mi blog como a través de mis redes sociales, lo que me hizo recuperar sensaciones. Me alegró saber que, a pesar de mis repetidas ausencias por diferentes motivos, por ahí fuera aún había personas interesadas en las cosas que escribía. Agradable sensación, sin duda. Sobre todo cuando sientes que lo que haces cada vez interesa a menos gente.
Con el paso de los días llegó al blog un comentario de alguien anónimo. Aquel comentario me rompió por dentro.
Tras darle muchas vueltas al asunto he decidido no reproducir el comentario en su totalidad. Y no lo voy a hacer porque ese comentario encierra mucho dolor, el dolor de una pérdida irreemplazable e inasumible, y no quisiera que se malinterpretasen mis intenciones.
Lo que sí haré es, respetando al máximo a esa persona y su dolor, entresacar de su comentario lo siguiente:

«Pasó mucho tiempo antes de que algo o alguien me sacara una sonrisa, pero llegó.
Mr. Fabelo, si aún se pregunta porqué escribe, por favor, deje que yo conteste por usted: usted escribe para que yo sonría».

Aún hoy sigo sin saber a ciencia cierta quién es su autora. Lo que sí sé es lo que provocó en mí. Me hizo recordar que yo mismo, hace muchos años, atravesé una época bastante oscura de mi vida. La tristeza se había instalado en mi vida y no había manera de quitármela de encima. Un día, estando en una tienda que solía frecuentar, me puse a curiosear entre los libros que allí tenían expuestos, y mis ojos quedaron prendados de una portada y un autor. Tomé aquel libro entre las manos, lo abrí y comencé a hojearlo. De repente, me vi a mí mismo sonriendo. Ni recordaba la última vez que algo me había hecho sonreír. Al acabar de leer unas pocas frases más, ya había tomado una decisión: quería aquel libro. Así que lo llevé al mostrador de caja y lo compré. Aquella misma noche, antes de dormir, me puse a leerlo. Y volví a disfrutar de algo, apartando de mi lado esa tristeza que tanto me asfixiaba y me consumía por dentro.
Por suerte, aquel libro era bastante tocho: 402 páginas, pues en él se recopilaban tres libros de relatos del mismo autor. Eso hizo que mi disfrute se alargase durante muchas noches, hasta el punto de desear cada día que llegase la hora de la lectura para zambullirme entre sus páginas. Desde aquella primera lectura, he releído muchas veces aquel libro. Y aún hoy me sigue arrancando sonrisas cómplices, haciendo que la tristeza huya de mi lado.
Aquel libro es Cuentos sin plumas, de Woody Allen.
Aún hoy, me gusta pensar que aquel libro me salvó la vida.
Me emociona haber sabido, gracias a los correos y comentarios que generosamente algunos de vosotros me habéis hecho llegar a lo largo de estos cinco años de andadura, que alguno de mis libros o relatos ha conseguido haceros olvidar la tristeza. No conozco mejor objetivo que ese: hacer feliz a alguien haciendo lo que más me gusta.
Ojalá tarde en volver a preguntarme por qué escribo.