miércoles, 19 de febrero de 2020

LA PARTE BUENA DE CAMINAR (QUE LA TIENE)


Todos los médicos lo dicen: caminar es bueno para la salud. Y es cierto, doy fe. Pero lo que no te dicen, porque la mayoría de ellos se pasan media vida sentados en sus consultas de la Seguridad Social y la otra media sentados en sus cómodos sillones de sus consultas privadas, es que, además de los beneficios obvios para la salud (evitar el sobrepeso, controlar la hipertensión, fortalecer músculos y articulaciones, etc), caminar te proporciona otro tipo de ventajas no tan obvias.
Lo primero que he decir es que, de un tiempo a estar parte, el hecho de caminar por las aceras de mi barrio se ha convertido en algo mucho más excitante de lo que era hace unos años. Ahora, a la rutina de caminar, hay que sumar unos alicientes la mar de divertidos que no han hecho sino añadir atractivo a la tarea.
Entre los nuevos y maravillosos retos a los que me enfrento cada día, se encuentran los siguientes:

Procurar evitar doblarte un tobillo o irte de bruces y romperte la crisma o los piños debido a los desniveles en las aceras, losetas rotas o faltantes, adoquines diseñados y puestos a mala leche para incomodar lo máximo posible al viandante, agujeros y socavones varios o red de alcantarillado sin tapa ni señalización de ningún tipo.
Pudiera parecer que este tipo de “accidentes” en el pavimento obedecen a una dejación de funciones por parte de los departamentos de Obras Públicas de nuestros queridos ayuntamientos, más preocupados en recaudar impuestos que en dar servicio al ciudadano. Pero ya os digo yo que no. Si esta peña deja todos esos agujeros, socavones, desniveles, losetas y alcantarillas al aire es para que ejercitemos nuestros reflejos y nuestra capacidad de reacción ante los imprevistos. En definitiva: no hacen esto con intención de seguir tocándose el níspero a dos manos, sino para que los ciudadanos de a pie —nunca mejor dicho— hagamos ejercicio sin darnos cuenta de que estamos haciendo ejercicio.
Me consta que también llevan años trabajando codo con codo con eminentes científicos especializados en conducta humana para hacer que paguemos impuestos sin que nos demos cuenta de que estamos pagando impuestos.

Procurar esquivar a los duendecillos y duendecillas que, en un derroche de generoso desprendimiento y amor por el prójimo, van en bicicleta a toda hostia por las aceras, aún cuando este magnífico alcalde que tenemos en la ciudad en la que resido se haya gastado una pasta —no suya, claro, ¡hasta ahí podíamos llegar!—, en poner toda la ciudad patas arriba para habilitar carriles bici y cargarse un montón de plazas de aparcamiento gratuitas en varios puntos estratégicos de la ciudad —da la sensación de que no quieren coches en las ciudades, aunque sí quieren los impuestos que generan y que, con alegría y gozo en el corazón, pagamos religiosamente los propietarios de esos vehículos a los que cada vez nos cuesta un ojo de la cara buscarle aparcamiento—.

Por cierto, a los duendecillos y duendecillas de las bicis ahora hay que sumar a los duendecillos y duendecillas de los patinetes eléctricos, los cuales, imitando el generoso desprendimiento y amor por el prójimo de los ciclistas, también van a toda hostia por las aceras subidos a sus simpáticos artilugios. En fin, todo sea por ejercitar nuestros reflejos y nuestra infinita paciencia mediante el fino arte de la meditación trascendental, el estado zen y los buenos deseos para con el prójimo, aún cuando, en el fondo, estemos deseando cagarnos en la madre de alguno o alguna y que su bici o su patinete tropiece con uno de los agujeros, socavones o alcantarillas sin tapa, se dé una buena hostia y se rompa todos los piños.

Esquivar las cacas de perro y meadas varias. Con eso no sólo ejercitamos las caderas y fortalecemos las articulaciones gracias a los saltos, sino que mantenemos en estado de alerta nuestra visión periférica y nuestra capacidad de calcular tamaños y distancias.
También debemos estar prestos a esquivar a esa gente que lleva perros atados a correas extra largas —de tres y cuatro metros de largo— y que, como ocupan toda la acera entre el perro, el dueño y la puta correa de los huevos, te obligan a saltar para sortearlos a los tres.

ACLARACIÓN:
Por favor, que no se me malinterprete: yo no odio a los animales. Me parece bien que los perros tengan animales en casa. Lo que ya no me parece tan bien es que esos animales sean peores que sus mascotas. ¿All right? ; )

Como veis, de un tiempo a esta parte caminar por las calles de mi ciudad se ha llenado de alicientes que lo convierten en una actividad en la que no sólo ejercitas el cuerpo, sino que también ejercitas tu mente, tu paciencia, tus capacidades cognitivas y tu nivel de tolerancia ante el incivismo ajeno.
¡Y encima es gratis!
¿Qué? ¿Os animáis a caminar? Ya estáis tardando...




miércoles, 12 de febrero de 2020

EL HUMOR Y LA PALABRA

Mi ejemplar de "La conjura de los necios" junto a otros libros de mi colección. De fondo, mis libros de Woody Allen, Paul Auster, Bukowski e Italo Calvino.
 
La semana pasada publiqué un artículo en el que confesaba mi odio eterno hacia el ejercicio físico.
Lo primero que he de decir es que nunca debéis tomar demasiado en serio las palabras de un escritor. No es que mintamos, pero lo que escribimos no siempre se ajusta a lo que pensamos o lo que sentimos realmente. Todo vale cuando de lo que se trata es de entretener y, en ocasiones, provocar unas risas.
A propósito de esto último, una de las mejores herramientas para el humor consiste en la exageración. Deformar la realidad, estirarla como un chicle o manipularla como una masa panadera antes de darle forma e introducirla en el horno es la base del arte. Del mismo modo en que un escultor moldea el material hasta dar forma a su pieza artística, nosotros moldeamos el lenguaje para dar forma a nuestros escritos. Y, como ocurre con los escultores o los pintores, el fruto de nuestro arte no siempre se ajusta a algo real o reconocible.
El arte no consiste en hacer una copia exacta de la realidad. El artista debe tomar la realidad y moldearla a su gusto, y fruto de esa manipulación ofrecer una obra que transmita algo al receptor.
Aristóteles, que era un hombre muy sabio que siempre iba en sandalias, sostenía que el arte imita a la vida. Imitar no es copiar con exactitud. ¿Qué sentido tendría copiar exactamente algo que no me gusta? Para eso, mejor me quedo con el original antes que con la copia, ¿no?
La realidad, como tal, está llena de imperfecciones. En el mundo real los perdedores nunca ganan, ni sus vidas son tan interesantes ni motivadoras como lo pudieran ser las de los triunfadores. Sin embargo, en el arte sí que puedes lograr transformar en héroe a alguien nacido en el lado equivocado de la historia. Incluso, si dispones del talento suficiente y lo trabajas, puedes hacer que un perdedor sirva de inspiración a gente que vive ahogada en la marea de lo cotidiano.
Tomemos como ejemplo a Ignatius Reilly, el protagonista de esa maravillosa novela que es La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Si lo vemos por el tamiz de lo real, Ignatius no deja de ser un gordo friki, haragán, con aires de suficiencia y desprecio por el género humano, además de masturbador compulsivo. Con semejantes credenciales uno podría pensar que se trata de un personaje poco interesante para protagonizar una novela. Sus costumbres y sus constantes salidas de tono invitan al rechazo. Sin embargo, gracias al enorme talento mostrado por su creador y a su maestría a la hora de dibujar al personaje y su entorno, acabamos aceptando a Ignatius como un antihéroe, un pobre diablo caprichoso y enfebrecido por sus delirios de grandeza que nos regala impagables momentos de hilaridad cómica y que, en una vuelta de tuerca digna de un contorsionista, hasta consigue mover a la compasión.
El humor es un arte complejo. Lo es, entre otras cosas, porque no todos tenemos el mismo sentido del humor. Otro de los rasgos que inciden en su complejidad es que, según de qué tipo de humor se trate, se exigirá un cierto bagaje cultural por parte del receptor, a fin de que pille la broma.
Hace tiempo, durante el primer año de vida del blog, publicaba cuentos y piezas de humor absurdo de mi autoría. Todas inéditas. Algunas acabaron formando parte de mis tres libros de relatos publicados hasta el momento —Bep. Bep. Beep. Momento para la publicidad encubierta. Ejem. Tengo tres libros autoeditados en Amazon: ABSURDAMENTE Antología del absurdo Vol. 1, 2 y 3. Están a muy buen precio, oiga. Y son la mar de divertidos. A la gente que los compra le gustan tanto que hasta se hacen fotos con ellos y me las envían. ¿No me creéis? ¡Qué desconfiados sois, por el amor de Dios! Pinchad en este enlace, incrédulos. PINCHA AQUÍ y AQUÍ. Ah, y si quieres comprarlos, PINCHA AQUÍ, AQUÍ y AQUÍ. Gracias por preferirnos. Fin del Momento para la publicidad encubierta. Bep. Bep. Beep—.
¿Y porqué decía esto de mis primeros escritos en el blog? Pues porque en aquellos primeros tiempos de mis inicios también recibía comentarios de los lectores. El 99,99% de esos comentarios eran positivos. Y en el 0,01% restante, se hallaba uno que decía algo así como: «No lo entiendo».
Recuerdo haber leído en algún sitio una frase atribuida a Frank Zappa —ya sabéis que adoro a este tío—, a propósito de alguien que decía no pillar el concepto de su música. En su respuesta, Zappa decía: «Si no lo pillas, es porque no tenías que pillarlo».
Vaya por delante que soy de los que opinan que los chistes jamás deben ser explicados. Eso les quitaría magia, y convertirían en algo carente de sentido los esfuerzos del artista por hacer algo original y divertido violentando las reglas de lo convencional.
Así que, si en algún momento lees algo mío y no le pillas el rollo, no te preocupes. Igual es que no tenías que pillarlo.
Y para que veáis que no siempre digo lo que pienso, la próxima semana hablaré de los aspectos positivos de ir a caminar (que los tiene).



miércoles, 5 de febrero de 2020

DISFRUTANDO DEL PASEO

Imagen real de mí mismo con mi mecanismo. Hasta en la forma de pisar se me nota la mala leche que llevo encima.
 

Estoy yendo a caminar. Otra vez. Lo hago, entre otras cosas, para fortalecer la zona lumbar y aliviar los dolores de espalda. Y perder peso. Otra vez.
A veces pienso que esta guerra con la báscula no la voy a ganar nunca. Llevo peleándome con ella desde que era un chaval. Y aunque ocasionalmente he logrado vencer al sobrepeso, al final el muy traicionero ha acabado adelantándome por la derecha, como esos motoristas que aprovechan las paradas de los semáforos o las retenciones en los túneles para pasarte de largo como molestos mosquitos en una calurosa noche veraniega.
Volviendo al ejercicio físico: lo odio. No me gusta. Nunca me gustó. Es más, no entiendo a la gente que consigue disfrutar del hecho de correr largas distancias, como esos viejecitos que se preparan durante meses para participar en una importante maratón, hallando así un motivo extra para levantarse todas las mañanas de la cama ilusionado y con ánimos renovados. ¡Con la de actividades placenteras que tenemos a nuestra disposición para levantarnos por la mañana de la cama ilusionados y con ánimos renovados! Incluso conozco algunas actividades igual de placenteras para las que ni siquiera es necesario abandonar la cama.
Tampoco entiendo a esa peña que halla satisfacción machacándose en el gimnasio, aprisionados en esos incomodísimos aparatos para hacer abdominales, fortalecer las piernas o los glúteos o ensanchar los pectorales. Y menos entiendo a esos otros y otras que lo flipan haciendo el gamba frente a uno de esos monitores de gimnasio que parece que se han dado un chute de entusiasmo cada vez que empiezan una clase de spinning, subidos a sus bicicletas, poniendo cara de velocidad mientras pedalean frenéticamente dejándolo todo perdido de sudor, como si se hubiesen dejado un grifo de sudor abierto en algún lugar de su anatomía.
Y eso por no hablar de los flipados de la zumba fitness. Hace poco conocí a uno de esos especímenes que practica este tipo de entrenamiento, y claro, al hombre le resultaba ciertamente difícil reprimir el impulso de hablar de lo maravillosamente bien que le sentaba hacer este tipo de rutina en su gym —sí, este menda es de esos gilipollas que llaman gym a los gimnasios de toda la vida; como si adoptando el anglicismo le otorgase una pátina de modernidad y de estar “a la última”—.
Y podría ser verdad. Tal vez, sólo tal vez, el tío disfrutase de veras de sus clases de zumba fitness. No seré yo quien se lo discuta. El problema, a mi modo de ver, es que no se le notaba lo más mínimo el supuesto esfuerzo, ya que este tío llevaba unas camisas tan pegadas a su anatomía que dejaban entrever unas prominentes lorzas, las cuales amenazaban con disparar algún botón de la camisa, al estilo increíble Hulk, y darle a alguien y matarlo. No se me ocurre manera más triste de morir que a consecuencia de un botonazo expulsado violentamente de la camisa de un redomado gordinflas que se las da de moderno y de estar a la última insistiendo en llamar gym a los gimnasios de toda la vida.
Retomando el asunto de mis caminatas, hace unos días me encontré con una vieja amiga que vive en el mismo edificio que yo. Hubo un tiempo en que ambos, que por entonces estábamos en baja forma, quisimos enmendarnos de alguna manera. Con esa intención acordamos quedar para ir a caminar juntos cerca de casa.
Honestamente, nunca pensé que hallaría a alguien más vago que yo. Y entonces apareció ella.
Fuimos a un parque cercano que el ayuntamiento de mi ciudad había remodelado recientemente. En realidad llevaba años haciéndolo —lo de remodelar, digo—. Invertir en obras públicas es la manera que tienen los políticos de “despistar” pasta que, por arte de magia, siempre acaba metida en sus bolsillos. Y quien dice “bolsillo” bien pudiera decir “cuentas opacas en paraísos fiscales de difícil acceso”. En fin, la historia de la humanidad resumida en un par de líneas. Nada nuevo bajo el sol.
Nos habíamos quedado en aquel primer día de ejercicio en el gran parque recién remodelado. No somos los únicos. Mi amiga también se quedó en aquel primer día, pues nunca más volvió a quedar conmigo para ir a caminar. Por alguna razón que se me escapa, llegó a la conclusión de que con aquel único día había tenido suficiente ejercicio para varios meses, incluso años, pues de esto hace ya como tres años y desde entonces no hemos vuelto a quedar para ir a caminar.
Hace unos días me la volví a encontrar. Yo venía de hacerme una de mis rutas habituales en solitario. Al verme me dijo:
Te he visto otras veces. Pero nunca te digo nada.
¿Y eso? ¿Por qué? —dije yo.
Aparte de que vas con tus auriculares puestos, imagino que oyendo tu música a todo trapo, siempre traes esa cara como de enfadado con el mundo, y me da cosa decirte nada.
Me eché a reír.
Es cierto que cuando voy a caminar se me pone cara de mala leche. Ya he dicho antes que odio hacer ejercicio, y cuando hago algo que sé que debo hacer pero que odio hacerlo, ¿no pretenderéis encima que lo haga mostrando una amplia sonrisa de oreja a oreja, verdad? Es como lavar el coche. Lo odio. Entre otras cosas, porque te tiras casi una hora dándole que te pego —soy de los que limpia el coche a mano—, y luego no te dura limpio ni dos días. ¿De veras creéis que me nace sonreír cuando llevo un rato agachándome para mojar la esponja en el cubo de agua y jabón, levantándome y estirándome para restregar el jabón por toda la superficie del coche, luego volviéndome a agachar para humedecer la gamuza de fibra, incorporarme, exprimirla para quitarle el agua, y pasarla por la carrocería para el secado, y así una y otra vez hasta completar la carrocería? Pues lamento desilusionaros, pero no me nace sonreír.
La única forma que he encontrado de poder engañarme a mí mismo y salir a caminar un rato es poniéndome mis auriculares, enchufarme mi reproductor de mp3 y poner cara de mala leche mientras dejo que mi mente corra libre y despreocupada a kilómetros de distancia de donde me encuentro. Supongo que esa es la razón por la que mi mente jamás tendrá problemas de sobrepeso, y que siempre mostrará una envidiable figura de lozanía y buena salud. Y encima parece disfrutar del hecho de correr libre y despreocupada. ¡Qué envidia me da la jodía!