—Vivo como un rey absolutista del XVIII.
—¿Te refieres a instalado en el lujo, tocándote los huevos a dos manos y haciendo de tu capa un sayo?
—Más bien con un ataque de gota que te mueres.
—Vaya. Y yo que ya iba a empezar a envidiarte malsanamente.
Sí, amigos, “the dreadful gota strikes again”; dicho en cristiano: “la temible gota ataca de nuevo”.
Resulta que en la última analítica que me había hecho, hace poco más de un mes, mi doctora advirtió unos niveles demasiado altos de ácido úrico en mi organismo, además de un poco de colesterol “malo” corriéndome alegremente por las venas —porque los malos, que lo sepáis, siempre corren alegremente allá por donde van, haciendo sus maldades e hijoputadas sin ton ni son, a sabiendas de que lo más probable es que jamás paguen por el mal que ocasionan, pues eso de la justicia sólo pasa en las películas o en las fantasiosas páginas de novela negra—.
—Por el colesterol no debes preocuparte —dijo mi doctora—. Te recetaré unas pastillas para bajarlo un poco y tenerlo controlado. Con eso y tu rutina de paseos diarios será suficiente, aún a riesgo de tropezarte con esa vecina tuya tan fantasiosa.
—¿Ha leído mi blog?
—Sí. Y aunque me he reído bastante con las fantasías de esa vecina tuya tan peculiar, he de decirte que como tu vecina me vienen muchas a diario por la consulta. Todo lo suyo es lo peor del mundo mundial. Cualquier dolencia o enfermedad ajeno, por terrible que sea, se queda en nada frente a sus padecimientos. Es como si tuviesen el monopolio de las desgracias.
—Lo ha descrito a la perfección.
Volviendo a la gota. A pesar de mis esfuerzos por evitarla, finalmente acabó sometiéndome a su dolorosa dictadura. Esta última semana y media ha supuesto un verdadero infierno para mí, con un dolor intenso y prolongado en el pie derecho que me ha tenido postrado en cama y procurando inmovilizar la pierna el mayor tiempo posible.
Al momento de escribir esto estoy atravesando el final del proceso. Ya puedo pisar, aunque procurando cargar el peso del cuerpo sobre un lateral del pie para evitar que el dolor me haga ver las estrellas.
Una vez más, debo agradecerle mi curación a la química. Gracias a las cápsulas de indometacina y clorhidroxialantoinato y dihidroxialantoinato de aluminio —menudos nombrecitos, oiga—, la hinchazón y el dolor han ido bajando progresivamente.
Aún me asombra pensar que apenas hace dos días tenía el pie derecho hinchado como un balón de fútbol, ardiendo y con una sensación de tener metidas unas afiladas cuchillas de afeitar bajo la piel, provocando un intenso dolor al menor movimiento o presión de la zona. Hasta el leve roce de una sábana me provocada un dolor similar al de un tanque Panzer de 57 toneladas de la Segunda Guerra Mundial aplastándome el pie con sus ruedas de cadena.
—Bah, eso no es nada. ¡Lo mío si que...! —apuesto que me diría mi archienemiga, la vieja pelleja de pelo rubio platino.
Y, ¿sabéis qué?, mejor que no me la hubiese cruzado entonces, cuando aún tenía mi pierna hinchada como un globo aerostático, ardiendo y sufriendo aquel intenso dolor, pues, de haberme dado una sola razón para ello, le habría dicho cuatro cosas, y ninguna bonita, eso os lo aseguro.
—Para evitar en lo posible una futura subida del ácido úrico en sangre —me instó mi doctora—, te recomiendo evitar en lo posible la ingesta de los siguientes alimentos: caldos de carnes grasas, potenciadores del sabor tipo avecrem, carnes rojas, vísceras de animales —hígado, corazón, riñones, sesos, mollejas, lengua, etc.—, hamburguesas, salchichas Frankfurt, ganso, pato, toda clase de mariscos, huevas de pescado, leche entera, quesos grasos, manteca de cerdo, sebo o tocino, alcohol en todas sus formas —sobre todo cerveza y bebidas de alta graduación—, refrescos azucarados, tomate y mantequilla, y limitar en lo posible los lácteos.
—¿No habríamos acabado antes diciéndome lo que sí puedo comer? —dije en tono sombrío, proyectando mentalmente una vida futura insípida y carente de estímulos.
—Te acostumbrarás.
—No sé si me acostumbraré, pero lo que sí es seguro es que mis días se alargarán hasta el infinito.
—Ah, y no olvides salir a caminar todos los días un mínimo de cuarenta y cinco minutos.
—¿Y qué hago con mi vecina la pelo pollo?
—Bueeeno. Vaaale. Treinta minutos mínimo. Y búscate un disfraz.
—Haré algo mejor. Me pienso comprar unos auriculares tan grandes y potentes que harán que mi táctica de “hacerme el sueco” se convierta en todo un arte.
—Pero a ver, ¿es que esa mujer no duerme nunca?
—Yo no sé si duerme o no. Igual si le digo que padezco insomnio me larga que lleva décadas sin dormir. Pero una cosa sí es seguro, que debe tener una especie de radar tipo submarino ruso o algo así, pues vaya adonde vaya siempre acaba dando conmigo.
—Bueno, míralo de esta manera. Si un día naufragas y acabas perdido en una isla desierta perdida en mitad del océano, al menos tendrás la certeza de que ella acabará encontrándote.
—¿Sabe qué? Si algún día me viese en esa tesitura, casi prefiero morir en la dichosa isla antes que tener que escuchar una más de sus malditas historias ficticias.