miércoles, 27 de noviembre de 2019

MIS IMPRESIONES SOBRE "AMANECE, QUE NO ES POCO"


¿Podéis creer que nunca en toda mi vida había visto entera la película Amanece, que no es poco de José Luís Cuerda? Pues creedlo, porque es la pura verdad.
Y es que nunca la había visto entera, de principio a fin. Siempre que había accedido a ella lo había hecho a través de escenas sueltas, o pequeños tramos de diez o quince minutos máximo. ¿La razón? Hace años, yo diría que lustros, que no veo películas emitidas a través de cadenas de televisión generalistas. Me molesta mucho que las corten cada dos por tres para poner anuncios. Me pone de muy mala leche que hagan eso; no sólo porque me fastidian el clímax, sino porque la mayor parte de las veces desinflan mi interés por lo que estaba viendo, ya que, a fin de evitar los anuncios, voy haciendo zapping, y siempre acabo encontrando por ahí algo más interesante o, como mínimo, capaz de captar mi atención. Así que me olvido de la peli y reseteo mi cerebro.
Por si todo lo anterior no fuese motivo suficiente para odiar los cortes publicitarios en las pelis o series que emiten por los canales generalistas, no está de más apuntar esa peculiar manera que los programadores tienen de aplicar esos cortes. Muchas veces lo hacen en mitad de una escena, o peor, en mitad de un chiste. No sería la primera vez que me cortan un gag o un chiste —de Los Simpson, por ejemplo—, seguido de un «volvemos en un minuto» —el cual, si te tomas la molestia de cronometrarlo, verás que dura más de ese minuto que proclaman—, para, una vez reanudada la serie, acabar el chiste y volver a cortar para publicidad, si bien en esta ocasión se les olvida colocar otro cartelito que ponga «volvemos cuando nos salga de los huevos».
Esto que acabo de relatar me ha pasado con no pocas pelis o series, rebosando el vaso de mi paciencia y optando por no volver a ver una serie o peli a través de un canal generalista. Antes prefiero tragarme por quinta o sexta vez uno de esos documentales de la Segunda Guerra Mundial que repiten en bucle en la 2 de Televisión Española —igual lo hacen para que no olvidemos lo que ocurrió, y evitar que volvamos a cometer los mismos errores del pasado. Aunque, viendo el alarmante auge de la ultraderecha y la ultraizquierda en Europa, me da la impresión de que los seres humanos somos incapaces de aprender una mierda de nuestros errores del pasado. Claro, así nos va—.
 
Pero mejor volvamos a la película.
Lo primero que he decir es que, habiendo sido rodada en 1988, la película ha envejecido bastante bien. A su favor juega el hecho de no tratar temas de actualidad, ni de estar situada en un contexto histórico concreto. Habla de una España que no existe, que nunca existió ni existirá, presidida por el surrealismo y el absurdo.
Como ejemplo de esto que digo podría citar varios ejemplos, como el tío que se desdobla, interpretado por Miguel Rellán, o los hombres que brotan de los huertos y hay que regarlos de vez en cuando para que no se mueran.

Uno de los hombres que brotan en los huertos
Recuerdo en especial una escena, protagonizada por el gran Luis Ciges, quien, a bordo del sidecar pegado a la moto que conduce su hijo, Antonio Resines, al llegar al pueblo y verlo vacío exclama:
Aquí no hay ni Dios. ¿O es que todos aquí son unos hijos de puta, eh, Teodoro? Porque igual son unos hijos de puta que se hacen pasar por fantasmas.
Lo que me pude reír con esa escena, madre mía.
A lo largo de la película hay numerosas frases y detalles que, a poco que les prestes atención, harán que se te dibuje una sonrisa en el rostro, cuando no te provoque la risa o una sonora carcajada. Eso me ocurrió, por ejemplo, con la escena de la llegada del alcalde al pueblo, y todos los lugareños, a excepción del cura y el cabo de la Guardia Civil, salen a recibirlos. En una de éstas, un palurdo grita a pleno pulmón: «¡Alcalde, todos somos contingentes pero tú eres necesario!».
La película, como digo, está repleta de pequeñas frases y chistes, algunos difíciles de pillar a la primera, por lo que exigen toda la atención del espectador. Y ésa es precisamente una de las razones por las que hasta ahora no me había animado a ver esta película de principio a fin: debido a los cortes criminales en televisión, me costaba «entrar» en la película.
En ocasiones, algunos de los giros y situaciones me recordaron a grandes figuras del humor absurdo de nuestro país, como Miguel Gila, Tip y Coll o Jardiel Poncela. Incluso me hizo recordar en ciertos tramos al genial Berlanga, con su costumbre de meter al «Imperio Austrohúngaro» en todas sus películas. En esta ocasión, a Cuerda le da por mentar, cada dos por tres, la Universidad de Oklahoma.
Otro de los personajes que cautivó mi atención desde su primera aparición en pantalla es el del escritor argentino. Este personaje, de los mejor dibujados en toda la película, tiene una memorable escena cuando es llevado en presencia del cabo de la Guardia Civil, acusado de plagiar a Faulkner.
En esa descacharrante escena, el cabo, interpretado por José Sazatornil, le recrimina:
¿Es que no sabe que en este pueblo es demasiada devoción lo que hay por Faulkner? ¿No podía usted haber plagiado a otro?
La seriedad con la que se comportan los personajes en esta escena no hace sino incidir en su comicidad, llevándola a unos niveles de genialidad sólo al alcance de unos pocos privilegiados.
Para acabar, me gustaría citar otra de mis escenas favoritas. En dicha escena, los personajes de Luis Ciges y Antonio Resines, padre e hijo en la ficción, se afanan por buscar un sitio donde alojarse en el pueblo. Como no hay posada ni hostal, deben recurrir a domicilios particulares. Tras un par de negativas, ambos acaban, de noche, en el jardín de una de las habitantes del pueblo. Hallándose en presencia de la hija de la propietaria, le comentan sus intenciones. Entonces la mujer, interpretada por María Isbert, grita:
¡Madre, que aquí hay un hombre que quiere hablar con usted!
Entonces la madre sale al balcón de su casa y replica:
¡Buenas noches!
A lo que Luis Ciges —que está inmenso en toda la peli—, le contesta:
Que quería yo hablarle de Dostoievski.
Ah, pues muy bien. Encantada. Ahora mismo bajo —dice la señora.

De verdad, si te gusta el surrealismo y adoras, como yo, un trabajo bien hecho, con pasión y devoción, no debes perderte esta obra maestra del cine de nuestro país. A mí me conquistó a la primera —o a la decimoctava, si contamos las veces en que por culpa de los programadores me «sacaron» de la peli—. Os auguro risas a cascoporro.
Y es que todos somos contingentes, pero el humor sí que es necesario.


jueves, 21 de noviembre de 2019

GRACIAS, ROSA BERROS CANURIA

Cabecera del blog de Rosa Berros Canuria

Siguiendo con esta buena costumbre de agradecer de manera pública y notoria —es decir, bajo notario—, la compra de alguno de mis libros por parte de almas generosas, hoy me complace dar las gracias públicamente a Rosa Berros Canuria.
Nunca agradeceré lo suficiente el que personas como ella decidan rascarse el bolsillo —algo que no siempre resulta sencillo, habida cuenta de lo mal que anda la economía para los que no somos políticos ni formamos parte del Consejo de Administración de una eléctrica—, con intención de adquirir alguno de mis libros.
Para todas esas personas sólo tengo palabras de agradecimiento, y un único deseo: que mis letras les hagan olvidar, o aparcar por un rato, toda la fealdad del mundo que nos rodea a diario.
Obviamente no conozco a todas las personas que han adquirido y siguen adquiriendo alguno de mis libros. De muchos jamás llegaré a saber sus nombres, ni cómo llegaron a mí o a mis libros. Eso es algo que les pasa al 100% de los escritores, no sólo a mí. Tampoco sabré si, una vez leídos, les gustó lo que leyeron, si disfrutaron de mis historias, de mi manera tan particular de hacer humor, con el absurdo siempre presente. En definitiva: nunca sabré si a esos lectores anónimos les mereció la pena el tiempo y el dinero que generosamente me dedicaron.
Pero basta de hablar de mí. ¡Ni que me hubiese poseído el espíritu de Francisco Umbral, por Dios!
Aquí de lo que se trata es de agradecer públicamente a Rosa Berros Canuria su gesto. Y eso voy a hacer.
Realmente no tengo muy claro cómo nos conocimos Rosa y yo. Sé que ambos hemos colaborado para la misma revista, Moon Magazine, sabiamente dirigida por la gran Txaro Cárdenas. Rosa aún sigue colaborando allí. De lo que ya no estoy tan seguro es de si llegamos a coincidir en la misma etapa. Yo tuve que abandonar la revista a principios de 2016, a raíz de la grave enfermedad de mi abuelo.
Sea como fuere, el caso es que un buen día Rosa se dejó caer por mi blog, leyó una de mis entradas y la comentó. Con el tiempo, esas visitas se fueron repitiendo, hasta el punto de convertirse en una asidua, dejando amables y generosos comentarios a cada nueva entrada que subía.
Un día me escribió: «Acabo de comprarme tu primer libro de relatos. En cuanto lo lea, te haré una reseña en mi blog».
Dicho y hecho. A las pocas semanas, me hizo llegar un enlace a la citada reseña. Os dejo el enlace por si queréis echarle un vistazo:


Reseña de Absurdamente Vol. I por Rosa Berros Canuria. PINCHA AQUí

En cuanto a Rosa, sólo puedo hablar cosas buenas de ella. Por las conversaciones que hemos tenido sé que es una persona sencilla y cercana, que atesora un gran bagaje cultural, no en vano se dedicó a la enseñanza, y que una de las cosas que más disfruta en la vida es leer un buen libro. Me alegró saber por su reseña que mi libro no la defraudó.
Mientras me documentaba para la redacción de este post, me puse a curiosear por el blog de Rosa, de nombre Cuéntame una historia.
En él encontré una sección, llamada In memoriam, en la que Rosa rinde su particular homenaje a personas, principalmente relacionadas con el mundo de la cultura, que desgraciadamente nos van dejando. Me leí algunos de esos artículos —Tony Morrison, Philip Roth—, hasta que hubo uno que me llamó especialmente la atención. En él, Rosa hablaba de su padre, recientemente fallecido.
A través del emotivo recorrido vital que Rosa hace de su padre, y de su especial relación con él, conocí a la propia Rosa. Por sus letras supe que es una persona tímida —¡bienvenida al club!—, que se reconoce cabezota —como su padre—, y que de él no sólo heredó su cabezonería y su honradez, sino su curiosidad por los libros. Rosa nos habla de la colección de libros que su padre atesoraba desde su propia infancia y adolescencia, con Salgari, Burroughs y Verne a la cabeza, y de como esa colección despertó en ella su afición lectora, la cual, una vez adquirida, procuró contagiar a su hermana.
Porque ése es el verdadero poder de las letras: la capacidad de transmitir emociones, sensaciones, vivencias, anhelos y sueños; también miedos, decepciones, dolor e ira. Porque la vida no siempre es fácil vivirla. A veces se nos hace cuesta arriba enfrentarnos a lo que nos depara, desafiando nuestra comprensión y nuestra resiliencia. De ahí que, aquellos que tenemos la gran suerte de poder escapar de todo lo feo que nos rodea gracias al poder de las letras, agradezcamos infinitamente el que siempre haya un libro nuevo por descubrir, o uno que ya hemos leído para regresar a él y hallar cobijo entre sus páginas.
Yo, como autor autoeditado, sólo puedo darte las gracias, querida Rosa, por haber confiado en mí y en mis historias. Me alegra haber podido saber de primera mano, gracias a tu testimonio, que mis letras consiguieron contigo su principal objetivo: entretener, divertir e invitar a la reflexión.
Gracias, Rosa.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

ALGUNAS LECTURAS

Portadas de algunas de mis últimas lecturas
Como avancé el miércoles pasado, este año ha sido prolífico en lecturas. Echando la vista atrás, la mayoría de esas lecturas se corresponden con biografías de artistas o grupos de rock, que es mi género musical favorito; sobre todo el rock clásico, de los 60 y 70.
Al margen de las biografías —de las que en el presente artículo sólo incluiré un par de ellas, para no saturar—, he leído muchos otros libros de autores y temáticas muy diferentes entre sí.
Lo que sí quisiera dejar bien claro es que lo que vas a leer a continuación es la opinión de un lector que, además, da la casualidad que también escribe. Con esto quiero decir que mi opinión es sólo eso, una opinión, y que en modo alguno me define como autor. Tampoco el hecho de escribir me otorga una autoridad especial a la hora de valorar una obra. A la hora de leer, soy uno más. Y si algo me gusta, lo alabo, y si algo me disgusta, lo digo y no pasa nada.
Dicho esto, ahí van algunas de mis lecturas.


CÓMO SER MUJER (***)
Autora: Caitlin Moran.

Animado por el buen sabor de boca que me había dejado su anterior novela, Cómo se hace una chica, me animé a leer el segundo libro de esta autora británica.
En esta nueva novela Moran trata el tema de ser mujer y madre en los tiempos actuales, haciendo múltiples y variadas comparaciones a cómo era ser mujer y madre en el siglo pasado.
A pesar de tratar temas bastante peliagudos, la autora no ha perdido su sentido del humor. De hecho, incluso en determinados pasajes del libro su humor puede resultar hiriente y no recomendable para según qué paladares. Yo, que estoy bastante curtido en estas lides, no me sentí especialmente incómodo en ningún momento, pero entendería que hubiese personas a las que este tipo de humor les pueda resultar hasta ofensivo.
Moran se define a sí misma como feminista, pero no se identifica con ese feminismo recalcitrante y castrador que parece llevar la voz cantante en según qué ámbitos. Ella defiende un feminismo muy particular; tan particular que no excluye necesariamente al hombre de la ecuación, ni lo culpa de todos los males que aquejan a la mujer (menos mal). Denuncia tanto nuestra inutilidad —la de los hombres—, como la de ellas —la de las mujeres—, y eso hace que sus opiniones y su forma de ver y entender el complejo mundo de las relaciones interpersonales me resulte interesante, aun a pesar de no compartirlas en su totalidad.
Admito que este segundo libro me gustó menos que el anterior. Bajo mi punto de vista carece de un hilo conductor bien definido y, en determinados tramos, se extiende demasiado en el mismo tema. Creo —y es una opinión personal—, que una buena poda le hubiese venido genial.
Le doy un tres en una escala de cinco.

 

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR ( )
Autor: Raymond Carver

Había leído muchas opiniones favorables de este autor norteamericano, al que comparaban, por su prosa cruda y directa, con autores de la talla de Burroughs o Bukowski.
Una de las frases más repetidas en referencia a este autor es: «Carver es uno de los mejores y más célebres escritores de historias cortas que ha dado la literatura norteamericana». Llevo años leyendo esa misma frase en referencia a otros autores como Norman Mailer, Philip Roth, Truman Capote, Ernest Hemingway, y un largo etcétera, hasta el punto de resultarme hasta indigesta.
Para empezar, ¿quién es el que otorga esa categoría de “mejor”?, ¿la crítica especializada?, ¿el gremio de editores?, ¿el gremio de escritores?, ¿quién? Y siendo así, ¿qué pasa con nosotros, los lectores de a pie? ¿es que nuestra opinión no importa un carajo?
Dejando a un lado esta gilipollez, había leído algunos artículos que hablaban de la decisiva “influencia” ejercida por Gordon Lish, editor de Carver, en la obra del citado autor. Y es que, tras la muerte de Raymond Carver víctima de un cáncer fulminante de pulmón, Lish se encargó de propagar a los cuatro vientos que él y sólo él es el verdadero artífice del éxito de Carver, al que incluso no duda en tachar de escritor mediocre.
Yo, ¿qué queréis que os diga? He leído a Carver, o a Lish según se mire, y ambos me parecen igual de mediocres. La mayoría de sus cuentos me parecieron una soberana estupidez, sin pies ni cabeza; una sucesión de párrafos y líneas de diálogo que no llevan a ningún sitio, y sin un fin concreto.
Y hablando de finales: algunos de los finales de los cuentos incluidos en esta colección de relatos son de los más abruptos y estúpidos que he leído en toda mi vida.
Le doy un suspenso mayúsculo; al libro, al autor y a los mendas lerendas que adjudican esas etiquetas de «mejor escritor de su generación».

EL MUNDO SEGÚN GROUCHO MARX (***)
Autor: David Bown.
Adoro a los hermanos Marx: a Groucho, Chico y Harpo. Crecí viendo sus películas, que veía con mi padre, mi abuelo y mis hermanos. Al principio, cuando era niño, sólo era capaz de disfrutar de sus gags visuales, pues no tenía capacidad intelectual suficiente como para entender los diálogos en toda su dimensión, de ahí que de niño mi personaje favorito fuese Harpo. Luego, a medida que iba creciendo, fui dándome cuenta de lo absurdamente maravillosos y brillantes que eran sus diálogos, capaces de desmontar cualquier situación, por muy seria o comprometida que fuese. Con la llegada del vídeo doméstico, empecé a coleccionar todas sus películas —llegué incluso a trabajar en la distribuidora de la MGM—, y mi fascinación por ellos creció hasta convertirse en pasión. Desde entonces, siempre que llega a mis manos algún libro relacionado con ellos, no dudo en pillármelo.
De Groucho ya tenía varios libros: sus tres libros autobiográficos Groucho y yo, Memorias de un amante sarnoso y Camas, además de Las cartas de Groucho, donde se da cuenta de una nutrida selección de su correspondencia privada —memorable su carta a la Warner Brothers a propósito de su polémica prohibición, con abogados de por medio, de usar la palabra Casablanca en el título de la película de los Hnos. Marx Una noche en Casablanca—, y una selección de los guiones radiofónicos del programa que protagonizó junto a su hermano Chico, bajo el título de Groucho y Chico, abogados.
Así pues, con estos antecedentes, cuando tuve la oportunidad de leer este libro dedicado a la figura de Groucho Marx, no lo dudé y me embarqué en su lectura.
Lo primero que he de decir, a modo de advertencia, es que este libro no es un libro de humor, aunque en él haya pequeños destellos del humor que siempre caracterizó a Groucho. Se trata más bien de un recorrido vital por la vida y obra de Groucho visto a través del prisma del periodista e investigador David Brown, autor del libro.
El señor Brown empieza el libro narrando las dificultades económicas que atravesó la familia Marx durante los duros años de finales del siglo XIX. Unos pocos años antes, sus padres y abuelos, inmigrantes judíos de ascendencia alemana, llegaron a los Estados Unidos en busca de una vida mejor.
A través de las páginas de este interesante libro —escrito de manera amena y estructurada— conoceremos cómo fueron los primeros pasos de los hermanos en el vodevil, de la mano de su enérgica madre, Minnie, que incluso llegó a actuar con sus hijos como parte del elenco primigenio.
Veremos el ascenso al éxito y la caída en el olvido una vez dejaron de protagonizar películas juntos. También se narran, de manera fría y distante, los sucesivos fracasos matrimoniales de Groucho, además de sus continuos fracasos como padre ausente y distante para con sus hijos.
La parte más dura, al menos para mí, es aquella en la que se abordan las respectivas muertes de Chico y Harpo. Recuerdo que, cuando llegué a esos pasajes concretos, pensé mucho en una frase que una admiradora de cierta edad le dedicó al propio Groucho en una ocasión en que se lo cruzó por la calle. Aquella buena mujer, sin duda agradecida por los gratos momentos que Groucho le había proporcionado a lo largo de su vida, le dijo: «Por favor, señor Marx, no se muera usted nunca». Precioso, ¿verdad?
Una vez acabado, le di un tres de cinco en mi valoración.

LENNON (*****)
Autor: David Foenkinos

Estamos ante un libro extraño. Y maravilloso. Y original. Su autor, David Foenkinos, se declara un fan incondicional de John Lennon, de su música y de su persona. Y es en este punto en el que nos regala una visión realmente original de su fanatismo, haciéndose pasar por el mismísimo Lennon en unas supuestas sesiones de psicoanálisis en las que va desgranando episodios de su vida de todos conocidos por entrevistas, biografías y artículos publicados a lo largo de los años. Y es ahí justamente donde radica su originalidad: leyendo estas supuestas «confesiones», el lector consigue meterse en la psique de un Lennon desnudo, más humano que nunca, que no duda en hablar abiertamente de su relación con las drogas, sus infidelidades matrimoniales, sus peleas y desencuentros con sus ex compañeros en los Beatles, su relación amor-odio con la industria y el periodismo musical, etc.
Bellamente escrito, con una prosa cuidada y evocadora —como muestra, esta frase: «Los años tienen la perfidia de embellecer lo que era negro»—, Foenkinos hace un retrato minimalista y cautivador de un personaje cuya fama trasciende lo puramente musical.
Disfruté mucho de esta lectura, hasta el punto de concederle la máxima puntuación posible: un cinco de cinco.

ARDEN LAS REDES (***)
Autor: Juan Soto Ivars.

En este interesante libro el autor nos advierte de los peligros que acechan en la sombra en todo lo relativo a Internet. Excelentemente documentado, Soto Ivars va desgranando distintos casos de personas que, por distintos motivos, cayeron víctimas de eso que se ha dado en llamar “la masa crítica”.
En palabras del autor: «Hasta la llegada de Internet a nuestros hogares, nunca habíamos disfrutado de unos medios tan accesibles para comunicarnos, ni de una libertad de expresión tan extendida. Pero, de repente, todo eso empezó a molestarnos».
A lo largo del libro, el autor va desgranando distintos casos —desde famosos a auténticos desconocidos— de gente que ha vivido en primera persona la furia y el odio de cientos o miles de desconocidos que, con sus comentarios o actitudes un tanto gangsteriles —amenazas incluidas—, no han dudado en mostrar su desacuerdo ante una determinada opinión, una idea o una simple foto. A este fenómeno Soto Ivars lo califica de «poscensura». Dice el autor: «La diferencia entre censura a secas y poscensura es que en el segundo caso no se necesita el concurso del poder».
Entre los distintos casos tratados en el libro, me he permitido exponer uno cualquiera escogido al azar. En una conferencia sobre nuevas tecnologías, Hank y Alex, dos chavales hasta entonces anónimos, cuchichearon entre ellos y en voz baja una broma sexual estúpida, algo sobre «insertar un paquete de datos». Para su desgracia, Adria Richards, una chica sentada en la fila de delante, oyó el chiste, se giró, les hizo una foto y, sin mediar palabra, los denunció en Twitter acusándolos de machistas. A los pocos minutos la conferencia se interrumpió. Los organizadores del evento habían visto el tuit de la chica, por lo que pidieron a los dos amigos que abandonaran la conferencia. Sin embargo, el linchamiento en las redes continuó, y al día siguiente el jefe de Hank lo llamó a su despacho y lo despidió. Sí, por un chiste susurrado a su amigo en una conferencia.
Uno de los razonamientos que aporta el autor sobre la actual situación de las redes es el siguiente: «Normalmente, en los colectivos de Internet la identificación se produce por oposición. Para ser feminista en la red sólo hay que demostrar que se odia a ciertos hombres; para ser comunista, que se odia a determinados políticos y periodistas; para ser animalista habrá que celebrar las cogidas a los toreros». Más adelante añade: «Cualquier titubeo ante el colectivo online podrá significar su expulsión y su linchamiento por parte del grupo. Se habrá convertido en un traidor».
A lo largo del libro, el autor hace referencia a ciertos casos que en su día crearon cierto revuelo mediático. También denuncia la estrecha relación entre el poder político y los medios de comunicación afines, y señala ciertos casos de venganzas y castigos a determinados periodistas —con nombre y apellidos— o ciertos medios que, saltándose las reglas, decidieron hacer frente a las muchas presiones a las que son sometidos a diario por sus «amos». Nada nuevo bajo el sol. Desde que el mundo es mundo siempre ha habido una estrecha relación entre los distintos poderes: religioso, político, económico, informativo, legislativo. La información es poder, el poder es dinero, el dinero es poder; y en este círculo vicioso llevamos instalados desde el albor de los tiempos.
El libro está excelentemente documentado, y esa es una de sus principales bazas. También está muy bien escrito, con un lenguaje accesible y sin demasiados adornos, lo cual no sólo facilita su lectura y su entendimiento, sino que incita al lector a devorarlo con interés.
En mi particular valoración le doy un tres de cinco.

 

ÉRAMOS UNOS NIÑOS (*****)
Autora: Patti Smith

Admito que lo desconocía casi todo de Patti Smith al momento de abrir su libro por primera vez y sumergirme entre sus adictivas páginas. Lo poco que sabía de ella es que había sido novia del teclista de Blue Oÿster Cult, banda de rock que sigo desde hace años, y que había contribuido con su voz rasgada y algunas letras en el que considero uno de los mejores discos de la banda neoyorkina, el imprescindible Agents of fortune, de 1976. También sabía que Patti está considerada una de las musas y abanderadas del movimiento punk-rock de mediados de los 70, cuando gente como los Ramones, Blondie, Television o Talking Heads empezaban sus respectivas carreras.
Viéndolo en retrospectiva, creo que el hecho de no conocer casi nada de la vida y obra de Patti jugó a mi favor, ya que fui descubriéndola a través de sus textos.
Patti hace un minucioso recorrido por su vida, desde su nacimiento e infancia en los suburbios de Chicago, en el seno de una familia religiosa de escasos recursos económicos, hasta su desembarco en soledad en el Nueva York de finales de la década de los 60. Allí va dando tumbos, incluso duerme en la calle y en bancos de parque, hasta que un día, mientras trabaja de dependienta en una joyería, conoce a Robert Mapplethorpe, un espigado muchacho de aire bohemio y soñador que acude allí a comprar una pieza. Aquel encuentro sería crucial en su vida, pues ella y Mapplethorpe prácticamente no volvieron a separar sus caminos hasta la trágica muerte de él en 1989.
Tal y como ella misma cuenta hacia el final: «Este es el diario de una amistad, de dos personas que sólo se tenían la una a la otra».
La prosa de Patti es hermosamente sencilla, sin grandes aditamentos, pues no los necesita, y la evocadora fragancia que impregnan sus letras hace que viajes atrás en el tiempo y camines junto a ella por las calles de aquel Nueva York decadente y cautivador de los 60 y 70.
El libro me gustó tanto que, antes de acabarlo, me compré un CD doble recopilatorio con algunas de las mejores piezas de Patti Smith. Desde entonces lo he escuchado unas cuantas veces, y me encanta. Su música es tan evocadora como su forma de narrar.
Mi valoración es de un cinco sobre cinco.


En fin, esta ha sido una pequeña muestra de mis últimas lecturas. Como veis, no sólo de humor vive el hombre; o sea, yo. Me gusta leer de todo un poco, excepto terror y poesía. Hace años estuve saliendo con una chica que amaba la poesía, y si ella no consiguió engancharme —me refiero a la poesía, aclaro—, no creo que a estas alturas de mi vida vaya a vivir una epifanía poética. Aunque cosas más raras se han visto, oye.
Lo importante, lo verdaderamente importante, es poder disfrutar del placer de una buena lectura, ya sea rascándose los sobacos o no —eso lo dejo a la elección de cada uno—.
Gracias por vuestra atención. Buenas noches. Y hasta la semana que viene.



miércoles, 6 de noviembre de 2019

RASCARSE LOS SOBACOS. Manual de instrucciones.

Portada de la edición española de Editorial Anagrama de "Lo que más me gusta es rascarme los sobacos", de Charles Bukowski.



Hola. ¿Hay alguien?
Da igual.
Ya estamos en Noviembre. Increíble cómo pasa el año. Peor aún, ¡cómo pasa la vida! Se nos escurre de entre los dedos como un puñado de arena en una playa de Fuerteventura. Qué miedo da. Me refiero a lo del paso del tiempo, no a lo de estar en una playa de Fuerteventura. De hecho, las playas de Fuerteventura nada tienen que envidiar a las del Caribe. Y encima, están aquí al lado, con lo que no hay ninguna necesidad de tirarse entre ocho o nueve horas embutido en el asiento de un avión en vuelo transoceánico. ¡Y encima te ahorras el jet lag! ¿Qué más quieres, hijo mío?
Soy consciente del hecho de que muchos lectores aún andan ausentes; de vacaciones, liados con sus vidas o su trabajo, o de retiro espiritual a las montañas del Himalaya.
En mi caso, teniendo en cuenta mi presupuesto, me conformo con subir de tarde en tarde al Roque Nublo, en mi Gran Canaria natal. No es lo mismo que el Himalaya, es cierto, pero está guay. Además, con un poco de suerte hasta puedes pillar un día tranqui y disfrutar de unas excelentes vistas mientras pasas un rato a solas con tus pensamientos.
Teniendo en cuenta lo anterior, es decir, que aún no están todos los que son ni los que algún día estuvieron —y sin tener la certeza de que regresen alguna vez—, pudiera parecer un contrasentido seguir publicando justamente ahora, cuando el nivel de visitas e interacciones en el blog vive sus momentos más bajos.
Ante semejante panorama resulta normal preguntarse: ¿por qué seguir publicando si casi nadie te lee? Y es entonces cuando, como chuzos de punta, caen sobre ti algunas respuestas en forma de preguntas: ¿Cuál es la alternativa, tío? ¿Dejar de escribir? ¿O seguir escribiendo pero sin llegar a publicar lo que escribes? ¿Cerrar el blog, quizás? ¿Irte de misionero a Sebastopol?
Por cierto, ya que estamos, voy a aprovechar para mirar en Google donde coño está Sebastopol. Ah, vale, está en Crimea. Vaya, un poco de pelete hará allí, ¿no? Tendré que pillarme un par de edredones de doble capa y ropa interior de invierno. Ah, y unos guantes, no vaya a ser que se me congelen los dedos. Y una docena de calcetines de lana, de esos gruesos que hacen que hasta te suden los tobillos. Y un abrigo de hombre que, junto con un gorro de esos gordos y calentitos, hará que adquieras la apariencia de un estibador de muelle, o la de The Edge, el mítico guitarrista de U2.
¿Sabéis qué? Mejor me quedo en la isla. Paso del frío.
Así que aquí estoy de nuevo, una semana más, dispuesto a publicar algo aspirando a ser leído precisamente en el momento que menos gente parece interesada en lo que escribo. Es decir: todo muy absurdo, ciertamente. Como a mí me gusta.
Antes hacía referencia a lo rápido que se ha ido este año. Como sabéis —y si no lo sabéis ya os lo digo yo—, este ha sido un año raro para mí. A principios de primavera entré en una pequeña crisis que me mantuvo alejado del blog unos cuantos meses. Así que resulta lógico preguntarse: ¿qué hice en los meses de ausencia?
Pues, aunque no os lo creáis, hice muchas cosas. Entre ellas: rascarme los sobacos.
No os riáis, pero rascarse los sobacos requiere de mucha dedicación y destreza, no os vayáis a pensar que es algo tan sencillo como acercar las manos a la parte baja de las axilas y rascar como si no hubiese un mañana. Nada de eso. Si te quieres dedicar al noble arte de rascarte los sobacos, debes saber que hay técnicas que harán doblemente, incluso triplemente, cuadruplemente y hasta quintuplemente placentera la experiencia.
Para empezar, te recomiendo que adoptes una postura de total relajación; a poder ser, con un buen libro en una mano. Lo segundo que te recomendaría es que te tumbes en el sofá del salón —un sillón de orejas también te vale—, procurando colocar un par de almohadas o almohadones en la zona lumbar, buscando con ello la postura de mayor comodidad que te sea posible.
Otra cosa importante —imprescindible diría yo—, es crear el ambiente adecuado. Para ello, resulta conveniente que haya poca luz. Para eso las tardes de otoño son ideales. En una mesita o mueblecito que tengas cerca, debes colocar una vela o barrita de sándalo. Hay unos soportes de madera súper chulos para colocar las barritas y que la ceniza no te haga estropicio al caer. Luego sólo tienes que encender la barrita con una cerilla y dejar que el dulce aroma del sándalo inunde la estancia.
Puedes acompañar el momento de música. A mí, para leer, en ocasiones me gusta ponerme algún cedé de música clásica. Si bien, entre nosotros, has de tener mucho cuidado con la pieza que elijas. No vale cualquier cosa. Por ejemplo, Mozart te anima, y Beethoven te distrae. Para este tipo de situación yo recomiendo los nocturnos de Chopin, por ejemplo, ya que suenan relajantes y nada invasivos. Además, al tratarse de un piano solo, sin orquestación, resulta más sencillo concentrarse en la lectura.
Resumiendo, ¿qué tenemos hasta entonces? Un ambiente relajado, a media luz, impregnado de un aroma dulzón y embriagador, música relajante y evocadora a un volumen aceptable —ni demasiado bajo que resulte inaudible, ni demasiado alto que resulte estridente o invasivo—, una postura cómoda y relajada y, para rematar, un buen libro entre las manos.
Entonces sí. Ahora sí que estás preparado para “rascarte los sobacos” como Dios manda, al estilo Bukowski.
Para ello, imbuido de ese ambiente, debes ir acercando la mano que tengas libre a la axila contraria, de manera lenta y suave, muy suave. Hecho esto, procedes a efectuar leves y lentos movimientos de rascado, arriba y abajo. Así es como se hace. Probadlo y ya me diréis. Seguro que si lo hacéis bien, empezaréis a entender la fascinación de Bukowski —y la mía— por semejante actividad.
Además de rascarme los sobacos —y gastarme una pasta en sándalo—, otra de las cosas que he hecho ha sido leer a otros autores. Llevo mucho leído este año. Y, entre mis lecturas, ha habido de todo: bueno, malo y regular. Un día de estos escribiré un post contando mis impresiones de algunas de esas lecturas.
Por suerte, mi balance de lecturas ha sido más positivo que negativo. He llegado a un punto de mi vida en que si un libro no me gusta o me aburre no tengo ningún reparo en interrumpir su lectura y mandar el libro al carajo.
Por cierto, siempre que intento imaginar cómo es el carajo visualizo una especie de cueva, de altos e irregulares techos, pobremente iluminado por una luz entre amarillenta y rojiza y donde yacen apilados una montaña de libros aburridos y coñazos que he ido mandando allí a lo largo de mi vida. Y, puestos a imaginar, imagino que en la cumbre de la dichosa montaña de libros coñazo debe andar el Ulises de Joyce —¿creíais que iba a dejar tranquilo al coñazo de Joyce? Pues no. Ese mamón ha de pagar por mi aburrimiento.
Antes, cuando era más joven y creía que aún tenía toda una vida por delante, solía aguantar hasta el final, aunque el libro en cuestión fuese un auténtico ladrillo. Eso me ocurrió con Amerika, una novela de Franz Kafka que, a pesar de aburrirme soberanamente, lo acabé por una cuestión de orgullo lector. Eso sí, no me preguntéis de qué trata porque apenas tengo un vago recuerdo de aquel libro. Lo leí con veintiséis o veintisiete años y lo único que recuerdo es que no me gustó nada de nada, y no lo disfruté. De hecho, cuando lo acabé se lo regalé a un compañero del trabajo. Creo que dejó de hablarme después de aquello. Fijaos si era coñazo el dichoso libro.
Y es que, cuando era joven y un libro me aburría o me privaba de diversión me obligaba a terminarlo costara lo que costase, aún cuando en mi interior no dejase de repetirme: «Déjalo, tío. ¿No ves que es una pérdida de tiempo? Mándalo al carajo, a la cueva ésa chunga, y pilla otro. O mejor ponte un disco de Deep Purple y pasa de leer».
Cuando somos jóvenes creemos que la vida es suficientemente larga como para permitirnos derrochar el tiempo en gilipolleces que no nos aportan ningún beneficio. Sólo cuando llegas a la madurez —física y mental, aclaro, ya que hay gente madura en años pero auténticos niños en lo mental y emocional—, empiezas a ser consciente de que no, que la vida no es tan larga como presuponías, y que, de hecho, es mucho más corta de lo que nos gustaría. Esa es una de las razones por las que ahora, a mi edad, si un libro me aburre o me parece un coñazo, como El imitador de voces de Thomas Bernhard, no tengo problema en cerrarlo y mandarlo de una patada metafórica —cuando no literal— al cementerio de libros coñazo que no volveré a leer jamás, junto con otros “clásicos del bostezo” tipo Muerte en Venecia de Thomas Mann o cualquiera de las novelas del sobrevaloradísimo Roberto Bolaños —¿Os he dicho alguna vez lo mucho que me aburre la pretenciosidad de este menda lerenda? Pues eso: me aburre Roberto Bolaños—.
En fin, Pilarín, pronto hablaré de alguna de esas lecturas. Al menos, de las que me gustaron. De las otras, mejor dejarlas en la dichosa cueva del carajo.
Hasta más ver —y leer—.
¿Seguís por ahí?