jueves, 31 de diciembre de 2020

RESUMEN DE UN AÑO COMPLEJO

 

Foto bajada de Pixabay

Este 2020 ha sido un año... ¿cómo definirlo? ¿Extraño? ¿Difícil? ¿Inaudito? Pues sí. Ha sido todo eso y más.

En lo que a mí respecta, comenzó de manera ilusionante. Había recibido de manos de mi correctora el borrador del manuscrito de la que iba a ser mi primera novela en ser publicada, con sus correcciones y algunas indicaciones acerca de lo que, a su juicio, no funcionaba. Así que tenía unas semanas de duro trabajo por delante, decidido a pulir y sacar brillo a mi novela, cual discípulo del señor Miyagi.

Pero he aquí que, como ha venido sucediendo a lo largo de nuestra larga historia de millones de años como especie, “el hombre propone y Dios dispone”. Y quien dice “Dios” también puede decir perfectamente “unos siniestros científicos encerrados en laboratorios siguiendo órdenes de gente aún más siniestra que ellos” —No os iréis a creer que el virus del SIDA surgió así, de la nada, porque sí, ¿verdad?—.

En febrero saltaban las alarmas. En la ciudad china de Wuhan se había detectado la misteriosa irrupción de un virus extremadamente letal al que nadie podía poner coto. El virus, consciente del fenómeno globalizador que domina el mundo desde finales del siglo pasado, se propagó de manera asombrosa, llegando a todos los rincones del planeta en cuestión de semanas.

Aquí, en España, nos llegaban noticias de su peligrosa expansión a través de los informativos. Pero como todo eso ocurría en sitios allende nuestras fronteras, aquí seguíamos viviendo como si nada, ajenos al desastre que se nos venía encima. Ni siquiera Fernando Simón o Pedro Sánchez parecían preocupados por el tema. Total, ¿para qué? Ya tendremos tiempo de preocuparnos cuando nos toque.

Y nos tocó.

El maldito virus, ignorando por completo las convenciones internacionales que otorgan el control de las fronteras a cada gobierno, agencia tributaria o dueños de cayucos, entró en nuestro país. Ahora sí, ahora teníamos motivos más que justificados para preocuparnos.

Supongo que no hará falta que os diga lo que vino a partir de aquí. A menos que hayas estado viviendo en una isla desierta, o en el Palacio de La Moncloa, sabrás que el mundo sufrió un colapso global. De repente, el planeta quedó paralizado. El miedo, más veloz que el virus, viajaba de un lado al otro del mundo a una velocidad que ya quisiera para sí la mejor conexión a Internet habida sobre la faz de la Tierra.

Yo me acojoné. Y supongo que tú también. Había que estar loco para no acojonarse viendo lo que estaba pasando en el mundo; a menos que formases parte del alegre y despreocupado grupo de los negacionistas, en cuyo caso no sólo no te acojonaste, sino que te esforzaste en mostrar a todo el mundo la solidez de tus argumentos y tu estupidez saltándote a la torera todos los controles y las normas sanitarias y de higiene que las autoridades habían implantado como medida básica para hacer frente a la pandemia.

Pero no sólo de negacionistas está el mundo lleno. También había estúpidos y estúpidas, y capullos y capullas, que, con su actitud egoísta y miserable, no sólo ponían en riesgo su vida —lo cual, francamente, me importa un bledo—, sino que también ponían en riesgo la vida de los demás —y mira tú por dónde, aquí sí que me toca bastante la moral—.

Para acabar de completar el cuadro, a los negacionistas, los estúpidos y los capullos se les unían algunos “elementos” y “elementas” que ocupaban importantes puestos de responsabilidad. Ahí tenemos al zote de Trump, aconsejando a sus conciudadanos que se inyectasen lejía en vena para combatir el virus —yo sí que le iba a inyectar lejía a este batata, a ver si así se le bajaba el color anaranjado de la piel, que parecía el puto Naranjito del Mundial de Fútbol de 1982 con peluca de peinado imposible—.

Como dije antes, a principios de marzo el mundo se vio sumido en el caos, y las autoridades decretaron el Estado de Alarma. Y como medida cautelar decidieron confinarnos a todos y todas —negacionistas y estúpidos y estúpidas incluidos— en nuestros hogares.

El confinamiento duró un par de meses. En ese tiempo de reclusión yo me pasé los primeros días leyendo la prensa online por las mañanas, o empapándome de los especiales informativos que inundaron nuestros canales de televisión las 24 horas del día con la pandemia como leif motiv.

Al principio lo veía y leía todo con obsesivo interés, procurando entender lo que nadie sabía explicar. Luego, con el paso de los días, viendo la cantidad de “expertos en el tema” que salían en la tele o escribían en prensa, diciendo cosas que me hacían pensar que éstos y éstas tenían de “expertos en el tema” lo que yo tengo de astrofísico, me fui desconectando, y preferí invertir mi tiempo en escapar de la histeria colectiva que parecía dominar el mundo.

Veía mucho cine, leía muchos libros, y escuchaba mucha música. Y en esos meses de confinamiento no escribí nada de nada. Dejé el blog en pausa, y no publiqué nada hasta varios meses más tarde. Tampoco trabajé en mi novela, ni en mis relatos. No me salía nada. No tenía ni la cabeza ni el ánimo para ello. Así que simplemente lo aparqué todo y empleé ese tiempo en anestesiarme con el arte de otros.

Descubrí obras y autores excepcionales, que me sorprendieron y me hicieron más ameno el tránsito, y también me aburrí soberanamente con obras y autores que me enseñaban lo que NO debía hacer a la hora de abordar mis propias obras.

Porque esto es importante que lo sepáis: también se puede aprender de los malos autores y los libros malos o las películas malas. De ellos, incluso, se puede aprender más que de los buenos. Porque los buenos libros o los autores excelsos pueden resultar dañinos para nuestra autoestima, haciendo que nos planteemos cuestiones tipo: “yo nunca seré tan bueno como tal o cual autor”, “yo jamás podré escribir un libro tan excelso como ese”, “mis historias son una mierda comparadas con tal o cual otra”, “apesto”.

Sin embargo, cuando lees un libro malo o ves una peli mala, te sorprendes diciéndote a ti mismo: “yo lo puedo hacer mucho mejor”, “si ése lo logró, ¿por qué yo no?”, “mis libros son mucho mejores que los de ese menda lerenda que, además de escribir como el culo, es mortalmente aburrido”.

Y está muy bien que pienses eso, pues es el primer paso para que te pongas a ello. Puede ser la chispa o el empujoncito que necesitabas para poner en funcionamiento tu creatividad y darle a la tecla como si no hubiese un mañana.

Y en ésas estoy: dándole a la tecla como si no hubiese un mañana.

Hace unas semanas decidí desempolvar un par de viejos proyectos que tenía guardados en cajas. Antes tenía por costumbre imprimir mis trabajos, hasta que me di cuenta que se me iba la vida en tinta para impresora. Uno de esos proyectos, que tenía guardado en una carpeta, llevaba aparcado cerca de diez años. La cuestión es que empecé a leer, primero con curiosidad, y luego, a medida que iba pasando páginas, con creciente interés, pues en mi cabeza iban surgiendo nuevas ideas y giros que iban enriqueciendo la historia.

Todo esto ha hecho que varíe mis planes iniciales. Por lo pronto, ya he tomado la decisión de aparcar la novela que tenía pensado publicar este año, y meterme de lleno en este viejo/nuevo proyecto recientemente desempolvado.

Como quiero meterme a tope en este proyecto y centrar todos mis esfuerzos en él, dejaré el blog en pausa durante unas cuantas semanas —un mes, quizás—.

En fin, ¿qué os digo? Pues que, a pesar de que este haya sido un año... ¿Extraño? ¿Difícil? ¿Inaudito?, confío en que todo vaya a mejor de cara a 2021.

Sé que siempre quedarán capullos y capullas que harán todo lo posible por seguir jodiéndolo todo, pero, ¿acaso no ha habido capullos y capullas desde que el mundo es mundo? Procuremos que eso nos afecte lo menos posible —mira, ya tengo un propósito de año nuevo que añadir a mi lista—, y hagamos todo lo posible por disfrutar de las cosas buenas que la vida pone a nuestra disposición.

Nos vemos a la vuelta.

Cuidaos.


martes, 22 de diciembre de 2020

¡YO HE VENIDO AQUÍ A HABLAR DE MIS LIBROS, COÑO!

 

La cosa es ésta: recibí una llamada para acudir de invitado a un programa de televisión. Lo presentaba Mercedes M., una prestigiosa periodista famosa por mostrarse excesivamente beligerante y antipática con gente anónima y, al mismo tiempo, excesivamente aduladora e indulgente, y hasta sumisa, con gente de cierta fama o prestigio.

Me llamó ella personalmente, Mercedes M. Nada de intermediarios. A mí me pareció bien y acepté la invitación. Así que acudí al programa.

Yo no era el único invitado. Compartí mesa con tres invitados más. Además, había público presente, al que se le invitaba a participar de vez en cuando en el debate, a solicitud de la presentadora. Y todos, presentadora, invitados y público, hablaron y hablaron y hablaron. Hablaban de esto y de lo otro, de cosas que a mí no me importaban un carajo, a decir verdad. Y mientras, de mis libros no se hablaba nada de nada. Y eso a mí me estaba poniendo de muy malhumor.

Pasaron treinta, cuarenta, cincuenta minutos, y toda aquella gente seguía allí hablando de sus cosas, que a mí seguían sin importarme un carajo, y nadie hablaba de mis libros. Hasta que me harté. Así que levanté la mano, decidido a pedir la vez. Ante todo educación. No soy un bárbaro.

Mercedes M. se percató de mi gesto, dejó con la palabra en la boca a uno del público que estaba hablando de no sé qué —ni lo sé ni me importa—, y se dirigió a mí en los siguientes términos.

A ver, sí, Pedro Fabelo, que lleva la mano levantada hace un ratito...

No me gustó el tono. A pesar de ello, lo dejé pasar.

A mí me has dicho, personalmente por teléfono, Mercedes, que yo venía aquí porque esta tarde se ha presentado mi libro, Absurdamente. Antología del absurdo Vol.III...

A eso iba...

...en un importante foro de Internet, y que se iba a hablar de mi libro. Estamos acabando el programa, y de mi libro, que está ahí, sobre la mesa, no se ha hablado ni se va a hablar para nada... (risas del público. Ignoro el motivo). Y por lo tanto, yo estoy dispuesto a levantarme y abandonar la mesa. Porque yo he venido aquí a hablar de mi libro, de los tres, la verdad, y no a hablar de lo que opine el personal, que me da lo mismo, porque para eso tengo mi blog en Internet, donde hablo de lo que me da la gana. De modo que, si no se habla de mi libro, me levanto ahora mismo y me voy.

¿Qué querías decir de tu libro? —me pregunta Mercedes, claramente incómoda por mi reacción, lo que, francamente, me la trae al fresco.

¿Cómo? —pregunto yo en tono decididamente beligerante.

¿Que qué querías decir de tu libro?

Lo que tú me preguntes —respondo en tono chulesco.

No, yo es que iba a preguntarte, pero es que me has dejado tan... tan impresionada con tu speech, que no sé si...

Aquí ya perdí totalmente los estribos. Todos tenemos un límite, y el mío llegó hasta donde llegó.

¡Es que pasa el tiempo, se acaba el tiempo, entra la publicidad, entran unos vídeos absurdos que todos hemos visto ya, y no se habla de mi libro! Pues entonces, ¿a qué he venido yo aquí? (Más risas del público. Y yo sigo sin entender de qué carajo se ríen). Yo cuando voy a un programa de televisión es que me pagan, porque yo no vengo a las televisiones como un paria, ¿comprendes?, gratuitamente. ¿Me entiendes? Si vengo es porque se va a hablar de un libro mío, o de los tres, como pretendía en esta ocasión...

Eh... sí —Mercedes M. se dirige a alguien indeterminado de entre el público.

¡Y ahora te diriges otra vez a un estudiante! —le espeto indignado—. ¡Pero yo no soy un estudiante! Yo hace treinta y tantos años que dejé de ser estudiante...

Eso ya lo vemos...

¡Me has prometido por teléfono que el tema del programa tenía que ver con mi libro! Y aquí no pasa nada con mi libro. Entonces, yo me voy. El que hagáis programas, que os pagan muy bien por cierto, y que os los llenemos gente que no cobramos un duro... ¡Ya está bien! O se habla de mi libro o me voy. Y se acabó.

Mercedes M. se me queda mirando con una sonrisa congelada en la jeta. A saber qué se le estará pasando por la cabeza en esos momentos. Doy por hecho que, de no ser yo Pedro Fabelo, y de haber sido uno de esos mindundis sin oficio ni beneficio que van a la televisión en busca de fama y fortuna, le habría faltado tiempo para machacarme y ponerme en evidencia delante de toda la audiencia. Pero yo no soy un mindundi. Para nada. Soy Pedro Fabelo, un escritor con tres libros en el mercado, y aunque no haya vendido un millón de ejemplares de cada uno de mis libros —ya quisiera yo—, aún tengo mi dignidad. Y me hago respetar, qué coño.

No esperaba que hicieras eso conmigo... —dice ella en tono lastimero.

Sí, sí, claro. Yo hago esto todos los días, ir a la tele a levantar la voz y a que se me suba la tensión...

¿Algo más? ¿O podemos hablar un poco de tus libros?

Lo que tú quieras —tomo un vaso de agua y bebo, porque esto de cogerme un empute sin necesidad me da mucha sed.

No, yo es que estaría interesada en preguntarte algunas cosas de tus libros, pero, como te veo tan alterado, a lo mejor no tienes muchas ganas de hablar de tus libros...

Yo siempre tengo ganas de hablar de mis libros. Por eso acepté tu invitación a venir, y no para escuchar al personal hablar de cosas que a mí, francamente, me la traen al pairo.

Pues vale. De acuerdo. Habla de tu libro. Adelante. Todo tuyo.

Señoras y señores, yo soy Pedro Fabelo, y tengo tres libros publicados. Los tres son cojonudos, muy divertidos y están a muy buen precio, tanto en su versión en papel como en su versión digital. Dadas las fechas en que nos encontramos, a las puertas de las navidades y Reyes, considero mis libros un regalo perfecto para aquellos lectores y lectoras que disfruten con el humor absurdo, la fina ironía y el sarcasmo típicamente anglosajón. A continuación les dejo unos enlaces donde podrán leer unos adelantos completamente gratuitos de los tres libros que componen mi trilogía Absurdamente, además de un enlace a la web de Amazon donde podrán adquirirlos si lo desean.


Absurdamente Vol.I

Puedes leer un adelanto gratis pinchando aquí.

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Absurdamente Vol.II

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Absurdamente Vol.III

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Y bueno, esto ha sido todo por hoy. Por mi parte, nada más.

Ah, bueno, sí. Mi blog y yo os deseamos unas felices navidades en este año tan complicado que nos ha tocado vivir a todos. Comed, bebed y disfrutad, solos o en compañía, pero, por favor, protegeos y preservad las medidas de seguridad inherentes al Covid19. El próximo año paso lista. ¿No querréis enfadarme, verdad?





jueves, 17 de diciembre de 2020

PESADILLA EN EL SÚPER

 

Cada vez me cuesta más ir al supermercado. ¿La razón? Varias, realmente. Os las expondré, y, de paso, nos echamos unas risas.

Empezaré confesando que cada día que pasa me hago más viejo. Es un hecho probado. Y no sólo a mí me pasa, ojo. Le pasa a todo el mundo. Incluso a ti, que estás leyendo esto ahora mismo. De hecho, no conozco a nadie que cada día que pasa se haga más joven; salvo Benjamin Button, y alguno de esos gilipollas cincuentones que, sumidos en plena crisis personal, se pillan un descapotable, se tiñen el pelo o se ponen implantes, van al gimnasio y le piden el divorcio a su mujer de toda la vida con intención de cambiarla por una jovencita que podría ser su hija, o su nieta. Y, mientras tanto, llevan meses tirándose a su secretaria. Pero no sintáis pena por ella —me refiero a la secretaria roba-maridos—, pues a pesar de no tener una cabeza demasiado amueblada —hoy se lleva la decoración “minimalista”, tanto en las cabecitas jóvenes como en las no tan jóvenes— los pocos muebles que decoran su cabecita —la de la secretaria— tienen un objetivo muy claro: sacarle toda la pasta que se pueda al viejales ridículo. Y si encima consiguen que el viejo ridículo le ponga un anillo de matrimonio en el dedo mientras entona el “sí, quiero” sin que se le salga la dentadura postiza, ganándose con ello una más que merecida jubilación anticipada, pues oye, habrá merecido la pena oírle roncar por las noches y tirarse pedos, o lanzar maldiciones mientras orina. Total, el sexo no llega ni a los cinco minutos. Tres como mucho. Y eso con la ayuda de esas milagrosas pastillitas azules.

En fin, regresemos al supermercado.

 

Lo primero que me encuentro al entrar, al menos en el súper al que voy yo, es la sección de frutas y verduras. ¿Y qué me encuentro allí, además de frutas y verduras, obviamente?, pues gente mayor palpando la fruta y la verdura, como si hubiesen sustituido la actividad de ver y comentar obras por la de palpar fruta y verdura en los supermercados. Cogen unos aguacates, por ejemplo, y lo palpan. Luego toman otro, y lo palpan también. Entonces, con los dos aguacates en ambas manos, palpan de manera simultánea, comparando resultados, como los científicos en un laboratorio. Sólo les falta la bata blanca, con su tarjeta identificativa pendida del bolsillo, y un cuaderno de notas para ir anotando resultados. Y venga a palpar y a palpar. Cuando ya se han cansado de palpar, dejan los aguacates en el mismo sitio donde lo cogieron, toman otros y vuelta a empezar. Ignoro cuánto tiempo se pasa esta gente palpando fruta y verdura, pues yo, que admito sin pudor no contar entre mis aficiones el ver a gente palpando cosas, me limito a pillar lo que necesito, a meterlo en mi cesta y dirigirme a la siguiente sección.

Sección charcutería. Esto que voy a contar sucedió en los días previos al confinamiento, cuando la gente hacía acopio de papel higiénico como si no hubiese un mañana. ¿Qué tenía el papel higiénico para ser tan valorado de repente?, lo ignoro. Pero, desde luego, el que hubiese tenido la buena ocurrencia de invertir en bolsa sobre acciones de empresas dedicadas a la fabricación de papel higiénico, seguro que se hizo de oro.

Cojo número. Por suerte aquel día sólo tenía dos números por delante de mí. ¿Por suerte, he dicho? En mala hora coincidí en el tiempo y el espacio con aquella gente. La primera que me tocó en suerte era una ama de casa. Tenía dos carros llenos. Eso ya me dio mala espina. La mujer pidió de todo y más. Y venga a pedir cosas, y la charcutera venga a provocarla: «¿Desea algo más?». Y la ama de casa: «Pues sí. Me vas a poner...». Y la charcutera venga a preguntar. Y la mujer venga a pedir: «Me vas a poner...». Y yo, de paso, a cada nueva petición también le iba poniendo algo a la ama de casa plasta, la estaba poniendo verde para mis adentros.

No acabó con las existencias de la charcutería por poco. Al final, con cuatro o cinco kilos de embutido sumado a sus dos carritos, por supuesto llenos hasta arriba de rollos de papel higiénico, la ama de casa se fue a dar la brasa a otro lado. Ya sólo me quedaba un número para que me tocase turno. Y el número lo tenía una pareja de viejecitos, un matrimonio. Él no hablaba. Hablaba ella. Aunque ella hablaba por dos o por tres; o más.

¿Y este queso, ¿cómo está de sal? —le decía a la charcutera—. Es que, verás, mi marido tiene la tensión alta, y no puede tomar mucha sal.

¿Quiere probarlo, señora? —le decía la charcutera.

Vale. Dame un poco.

Y la charcutera le cortaba un trozo y se lo daba. Y la mujer lo probaba. Y luego le pedía otro trozo para su marido. Y su marido lo probaba. Y la mujer le preguntaba a su marido qué le parecía. Y él asentía. Y entonces pedía.

Luego le tocaba el turno al jamón curado. Y vuelta a repetir la misma operación. Qué tal de sal, déjame probarlo, deja que lo pruebe él, está bueno, dame equis gramos.

Y luego el salchichón. Y lo mismo. Y luego el pavo. Y lo mismo. Y luego el picadillo. Y lo mismo.

Total, que aquel matrimonio de viejecitos se fueron a casa merendados y cenados. Vasito de leche calentita, el arsenal de pastillas prescritos, pijamita y pantuflas, ver un poco la tele y a la cama. Mañana toca otro supermercado, y así vamos echándonos días a la espalda. ¡Será por supermercados!

No sé ustedes, pero yo odio cuando cambian las cosas de sitio. Me saca de quicio. Una vez le pregunté a uno de los empleados del súper porqué hacían eso. Me dijo que eran estrategias de venta, que lo hacen para “obligar” de alguna manera a los clientes a ver otros productos y no limitarse a los que ya conocen o están habituados. A mí me cabrea que hagan eso, porque soy de los que cuando van al súper lo hacen en plan “atraco de peli”: entrar, coger lo que necesitas, pagar y salir pitando. Obviamente en las pelis de atracos se suelen saltar el paso de “pagar”. En el mundo real también hay gente que se suele saltar ese paso. Incluso los hay que lo hacen de tal manera que hasta resulta “artístico”, por decirlo de alguna manera. Su fórmula es muy simple, a la par que tremendamente efectiva. Consiste en ir abriendo productos y consumirlos en el mismo supermercado, mientras van haciendo la compra. Luego dejan el envase o envoltorio vacío en cualquier estante y se van tan panchos, sin pagar un mísero céntimo por lo que han consumido. Digamos que, en esencia, es algo así como una variante del sistema empleado por los viejecitos en la charcutería, sólo que ampliando el espectro alimenticio y no limitándolo a embutidos.

Uno de los trámites que más desesperación me provocan es el “momento pasar por caja”. Nunca atino con la cola correcta. Y mira que lo he intentado un millón de veces. Y en casi todas ellas he fracasado miserablemente. Es como cuando vas conduciendo y te encuentras con un atasco. Tienes tres carriles donde elegir, y siempre, siempre, siempre, vas a parar al más lento. No me digas cómo ocurre eso, porque no tengo ni idea, pero siempre es así. Basta que te sitúes en un carril concreto para que justamente ése sea el que menos se mueva. Debe ser una puta Ley de Murphy o algo así.

En el tema de las colas de caja de supermercado me ocurre exactamente igual. Basta que te sitúes en el que crees que va a ir más rápido para que, justamente ése, acabe siendo el más lento de todos. Y ni caja rápida ni leches.

Y hablando de cajas rápidas —y aquí es donde entran los viejecitos, again— . Como dije antes, no está en mi ánimo criticar por criticar, ni señalar por señalar, pero, ¿de verdad es necesario que cada vez que un viejecito o una viejecita pasen por la caja de un supermercado le tengan que contar su vida a la cajera o cajero de turno? Entiendo que muchos viven solos, y que apenas salen de casa, salvo para ir al médico o al supermercado. Y también entiendo que se pasan la mayor parte del día sin hablar con nadie, sin mantener contacto con ser vivo alguno salvo sus mascotas —si las tienen— o el presentador de los informativos que sale por la tele, y a los que los viejecitos les hablan como si fuesen de la familia. «Hola, bonito. ¿Entonces mañana no va a hacer bueno? Mira que ya me lo estaba avisando mi rodilla. La jodía no falla. Pues nada, habrá que abrigarse entonces. Gracias por la información, salao».

Yo propongo, para acabar con las largas colas y las esperas innecesarias, que en todos los supermercados de gran capacidad habiliten una caja “exclusivamente para mayores de 65 años”. Y para que no penséis que soy un “viejófobo” —quietos paraos, ofendiditos del mundo—, sugiero que dichas cajas sean atendidas única y exclusivamente por personas de 65 años o más, así tanto cliente como empleado podrán explayarse a gusto en cuanto a situación personal, dolencias varias, medicaciones, visitas de los nietos y lo mal que va todo en comparación a cómo eran antes las cosas.

Así que, por todo esto, amigos, detesto ir a los supermercados.

Y para finalizar quiero que conste en acta, señoría, que quede bien claro que yo no tengo absolutamente nada en contra de los viejos. De verdad que no. ¿Y sabéis porqué no? ¿De verdad queréis saberlo? ¿De verdad de la buena? Está bien, os lo diré. Porque yo soy uno de ellos. ¿Qué? ¿Contentos? Hala. Con Dios.

Y sí, antes las cosas eran mucho mejores. Ah, y la juventud está perdida. Un clásico.

 

 

miércoles, 2 de diciembre de 2020

ZAPPA LO TENÍA CLARO (Parte 2)


 

Para leer la primera parte pincha aquí.


La semana pasada nos habíamos quedado justo en el primer corte publicitario de la entrevista que le hicieron a Frank Zappa en el programa FREEMAN REPORT en octubre de 1981.

Al regreso de la publicidad, la entrevistadora, Sandy Freeman, retoma la entrevista con la siguiente introducción:

Bienvenidos de nuevo. Mi invitado de esta noche es Frank Zappa. De él se ha dicho que es una mente muy abierta, y que con su música pretende crear mordaces comentarios sociales. Y, honestamente, creo que en esta primera parte de la entrevista me he podido dar cuenta.

Si bien en este segmento la entrevistadora parece mostrar una cierta admiración por el personaje, o eso al menos es lo que yo percibo, Zappa no parece fiarse, y prefiere mantener una cierta distancia. Como no la conozco ni sé de su trayectoria personal o profesional, no estoy en posición de asegurar nada, si bien, al menos por lo visto hasta aquí, en ningún momento se ha mostrado hostil, ni ha intentado situarse en una posición de superioridad moral o intelectual en relación al invitado, algo que sí suele ser moneda de cambio en nuestro país, lo cual me irrita sobremanera —no daré nombres. No hace falta. Además, seguro que cada uno de vosotros le pondrá nombre y apellidos al “profesional” de turno, dependiendo de la ideología de cada cual. Yo, como carezco de ideología, no tengo reparos en meterlos a todos en el mismo saco—.

Volviendo a la entrevista, a Zappa le recuerdan la agria polémica que generó en su momento una de sus canciones, titulada Jewish princess —incluida en su magnífico álbum Sheik Yerbouti, uno de los primeros discos de Zappa que escuché siendo un adolescente—. Por esa canción, que trata sobre una “princesa judía”, se le llegó a acusar de antisemita. No conviene olvidar que la comunidad judía es muy poderosa en todo el mundo anglosajón, y especialmente poderosa en el mundo del espectáculo.

Zappa, que no se calla una, atribuye la “agria polémica” a “un grupo muy minoritario, aunque especialmente ruidoso” a los que los medios enseguida dieron eco “porque les encanta todo lo que suene antisemita, ya que eso produce muchos dividendos”. Al pan pan y al vino vino.

Me pregunto qué pensaría Zappa de esta ola de ofendiditos que parecen abundar últimamente como las setas en un bosque permanentemente bañado por la lluvia. Supongo que, como hizo siempre, se pasaría su opinión por el forro, que es lo que se debe hacer si como artista pretendes salvaguardar tu integridad artística, algo con lo que yo estoy total y absolutamente de acuerdo. Si eres artista, y pretendes crear arte, no puedes permitir, bajo ningún concepto, que nada ni nadie coarte tu libertad creativa. Lo creo, lo defiendo y lo defenderé siempre.

La entrevistadora, una vez que Zappa ha puesto sobre la mesa su punto de vista en relación a esos “grupos minoritarios aunque ruidosos” que parecen ver en él “un elemento subversivo y potencialmente peligroso”, decide incidir en este tema.

¿Te molesta cuando alguien objeta algo sobre alguna de tus canciones?

Bueno, déjame que te diga algo sobre el tipo de objeciones que se suelen hacer contra mis canciones y el tipo de gente que objeta. Normalmente son asociaciones que se dedican a ello de manera profesional, me refiero a lo de objetar. Entonces un día alguien llama a una emisora de radio para quejarse de una sola palabra que aparece en una de mis canciones, y los gritos van directos a la FCC —imagino que se trata de alguna organización en defensa de la audiencia o algo así—. En lugar de que la emisora en cuestión calcule el número de gente que en ese momento está escuchando la radio y que sí le está gustando lo que escuchan, mi canción, le dan más importancia a la única persona que ha llamado para quejarse. Entonces al dueño de la emisora le entra el pánico y decide sacar mi canción de antena y vetarla.

Aunque aquí la entrevistadora intenta justificar la posición de la emisora, con el argumento un tanto maniqueo de “es normal que la gente reaccione mal ante las cosas negativas”, Zappa replica con un contundente:

¿Entonces sólo podemos dar buenas noticias en la radio y la televisión, para evitar que alguien se sienta mal?

Aquí Zappa se muestra especialmente brillante, pues replica con argumentos, sin exaltaciones ni subidas de tono, lo cual refuerza su postura.

La semana pasada decía que me asombraba que esta entrevista se hubiese realizado en 1981, pues trata temas muy actuales hoy día, en 2020, veintisiete años más tarde. ¿Os imagináis lo que habría pensado Zappa de esta perversa corriente de lo “políticamente correcto” que parecer regir nuestras vidas de un tiempo a esta parte?


 Más adelante, la entrevistadora pregunta a Zappa:

¿Qué es lo que te enoja realmente?

A lo que Zappa replica:

Me enoja muchísimo la exaltación de la ignorancia. Le contaba a una persona hace un rato que los científicos pensaban que el hidrógeno es el bloque principal sobre el que el Universo está construido, ya que es muy prevalente. Pero yo creo que el bloque principal del Universo es la estupidez, porque hay más estupidez que hidrógeno.

Esta frase, que había leído hace años en un libro dedicado a Zappa, me gustó tanto que decidí incluirla en mi primer libro de relatos: Absurdamente. Antología del absurdo Vol.I —¡Toma publicidad encubierta! ¡Qué demonios!, para eso tiene uno un blog, ¿o no?—.

A propósito de la ignorancia, la entrevistadora quiere indagar un poco más en el tema y pregunta a Zappa dónde ve él esa ignorancia de la que habla.

En la mayor parte de la música pop que se graba, se empaqueta y se vende hoy en día, en la mayoría de las películas, los anuncios publicitarios, y también en las escuelas...

¿En las escuelas? —pregunta con asombro la entrevistadora—. ¿Cómo que en las escuelas?

Las escuelas preparan a la gente para ser ignorante “con estilo”. Te dan el equipamiento necesario para ser un “ignorante funcional”. Las escuelas americanas no te equipan para lidiar con cosas como la lógica, ni te proporcionan el criterio para juzgar por ti mismo entre lo bueno o lo malo según cual sea la forma en que se plantee. Te preparan para ser una víctima utilizable para el complejo industrial-militar que necesita gente trabajando. Mientras sólo seas lo suficientemente inteligente para hacer un trabajo y lo suficientemente tonto para tragarte lo que te dan de comer, tú vas a estar bien. Pero si vas más allá de eso vas a tener problemas, que te provocarán dolores estomacales y dolores de cabeza. Yo creo que las escuelas, de una manera mecánica y específica, tratan de cortar cualquier indicio de pensamiento creativo de los niños que están creciendo.

Bueno, ¿y cuál crees que es la alternativa para los padres que estén de acuerdo contigo?

Recuerda que la escuela no es el único sitio donde el niño puede ser educado. Si coincides conmigo en que las escuelas hacen daño tú debes de darle herramientas en casa, para que tu hijo pueda contrastar con lo que le enseñan en la escuela.

¿Animarlos a ser creativos?

Animarlos a que lean otras cosas, aparte de lo que la escuela te da. Animarlos a que vean otras cosas en la televisión, no sólo dibujos animados, porque no creo que todo lo que programan en la tele está mal. Algunas cosas son realmente útiles. Y darles tu apoyo. Hacerles ver que tú, como padre, quieres que sean inteligentes, no sólo que tengan éxito en la vida, o que sean “una personita buena”. Enséñales que quieres que desarrollen su sistema de pensamiento.

¿Y crees que los chicos deben tener estructura y disciplina?

Sí. Absolutamente. Porque, a no ser que uno no contacte con cualquier forma de disciplina y vea cómo funciona, y se convenza a sí mismo de ello, van a tener muchos problemas cuando tengan contacto con el “mundo real”. La mejor manera de gestionarse en la vida sería la autodisciplina, pero si nadie te da un ejemplo de ello uno no sabrá por sí mismo qué es la disciplina y qué beneficios te aporta, y eso desembocará en que sea otro quien trate de “influenciarte”, bien sea tu formador, tu jefe o lo que sea, que te tendrá que dar un capón para que hagas algo. En cambio, si sabes lo que significa la disciplina, sabrás lo que tienes que hacer, hacerlo en el tiempo estipulado, y hacerlo bien.

A partir de aquí, la entrevistadora se muestra interesada en saber cómo educa Zappa a sus hijos —tuvo cuatro—. Y Zappa, no sé si en broma o en serio, le contesta “como se educa a un perro”.

¿Les golpeas con el periódico en la nariz cuando hacen algo malo? —pregunta la periodista con asombro.

Sí, de vez en cuando lo hago —dice Zappa con una medio sonrisilla.

El diálogo transcurre en ese tono, mitad en serio mitad en broma, hasta que la presentadora sentencia:

Me parece... no sé cómo decirlo... me resultas muy conservador.

¡Lo soy! —exclama Zappa.

Tus puntos de vista sobre las cosas son muy conservadoras, como lo de cuidar de tus hijos, disciplinarlos...

¿Qué hay de malo en eso? Sólo porque esté metido en el negocio del rock and roll no significa que no pueda tener ciertos puntos de vista que podríamos llamar tradicionales o conservadores. Da igual el nombre que le demos. Así es como yo me siento. Hoy en día la palabra “conservador” se ha convertido en algo realmente asqueroso, ya que los que se autoproclaman conservadores no lo son realmente. Son fanáticos.

¿Puedes profundizar más en lo que para ti significa ser conservador?

La manera en como se utiliza la palabra hoy en día está equivocada, ya que la gente grita lo que sus líderes proclaman. No son conscientes de que siguen a fanáticos. Hay una inmensa mayoría de estadounidenses que siguen lo que yo llamo el “síndrome religioso”. No hay que olvidar que hay muchas compañías, empresas, organizaciones, grupos mediáticos, etc relacionados con el negocio religioso, que se autoproclaman conservadores. Pero no lo son. Son fanáticos. Son tan fanáticos como lo pudieran ser los musulmanes radicales del medio oriente y sus extrañas normas en torno a la sexualidad. Eso es muy peligroso.

Bueno, esa es tu opinión y la has proclamado con total libertad. Estás en un país en que tienes derecho a dar tu opinión.

¡Exacto! Y espero que continúe de la misma manera. Por eso no me gusta la dirección que esta gente está tomando.

¿Os suena? ¿No os parece sospechosamente parecido a todo lo relacionado con la tristemente famosa “ley mordaza” del PP, o la persecución sistemática de cualquier idea u opinión, incluso chistes, por el amor de Dios, que alguien sube a la red y que, según dicen “los que mandan”, son constitutivos de delito, o las políticas de manejo de la información que los de Podemos ansían instaurar para silenciar lo que no les gusta, más propio de los regímenes totalitarios que tanto admiran e intentan emular, o más recientemente la polémica Ley Celaá de educación, etc, etc. etc?

 

Volviendo a la entrevista. Tras las duras y contundentes palabras de Zappa, la presentadora alude a la libertad de expresión, y pone el acento en que los conservadores tienen derecho a manifestar y defender sus ideas, y bla, bla, bla —su postura me hace sospechar de qué pie cojea—, a lo que Zappa se defiende argumentando lo siguiente:

Cuando ellos afirman que la única manera de ser una buena persona es según las normas que dicta SU libro, eso está equivocado.

Entonces Zappa empieza a desgranar y denunciar la cadena de favores existente entre poderosos grupos religiosos y empresariales y determinados candidatos a la presidencia, lo cual considera grosero y sumamente peligroso.

Al final de su encendido discurso, vuelve a acusar a Reagan de ser “un presidente de dibujos animados”.

Es un actor —dice burlonamente—. Deberían darle un premio de la Academia y dejarlo que se vaya a casa.

¿Pero crees que el hecho de ser un actor es malo en sí? —incide la periodista.

Si quieres actuar, hazlo. Si eres un actor y quieres ser presidente de los Estados Unidos, mejor que tengas algo más que tus dotes de actor. No creo que Reagan tenga suficiente bagaje intelectual como para respaldar lo que dice, ya que es un producto manufacturado. Está rodeado de gente que le provee de información, la mayoría de la cual no son buena gente. Es más, son mala gente. Él sólo lee lo que le dictan. ¡Es un presidente teleprompter! Si le privásemos del equipo de asesores que le rodea, veríamos que es insustancial. No tiene ningún plan. Él es sólo un buen tipo risueño. ¿Es esto lo que nos merecemos?

Dices que Ronald Reagan es un actor, y que el puesto de presidente le queda grande y no le pertenece. Pero tú, que eres músico, ¿no crees que la gente podría opinar entonces que tú solo debes hablar de música, dado tu oficio?

Anda que la periodista se ha lucido. Me recuerda a unos cuantos de aquí, de todo signo, que pretenden quedar siempre por encima del invitado. Pero claro, no todos los periodistas tienen enfrente a un tipo como Zappa, perfectamente capaz de ponerte en tu sitio con una simple frase.

Bueno, tú me has preguntado y yo te he contestado. No querrías que te pegara en la cabeza, ¿no?

¡Grande Zappa!


Lo he dicho y lo mantengo, admiro a este tío. Y no sólo por su música, capaz de saltarse todas las ataduras académicas o los convencionalismos mayoritariamente aceptados y dinamitarlos de pleno, haciendo algo único y tremendamente original.

Además del Zappa músico y compositor, admiro al Zappa librepensador, capaz de articular, de manera clara y concisa, sus pensamientos y opiniones sobre los más diversos temas. Y además, hacerlo con valentía, sin plegarse a los deseos de nadie, ni tratando de complacer a nadie. Puedo estar de acuerdo o no, total o parcialmente, eso es lo de menos. Lo importante, al menos para mí, es que esa persona me demuestre integridad en lo que dice o lo que hace, pues de ese modo, aunque discrepe, siempre puede hacerme replantear mi postura, e incluso hacerme cambiar de opinión. No soy un ser monolítico, un trozo de piedra impenetrable, incapaz de admitir que pueda estar equivocado o no tener razón en algo. Si alguien me hace ver que estoy equivocado no tengo problema alguno en admitir mi error y cambiar de opinión.

Y ahora, con vuestro permiso, voy a bucear entre mi colección de discos del maestro. Porque, mientras podamos, debemos disfrutar de las cosas buenas que la vida pone a tu disposición, como, por ejemplo, alguno de mis libros, que podéis comprar aquí. Yo porque ya los tengo, porque si no fuese así me los pillaba seguro. Son cojonudos, oiga.