jueves, 27 de abril de 2023

COCINILLAS ENDIOSADOS

 

Yo me como esta mierda y salgo del restaurante con más hambre a como entré


No sé exactamente en qué momento ocurrió; cuándo la comida dejó de ser algo básico para nuestra supervivencia y pasó a convertirse en una pieza de arte. Tampoco tengo claro en qué momento los cocineros pasaron de ser eso, cocineros, a convertirse en “artistas”.

De entrada, diré que personalmente no considero la cocina un arte, ni a los cocineros unos artistas. Bastantes “artistas” tenemos ya en el mundo como para añadir más estúpidos engreídos a la lista.

Cuando era estudiante me enseñaron que las artes eran siete: arquitectura, escultura, pintura, música, literatura, danza y cine. Yo añadiría tres disciplinas más a esa lista: teatro, fotografía y cómic. Y para de contar.

Pero antes de proseguir, vayamos al diccionario de la RAE. Según su segunda acepción, que es la que me interesa, dice lo siguiente a propósito de la palabra arte: «Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros».

Vale. Tal vez se preste a confusión. Porque alguien podría decir que los platos una vez cocinados son una manifestación de la actividad humana, y que los cocineros son unos artistas que interpretan lo real o lo imaginado a través de sus recetas. Y puede que quienes sostengan eso tengan razón, y que los cocinillas sean unos artistas, pero no en la forma en que ellos aspiran o creen ser merecedores. A mi modo de ver son artistas, sí, pero “del sablazo”, porque cobrar cuarenta eurazos por una mierda minúscula con ínfulas de ser mucho más de lo que aparenta y que no llega ni a la categoría de canapé, me parece una tomadura de pelo que guarda más relación con el timo de la estampita que con el sumun del placer culinario.

Recuerdo hace años un divertidísimo sketch de Faemino y Cansado en el que ridiculizaban a su manera, es decir, genial y tronchante, todo ese “ful de Estambul” que entonces se denominaba nouvelle cuisine. En el citado sketch, Faemino se quejaba amargamente ante su compañero Cansado de las porciones minúsculas por las que le habían sacado un ojo de la cara en un restaurante de moda y que, tras comer, encima se había quedado con hambre. Al final concluía: “¡A mí que me pongan un bistec con patatas y unos huevos fritos con chorizo, y que lo llenen hasta que no se vea el dibujo del fondo del plato, coño!”.

Este scketch puede tener fácilmente veinticinco años, es decir, que aún no había llegado a la cocina todo esa gilipollez de la deconstrucción culinaria, la caramelización de todo lo habido y por haber, el uso del nitrógeno líquido y la irrupción de la prebiótica.

Cada vez que veo a un cocinillas con ínfulas, soplete en mano, me dan ganas de soltarle un sopapo y gritarle: “¡¡¿Adónde vas con ese soplete, tontolaba?!! ¿Es que no sabes usar el horno o los fogones de toda la vida, tolete?”. Y verlos usando esas pinzas enormes para colocar una mierda de hoja de no sé qué para adornar un plato, también me pone de los nervios. ¡Ni que fueran filatélicos, carajo!

¿Y qué me decís de esos nombres tan rimbombantes que utilizan para bautizar a sus creaciones? “Alegoría de un atardecer en un bosque cuqui de Indonesia envuelto en aroma de pétalos de rosa rosae guay del Paraguay y manojo de hierbas súper chulas engalanado con lágrimas azules de pitufo y azúcar glass”. Y luego va y te ponen una mierda del tamaño de una aceituna envuelta en espuma blanca adornada con una hoja de menta. Y te cobran un ojo de la cara por la broma. Y te lo comes y resulta que sales con más hambre que cuando entraste en el restaurante. Y con doscientos pavos menos en el bolsillo. Pa' matarlos, vamos.

Entonces un día, de repente, comenzaron a salir en la tele un montón de programas culinarios. Que si Masterchef y sus distintos subproductos (Masterchef Junior, Masterchef Celebrity, Masterchef Juan Palomo, yo me lo guiso yo me lo como... ¡menudo reparto, oiga!), que si el Chicote (esa especie de enano de jardín cabreado con el mundo al que todo le sabe a mierda y que nunca —oh, casualidad— se topa con una cocina en condiciones, ni con cocineros o empresarios mínimamente competentes. En ese sentido me recuerda horrores a uno de los primeros jefes que tuve la desgracia de sufrir, que también era un enano con mala leche al que todo lo que hacían sus empleados le parecía una mierda, y resulta que el muy cabrito no sabía hacer una “o” con un canuto y tenía menos estudios que Belén Esteban), o el Daviz Muñoz, ese sanaca que por sustituir una “d” por una “z” en su nombre de pila se cree un genio, con cresta y pendientes de madera en las orejas que parece más un miembro de La Polla Records que un cocinero y del que confieso que yo no me comería ni una tortilla francesa suya ni aunque me pagasen. Como si no tuviésemos bastante con el bueno de Arguiñano y su colección de chistes malos del que sólo él se ríe y sus penosas interpretaciones de canciones populares a las que le cambia la letra según le vaya el día. Pues no, resulta que no teníamos suficiente, así que... San Joderse tocó en jueves.



Hará cosa de un par de meses me gocé una estupenda película titulada El menú. La película, protagonizada por ese monstruo de la interpretación que es Ralph Fiennes, gira en torno a un reputado chef de la alta cocina que invita a un selecto grupo de comensales escogidos a una cena exclusiva en el restaurante de su propiedad ubicado en una misteriosa isla. A medida que va transcurriendo la velada comienzan a sucederse los diferentes platos que conforman el menú, con su retahíla de rimbombantes nombres, que el chef, como suele ser habitual en este tipo de restaurantes, va desgranando ingrediente por ingrediente, en una especie de parodia desquiciada sacada del mundo real.

Como no deseo hacer espoiler, hasta aquí puedo leer. Lo que sí diré es que, si tenéis oportunidad, le echéis un vistazo a la peli, pues está repleta de guiños a ese tipo de cocina y a toda la gilipollez que la rodea; todo ello convenientemente sazonado con unas elevadas dosis de humor negro negrísimo que te harán relamerte de gusto.

Hablando de tonterías en el mundo culinario, no puedo evitar acordarme de aquella publicación en la que se mostraba al futbolista Sergio Ramos a punto de zamparse un bistec laminado en oro. El sumum de la exclusividad y el horterismo de los ricos muy ricos que no se contentan con tener pasta por castigo sino que, encima, necesitan hacer pública ostentación de ello, pues de lo contrario parece como que no disfrutan de su privilegiada posición en la vida. Parafraseando a aquel torero al que le presentaron en cierta ocasión al filósofo Ortega y Gasset y el pobre hombre, sin tener ni pajolera idea de en qué consistía eso de analizar el pensamiento y el obrar de la gente, no dudó en sentenciar: “Hay gente pa tó”.

Lo que está claro es que toda esta fiebre de gilipollismo que de un tiempo a esta parte rodea al mundo de la alta cocina, ha hecho que hasta en las expresiones populares notemos su perniciosa influencia. Y es que ni siquiera podemos ya mandar a freír puñetas a alguien que consigue sacarnos de nuestras casillas. Ahora, para adecuarnos a los nuevos tiempos, habría que gritar: “¡Vete a freír puñetas con un soplete, aderézalo con un sorbete de anís del mono en polvo y alpujarras caramelizadas y acompáñalo de un nido de si quieres arroz Catalina con salsa de ostras Pedrín!”.

Es lo que hay. Aunque yo, aún a riesgo de ser considerado un reaccionario y un antiguo, prefiero mil veces un buen potaje de verduras de la vieja que mil y una recetas de estos chef de chichinabo que, soplete en mano, no dudo en calificar de vendehumos.



jueves, 20 de abril de 2023

EL TRIUNFO DE LA SENCILLEZ

 

Imagen de Enrique Meseguer bajada de Pixabay


Tengo un amigo con el que de vez en cuando quedo para ir a caminar. Nos conocemos desde hace más de treinta años. Ambos compartimos gustos musicales, cinéfilos y literarios.

En esas largas caminatas confrontamos gustos, ideas y opiniones sobre lo que nos gusta, lo que detestamos, lo que nos aburre o lo que nos emociona. No siempre coincidimos en todo, aunque sí ocurre la mayoría de las veces.

Lo bueno de disentir es que ambas partes se enriquecen con el punto de vista del otro. Si dos personas piensan exactamente lo mismo sobre algo, la cosa no va más allá. Nadie aprende nada, sólo confirman lo que ya saben o piensan.

Con esto no quiero decir que uno esté deseando disentir. También viene bien encontrar de vez en cuando a alguien que piense y opine parecido a ti, ya que eso te sirve para reafirmarte en tus convicciones, o en tu forma de ver y entender el mundo que te rodea. Somos seres sociales, y, como tales, necesitamos compartir. En eso precisamente se basa la comunicación, en compartir, ya sean ideas, experiencias, puntos de vista, pensamientos, opiniones o sensaciones.

Hace cosa de un par de semanas le comentaba a este amigo que últimamente experimento un gran placer en el uso sencillo del lenguaje literario. A medida que he ido cumpliendo años me he percatado de lo mucho que me cuesta el uso y abuso del lenguaje rocoso y enrevesado que muchos escritores utilizan en sus libros para ocultar su incapacidad de contar algo de manera clara y sencilla, sin tanta afectación ni grandilocuencia.

Que no se escribe hoy a como se escribía hace cien años es una evidencia. Tampoco se habla hoy de la misma manera a como se hablaba a principios del siglo pasado. Y es que el lenguaje, oral y escrito, es un ente vivo, sujeto a cambios y en permanente adaptación. ¿Por qué empeñarse entonces en escribir a como se escribía hace cien años? ¿Qué sentido tiene mostrarse “ininteligible” a los lectores? ¿Acaso una mala novela mejorará al meter en ella palabras rebuscadas y dotar al texto de un lenguaje difícil y enmarañado? Tal y como yo lo veo, definitivamente no.

Hace unos días acabé de leer Diálogo con mi sombra. El oficio de escritor, del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez. Un libro magnífico, por cierto. De Pedro Juan ya había leído hace unos años su Trilogía sucia de La Habana, libro que compré un poco a ciegas en una librería de mi ciudad y que devoré en pocas semanas a pesar de su extensión —tal y como se deduce del título, el libro consta de tres libros unidos en un único volumen—. De aquel libro recuerdo lo mucho que me recordaba, en el estilo y la temática, a los libros de Bukowski, del que poseo más de una docena de títulos y releo de vez en cuando.

Por cierto, a propósito de la Trilogía sucia de La Habana, si te incomoda el uso crudo y obsceno del lenguaje, así como ese tipo de literatura que habla de lo que no se suele escribir por considerarse ofensivo, incómodo o desagradable, mejor no leas este libro, pues todos tus temores se verán confirmados desde la primera página multiplicados por mil.

Pedro Juan Gutiérrez ejerció durante algo más de veinte años como periodista en la Cuba castrista, hasta que precisamente la publicación en el extranjero de su Trilogía sucia de la Habana propició su despido fulminante del medio para el que trabajaba, siendo señalado por el régimen como un outsider y un “enemigo de la revolución”, ya que el hecho de reflejar en sus libros esa realidad que el régimen se empeña en ocultar al turista y al mundo allende sus fronteras es considerado como algo próximo a la disidencia. En definitiva, “o estás conmigo o contra mí”, pues en los regímenes totalitarios no hay cabida para las opiniones contrarias al discurso oficial.

Precisamente el hecho de haber ejercido durante tantos años el periodismo, se revela como algo fundamental en el estilo literario desplegado por Pedro Juan en sus libros. Él mismo se encarga de explicar cuáles son las líneas maestras de su estilo literario a la hora de enfrentarse a la hoja en blanco: «Una dinámica de diálogo rápido, de atrapar al lector con escenas cortas. Nada de largos párrafos de reflexión y análisis sobre lo que está sucediendo, sino dejar al lector que lo haga. Respetar la inteligencia, la cultura y la capacidad de análisis del lector. Es decir, mi narrativa se basa en aportarle elementos al lector y que sea él quien saque sus propias conclusiones».

Una de las cualidades que más valoro en el arte literario es la concreción. Sobre todo a partir de cierta edad, cuando uno ya no está para perder el tiempo tontamente. A medida que voy sumando años a mi particular calendario vital, mayor importancia le doy a la sencillez. Me enervan las complicaciones innecesarias, el relleno, la paja.

Volviendo al libro de Pedro Juan, en otra parte del libro escribe lo siguiente: «Soy incapaz de utilizar cuatro páginas para algo que puedo decir en una. Y eso es respetar al lector. No darle paja. No darle basura sólo para alargar un poco más el texto. Al contrario, cuanto más concentrado mejor».

En otra parte del libro acusa a los que él llama “escritores barrocos” de explayarse en las descripciones y en las emociones y pensamientos de los personajes, lo que a él —y a mí— le resulta tremendamente soporífero. En ese sentido, sentencia: «Admiro a Marguerite Duras. Logró desprenderse de todos los trucos y los artificios. Escribir del modo más escueto posible. Eso es dificilísimo, casi imposible escribir de ese modo, dejando sólo el esqueleto, los huesos del texto. […] Los barrocos, en cambio, ponen demasiado merengue a una tarta pequeña. Y merengue rosado casi siempre, para que sea aún más empalagoso y más altisonante».

No hace mucho, un mes o así, acabé la lectura de una novela breve de la escritora japonesa Aki Shimazaki. La novela lleva por título Hózuki, la librería de Mitsuko. ¡Qué deliciosa novela! Escrita de un modo sencillo, directo, sin grandes artificios ni rellenos innecesarios, Shimazaki narra la historia de Mitsuko, una librera de provincias que vive en un apartamento situado en lo alto de la librería que regenta. Allí pasa los días junto a su madre y Taró, su pequeño hijo sordomudo, con el que se comunica a través del lenguaje de signos.

De manera amena y extremadamente adictiva, la autora nos va narrando el recorrido vital de esta joven librera, madre soltera, que, a pesar de la aparente sencillez de su día a día, esconde una vida repleta de oscuros vericuetos.

Se trata de una novela corta —la versión electrónica apenas llega a las 100 páginas—, y me enganchó tanto que la leí en apenas cinco noches —suelo leer por las noches, antes de dormir, aprovechando el silencio y ese momento de paz que acontece justo antes de planchar la oreja—.

Obviamente, cada lector exige de sus autores favoritos una cualidad distinta. Habrá a quien le guste la literatura “de enjundia”, con largas y detalladas descripciones y acrobáticos ejercicios de estilo. Y no seré yo quien le reproche a nadie sus apetencias. Faltaría más. De hecho, lo respeto. Como bien reza el dicho: “sobre gustos no hay colores”, pues cada uno de nosotros busca o exige algo diferente en el arte.

A mí, como ya confesé en un párrafo anterior, cada día encuentro más placentero la sencillez y la economía en el lenguaje escrito. ¿Y tú? ¿Qué buscas o exiges en tus libros o autores favoritos?