jueves, 26 de marzo de 2020

LA CASUALIDAD SIEMPRE LLAMA DOS VECES

Mis libros, escritos y maquetados con estas manitas que Dios me ha dado. La impresión y encuadernación no la hice yo, aclaro. Eso fue cosa de las imprentas de Amazon. A cada uno lo suyo.

 
Ayer miércoles, 25 de marzo de 2020, mientras curioseaba por la red en busca de algo que paliase los efectos de este confinamiento que, fruto del coronavirus, estamos padeciendo, me encontré con una publicación de Rosa Berros Canuria en Twitter donde se me nombraba.
Intrigado, hice click en la publicación. Al hacerlo, me encontré en el blog de Rosa, ante una reseña que, para mi sorpresa, había realizado con motivo de la lectura de mi segundo libro de relatos publicado en 2015.
Si os apetece acceder a la reseña, pinchad aquí.


Gratamente sorprendido, no sólo por el tiempo dedicado a leerme y escribir sobre sus impresiones sino por el cariño y la gentileza mostrada hacia mis letras, me sentí abrumado por la emoción.
Y es que, desde que empezó este confinamiento, había notado que mis ganas de escribir parecían haberse esfumado.
No es la primera vez que sufro una crisis creativa, es cierto. De ahí que no le concediese mayor importancia de la debida. Creía, o quería creer, que como me había sucedido en las crisis anteriores mis ganas de escribir volverían a mí en cualquier momento.
Lo que no sospeché es que esas ganas, esa creatividad que creía dormida, despertase de repente motivada por el sentimiento de agradecimiento que las letras de Rosa me habían infundido.
Fruto de ese sentimiento, me vi asaltado por unas ganas tremendas de volver a sentarme ante mi mesa de trabajo y garabatear unas letras. Esa breve avanzadilla quedó reflejada en el comentario que le dejé a Rosa en su blog.
Sin embargo, ya por la noche, en esa hora mágica en el que cuerpo y mente se relajan y las musas aprovechan para visitarnos, varias ideas acudieron a mí como mosquitos en una calurosa madrugada de verano.
Esta mañana, libreta en mano, trabajé los apuntes de la noche, y logré completar una pieza, un cuento corto, que, como no podía ser de otra manera, he resuelto dedicar a Rosa Berros Canuria, su instigadora.
Confío en que mi pequeña aportación consiga distraeros la mente y haceros olvidar los estragos de este tiempo tan extraño de confinamiento que a la humanidad entera nos ha tocado vivir.
Recibid un afectuoso saludo. Y, por favor, quedaos en casa. Con el esfuerzo de todos, saldremos de ésta.
Por cierto, si en algún momento os sentís aburridos y necesitáis echar mano de alguna lectura que consiga distraer la mente y apaciguar el espíritu, os dejo el enlace a los adelantos gratuitos de mis tres libros publicados hasta el momento. No hace falta que compréis nada. Tampoco estoy seguro de que Amazon envíe los libros a vuestras casas, al menos mientras siga vigente el confinamiento. Leed y, si os apetece, dejadme un comentario en el blog. Os lo agradeceré.
Podéis leer los adelantos gratuitos pinchando aquí.

Os dejo con el cuento corto:

LA CASUALIDAD SIEMPRE LLAMA DOS VECES
por Pedro Fabelo (2020)

Llaman a la puerta.
Soy yo, Rosa.
Sin esperar reacción alguna, vuelven a llamar.
Soy yo, Rosa.
Nuestra protagonista, de nombre Rosa Berros Canuria, reseñista para más señas —valga la redundancia—, precisamente deja una reseña a medio hacer en la mesa de su escritorio y se incorpora con desgana de su sillón ergonómico chachi piruli que protege su espalda al mismo tiempo que ataca sin piedad su economía. ¡Hay que ver qué caros son esos sillones ergonómicos chachi piruli, por el amor de Dios!
Rosa atraviesa el pasillo que conduce a la entrada de su domicilio y se detiene a la altura de la puerta principal.
¿Quién es?
Soy yo, la casualidad —se oye desde el otro lado de la puerta.
¿Y cuál es la razón de que hayas llamado dos veces? ¿Acaso crees que estoy sorda?
No, mujer. Es que la casualidad siempre llama dos veces, como Jack Nicholson.
La comparación con el protagonista de El cartero siempre llama dos veces alimentó las sospechas de Rosa.
¿No serás un depredador sexual? —dijo Rosa.
Oh, no. Las palabras, a pesar de lo que digan las abanderadas del feminismo más recalcitrante, somos asexuadas. Carecemos de instinto sexual. Nos limitamos a ser lo que la gente quiera que seamos; básicamente meros vehículos para expresar ideas, pensamientos, emociones o sensaciones.
¿Y a qué has venido?
He venido a recordarte que debes volver a leer a Pedro Fabelo.
¿Y eso porqué?
Ha pasado un año desde la última vez.
Aquella revelación provocó una sensación de asombro en Rosa, a la que siguió una consciencia plena de su propia mortalidad que la sumió en el desconcierto.
¡Dios mío!, ¿un año ya?
Sí, hija. ¡Cómo pasa el tiempo!, ¿eh? Y no sólo para vosotros, los humanos. Nosotras, las palabras, también sufrimos los inevitables estragos del paso del tiempo. Sin ir mas lejos, ahí tienes el ejemplo de mi tía abuela “azar”. No hace ni dos días que cumplió 425 años. No veas lo que nos costó poner las velas en la tarta. Para serte sincera, había más velas que tarta. Ésa es la verdad. Y no te lo pierdas, la pobre casi se nos asfixia soplando. Normal. Con 425 años una ya no tiene los pulmones de una chavala de 300 años.
Claro, claro... —añadió Rosa de manera autómata, como si su subconsciente se empeñase en conceder carácter de normalidad a una situación que escapaba a toda lógica.
Pero, ¿sabes qué? —prosiguió la casualidad—, después de todo valió la pena el esfuerzo. Ver la cara roja de felicidad y semiasfixia de mi tía abuela no tiene precio. Mi sobrina “eventualidad” grabó un vídeo con el móvil y pronto lo subirá a Youtube. Igual así nos ganamos unas perrillas, que siempre vienen bien para nuestra paupérrima economía.
¡Qué me vas a contar a mí! —exclamó Rosa, al recordar que precisamente en esos días se le vencía la última letra para pagar su silla ergonómica chachi piruli pero cara de la leche.
Por cierto, no puedo quedarme mucho tiempo —añadió casualidad—. Aún tengo que ir a la RAE a recoger mis regalías por derecho de autor correspondientes al año pasado.
Perdona si me meto donde no me llaman. ¿Las palabras necesitáis dinero para subsistir? —preguntó Rosa picada por la curiosidad, que es así como una culebrilla de parecido aspecto al gusano de la lectura aunque no tan gorda ni mucho menos miope.
Pues claro que necesitamos dinero para sobrevivir. ¿O es que te piensas que vivimos del cuento, como los políticos y la gente que va a contar gilipolleces a los programas de cotilleo de la tele?
Aquella revelación logró sumir a Rosa en el estupor, casi tanto como el experimentado por Amélie Nothomb cuando escribió sobre sus experiencias como chica de la limpieza en aquel rascacielos de Tokyo.
Además de estupor, Rosa notó que su mente se abría de par en par a un mundo desconocido para ella. En cierto modo, experimentó algo parecido a un religioso cuando cree percibir la llamada de la fe o a un colgado cuando se fuma un canuto del tamaño de un zepelín.
Por cierto, Rosa, no me resisto a darte las gracias.
¿Gracias? ¿Por qué?
Por el respeto que demuestras hacia la palabra escrita. No creas que esas cosas nos pasan desapercibidas. Valoramos a la gente que nos ama y nos cuida. Por personas como tú nuestra existencia está garantizada.
¿A quiénes te refieres exactamente con “personas como yo”?
A aquellas personas que leen, que aman la literatura y le conceden a las palabras el valor que merecen. Vivimos tiempos adversos, Rosa, en el que la humanidad se encamina en vertiginoso ritmo hacia una deshumanización descontrolada, dejando sus vidas y sus destinos en manos de las máquinas. Mientras unos lo hacen por pereza otros lo hacen por aumentar sus beneficios económicos y su capacidad de controlarlo todo. Pero todos ellos olvidan algo. Algo esencial. Olvidan que por muy sofisticados que sean los robots o los programas informáticos que los sustenten, jamás podrán sustituir una parte esencial del ser humano.
¿Cuál?
Su creatividad.
Rosa asintió, satisfecha en su fuero interno por coincidir de pleno con el pensamiento de su interlocutora.
¿Sabes que para ser una palabra posees una gran sabiduría?
Las palabras escondemos más de lo que mostramos. Somos como icebergs del conocimiento. En cierto modo, me recuerdan a los cuentos de Pedro Fabelo. Esconden más de lo que muestran.
¿Has leídos sus tres libros dedicados al humor absurdo?
Sí, claro.
¿Y qué te han parecido?
Han conseguido sorprenderme, la verdad. Me esperaba algo más banal y estúpido. Una sucesión de chistes sin más. Pero, bajo la aparente sencillez de ciertas piezas, se esconde una crítica bastante ácida y mordaz sobre un montón de males que aquejan a la sociedad contemporánea.
En este punto, Rosa se mostró orgullosa de su criterio como lectora.
¿Qué te pensabas, que iba a perder mi tiempo en leer algo tonto y carente de calidad literaria? Para que lo sepas, mi montaña de libros pendientes de lectura podría competir en tamaño y densidad con la montaña mágica de Thomas Mann.
Te creo.
Eso me recuerda que debo seguir con mi trabajo. Aún debo hacer un par de reseñas para Moon Magazine.
Desde luego. Y yo he de ir a cobrar mi dinerito. A ver si consigo hacer el ingreso antes de que me cierre el banco, que menudos son. Adiós, Rosa.
Adiós, casualidad.
Y colorin colorado, este cuento se ha acabado; pues acabo de recordar que yo también he de ir al banco a pagar una de las letras de mi cómodo —aunque caro— sillón ergonómico chachi piruli.

FIN