jueves, 13 de agosto de 2020

SÓLO SÉ QUE NO SÉ NADA

 

Desde hace tiempo le tenía ganas a este libro, Trópico de Cáncer de Henry Miller. Llevo oyendo y leyendo hablar de él muchísimos años. Principalmente por la polémica que suscitó en su momento y por la que aún hoy, casi cien años después de su publicación, sigue suscitando.

En su momento fue tachado de obsceno, provocador e inmoral. Incluso estuvo prohibido en muchos países, incluyendo Estados Unidos, esa supuesta cuna de las libertades —siempre que seas un blanco, anglosajón y protestante, claro, pues, de lo contrario, ya puedes darte por jodido—, donde no se publicaría hasta casi treinta años más tarde de su salida al mercado en París, en 1934.

La primera vez que oí hablar de Trópico de Cáncer fue en un capítulo de la serie Seinfeld. En dicho capítulo, Jerry y George son perseguidos por un detective de libros (jajaja), que los acusa de no haber devuelto en el plazo estipulado un ejemplar de Trópico de Cáncer que habían tomado prestado de la Biblioteca Pública como quince o veinte años atrás, amenazándolos con meterles un buen puro si persisten en su ignominia.

No ha sido esta la única vez que he oído o leído hablar de este libro, considerado por muchos un clásico de la literatura. Recuerdo haber leído algo en alguna novela —creo que de Bukowski, aunque no estoy seguro al cien por cien—, artículos en revistas, entrevistas con autores consagrados y hasta en tertulias literarias de cierto calado.

Total, que hace unos días acabé de leer, al fin, Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Me costó más de un mes terminarlo, pues he ido intercalando otras lecturas entre medias. Y es que, durante la lectura del libro de Miller, confieso que no fueron pocas las veces en que estuve tentado de abandonarlo.

Desde luego, ha sido toda una experiencia.

A pesar de lo que me ha costado leerlo, aún no tengo una opinión clara de lo que me ha parecido. Ni me ha gustado ni me ha dejado de gustar. Eso sí, como libro, es de los más raros especímenes que he leído en toda mi vida. Incluso estoy absolutamente convencido de que, de practicar el budismo y creer en la reencarnación, Trópico de Cáncer seguiría siendo el libro más raro que jamás haya leído en todas mis vidas, pasadas y futuras.

Para empezar, ni siquiera sabría en qué categoría englobarlo.

Novela no es, o eso pienso, pues no se cuenta en ella una historia con planteamiento, nudo y desenlace, que es como yo concibo una novela. Aunque acabo de mirar en el diccionario de la RAE la definición de novela y dice lo siguiente: «Obra literaria narrativa de cierta extensión».

Guay. Una pregunta, ¿los de la RAE cobran por esto? Es mera curiosidad.

Dejando a un lado la vaguedad de ciertas acepciones, y lo bien que viven algunos, sigamos para bingo.

Descartado lo de novela tampoco lo catalogaría de ensayo, pues según la RAE un «ensayo» es un «escrito en prosa en el cual un autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo personales».

Desde luego, Miller no centra la prosa contenida en Trópico de Cáncer en un solo tema, como sí hizo en Leer en el retrete, que también leí y que, salvo algún que otro pasaje en el que se le va la olla y se pierde por los cerros de Úbeda, me pareció una lectura cuanto menos entretenida, y mucho menos extensa. Aunque, si de leer en el retrete se trata, recomendaría un genial ensayo del escritor argentino Hernán Casciari que, bajo el título de Cagar leyendo, un placer rioplatense, podéis encontrar en su magnífico libro de relatos España, decí alpiste.

En Trópico de Cáncer se tocan muchos temas, e intervienen una amplia galería de personajes que básicamente se mueven en los mismos círculos: los ambientes más sórdidos y deprimentes del París de principios del siglo XX, entre grandes borracheras, estancias en sucios y malolientes hostales o cuchitriles infectos y sufriendo toda suerte de enfermedades venéreas fruto de los continuos encuentros sexuales de los personajes, incluido el autor, con prostitutas, supuestas condesas algo promiscuas y de higiene más que cuestionable y jóvenes doncellas casquivanas.

Por supuesto, queda totalmente descartado que se trate de un libro de poesía, pues no hay en él ni un solo verso, o yo al menos no lo recuerdo, aunque a través de sus páginas encontremos cientos de pensamientos —algunos realmente brillantes— y ciertas partes escritas en un lenguaje poético.

Supongo que a lo que más se asemeja Trópico de Cáncer sería a un diario. Escrito a modo de testimonio de un tiempo y un lugar concretos —París y alrededores a principios del siglo XX—, el autor va narrando diferentes episodios de su caótica y desordenada vida entregada a la bohemia en compañía de un granado grupo de excéntricos personajes.

Una de las cosas que más me llamó la atención fue la inexistencia de capítulos. Todo el libro está narrado de un tirón, alternando fechas, lugares, pensamientos y personajes en un batiburrillo incesante. Confieso que en ocasiones me perdí ante semejante maraña de letras.

Pero el libro, como dije, sin ser una maravilla —para mi gusto— tampoco es que sea malo. A pesar de tratarse de un libro en ocasiones tétrico y oscuro, contiene algunos pasajes que me resultaron interesantes, poderosos, casi hipnóticos, dotados de una singular belleza, como el que sigue:

«Después de que todo me hubo pasado tranquilamente por la cabeza, una gran paz me invadió. Aquí, donde el río serpentea mansamente por entre una faja de cerros, hay un suelo tan saturado del pasado que, por lejos que la mente se remonte, nunca se le puede separar de su fondo humano. ¡Dios! Ante mis ojos rielaba una paz tan suave, que sólo a un neurótico podría ocurrírsele volver la cabeza. Tan silenciosamente corre el Sena, que apenas si se nota su presencia. Siempre está ahí, silencioso y discreto, como una gran arteria corriendo por el cuerpo humano».

Igual la culpa es mía. Me explicaré. Yo tengo la costumbre de leer de noche, que es cuando el silencio lo cubre todo y la quietud favorece mi concentración. Eso en la columna del DEBE. En la columna del HABER resulta que es precisamente en esas horas cuando el cansancio se acumula en tus ojos y tu mente, y notas cómo tus párpados se cierran de manera involuntaria y tu cerebro se niega a procesar los datos con agilidad y presteza, por lo que te ves obligado a leer hasta cuatro o cinco veces el mismo pasaje para pillar algo con un mínimo de coherencia.

Total, que leí el libro, y aún no puedo decir si me gustó o no. Supongo que en algún momento de mi vida volveré a él.

¿Os ha pasado eso alguna vez con algún otro libro?



jueves, 6 de agosto de 2020

ALAN PARKER. IN MEMORIAM

Fotograma de la película "El expreso de medianoche".

Durante un tiempo Alan Parker formó parte de mi particular Olimpo de directores de cine, junto a otros grandes nombres como Woody Allen, Stanley Kubrick, Billy Wilder, David Lean o Francis Ford Coppola. En ese tiempo no me perdía ninguna película que cayese en mis manos y llevase su firma, hasta que con el paso de los años mis horizontes cinéfilos fueron ensanchándose cada vez más y sus películas se perdieron en la maraña de títulos y autores que actualmente conforman mi vasta colección.

La primera película suya que vi fue El expreso de medianoche. La vi en una cinta original, en VHS, a mediados de los 80, del videoclub de mi padre. Por aquellos años tenía la costumbre de llevarme varias películas a casa para visionarlas los fines de semana, que era cuando más tiempo disponía para verlas. Entre semana yo estudiaba por las mañanas, y por las tardes iba a echar una mano a mi padre y su socio en el videoclub.

Cuando me llevé aquella cinta a casa carecía de información previa, por lo que mis expectativas eran bajas, por no decir inexistentes.

Entonces disponíamos en casa de un pequeño televisor Sharp conectado a un vídeo VHS de la misma marca, ambos instalados en lo que con el tiempo se acabaría convirtiendo en mi dormitorio, pero que entonces llamábamos «el cuarto de la tele». En aquel cuarto, además de la tele y el vídeo, que reposaban sobre un mueble de madera en el que se acomodaban los discos de vinilo de mi padre y las cintas de vídeo con películas y series grabadas de la tele, había un tresillo que venía acompañándonos desde los lejanos días de Schamann, en plena década de los 70's.

Aquel tresillo, originalmente de color crema claro, acabó siendo tapizado de nuevo, en una especie de segunda juventud, de un color rojo teja. ¡La de horas que mi culo reposó sobre aquellos mullidos cojines! Yo solía utilizar las orejas de aquel tresillo como improvisada batería. Con un par de palillos de madera que me había agenciado al desmontar un par de perchas, me pasaba horas siguiendo el ritmo de los vídeos de música rock y heavy metal que grababa en vídeo y que ponían, a modo de limosna para los jóvenes rockeros, al final del programa de música Tocata, que entonces emitían los sábados por la tarde.

Perdonad esta digresión. Es que se me cruza la música y me pierdo...

Volviendo a El expreso de medianoche. La vi un sábado por la tarde/noche. Y ya desde las primeras secuencias me dejó hipnotizado frente al televisor. Aquella Turquía setentera que pintaba Parker con su cámara resultaba de lo más fascinante. También la música de Giorgio Moroder contribuía lo suyo, pues sus maravillosas composiciones con aires morunos lograban transportarte a esa Turquía de ambiente asfixiante y, al mismo tiempo, sugerente. La canción de amor (Love's theme) consigue erizarme la piel cada vez que la escucho. ¡Qué maravilla!

La película se inicia con los preparativos de un joven norteamericano en la habitación de su hotel en Estambul, en las horas previas a su salida del país. El joven, de nombre William Hayes, se esmera en ocultar un par de kilos de hachís en tabletas pegándolo a su cuerpo con cinta adhesiva. Hayes está impecablemente interpretado por el malogrado Brad Davis, un actor que sólo por esta película merece un lugar destacado en el universo plagado de estrellas del séptimo arte. Davis ofrece una interpretación electrizante, cargada de matices, y que, sin caer en la sobreactuación, consigue poner los vellos de punta.

El resto del reparto tampoco desmerece en absoluto, con unos brillantes Randy Quaid en el papel del loco Jimmy, John Hurt en el del drogado Max, y Paul L. Smith en el inquietante papel de Hamidou, el sádico jefe de la prisión turca donde los tres cumplen condena.

Con esta película, que aún hoy sigue estremeciéndome como el primer día, Alan Parker se ganó un hueco en mis preferencias cinéfilas.

Hace poco, tres o cuatro meses atrás, me leí la novela autobiográfica de William Hayes en la que está basada la película, y que lleva el mismo título. La novela, aún teniendo notables diferencias con respecto a la película, como todo el asunto de la fuga, me pareció soberbia, de lectura ágil y trepidante. En no pocas ocasiones, mientras leía visualizaba imágenes de la película, que a día de hoy me sigue resultando igual de fascinante que la primera vez que la vi, siendo una de mis películas favoritas de todos los tiempos.

No mucho tiempo más tarde de estrenarme con El expreso de medianoche, logré ver la versión cinematográfica de Fama, también dirigida por Parker, y que, dado su enorme éxito en la pantalla grande, inspiró una exitosa serie de televisión de los ochenta, que los jóvenes de aquella época devorábamos los domingos al mediodía (¿alguno de vosotros se acuerda del siempre cascarrabias profesor Shorofsky?).

Como anécdota relacionada con este magnífico director, recuerdo especialmente una conversación que mantuve con mi padre a propósito de la película Birdy, protagonizada por Nicolas Cage y Matthew Modine, entonces dos jóvenes actores desconocidos en el inicio de sus largas y exitosas carreras posteriores. Recuerdo que en aquella conversación mi padre se extrañaba de que me gustase «aquella película tan rara que iba sobre ¿pájaros?».

Hace siglos que no la he vuelto a ver. Igual hoy, ahora que tengo la misma edad que tenía mi padre entonces, la vuelvo a ver y me digo: «Joder, pues sí que era rara esta película. ¡Cuánta razón tenía mi viejo!».

Un día, siendo ya todo un fanático de la música de rock progresivo, llegó a mis manos una copia regrabada en vídeo de la versión cinematográfica de The Wall. La cinta, a pesar de verse como el culo, me dejó helado cuando la vi. Aquella extraña mezcla de dibujos animados con personajes reales me pareció un ejercicio de estilo de una brillantez rayana en la genialidad. Claro que la música ya era flipante por sí misma —adoro ese disco doble—, así que la mezcla de música e imágenes casó a la perfección.

Una de las cosas que más me llamaron la atención, además del aspecto visual de aquella maravilla, fue el nombre del director de la cinta: mi viejo amigo Alan Parker. Desde luego, tras ver aquella película Parker seguía sumando enteros en mis preferencias cinéfilas.

Otra maravilla de la mano de Parker fue Arde Mississippi, impactante cinta que gira en torno al asesinato a sangre fría de varios activistas pro derechos civiles en la América profunda de mediados de la década de los sesenta. La película, con un reparto de lujo encabezado por Gene Hackman, Willem Dafoe, la siempre impecable Frances McDormand o R. Lee Ermey, el inolvidable sargento Hartman de La chaqueta metálica de Stanley Kubrick, me impactó mucho cuando la vi por primera vez, allá por los noventa. Luego la adquirí en DVD, y aún la tengo.

En esa misma década llegaría a ver una de sus últimas grandes obras; una pequeña maravilla, poco conocida, llamada The Commitments.

Esa película la pillé en VHS en El Corte Inglés. No sabía absolutamente nada de ella cuando la compré, excepto que la dirigía mi viejo amigo Alan Parker y que trataba de música soul; más concretamente, de un extraño grupo de jóvenes irlandeses que, fascinados por la música soul, deciden montar su propio grupo y ganarse con ello un dinerito a base de pequeños bolos en garitos locales.

Planteada en tono de comedia, The Commitments es de esas películas que te levantan el ánimo en momentos de bajona. La selección musical es excepcional, con clásicos imperecederos del soul y el rythm and blues de manos de James Brown, Otis Redding, Aretha Franklin o Wilson Pickett.

Los protagonistas, casi todos desconocidos, realizan una labor impecable, logrando que te veas inmerso en esa escalada desde la nada hasta la más absoluta pobreza, como diría el gran Groucho Marx.

Mi personaje favorito es el de Joey “labios” Fagan, el talludito trompetista que, a pesar de doblarles la edad a todos los miembros del grupo, vivir con su madre —una venerable anciana que está más para allá que para acá— y no ser físicamente muy agraciado, consigue liarse con las tres cantantes femeninas del grupo, gracias a su prodigiosa labia y su particular modus vivendi de hippy trasnochado.

Otro punto a favor de la peli es el impresionante vozarrón que se gasta Andrew Strong, quien hace de cantante solista, un engreído y problemático matón de barrio que trabaja como cobrador en las líneas de autobuses de Dublin y que no para de meterse en líos, pillarse unos pedos impresionantes y provocar peleas con los otros miembros del grupo.

Años más tarde Parker volvería a filmar un nuevo musical, esta vez basado en una obra de Andrew Lloyd Webber, en el que narra la vida de Eva Perón. Pero el experimento, bajo mi criterio, resultó fallido. La película, con la infumable Madonna en el papel de Eva Perón y Antonio Banderas en el papel del Che Guevara, hace aguas por todas partes. Es, sin duda, la película que menos me gusta del director británico. La vi una vez y no la he vuelto a ver una segunda.

Como colofón a una magnífica carrera plagada de éxitos, tres años más tarde Parker volvería a emocionarme con la magnífica adaptación de una de mis novelas favoritas de todos los tiempos: Las cenizas de Ángela, de Frank McCourt, donde brillan especialmente Emily Watson y Robert Carlyle. Buena película, sin duda.

Alan Parker ha muerto, pero su cine permanecerá vivo para siempre. Disfrutemos de él mientras podamos.