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miércoles, 6 de noviembre de 2019

RASCARSE LOS SOBACOS. Manual de instrucciones.

Portada de la edición española de Editorial Anagrama de "Lo que más me gusta es rascarme los sobacos", de Charles Bukowski.



Hola. ¿Hay alguien?
Da igual.
Ya estamos en Noviembre. Increíble cómo pasa el año. Peor aún, ¡cómo pasa la vida! Se nos escurre de entre los dedos como un puñado de arena en una playa de Fuerteventura. Qué miedo da. Me refiero a lo del paso del tiempo, no a lo de estar en una playa de Fuerteventura. De hecho, las playas de Fuerteventura nada tienen que envidiar a las del Caribe. Y encima, están aquí al lado, con lo que no hay ninguna necesidad de tirarse entre ocho o nueve horas embutido en el asiento de un avión en vuelo transoceánico. ¡Y encima te ahorras el jet lag! ¿Qué más quieres, hijo mío?
Soy consciente del hecho de que muchos lectores aún andan ausentes; de vacaciones, liados con sus vidas o su trabajo, o de retiro espiritual a las montañas del Himalaya.
En mi caso, teniendo en cuenta mi presupuesto, me conformo con subir de tarde en tarde al Roque Nublo, en mi Gran Canaria natal. No es lo mismo que el Himalaya, es cierto, pero está guay. Además, con un poco de suerte hasta puedes pillar un día tranqui y disfrutar de unas excelentes vistas mientras pasas un rato a solas con tus pensamientos.
Teniendo en cuenta lo anterior, es decir, que aún no están todos los que son ni los que algún día estuvieron —y sin tener la certeza de que regresen alguna vez—, pudiera parecer un contrasentido seguir publicando justamente ahora, cuando el nivel de visitas e interacciones en el blog vive sus momentos más bajos.
Ante semejante panorama resulta normal preguntarse: ¿por qué seguir publicando si casi nadie te lee? Y es entonces cuando, como chuzos de punta, caen sobre ti algunas respuestas en forma de preguntas: ¿Cuál es la alternativa, tío? ¿Dejar de escribir? ¿O seguir escribiendo pero sin llegar a publicar lo que escribes? ¿Cerrar el blog, quizás? ¿Irte de misionero a Sebastopol?
Por cierto, ya que estamos, voy a aprovechar para mirar en Google donde coño está Sebastopol. Ah, vale, está en Crimea. Vaya, un poco de pelete hará allí, ¿no? Tendré que pillarme un par de edredones de doble capa y ropa interior de invierno. Ah, y unos guantes, no vaya a ser que se me congelen los dedos. Y una docena de calcetines de lana, de esos gruesos que hacen que hasta te suden los tobillos. Y un abrigo de hombre que, junto con un gorro de esos gordos y calentitos, hará que adquieras la apariencia de un estibador de muelle, o la de The Edge, el mítico guitarrista de U2.
¿Sabéis qué? Mejor me quedo en la isla. Paso del frío.
Así que aquí estoy de nuevo, una semana más, dispuesto a publicar algo aspirando a ser leído precisamente en el momento que menos gente parece interesada en lo que escribo. Es decir: todo muy absurdo, ciertamente. Como a mí me gusta.
Antes hacía referencia a lo rápido que se ha ido este año. Como sabéis —y si no lo sabéis ya os lo digo yo—, este ha sido un año raro para mí. A principios de primavera entré en una pequeña crisis que me mantuvo alejado del blog unos cuantos meses. Así que resulta lógico preguntarse: ¿qué hice en los meses de ausencia?
Pues, aunque no os lo creáis, hice muchas cosas. Entre ellas: rascarme los sobacos.
No os riáis, pero rascarse los sobacos requiere de mucha dedicación y destreza, no os vayáis a pensar que es algo tan sencillo como acercar las manos a la parte baja de las axilas y rascar como si no hubiese un mañana. Nada de eso. Si te quieres dedicar al noble arte de rascarte los sobacos, debes saber que hay técnicas que harán doblemente, incluso triplemente, cuadruplemente y hasta quintuplemente placentera la experiencia.
Para empezar, te recomiendo que adoptes una postura de total relajación; a poder ser, con un buen libro en una mano. Lo segundo que te recomendaría es que te tumbes en el sofá del salón —un sillón de orejas también te vale—, procurando colocar un par de almohadas o almohadones en la zona lumbar, buscando con ello la postura de mayor comodidad que te sea posible.
Otra cosa importante —imprescindible diría yo—, es crear el ambiente adecuado. Para ello, resulta conveniente que haya poca luz. Para eso las tardes de otoño son ideales. En una mesita o mueblecito que tengas cerca, debes colocar una vela o barrita de sándalo. Hay unos soportes de madera súper chulos para colocar las barritas y que la ceniza no te haga estropicio al caer. Luego sólo tienes que encender la barrita con una cerilla y dejar que el dulce aroma del sándalo inunde la estancia.
Puedes acompañar el momento de música. A mí, para leer, en ocasiones me gusta ponerme algún cedé de música clásica. Si bien, entre nosotros, has de tener mucho cuidado con la pieza que elijas. No vale cualquier cosa. Por ejemplo, Mozart te anima, y Beethoven te distrae. Para este tipo de situación yo recomiendo los nocturnos de Chopin, por ejemplo, ya que suenan relajantes y nada invasivos. Además, al tratarse de un piano solo, sin orquestación, resulta más sencillo concentrarse en la lectura.
Resumiendo, ¿qué tenemos hasta entonces? Un ambiente relajado, a media luz, impregnado de un aroma dulzón y embriagador, música relajante y evocadora a un volumen aceptable —ni demasiado bajo que resulte inaudible, ni demasiado alto que resulte estridente o invasivo—, una postura cómoda y relajada y, para rematar, un buen libro entre las manos.
Entonces sí. Ahora sí que estás preparado para “rascarte los sobacos” como Dios manda, al estilo Bukowski.
Para ello, imbuido de ese ambiente, debes ir acercando la mano que tengas libre a la axila contraria, de manera lenta y suave, muy suave. Hecho esto, procedes a efectuar leves y lentos movimientos de rascado, arriba y abajo. Así es como se hace. Probadlo y ya me diréis. Seguro que si lo hacéis bien, empezaréis a entender la fascinación de Bukowski —y la mía— por semejante actividad.
Además de rascarme los sobacos —y gastarme una pasta en sándalo—, otra de las cosas que he hecho ha sido leer a otros autores. Llevo mucho leído este año. Y, entre mis lecturas, ha habido de todo: bueno, malo y regular. Un día de estos escribiré un post contando mis impresiones de algunas de esas lecturas.
Por suerte, mi balance de lecturas ha sido más positivo que negativo. He llegado a un punto de mi vida en que si un libro no me gusta o me aburre no tengo ningún reparo en interrumpir su lectura y mandar el libro al carajo.
Por cierto, siempre que intento imaginar cómo es el carajo visualizo una especie de cueva, de altos e irregulares techos, pobremente iluminado por una luz entre amarillenta y rojiza y donde yacen apilados una montaña de libros aburridos y coñazos que he ido mandando allí a lo largo de mi vida. Y, puestos a imaginar, imagino que en la cumbre de la dichosa montaña de libros coñazo debe andar el Ulises de Joyce —¿creíais que iba a dejar tranquilo al coñazo de Joyce? Pues no. Ese mamón ha de pagar por mi aburrimiento.
Antes, cuando era más joven y creía que aún tenía toda una vida por delante, solía aguantar hasta el final, aunque el libro en cuestión fuese un auténtico ladrillo. Eso me ocurrió con Amerika, una novela de Franz Kafka que, a pesar de aburrirme soberanamente, lo acabé por una cuestión de orgullo lector. Eso sí, no me preguntéis de qué trata porque apenas tengo un vago recuerdo de aquel libro. Lo leí con veintiséis o veintisiete años y lo único que recuerdo es que no me gustó nada de nada, y no lo disfruté. De hecho, cuando lo acabé se lo regalé a un compañero del trabajo. Creo que dejó de hablarme después de aquello. Fijaos si era coñazo el dichoso libro.
Y es que, cuando era joven y un libro me aburría o me privaba de diversión me obligaba a terminarlo costara lo que costase, aún cuando en mi interior no dejase de repetirme: «Déjalo, tío. ¿No ves que es una pérdida de tiempo? Mándalo al carajo, a la cueva ésa chunga, y pilla otro. O mejor ponte un disco de Deep Purple y pasa de leer».
Cuando somos jóvenes creemos que la vida es suficientemente larga como para permitirnos derrochar el tiempo en gilipolleces que no nos aportan ningún beneficio. Sólo cuando llegas a la madurez —física y mental, aclaro, ya que hay gente madura en años pero auténticos niños en lo mental y emocional—, empiezas a ser consciente de que no, que la vida no es tan larga como presuponías, y que, de hecho, es mucho más corta de lo que nos gustaría. Esa es una de las razones por las que ahora, a mi edad, si un libro me aburre o me parece un coñazo, como El imitador de voces de Thomas Bernhard, no tengo problema en cerrarlo y mandarlo de una patada metafórica —cuando no literal— al cementerio de libros coñazo que no volveré a leer jamás, junto con otros “clásicos del bostezo” tipo Muerte en Venecia de Thomas Mann o cualquiera de las novelas del sobrevaloradísimo Roberto Bolaños —¿Os he dicho alguna vez lo mucho que me aburre la pretenciosidad de este menda lerenda? Pues eso: me aburre Roberto Bolaños—.
En fin, Pilarín, pronto hablaré de alguna de esas lecturas. Al menos, de las que me gustaron. De las otras, mejor dejarlas en la dichosa cueva del carajo.
Hasta más ver —y leer—.
¿Seguís por ahí?