Portada de la edición española de Editorial Anagrama de "Lo que más me gusta es rascarme los sobacos", de Charles Bukowski. |
Hola. ¿Hay alguien?
Da igual.
Ya estamos en Noviembre.
Increíble cómo pasa el año. Peor aún, ¡cómo pasa la vida! Se
nos escurre de entre los dedos como un puñado de arena en una playa
de Fuerteventura. Qué miedo da. Me refiero a lo del paso del tiempo,
no a lo de estar en una playa de Fuerteventura. De hecho, las playas
de Fuerteventura nada tienen que envidiar a las del Caribe. Y encima,
están aquí al lado, con lo que no hay ninguna necesidad de tirarse
entre ocho o nueve horas embutido en el asiento de un avión en vuelo
transoceánico. ¡Y encima te ahorras el jet lag! ¿Qué más
quieres, hijo mío?
Soy
consciente del hecho de que muchos lectores aún andan ausentes; de vacaciones,
liados con sus vidas o su trabajo, o de retiro espiritual a las
montañas del Himalaya.
En mi caso, teniendo en
cuenta mi presupuesto, me conformo con subir de tarde en tarde al
Roque Nublo, en mi Gran Canaria natal. No es lo mismo que el
Himalaya, es cierto, pero está guay. Además, con un poco de suerte
hasta puedes pillar un día tranqui y disfrutar de unas excelentes
vistas mientras pasas un rato a solas con tus pensamientos.
Teniendo en cuenta lo
anterior, es decir, que aún no están todos los que son ni los que
algún día estuvieron —y sin tener la certeza de que regresen
alguna vez—, pudiera parecer un contrasentido seguir publicando
justamente ahora, cuando el nivel de visitas e interacciones en el
blog vive sus momentos más bajos.
Ante semejante panorama
resulta normal preguntarse: ¿por qué seguir publicando si casi
nadie te lee? Y es entonces cuando, como chuzos de punta, caen sobre
ti algunas respuestas en forma de preguntas: ¿Cuál es la
alternativa, tío? ¿Dejar de escribir? ¿O seguir escribiendo pero
sin llegar a publicar lo que escribes? ¿Cerrar el blog, quizás?
¿Irte de misionero a Sebastopol?
Por cierto, ya que estamos,
voy a aprovechar para mirar en Google donde coño está Sebastopol.
Ah, vale, está en Crimea. Vaya, un poco de pelete hará allí, ¿no?
Tendré que pillarme un par de edredones de doble capa y ropa
interior de invierno. Ah, y unos guantes, no vaya a ser que se me
congelen los dedos. Y una docena de calcetines de lana, de esos
gruesos que hacen que hasta te suden los tobillos. Y un abrigo de
hombre que, junto con un gorro de esos gordos y calentitos, hará que
adquieras la apariencia de un estibador de muelle, o la de The
Edge, el mítico guitarrista de U2.
¿Sabéis qué? Mejor me
quedo en la isla. Paso del frío.
Así que aquí estoy de
nuevo, una semana más, dispuesto a publicar algo aspirando a ser
leído precisamente en el momento que menos gente parece interesada
en lo que escribo. Es decir: todo muy absurdo, ciertamente. Como a mí
me gusta.
Antes hacía referencia a lo
rápido que se ha ido este año. Como sabéis —y si no lo sabéis
ya os lo digo yo—, este ha sido un año raro para mí. A principios
de primavera entré en una pequeña crisis que me mantuvo alejado del
blog unos cuantos meses. Así que resulta lógico preguntarse: ¿qué
hice en los meses de ausencia?
Pues, aunque no os lo
creáis, hice muchas cosas. Entre ellas: rascarme los sobacos.
No os riáis, pero rascarse
los sobacos requiere de mucha dedicación y destreza, no os vayáis a
pensar que es algo tan sencillo como acercar las manos a la parte
baja de las axilas y rascar como si no hubiese un mañana. Nada de
eso. Si te quieres dedicar al noble arte de rascarte los sobacos,
debes saber que hay técnicas que harán doblemente, incluso
triplemente, cuadruplemente y hasta quintuplemente placentera la
experiencia.
Para empezar, te recomiendo
que adoptes una postura de total relajación; a poder ser, con un
buen libro en una mano. Lo segundo que te recomendaría es que te
tumbes en el sofá del salón —un sillón de orejas también te
vale—, procurando colocar un par de almohadas o almohadones
en la zona lumbar, buscando con ello la postura de mayor comodidad
que te sea posible.
Otra cosa importante
—imprescindible diría yo—, es crear el ambiente adecuado. Para
ello, resulta conveniente que haya poca luz. Para eso las tardes de
otoño son ideales. En una mesita o mueblecito que
tengas cerca, debes colocar una vela o barrita de sándalo. Hay
unos soportes de madera súper chulos para colocar las barritas y que
la ceniza no te haga estropicio al caer. Luego sólo tienes que
encender la barrita con una cerilla y dejar que el dulce aroma del
sándalo inunde la estancia.
Puedes acompañar el momento
de música. A mí, para leer, en ocasiones me gusta ponerme algún
cedé de música clásica. Si bien, entre nosotros, has de tener
mucho cuidado con la pieza que elijas. No vale cualquier cosa. Por
ejemplo, Mozart te anima, y Beethoven te distrae. Para este tipo de
situación yo recomiendo los nocturnos de Chopin, por ejemplo, ya
que suenan relajantes y nada invasivos. Además, al tratarse de un
piano solo, sin orquestación, resulta más sencillo concentrarse en
la lectura.
Resumiendo, ¿qué tenemos
hasta entonces? Un ambiente relajado, a media luz, impregnado de un
aroma dulzón y embriagador, música relajante y evocadora a un
volumen aceptable —ni demasiado bajo que resulte inaudible, ni
demasiado alto que resulte estridente o invasivo—, una postura
cómoda y relajada y, para rematar, un buen libro entre las manos.
Entonces sí. Ahora sí que
estás preparado para “rascarte los sobacos” como Dios manda, al
estilo Bukowski.
Para ello, imbuido de ese
ambiente, debes ir acercando la mano que tengas libre a la axila
contraria, de manera lenta y suave, muy suave. Hecho esto, procedes a
efectuar leves y lentos movimientos de rascado, arriba y abajo. Así
es como se hace. Probadlo y ya me diréis. Seguro que si lo hacéis
bien, empezaréis a entender la fascinación de Bukowski —y la mía—
por semejante actividad.
Además de rascarme los
sobacos —y gastarme una pasta en sándalo—, otra de las cosas que
he hecho ha sido leer a otros autores. Llevo mucho leído este año.
Y, entre mis lecturas, ha habido de todo: bueno, malo y regular. Un
día de estos escribiré un post contando mis impresiones de algunas
de esas lecturas.
Por suerte, mi balance de
lecturas ha sido más positivo que negativo. He llegado a un punto de
mi vida en que si un libro no me gusta o me aburre no tengo ningún
reparo en interrumpir su lectura y mandar el libro al carajo.
Por
cierto, siempre que intento imaginar cómo es el carajo visualizo una
especie de cueva, de altos e irregulares techos, pobremente iluminado
por una luz entre amarillenta y rojiza y donde yacen apilados una
montaña de libros aburridos y coñazos que he ido mandando allí a
lo largo de mi vida. Y, puestos a imaginar, imagino que en la cumbre
de la dichosa montaña de libros coñazo debe andar el Ulises
de Joyce —¿creíais que iba a dejar tranquilo al coñazo de Joyce?
Pues no. Ese mamón ha de pagar por mi aburrimiento.
Antes, cuando era más joven
y creía que aún tenía toda una vida por delante, solía aguantar
hasta el final, aunque el libro en cuestión fuese un auténtico
ladrillo. Eso me ocurrió con Amerika, una novela de Franz
Kafka que, a pesar de aburrirme soberanamente, lo acabé por una
cuestión de orgullo lector. Eso sí, no me preguntéis de qué trata
porque apenas tengo un vago recuerdo de aquel libro. Lo leí con
veintiséis o veintisiete años y lo único que recuerdo es que no me
gustó nada de nada, y no lo disfruté. De hecho, cuando lo acabé se
lo regalé a un compañero del trabajo. Creo que dejó de hablarme
después de aquello. Fijaos si era coñazo el dichoso libro.
Y
es que, cuando era joven y un libro me aburría o me privaba de
diversión me obligaba a terminarlo costara lo que costase, aún
cuando en mi interior no dejase de repetirme: «Déjalo,
tío. ¿No ves que es una pérdida de tiempo? Mándalo al carajo, a
la cueva ésa chunga, y pilla otro. O mejor ponte un disco de Deep
Purple y pasa de leer».
Cuando
somos jóvenes creemos que la vida es suficientemente larga como para
permitirnos derrochar el tiempo en gilipolleces que no nos aportan
ningún beneficio. Sólo cuando llegas a la madurez —física y
mental, aclaro, ya que hay gente madura en años pero auténticos niños en lo
mental y emocional—, empiezas a ser consciente de que no, que la
vida no es tan larga como presuponías, y que, de hecho, es mucho más
corta de lo que nos gustaría. Esa es una de las razones por las que
ahora, a mi edad, si un libro me aburre o me parece un coñazo, como
El imitador de voces
de Thomas Bernhard, no tengo problema en cerrarlo y mandarlo de una
patada metafórica —cuando no literal— al cementerio de libros
coñazo que no volveré a leer jamás, junto con otros “clásicos
del bostezo” tipo Muerte en Venecia
de Thomas Mann o cualquiera de las novelas del sobrevaloradísimo
Roberto Bolaños —¿Os he dicho alguna vez lo mucho que me aburre
la pretenciosidad de este menda lerenda? Pues eso: me aburre Roberto
Bolaños—.
En fin, Pilarín, pronto
hablaré de alguna de esas lecturas. Al menos, de las que me
gustaron. De las otras, mejor dejarlas en la dichosa cueva del
carajo.
Hasta más ver —y leer—.
¿Seguís por ahí?