miércoles, 28 de julio de 2021

HACER PUENTING UN DOMINGO POR LA MAÑANA

¡Qué necesidad, por Dios! Con lo a gustito que se está en la cama

 

Los habituales al blog sabéis de mi costumbre de darme largas caminatas, y quejarme de casi todo. Lo hago por prescripción médica. Me refiero a lo de las caminatas. Lo de quejarme de casi todo es un vicio que adquirí al pasar de los cuarenta y que, mucho me temo, no me abandonará hasta el día que la palme. Incluso no descarto seguir quejándome de casi todo desde el Más Allá.

Camino con regularidad para aliviar mis dolores crónicos de espalda y para combatir, aunque sea en desigual equilibrio de fuerzas, mi eterna lucha contra la báscula. Para mi desgracia, la báscula siempre gana; como la banca en un casino, o la banca en general.

Cuando salgo a caminar lo hago siempre acompañado de mi música, que llevo comprimida en un pequeño reproductor de mp3 que lleva conmigo la tira de años. Por lo general suelo cargarlo con recopilatorios que yo mismo me hago, compilando canciones de mi amplia colección de discos. Cada vez que le doy al “play” en mi reproductor es como si estuviese escuchando una emisora de radio personalizada en la que sé que siempre va a sonar música de mi agrado, sin pausas publicitarias ni molestas interrupciones de locutores coñazo aquejados de verborreus interruptus.

Mayormente suelo escuchar rock cuando paseo. Sobre todo de la década de los 70's, mi favorita. Me gustan otro tipo de músicas, claro, pero ninguna me resulta lo suficientemente motivadora para el desempeño de una tarea que tan poco disfruto. Lo intenté con otros estilos que me gustan, como el jazz, la música clásica, el pop de los 80's o el blues, pero ninguno de esos otros estilos resistió la prueba del algodón; o me aburría o me desmotivaba.

Lo de la música mientras paseo también es un pretexto para no tener que detenerme cada dos por tres a hablar con algún vecino o conocido. Me revienta tener que parar para hablar con alguien de temas tan "fascinantes" como lo caro que se ha puesto todo en el supermercado, de los molestos efectos de la calima para los que somos asmáticos o de lo condenadamente aburrida y alienante que nos resulta la programación de la televisión en abierto.

Por supuesto, no siempre es así. También hay gente con la que es un placer detenerse a charlar un rato, pero no cuando estás a lo que estás. Soy de los que piensan que cada cosa tiene su tiempo y su lugar. Y si voy a caminar, pues voy a caminar. Lo otro, cuando toque.

Obviamente, con el paso de los años vas acumulando una serie de hábitos o experiencias que inciden de manera directa en tu forma de afrontar determinadas situaciones. El miedo, por ejemplo, es un mecanismo de defensa que los seres humanos —incluso los seres inhumanos— traemos de fábrica incrustado en nuestro ADN. Si no tuviésemos miedo a nada, los índices de mortalidad entre la población crecerían exponencialmente hasta límites desorbitados. Para muestra, ahí tenemos a los tolais que se juegan la vida a diario, sin miedo a nada, haciendo el gamba como si no hubiese un mañana; como esos tarados que se dedican a saltar de los balcones de los apartamentos turísticos hasta la piscina o haciéndose selfies molones de la hostia peligrosamente situados en la cornisa de edificios a más de trescientos o cuatrocientos metros de altura del suelo.

Sitúo en el mismo grupo de tolais a los que gustan de los deportes de riesgo, bien sea despeñarse con una bici ladera abajo en un terreno desigual atestado de obstáculos —jugando cada pocos segundos con la posibilidad de meterse un leñazo de la hostia y romperse todos los piños—, lanzarse en vuelo libre desde lo alto de una montaña ataviado con un wingsuit, que es un traje aéreo de alas que permite planear en el aire a velocidades que pueden alcanzar los 200 kilómetros por hora, con intención de planear pasando por un hueco minúsculo entre montañas o un desfiladero, o hacer puenting un domingo por la mañana bien temprano —¡qué necesidad, por Dios!; con lo a gustito que se está en la cama un domingo por la mañana—.

También en los barrios podemos encontrar a julais empeñados en jugarse la vida, y en jugársela a los demás, yendo a toda leche por las aceras sobre uno de esos puñeteros patinetes eléctricos, como si se estuvieran cagando vivos y no les diese tiempo de llegar al WC más próximo a descargar. Eso sí, puede que no lleguen a tiempo de descargar en un WC, pero lo sí es seguro es que, si tienen la mala fortuna de arrollar a algún transeúnte, seguro que lo hacen mierda.

A mí me dan miedo muchas cosas. Me dan miedo las enfermedades, las dolencias crónicas, el deterioro físico y mental, la idiotez y tener que discutir con esa clase de gente que siempre creen tener la razón.

Y a propósito de los que siempre creen tener la razón. Tengo yo una vecina que...

Pero de eso, mejor me explayo la próxima semana.



jueves, 15 de julio de 2021

A PROPÓSITO DE WOODY

 

Hace unos pocos días terminé la lectura de la autobiografía de Woody Allen, que lleva por título A propósito de nada. La lectura de esas páginas me ha inspirado una serie de reflexiones, que he querido compartir con todos vosotros.

Pero antes de proseguir, conviene matizar algo. Quien me conoce, bien sea por mis tres libros publicados hasta el momento o por los siete años que llevo publicando cosas en el blog —¡siete años ya, uf, cómo pasa el tiempo!—, sabe de mi adoración por Woody Allen, al que considero no sólo uno de los grandes genios del séptimo arte, sino una de las mentes más preclaras de nuestra era. También lo considero una de mis máximas influencias a la hora de abordar mi oficio de escritor. Su humor absurdo, fuente inagotable de inspiración para mí, ha hecho que le vea algo más de sentido a este sinsentido que es la vida.

Con esto quiero que entendáis que cuando hablo de Woody Allen lo hago desde el apasionamiento, pues al igual que me ocurre con otros grandes genios a los que admiro profundamente, tiendo, quizás, a mostrarme excesivamente indulgente, pues por encima de cualquier otra consideración prima en mí el sentimiento de agradecimiento por todo lo que han aportado —y siguen aportando— a mi vida.

Dicho esto, entraré en materia.

Empezaré diciendo que el libro, a pesar de sus casi trescientas cincuenta páginas, se me hizo corto. Lo devoré con ansia, y con un creciente interés, pues me descubrió facetas de Woody que desconocía por completo, como su relación con sus padres —el padre de Woody es todo un personaje—, sus amigos de la infancia, sus problemas de adaptación en la escuela, sus matrimonios fallidos —curiosamente ha estado casado en tres ocasiones y ninguna de ellas con Mia Farrow, sin duda, su relación más mediática—, y más cosas.

Una de las cosas que más llama la atención es su insistencia a la hora de desmontar esa etiqueta de «intelectual» que lleva arrastrando desde el inicio de su carrera. Para empezar, en un ejercicio de brutal sinceridad, admite sin tapujos que, contrariamente a lo que la gente piensa de él, a Woody le aburren los libros.

En un pasaje concreto del libro, Woody escribe: «Para mí, la lectura siempre competía con los deportes, las películas, el jazz, los trucos de naipes y con el mismo hecho de no leer. (…) Faulkner y Kafka me costaron, y lo pasé peor con Eliot y por supuesto con Joyce, pero Hemingway y Camus me gustaban mucho porque eran sencillos y me hacían sentir, aunque no pude terminar nada de Henry James, por mucho que lo intenté».

De todos los que cita, yo sólo lo he intentado con Hemingway, Kafka y Joyce. De Hemingway me leí de jovencito El viejo y el mar y Las nieves del Kilimanjaro, ambos relatos en un mismo libro, que aún poseo, editado por RBA a principios de los 90. Me gustó Hemingway. De Kafka me leí completo Amerika y me deprimí; lo seguí intentando años más tarde con algunos relatos suyos —El proceso, El castillo, La metamorfosis—, pero nunca logré acabar ninguno de esos relatos. En cuanto a Joyce, de sobras es conocido mi profundo odio por su afamado Ulises, posiblemente el libro que más veces he intentado leer y con el que siempre he fracasado miserablemente —jamás he logrado pasar de las cinco primeras páginas—. Años más tarde, empujado por un efusivo artículo que leí en una revista, me leí sus Cartas de amor a Nora Barnacle, y, si bien no lo acabé, estoy en disposición de afirmar que jamás en toda mi vida había leído un libro más asqueroso y repugnante que ese, en el que Joyce se descubre como un ser repulsivo y obsceno, totalmente rendido a la lascivia.

Una de las imágenes más icónicas de la genial "Manhattan". Adoro esta escena, en la que Woody relata a una grabadora "Cosas por las que realmente vale la pena vivir".

Volviendo a Allen, me llamó mucho la atención el poco valor que le concede a su propia obra. Y si bien esto ya lo sabía por las muchas biografías y libros de entrevistas que poseo y que he leído a lo largo de los años, no deja de asombrarme el baremo en el que se basa Allen para calificar a sus obras. No le gustó Manhattan —algo que yo ya sabía y que aún hoy me cuesta creer, por cuanto la considero una de las obras maestras indiscutibles del cine—, evalúa Interiores como un intento fallido de acercarse a Bergman —a mí me gusta Interiores, mucho, además— y no demuestra demasiado entusiasmo al hablar de El dormilón, de la que dice no recordar casi nada, y que yo adoro y le tengo un especial cariño, pues fue de las primeras películas suyas que vi en televisión, a las tantas de la madrugada, en el extinto Cine Club, con mi vídeo VHS a punto para grabarla.

Woody Allen y su segunda esposa, Louise Lasser, en una imagen hogareña

Llama la atención el especial cariño que pone al hablar de Louise Lasser, su segunda esposa, a la que adoraba y de la que estaba muy enamorado. En el libro confiesa lo mal que lo pasó al llegar ambos a la conclusión de que lo mejor era solicitar el divorcio, principalmente motivado por el carácter lunático y depresivo de ella, además de por sus continuas infidelidades mientras Woody estaba de gira por los clubs del país o de viaje por Europa rodando cine. En un tono especialmente divertido, Woody relata lo mucho que extrañó a la gente el ver a ambos tan felices y unidos el mismo día que firmaban su acta de divorcio: «Fuimos a divorciarnos a Juárez, después de dormir juntos la noche antes en San Antonio, y nos mostrábamos tan acaramelados en la sala de espera, mientras otros estaban esperando para divorciarse, que un hombre nos preguntó: ¿quién de ustedes se va a divorciar? Respondimos que los dos, el uno del otro. Él no podía creer que dos personas que evidentemente se querían tanto desearan separarse».

A ella le dedica la siguiente descripción: «Lo que estoy tratando de decir con todo este rollo es que era hermosa. Pero eso era sólo una parte de su grandeza. Era encantadora, lista como el hambre, rápida, muy divertida e ingeniosa (…) Además estaba un poco chiflada, porque Dios esconde una gran variedad de sucios trucos en la celestial manga de su túnica blanca».

Woody recalca que aún hoy, a sus ochenta y tantos años, sigue manteniendo la amistad con la mayoría de sus ex parejas, entre ellas Louise Lasser y Diane Keaton, a la que no duda en calificar como «mi Estrella del Norte, la persona a la que recurro, una de las pocas personas cuya opinión me importa sinceramente».

De Diane Keaton, Woody escribe a propósito del día en que la conoció en una audición para Play it again, Sam: «¿Qué puedo decir? Era fabulosa. Fabulosa en todos los sentidos. Como cuando se habla de una personalidad que ilumina una sala; ella iluminaba todo un bulevar. Adorable, graciosa, con un estilo totalmente original, natural, fresca».

Con el tiempo se hicieron amantes, y hasta llegaron a vivir juntos. Me resultó entrañable el relato que hace Woody de aquellos días, pues se asemeja bastante a lo que vemos en muchas de sus películas juntos: sesiones de cine en televisión, en la cama, a las tantas de la madrugada, cenas en restaurantes en compañía de compañeros de profesión, escritores o amigos en común, largos paseos por el parque o las concurridas calles de su adorada Manhattan, asistir a un partido de los Knicks.

Diane Keaton y Woody Allen en una imagen de "Annie Hall".


    Finalmente la relación se rompió fruto del desgaste, aparte del hecho de que Diane se empezó a cansar de Manhattan y mostraba cada vez un mayor apasionamiento por la Costa Oeste. A ella la escogieron para la saga de El padrino y eso la llevó al otro lado del país. Aún así, a pesar de dejar de ser pareja sentimental, ambos consiguieron mantener intacta la amistad. Según confiesa Woody: «Todavía le consulto en ocasiones sobre cuestiones de casting o le hago preguntas sobre cualquier contratiempo creativo con el que tenga dificultades. Jamás nos hemos peleado y hemos trabajado juntos muchas veces a lo largo de los años».

Además de todo ello, conviene resaltar que Diane Keaton ha sido de las pocas personas que siempre ha defendido a Allen de los numerosos ataques y acusaciones recibidos a raíz del escándalo con Mia Farrow. Y es que en el libro, Allen no ahorra detalles a la hora de detallar su agrio enfrentamiento con la que durante más de una década fue su pareja, tanto sentimental como artística. Esta es, a mi juicio, la parte más triste del libro, por cuanto ves, a través del testimonio de Allen, cómo funcionan realmente las cosas en el mundo judicial y mediático en el mundo de hoy en día.

Lo vemos continuamente y a todas horas: juicios paralelos, acusaciones sin fundamento, ataques furibundos de gente que no te conoce ni te ha tratado en absoluto y que, por lo tanto, carece de toda la información, morbo excesivo por el escándalo, indiferencia ante el hecho de causar un daño irreparable a gente a la que se le niega la posibilidad de demostrar su inocencia y que, sin embargo, ya ha sido juzgada y condenada sin que ni un juez ni un jurado hayan emitido aún un veredicto, etc.

Evidentemente, carezco de los datos necesarios para emitir un juicio con fundamento. Y, por otro lado, tampoco lo necesito. Si algo he aprendido a lo largo de mi vida es a saber diferenciar entre el artista y la persona. Admiro a muchos artistas cuyo arte me conmueve, mientras en lo personal han probado ser personas horribles. ¿Debe eso privarme del placer que me produce su arte? Honestamente, no lo creo.

Dicho esto, una vez leída la argumentación de Allen, razonada y convenientemente apuntalada con datos y testimonios aportados por gente que trató y trabajó con la pareja y que vivió en primera persona lo que ocurría de puertas para adentro, no puedo evitar pensar que lo que ha sufrido este hombre ha sido una vergonzosa cacería mediática.

Yo nunca creí en la culpabilidad de Woody Allen. O mejor dicho, nunca quise creer en su supuesta culpabilidad. En lo que a mí concierne, su arte y su ingenio me han hecho pasar grandes y maravillosos momentos, me ha hecho disfrutar del fino humor, la ironía y el sarcasmo, literalmente me ha hecho llorar de la risa, he caído víctima del asombro ante observaciones suyas de tal calado que sólo están al alcance de lo que yo considero una mente absolutamente genial y fuera de este mundo, me ha ayudado a salir airoso de momentos ciertamente delicados de mi vida, he conseguido disfrutar de los pequeños placeres de la vida que están al alcance de todos nosotros aunque se nos pasen desapercibidos la mayor parte del tiempo, como ciertos sabores, aromas, imágenes y sonidos, y, por encima de todo, ha conseguido animarme a dar forma a las miles de historias y personajes que vivían y aún viven en mi interior y que pugnaban por salir. Por todo ello, y por más cosas que me dejo en el tintero, sólo tengo palabras de agradecimiento hacia Woody Allen, un genio al que admiraré y del que seguiré disfrutando hasta el fin de mis días.

Pero entonces, el libro, ¿es bueno? Sí. Lo es. Ciertamente es un libro magnífico. Había leído artículos bastante críticos con el libro, donde la palabra «decepción» destacaba sobremanera. Eso es porque quienes leyeron y criticaron el libro de Woody no son fans de Woody. Yo sí soy fan. Muy fan. Y el fan de algo o de alguien tiene un plus que lo distingue del que no lo es. Y ese plus no es otro más que ver virtudes donde otros ven defectos. Leí por ahí que el libro era plano, que Woody no se había detenido a hacer un exhaustivo repaso por sus pelis. No sé qué libro han leído quienes sostienen eso. Igual a sus ejemplares les faltaban páginas. En el mío Woody habla de cada una de las películas que ha hecho. Incluso habla de las pelis en las que trabajó y que no fueron ni escritas ni dirigidas por él, como Cachitos picantes o Escenas en una galería. ¿Qué pretendían, que hiciese un tocho de dos mil páginas rebosante de detalles técnicos y una lista pormenorizada de los integrantes del equipo de filmación, incluido el montaje? Ya hay libros así. Yo tengo un par de ellos. No necesito otro.

Volviendo al libro de memorias, a mi juicio, subjetivamente hablando, está excelentemente escrito, con una narración sencilla y directa, sin grandes florituras ni malabarismos lingüísticos. No en vano, considero a Allen un narrador brillante; honesto, valiente, conmovedor por cuanto habla y rinde homenaje a muchas personas que, de un modo u otro, han formado parte de su vida y su obra y que, desgraciadamente, ya no están entre nosotros. En ese sentido, no me resisto a señalar que Woody no escatima en elogios y palabras de agradecimiento hacia todas aquellas personas a las que debe parte de su éxito: compañeros de profesión, colegas guionistas, amigos de la infancia, antiguos jefes, agentes, cómicos y gente del mundo del espectáculo que lo ayudaron en sus comienzos, ejecutivos de estudios cinematográficos, actores y actrices con los que ha trabajado; incluso habla bien de actores y actrices que le dieron la espalda cuando su nombre surgió en el centro de la polémica a raíz del movimiento #MeToo, tachando a Woody Allen de pederasta y otras lindezas; actores y actrices que no dudaron en desmarcarse del director y hasta de gritar a los cuatro vientos que no volverían a trabajar con él, que se arrepienten de haberlo hecho y que, incluso, en el colmo del bienquedismo y el fascismo de lo políticamente correcto, han manifestado que el dinero ganado con sus actuaciones en películas de Woody Allen decidieron donarlo a organizaciones en defensa de los derechos de las mujeres. La hipocresía de Hollywood en todo su esplendor. Y luego les extraña que Woody prefiriese pasarse tocando el clarinete en el Michael's Pub antes que recoger su Oscar por Annie Hall.

A propósito de este asunto del #MeToo. Quisiera matizar un error comúnmente aceptado entre las personas que no siguen la vida ni la obra de Allen. Contrariamente a lo que se piensa, Soon-Yi no es hija adoptiva de Woody Allen. Nunca lo fue. Soon-Yi es hija adoptiva de Mia Farrow y André Previn, ex marido de Mia y, a propósito, un elemento de cuidado. Es más, Woody Allen y Mia Farrow jamás estuvieron casados.

Soon-Yi y Woody Allen
 

    Doy por hecho que, visto desde fuera, la relación de Soon-Yi y Woody Allen puede ser tachada de antinatural, o, cuanto menos, chocante. No todos los días alguien se acaba enamorando de la hija adoptiva de su pareja. Aunque me atrevería a asegurar que no son los únicos a los que les ha pasado algo así. Sin embargo, cuando lees por boca de Woody cómo fue surgiendo todo entre ellos, cuáles fueron las circunstancias que los empujaron a acercarse el uno al otro —me llamó mucho la atención saber por Woody que Soon-Yi no soportaba a Woody al principio, y que incluso llegó a acusarle de ser un pelele en manos de su madre adoptiva, Mia Farrow—, no tardas mucho en llegar a la siguiente conclusión: ¿qué derecho tenemos nosotros a juzgar a dos personas que se aman y que son capaces de soportar lo insoportable para seguir juntos?

Conviene señalar, especialmente a los escépticos, que Soon-Yi y Woody Allen llevan veintitantos años juntos, están felizmente casados, son padres de dos niñas que actualmente cursan estudios universitarios y siguen tan enamorados como el primer día. ¿No es eso al final a lo que aspiramos todos, amar y ser amados?

Por cierto, si te lo estás preguntando, sí, también hay humor en el libro de Woody. De hecho, todo él está salpicado de pequeños chistes o graciosas observaciones que hacen que te desternilles de risa cuando menos te lo esperas.

Y para muestra, la dedicatoria del libro: «Para Soon-Yi, la mejor. La tenía comiendo de la mano y, de pronto, noté que me faltaba el brazo».