miércoles, 22 de septiembre de 2021

VENDO ALMA EN MUY BUEN ESTADO

 

Con todos ustedes: el Diablo, el Maligno, el Príncipe de las Tinieblas, el tío más malo que ha parido madre. Y encima, un hacha negociando.

 

Tal y como yo lo veo la naturaleza se muestra un tanto injusta con las mujeres, por eso del reloj biológico. No me parece justo que a partir de los cuarenta las mujeres escuchen a todas horas sonar en su cabeza ese apremiante tictac que les avisa de que su tiempo de fertilidad se agota.

Con nosotros, lo tíos, la naturaleza también se muestra injusta —la próstata no perdona, amigos; y eso por no hablar de la barriga cervecera o la calvicie—. Aunque, en comparación, sigo pensando que la mujer lo pasa peor que nosotros, aunque sólo sea por el hecho de no poder engendrar a partir de cierta edad.

Si la naturaleza fuese justa —que no lo es—, los tíos, al llegar a los sesenta, deberían dejar de ser fértiles. Sí, sí, como lo leéis. ¿Por qué? Honestamente, no me parece justo que un tío de sesenta o más tenga la capacidad de engendrar. Cuando ese crío tenga la mayoría de edad su padre igual ya no está ahí, y si está, estará más bien para ver pelis o series esparramado en el sofá o leer libros cómodamente instalado en su sillón favorito, antes que ponerse a corretear por el parque tras un balón de fútbol o subirse a una bici y hacerse ocho kilómetros como si nada, arriesgándose en ambos casos a acabar soltando el hígado o el páncreas por la boca.

No es plan tener un padre que bien podría ser tu abuelo, ni un hijo que bien podría ser tu nieto. Claro que hay excepciones. Por ejemplo, Mick Jagger y Keith Richards, de los Rolling Stones. ¿Qué comerá esa gente, por Dios? Vale que, a juzgar por sus arrugados pellejos, ambos se asemejan a dos tortugas centenarias de las galápagos; pero mira, uno con un infarto a cuestas y el otro con un leñazo desde un cocotero que casi le abre la cabeza como una sandía, y ahí los tienes a los dos, tan panchos, dando la talla en el escenario como si fuesen dos chavalotes de cincuenta y cinco años.

Hay quien sostiene que la longevidad y lozanía de ambos se debe a un pacto que hicieron con el Diablo en su juventud. Yo intenté hacer lo mismo, pero el Diablo no se mostró tan dispuesto a cerrar el trato.

¿Para qué leches iba yo a querer tu alma? —me dijo, el muy cabrito, con aquellas patas de carnero acabadas en pezuñas.

Hombre, Satán, Majestad, es lo normal, ¿no? Ya sabe, un favor a cambio de mi alma inmortal —argumenté yo.

Es que hay almas y almas —argumentó él.

Venga ya, ¿también en esto hay clases?

¡Pues claro! ¿Qué te pensabas? Las clases existen en cualquier ámbito en el que intervenga la mano del hombre. Va intrínsecamente ligado a su mapa genético. De ahí que el comunismo jamás haya logrado imponerse de manera democrática en ningún país del mundo, en ningún momento de la historia. Y si no me crees, sólo tienes que echar un vistazo a los últimos ciento veinte años de la historia reciente de la Humanidad.

No sé, la verdad es que nunca me había parado a pensarlo —confesé abiertamente.

Hazlo. Compruébalo por ti mismo —sugirió el Maligno—. Ahí tienes los ejemplos de China, Cuba, la U.R.S.S., la República Democrática Alemana, Polonia, Rumanía, Nicaragua. Todo dictaduras —en este punto, Satán esbozó una amplia sonrisa de satisfacción—. ¿Tienes suficiente o necesitas más ejemplos?

¿Qué me dice de Venezuela? —aporté orgulloso tras un rato de honda reflexión.

Satán ni se inmutó. Es más, su sonrisa aún seguía allí, como el famoso dinosaurio de Monterroso.

¿De verdad te parece una democracia lo que rige en Venezuela? Yo diría que Freddy Guevara o Juan Guaidó no opinarían lo mismo.

Tiene razón —asumí.

Dejame decirte algo, y te sugiero que por tu propia higiene mental te lo metas bien en la mollera. Los regímenes autoritarios, bien sean de izquierdas o de derechas, son hijos del mismo padre: el populismo. Todas las revoluciones aspiran a destruir los cimientos de la sociedad que pretenden adecuar a sus intereses, y para ello no dudan en hacer uso de todas las armas a su alcance: suprimir la libertad de prensa, coartar o restringir la libertad de pensamiento del individuo, sobre todo si es crítico o contrario al régimen que se intenta instaurar; denunciar, perseguir, encarcelar, torturar o ajusticiar a los insurgentes; modificar las constituciones o las leyes a la medida del dictador de turno a fin de eternizarse en el poder, tanto él como los suyos, al modo de dinastías monárquicas que llevan siglos traspasando groseramente el poder a su prole, etc.

¡Dios...perdón, Satán, qué panorama más desalentador me acaba usted de dibujar! Ha hecho que sienta mi alma caerse al suelo. Y hablando de mi alma, ¿qué me daría por ella?

Un vale-descuento de 5 euros en un burger —respondió Satán impertérrito.

Está de coña, ¿no?

Hablo muy en serio.

Venga, hombre, o cabra, o lo que sea usted. ¿Me está diciendo en serio que mi alma no vale más de cinco euros?

Es lo que hay. O lo tomas o lo dejas.

Lo tomo, lo tomo —me apresuré a añadir. En retrospectiva, considero que aún me sentía preso de la decepción por cuanto el Maligno me acababa de revelar en relación a la condición humana. De haber sido el género humano un club, me habría dado de baja en aquel momento.

Así que ya sabéis el precio de mi alma: 5 euros. Y nada de efectivo; un vale-descuento, y gracias.

Me pedí una hamburguesa con doble de queso, patatas fritas y un zumo de naranja que, todo junto, me salió por encima de los cinco euros, por lo que aún tuve que poner pasta de mi bolsillo. Encima.

Honestamente, hincarle el diente a aquel menú fue una de las experiencias más tristes de mi vida. A cada mordida, sentía que me estaba condenando al infierno. Literalmente. Y eso por no hablar de la culpabilidad que sentía correr por mis venas. Ni cien Danacoles podrían mitigar eso.



miércoles, 15 de septiembre de 2021

LA MUERTE DE MIS HÉROES DE JUVENTUD

 

Robbie Steindhardt en una de sus típicas poses con Kansas


Es la una menos cuarto de la madrugada de un caluroso día de verano, y no puedo dormir. Matizo: el calor no me deja dormir. El calor y el insomnio hacen muy buena pareja, no hay duda.

La brisa cálida golpea una y otra vez el estore contra la ventana, que cae justo sobre mi cabeza. No puedo oírlo, aunque sí puedo sentirlo entre las sombras que proyecta la luz de la luna que se filtra a través de la ventana.

Envuelto en la penumbra, escucho por los auriculares la maravillosa Lamplight symphony del grupo de rock Kansas. Las difuminadas luces led de mi equipo estéreo son lo único que mis ojos miopes consiguen distinguir en la oscuridad. Duermo sin gafas, de ahí que perciba borrosas las letras del lector de CD y los parpadeantes repiqueteos de mi ecualizador gráfico digital.

Hace apenas un par de semanas me he enterado de la repentina muerte de Robby Steinhardt, uno de los miembros fundadores del grupo que estoy escuchando. Violinista y, en ocasiones, vocalista principal, el de Steinhardt es uno de esos extraños casos de violín en un grupo de rock. No es un instrumento demasiado rockero, a decir verdad. Sólo conozco otros dos casos igual de famosos que el suyo: el de Jean Luc Ponty y el de Eddie Jobson.

La pieza de Kansas, maravillosa, sugerente, sofisticada y melancólica, logra transportarme a lugares ignotos. Es lo que tiene la buena música, que consigue hacerte viajar en el tiempo y el espacio sin necesidad de moverte del sitio.

John Lawton en su etapa como vocalista de Uriah Heep

Mientras escribo esto me llega la noticia de otra inesperada muerte: la de Dusty Hill, bajista de los míticos ZZ Top por más de cincuenta años. También me entero por la prensa de la muerte de otro grande: John Lawton, vocalista sustituto de David Byron en los míticos Uriah Heep.

Esto de la muerte de mis héroes de juventud parece haberse convertido en una constante en los últimos tiempos. Ley de vida, dicen. Pues vaya mierda de ley, digo yo. Ya podría aplicarse esa ley a más de un capullo y capulla que yo me sé. Y no será por falta de nombres, ni por falta de méritos; eso seguro.

Cuando eres joven no piensas mucho en la muerte. Crees que es algo inevitable, sí, pero que sólo le sucede a la gente muy mayor o aquejada de una grave enfermedad, por lo que lo ves como algo muy lejano en el tiempo, algo que no va contigo. Eso, unido a la sensación de “inmortalidad” que va intrínseca a la edad, hace que aparques ese inevitable trance en el baúl de las cosas que no requieren aún de tu atención, como la alimentación sana, el ejercicio físico regular o la hipoteca de por vida. En vez de eso te atiborras como un cerdo, bebes como un cosaco y puedes permitirte el lujo de maltratar tu cuerpo como te venga en gana, sin temor a las consecuencias. También gastas sin tasa, porque para eso trabajas.  Luego, a partir de los 45, tu cuerpo y tu banco tomarán el mando, y te pedirán cuentas por tus excesos del pasado.

Con la inconsciencia propia de la edad, cuando eres joven haces toda clase de burradas confiando en que nunca pase nada. Y casi nunca pasa nada, es cierto. Hasta que pasa. Y entonces todo cambia, toda tu percepción del mundo da un vuelco brutal.

En mi caso, todo cambió con la inesperada muerte de un amigo cercano en un trágico accidente a los 20 años de edad. Luego, dos años más tarde, perdí a mi padre.

Eso marca. Y mucho. De repente, sientes una pesada losa caer sobre tus hombros, obligándote a dejar atrás la liviandad de la juventud para adentrarte en la gravedad de la madurez y la responsabilidad.

Ya lo dijo Newton: toda acción tiene su reacción. Si castigas tu cuerpo y tu mente de joven, tu cuerpo te la devolverá en tu madurez.

¿Y a qué venía todo esto, por cierto? Ah, sí. La muerte de mis ídolos de juventud. Cuando admiramos a alguien, y seguimos su vida y su obra durante décadas, éste acaba formando parte de nuestras vidas, como un pariente lejano o algo así; sólo que a ese “pariente” le adjudicamos unos poderes mágicos, como, por ejemplo, el de la inmortalidad. Creemos, o más bien queremos creer, que nunca morirán, que siempre van a estar ahí, acompañándonos en este trayecto vital que todos transitamos desde que nacemos hasta que morimos. Pero de repente un día te llega la noticia de su muerte, y tu mundo se trastoca. Entonces pasas por las cinco etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación; es decir, las mismas etapas que se suceden ante la muerte de cualquier familiar o amigo cercano. Y entonces te das cuenta de que el talento y la genialidad no son una tarjeta del Monopoly que puedes usar cuando te convenga para librarte de la cárcel. La vida real no es ningún juego, aunque algunos se empeñen en verlo como tal.

Todos morimos. Nuestros héroes, también.

Al menos, siempre nos quedará su música. Con ella, o gracias a ella, podremos seguir viajando en el tiempo y el espacio a lugares ignotos y desconocidos sin movernos del sitio.

Dusty Hill, eterno bajista de los míticos ZZTop


miércoles, 8 de septiembre de 2021

LA GOTA ATACA DE NUEVO

 

 

Vivo como un rey absolutista del XVIII.

¿Te refieres a instalado en el lujo, tocándote los huevos a dos manos y haciendo de tu capa un sayo?

Más bien con un ataque de gota que te mueres.

Vaya. Y yo que ya iba a empezar a envidiarte malsanamente.


Sí, amigos, “the dreadful gota strikes again”; dicho en cristiano: “la temible gota ataca de nuevo”.

Resulta que en la última analítica que me había hecho, hace poco más de un mes, mi doctora advirtió unos niveles demasiado altos de ácido úrico en mi organismo, además de un poco de colesterol “malo” corriéndome alegremente por las venas —porque los malos, que lo sepáis, siempre corren alegremente allá por donde van, haciendo sus maldades e hijoputadas sin ton ni son, a sabiendas de que lo más probable es que jamás paguen por el mal que ocasionan, pues eso de la justicia sólo pasa en las películas o en las fantasiosas páginas de novela negra—.

Por el colesterol no debes preocuparte —dijo mi doctora—. Te recetaré unas pastillas para bajarlo un poco y tenerlo controlado. Con eso y tu rutina de paseos diarios será suficiente, aún a riesgo de tropezarte con esa vecina tuya tan fantasiosa.

¿Ha leído mi blog?

Sí. Y aunque me he reído bastante con las fantasías de esa vecina tuya tan peculiar, he de decirte que como tu vecina me vienen muchas a diario por la consulta. Todo lo suyo es lo peor del mundo mundial. Cualquier dolencia o enfermedad ajeno, por terrible que sea, se queda en nada frente a sus padecimientos. Es como si tuviesen el monopolio de las desgracias.

Lo ha descrito a la perfección.

Volviendo a la gota. A pesar de mis esfuerzos por evitarla, finalmente acabó sometiéndome a su dolorosa dictadura. Esta última semana y media ha supuesto un verdadero infierno para mí, con un dolor intenso y prolongado en el pie derecho que me ha tenido postrado en cama y procurando inmovilizar la pierna el mayor tiempo posible.

Al momento de escribir esto estoy atravesando el final del proceso. Ya puedo pisar, aunque procurando cargar el peso del cuerpo sobre un lateral del pie para evitar que el dolor me haga ver las estrellas.

Una vez más, debo agradecerle mi curación a la química. Gracias a las cápsulas de indometacina y clorhidroxialantoinato y dihidroxialantoinato de aluminio —menudos nombrecitos, oiga—, la hinchazón y el dolor han ido bajando progresivamente.

Aún me asombra pensar que apenas hace dos días tenía el pie derecho hinchado como un balón de fútbol, ardiendo y con una sensación de tener metidas unas afiladas cuchillas de afeitar bajo la piel, provocando un intenso dolor al menor movimiento o presión de la zona. Hasta el leve roce de una sábana me provocada un dolor similar al de un tanque Panzer de 57 toneladas de la Segunda Guerra Mundial aplastándome el pie con sus ruedas de cadena.

Bah, eso no es nada. ¡Lo mío si que...! —apuesto que me diría mi archienemiga, la vieja pelleja de pelo rubio platino.

Y, ¿sabéis qué?, mejor que no me la hubiese cruzado entonces, cuando aún tenía mi pierna hinchada como un globo aerostático, ardiendo y sufriendo aquel intenso dolor, pues, de haberme dado una sola razón para ello, le habría dicho cuatro cosas, y ninguna bonita, eso os lo aseguro.

Para evitar en lo posible una futura subida del ácido úrico en sangre —me instó mi doctora—, te recomiendo evitar en lo posible la ingesta de los siguientes alimentos: caldos de carnes grasas, potenciadores del sabor tipo avecrem, carnes rojas, vísceras de animales —hígado, corazón, riñones, sesos, mollejas, lengua, etc.—, hamburguesas, salchichas Frankfurt, ganso, pato, toda clase de mariscos, huevas de pescado, leche entera, quesos grasos, manteca de cerdo, sebo o tocino, alcohol en todas sus formas —sobre todo cerveza y bebidas de alta graduación—, refrescos azucarados, tomate y mantequilla, y limitar en lo posible los lácteos.

¿No habríamos acabado antes diciéndome lo que sí puedo comer? —dije en tono sombrío, proyectando mentalmente una vida futura insípida y carente de estímulos.

Te acostumbrarás.

No sé si me acostumbraré, pero lo que sí es seguro es que mis días se alargarán hasta el infinito.

Ah, y no olvides salir a caminar todos los días un mínimo de cuarenta y cinco minutos.

¿Y qué hago con mi vecina la pelo pollo?

Bueeeno. Vaaale. Treinta minutos mínimo. Y búscate un disfraz.

Haré algo mejor. Me pienso comprar unos auriculares tan grandes y potentes que harán que mi táctica de “hacerme el sueco” se convierta en todo un arte.

Pero a ver, ¿es que esa mujer no duerme nunca?

Yo no sé si duerme o no. Igual si le digo que padezco insomnio me larga que lleva décadas sin dormir. Pero una cosa sí es seguro, que debe tener una especie de radar tipo submarino ruso o algo así, pues vaya adonde vaya siempre acaba dando conmigo.

Bueno, míralo de esta manera. Si un día naufragas y acabas perdido en una isla desierta perdida en mitad del océano, al menos tendrás la certeza de que ella acabará encontrándote.

¿Sabe qué? Si algún día me viese en esa tesitura, casi prefiero morir en la dichosa isla antes que tener que escuchar una más de sus malditas historias ficticias.