Como cada mañana, leo distintos periódicos de prensa online. Y como cada mañana, también, veo que el mundo va de mal en peor. Crisis económica mundial —siempre estuvo ahí—, crisis energética —otra vez—, crisis de valores —nada nuevo bajo el sol—, crisis de empleo —los que más tienen se resisten a compartir y siguen sin ver nada malo en querer ganar mucho más de lo que ya ganan y que no podrán gastar ni en tres vidas que viviesen—, crisis humanitaria fruto de la inmigración ilegal, crisis sanitaria porque los ricos y poderosos llevan décadas intentando desmontar la Seguridad Social para hacerse ellos con el negocio de la salud, crisis de las jubilaciones porque a la gente mayor ya se le ha sacado todo el jugo que se les podía sacar, ya no producen y el Sistema considera que son una carga de la que nadie se quiere hacer cargo; crisis, crisis, crisis y más crisis.
Como un anexo a uno de los enunciados de la famosa Ley de Murphy, “todo en esta vida es susceptible de ir a peor”. Y, como un chiste malo contado por un maestro de ceremonias perverso, esa ley se lleva cumpliendo a rajatabla desde que el mundo es mundo. No salimos de una para meternos en otra. Si no es una guerra es una revolución, y si no una amenaza nuclear, o un virus mortal como el VIH o cualquier tipo de cáncer. Y cuando ya creíamos haberlo visto todo, va y llega la pandemia global, el Covid19, salido de no se sabe muy bien dónde ni cómo, aunque intuyo el porqué.
Ante un panorama tan deprimente, surge inevitable una pregunta: ¿qué hacer para que todo eso nos afecte lo menos posible?
En mi caso concreto lo tengo meridianamente claro: recurro al arte.
A mi edad, tengo la gran fortuna de poseer una vasta colección de cine, música y literatura. Ojo, que mi pasta me ha costado, ¿eh?, pues llevo gastando mi dinerito en todas esas cosas desde aquellos lejanos días en que cobraba una exigua paga semanal de mi padre siendo un preadolescente —me refiero a mí, obviamente, no a mi padre—.
En aquellos días, con doce o trece años, me gastaba todo lo que me daban en ir al pequeño cine de mi barrio y comprar cómics, discos de vinilo y cintas vírgenes de casete, donde grababa la música que me gustaba, bien de la radio —rezando para que el locutor bocazas de turno no “jodiese” la canción antes de tiempo—, o bien de discos que me prestaban mis amigos de entonces, y a los que yo prestaba los míos.
Con los años, y gracias a mi trabajo en el videoclub de mi padre, compraba cintas de VHS a buen precio y en ellas grababa de todo: pelis y series de la tele, documentales, conciertos, videoclips.
Aún me recuerdo encerrado en mi cuarto, esperando hasta las tantas de la noche para grabar en el extinto Cine Club de La2 de Televisión Española mis primeras pelis de Woody Allen. Me parece estar viéndome a mí mismo, con quince o dieciséis años, grabando Bananas, El dormilón y Todo lo que usted quería saber sobre el sexo, pero temía preguntar, en aquel vídeo VHS de la marca Sharp que tenía instalado en el cuarto de la tele, y que nos duró un porrón de años porque aún no se había implantado ese perverso invento de los fabricantes de electrodomésticos llamado “obsolescencia programada”.
A esa época también pertenece mi pasión por el cine clásico en blanco y negro. Recuerdo grabar películas como la maravillosa El mundo de George Apley, una cinta poco conocida dirigida por Joseph Mankiewicz, protagonizada por Ronald Colman y Vanessa Brown, que disfruté mucho en mi juventud y que volví a ver hace unos pocos meses y me sigue pareciendo entrañablemente maravillosa. ¡Qué alegría me llevé al verla de nuevo! Era como si no hubiesen pasado los años por ella. Ni por mí. Al verla de nuevo, sentí algo parecido a lo que se siente cuando ves a alguien de tu pasado que hace siglos que no ves y cuyo encuentro celebras con gozo. No siempre ocurre. Hay películas que envejecen muy mal, y amistades a las que les ocurre lo mismo. Son hijas de un tiempo y un momento de tu vida muy concretos, y, como les ocurre a los productos perecederos, más allá de su fecha de caducidad resultan perjudiciales para tu salud física (y mental).
Durante años mantuve en mi colección decenas de cintas de vídeo con episodios de series míticas como Las chicas de oro, Frasier, Matrimonio con hijos, Dame un respiro, Friends, Seinfeld, Hale & Pace y un montón de series que pillaba en la tele. También grababa cientos de películas.
Y, mientras tanto, mi colección de discos había aumentado tanto que le pedí a mi abuelo que contactase con un carpintero amigo suyo para fabricarme un mueble personalizado para mis discos, que, en cuestión de meses, volvió a hacerse pequeño.
Los libros también fueron acumulándose en mis estanterías. Adquiría cualquier colección que sacase buenos títulos en formato bolsillo, como la de "Grandes Autores" de RBA o la de "El Egipto de los Faraones" de Planeta DeAgostini. Aún conservo bastantes de aquellos libros.
Cada cierto tiempo me pasaba por la sección de libros de El Corte Inglés, y rebuscaba entre los cajones de libros en oferta por 200 ó 300 pesetas de entonces, además de pillar libros en edición de bolsillo de aquellos autores que me llamaban la atención. Así fue como me hice con libros de Woody Allen, Groucho Marx, Charles Bukowski, Tom Sharpe, Paul Auster, Luciano De Crescenzo, Mario Puzo, P.G. Wodehouse, Enrique Jardiel Poncela, John Kennedy Toole, etc.
Y con todo ese “tesoro”, acumulado a lo largo de una vida, he ido campeando el temporal de las malas noticias.
Titulaba este post basándome en el título de una magnífica película de John Huston dedicada al fútbol. El título de aquella película era Evasión o victoria, y hacía alusión a la disyuntiva que se le presentaba a una selección de fútbol compuesta por prisioneros de guerra que, en plena Segunda Guerra Mundial, son invitados a jugar un partido contra una selección de jugadores de la Alemania nazi. El partido, disputado en suelo francés, es aprovechado por los mandos aliados para facilitar la fuga de los jugadores al descanso. Sin embargo, a pesar de ir perdiendo el partido a la finalización del primer tiempo, la mayoría de los jugadores cree aún en la remontada, de ahí que se les plantee la posibilidad de renunciar a su propia libertad en pos de la victoria. En mi caso, tal disyuntiva no existe, pues considero la evasión, a través del disfrute de cualquier obra de arte, una victoria en sí misma sobre el aburrimiento, el hastío y la gravedad de la vida.
Así pues, para mí, el poder evadirme de la realidad es siempre sinónimo de victoria.