jueves, 30 de marzo de 2023

EVASIÓN Y VICTORIA

 


Como cada mañana, leo distintos periódicos de prensa online. Y como cada mañana, también, veo que el mundo va de mal en peor. Crisis económica mundial —siempre estuvo ahí—, crisis energética —otra vez—, crisis de valores —nada nuevo bajo el sol—, crisis de empleo —los que más tienen se resisten a compartir y siguen sin ver nada malo en querer ganar mucho más de lo que ya ganan y que no podrán gastar ni en tres vidas que viviesen—, crisis humanitaria fruto de la inmigración ilegal, crisis sanitaria porque los ricos y poderosos llevan décadas intentando desmontar la Seguridad Social para hacerse ellos con el negocio de la salud, crisis de las jubilaciones porque a la gente mayor ya se le ha sacado todo el jugo que se les podía sacar, ya no producen y el Sistema considera que son una carga de la que nadie se quiere hacer cargo; crisis, crisis, crisis y más crisis.

Como un anexo a uno de los enunciados de la famosa Ley de Murphy, “todo en esta vida es susceptible de ir a peor”. Y, como un chiste malo contado por un maestro de ceremonias perverso, esa ley se lleva cumpliendo a rajatabla desde que el mundo es mundo. No salimos de una para meternos en otra. Si no es una guerra es una revolución, y si no una amenaza nuclear, o un virus mortal como el VIH o cualquier tipo de cáncer. Y cuando ya creíamos haberlo visto todo, va y llega la pandemia global, el Covid19, salido de no se sabe muy bien dónde ni cómo, aunque intuyo el porqué.

Ante un panorama tan deprimente, surge inevitable una pregunta: ¿qué hacer para que todo eso nos afecte lo menos posible?

En mi caso concreto lo tengo meridianamente claro: recurro al arte.

A mi edad, tengo la gran fortuna de poseer una vasta colección de cine, música y literatura. Ojo, que mi pasta me ha costado, ¿eh?, pues llevo gastando mi dinerito en todas esas cosas desde aquellos lejanos días en que cobraba una exigua paga semanal de mi padre siendo un preadolescente —me refiero a mí, obviamente, no a mi padre—.

En aquellos días, con doce o trece años, me gastaba todo lo que me daban en ir al pequeño cine de mi barrio y comprar cómics, discos de vinilo y cintas vírgenes de casete, donde grababa la música que me gustaba, bien de la radio —rezando para que el locutor bocazas de turno no “jodiese” la canción antes de tiempo—, o bien de discos que me prestaban mis amigos de entonces, y a los que yo prestaba los míos.

Con los años, y gracias a mi trabajo en el videoclub de mi padre, compraba cintas de VHS a buen precio y en ellas grababa de todo: pelis y series de la tele, documentales, conciertos, videoclips.

Aún me recuerdo encerrado en mi cuarto, esperando hasta las tantas de la noche para grabar en el extinto Cine Club de La2 de Televisión Española mis primeras pelis de Woody Allen. Me parece estar viéndome a mí mismo, con quince o dieciséis años, grabando Bananas, El dormilón y Todo lo que usted quería saber sobre el sexo, pero temía preguntar, en aquel vídeo VHS de la marca Sharp que tenía instalado en el cuarto de la tele, y que nos duró un porrón de años porque aún no se había implantado ese perverso invento de los fabricantes de electrodomésticos llamado “obsolescencia programada”.

A esa época también pertenece mi pasión por el cine clásico en blanco y negro. Recuerdo grabar películas como la maravillosa El mundo de George Apley, una cinta poco conocida dirigida por Joseph Mankiewicz, protagonizada por Ronald Colman y Vanessa Brown, que disfruté mucho en mi juventud y que volví a ver hace unos pocos meses y me sigue pareciendo entrañablemente maravillosa. ¡Qué alegría me llevé al verla de nuevo! Era como si no hubiesen pasado los años por ella. Ni por mí. Al verla de nuevo, sentí algo parecido a lo que se siente cuando ves a alguien de tu pasado que hace siglos que no ves y cuyo encuentro celebras con gozo. No siempre ocurre. Hay películas que envejecen muy mal, y amistades a las que les ocurre lo mismo. Son hijas de un tiempo y un momento de tu vida muy concretos, y, como les ocurre a los productos perecederos, más allá de su fecha de caducidad resultan perjudiciales para tu salud física (y mental).

Durante años mantuve en mi colección decenas de cintas de vídeo con episodios de series míticas como Las chicas de oro, Frasier, Matrimonio con hijos, Dame un respiro, Friends, Seinfeld, Hale & Pace y un montón de series que pillaba en la tele. También grababa cientos de películas.

Y, mientras tanto, mi colección de discos había aumentado tanto que le pedí a mi abuelo que contactase con un carpintero amigo suyo para fabricarme un mueble personalizado para mis discos, que, en cuestión de meses, volvió a hacerse pequeño.

Los libros también fueron acumulándose en mis estanterías. Adquiría cualquier colección que sacase buenos títulos en formato bolsillo, como la de "Grandes Autores" de RBA o la de "El Egipto de los Faraones" de Planeta DeAgostini. Aún conservo bastantes de aquellos libros.

Cada cierto tiempo me pasaba por la sección de libros de El Corte Inglés, y rebuscaba entre los cajones de libros en oferta por 200 ó 300 pesetas de entonces, además de pillar libros en edición de bolsillo de aquellos autores que me llamaban la atención. Así fue como me hice con libros de Woody Allen, Groucho Marx, Charles Bukowski, Tom Sharpe, Paul Auster, Luciano De Crescenzo, Mario Puzo, P.G. Wodehouse, Enrique Jardiel Poncela, John Kennedy Toole, etc.

Y con todo ese “tesoro”, acumulado a lo largo de una vida, he ido campeando el temporal de las malas noticias.

Titulaba este post basándome en el título de una magnífica película de John Huston dedicada al fútbol. El título de aquella película era Evasión o victoria, y hacía alusión a la disyuntiva que se le presentaba a una selección de fútbol compuesta por prisioneros de guerra que, en plena Segunda Guerra Mundial, son invitados a jugar un partido contra una selección de jugadores de la Alemania nazi. El partido, disputado en suelo francés, es aprovechado por los mandos aliados para facilitar la fuga de los jugadores al descanso. Sin embargo, a pesar de ir perdiendo el partido a la finalización del primer tiempo, la mayoría de los jugadores cree aún en la remontada, de ahí que se les plantee la posibilidad de renunciar a su propia libertad en pos de la victoria. En mi caso, tal disyuntiva no existe, pues considero la evasión, a través del disfrute de cualquier obra de arte, una victoria en sí misma sobre el aburrimiento, el hastío y la gravedad de la vida.

Así pues, para mí, el poder evadirme de la realidad es siempre sinónimo de victoria.




jueves, 16 de marzo de 2023

ESCRITORES QUE NO CONOCE NI DIOS

 

 

Acabo de regresar de la XX Bienal de Escritores a los que no conoce ni Dios. Este año, la bienal se celebró en Viena, por lo que su lema quedó establecido como Vigésima Bienal de Viena, y su acrónimo en VIBIVI.

A propósito, lo de «bienal» no viene porque dicho encuentro se celebre cada dos años, sino porque siempre viene «bien» compartir las desgracias, ahogar las penas en sendos vasos de agua que los asistentes a este tipo de encuentros, fieles a nuestro carácter eminentemente derrotista, siempre vemos «medio vacíos».

En este punto me permito poner el acento en un detalle que considero importante. Obvio que, al no ser conocidos «ni por Dios», y a diferencia de otros eventos o convenciones, los que formamos parte de este extenso grupo no recibimos invitación personalizada en nuestros domicilios o direcciones de correo electrónico. En vez de eso, hemos de ser nosotros, de manera individual, quienes nos mantengamos alerta entrando de vez en cuando en la web que la asociación pone a disposición de los interesados. La dirección web es esta: www.nos-importáis-un-carajo.com

El salón donde se celebró este año el evento era inmenso. Por los enormes altavoces, estratégicamente instalados a lo largo y ancho del recinto, resonaba en bucle el Strangers in the night en la voz de Sinatra. ¿Un guiño de la organización, quizás, o un chiste de mal gusto?

En estas que se me acerca un tipo.

Disculpe. Usted, ¿quién es? —me dijo.

Apuesto mis regalías de un año a que esta sería la pregunta más repetida a lo largo y ancho de aquel evento.

Mi nombre es Pedro Fabelo —respondí. A lo que siguió la segunda pregunta que apostaría a que sería la más repetida durante tan extraña velada.

¿Quién?

Pedro Fabelo. Soy escritor, y no me conoce ni Dios. Y usted, ¿quién es?

Una de una.

Mi nombre es Roswell Somewater Checkman III.

¿Quién?

Dos de dos. ¡Bingo! Desde luego, como apostador profesional seguro que ganaría más pasta que vendiendo libros.

Roswell Somewater Checkman III —repitió el tipo aquel—. Yo también soy escritor. Y, al igual que usted, a mí tampoco me conoce ni Dios.

Vaya. Qué fastidio, ¿no? —dije yo—. Me refiero a lo de que no nos conozca ni Dios, no a que seamos escritores. Aunque, a veces...

Tranquilo. Lo pillé a la primera. Yo también opino lo mismo que usted. Es un verdadero fastidio no poder ganarte la vida haciendo lo que más te gusta. Sobre todo cuando ves que otros, a los que no le concedes ni la mitad de talento del que crees poseer tú, sí que han conseguido labrarse una carrera profesional en la literatura.

Sé a lo que se refiere —concedí—. A mí también me reconcome por dentro ver que otros han logrado lo que yo no lograré jamás.

¿Y no será que somos unos envidiosos de mierda?

Puede ser. No lo descarto. Aunque, seamos envidiosos o no, hay ciertas carreras de éxito en el mundo literario que escapan a mi comprensión. Por ejemplo, no sé usted, pero a mí no me entra en la cabeza que un tipo como Paulo Coelho se gane la vida escribiendo las chorradas que escribe. “Las lágrimas son palabras que necesitan ser escritas”. ¿Qué mierda significa eso?

No te dejes atrás mi favorita: “Eres lo que crees que eres”. Menudo tolay. Veo que compartimos idénticos sentimientos. Yo tampoco soporto al fatiga de Coelho. ¿Te importa si nos tuteamos? —me propuso el tipo aquel, quien, por cierto, lucía pajarita y chaqueta de pana con codilleras.

Claro. ¿Por qué no? —accedí.

Perdona, ¿cómo dijiste que te llamabas?

Pedro. ¿Y tú?

Roswell.

Nos volvimos a estrechar las manos. Si bien, esta vez, con una mayor identificación del uno hacia el otro. Aunque sólo fuese por el tiempo que durase nuestra breve conversación, ambos dejaríamos de ser unos completos “extraños en la noche”. Al menos entre nosotros.

Ya que estamos en confianza, dime, ¿por qué crees que mereces un mayor reconocimiento del que gozas en la actualidad?

Confieso que la pregunta me pilló por sorpresa. Y, siendo honesto, tampoco es que me la hubiese llegado a plantear seriamente, ni siquiera en la intimidad de mis pensamientos. Curioso que a veces reclamemos algo con exagerada insistencia sin escarbar en profundidad en los motivos que nos empujan a ello.

Hombre, a ver. Tanto como merecer. Suena como a exigencia. Y yo no estoy como para exigir nada. En realidad, ningún artista por el mero hecho de serlo está para exigir la atención de nadie hacia su obra.

¿Qué tiene de malo exigir algo cuando crees merecerlo? —insistió él.

Lo veo excesivo. Y pretencioso —admití.

Pecas de modesto, permíteme que te lo diga. Y con la modestia no se va a ninguna parte, amigo mío. Sobre todo cuando pretendes vivir de tu arte. Deberías mostrarte más agresivo, más contundente en tus demandas. Sólo así conseguirás que la gente te tome en serio.

¿Tú crees?

¡Y tanto! Sólo tienes que echar un vistazo a la historia para apercibirte de ello. Los artistas, los grandes artistas, los que han alcanzado la gloria y se han revolcado en ella como cerdos en un lodazal, han sido en su mayoría unos egocéntricos de mucho cuidado, con cierta tendencia a la megalomanía. Y quienes los admiran no sólo se lo perdonan, sino que lo agradecen, pues ven en sus artistas favoritos algo que ellos nunca podrán ser: gente que cree ciegamente en su arte y su talento, y no están dispuestos a plegarse ante nada ni ante nadie.

¿Y qué me dices de ti? ¿Cuál es la razón de que no te conozca ni Dios?

Aún no ha llegado mi momento —fue la contundente respuesta de aquel tipo que, ante mis ojos, se mostraba de lo más seguro de sí mismo.

¿Cómo es eso? —pregunté intrigado.

Soy un genio atemporal. Un adelantado a mi época. Pasarán siglos hasta que mi talento sea reconocido.

Vaya. Pues menuda faena.

¿Faena por qué? —dijo él, casi ofendido.

A ver, está claro que no lo verás con tus propios ojos. Quiero decir, que no disfrutarás de tu éxito.

¿Y qué te hace pensar tal cosa? ¡Claro que lo veré! —exclamó en una súbita indignación.

Disculpa, tío. Creí entender que no tenías previsto triunfar hasta dentro de varios siglos.

Así es.

Pero, para entonces ya estarás muerto —concluí atendiendo a una lógica incuestionable.

¡Qué va! —dijo él. Y lo dijo convencido. En modo alguno lo dijo por decir. Es más, su contundencia invitaba a pensar que lo creía con convicción, sin fisuras, sin un átomo de duda en su afirmación.

¿Es que piensas vivir para entonces? —pregunté.

¡Pues claro! Hace un mes le compré a mi cuñado un criogenizador casero que me mantendrá en estado de hibernación unos dos mil quinientos años. Suficientes como para despertar y vivir mi éxito en plenitud. ¡No sabes lo que ansío ese momento!

¿Quién me lo iba a decir a mí cuando decidí acudir a aquella bienal? Más de cinco mil escritores desconocidos, a los que no conocía ni Dios, procedentes de todos los rincones del mundo, acuden en masa a un encuentro entre iguales decididos a lamerse las heridas de su frustración, y resulta que me viene a tocar entablar conversación con el más colgado de todos. Ya es mala suerte, carajo.

Pues, ¿sabes qué? Te deseo toda la suerte del mundo —dije, exhibiendo una amplia sonrisa. Y si bien en modo alguno albergaba convencimiento en mis palabras, procuré cubrir mi escepticismo con una fina capa de compasión. Al fin y al cabo, aquel pobre diablo no hacía mal a nadie, salvo, quizás, a sí mismo. Así que, ¿por qué no darle ánimos en vez de poner más palos en sus ruedas?

Gracias, tío. ¿Quieres que transmita un mensaje de tu parte a las generaciones futuras?

Pues mira, sí. Que rían. Que rían todos los días de su vida, si pueden. Porque la vida es muy corta, amigo mío. Bueno, excepto en tu caso.

Ok. Descuida. Trasladaré tu mensaje a las generaciones venideras. Un placer... er... ¿cómo dijiste que te llamabas?


Lo bueno, o lo malo según se mire, de esta experiencia, es que una vez clausurado el evento, todos los asistentes, incluido el colgado de Roswell, volvimos a nuestro cómodo, apacible y rutinario anonimato, llevando con paciente resignación la etiqueta de escritores a los que no conoce ni Dios.

Por cierto, Dios, ¿cómo es eso de que haya escritores a los que no conoces? Se supone que eres omnipotente, es decir, que todo lo puedes, y omnipresente, que estás en todas partes al mismo tiempo, y hasta omnívoro, que comes de todo. ¿Cómo es que teniendo esos superpoderes no conoces a todos los escritores del mundo mundial?

La verdad, sois tantos que abruma. ¿Has visto cuánta gente publica sus mierdas en Amazon, y cuántos promocionáis vuestros libros en redes sociales? Soy omnipotente y omnipresente, y también como de todo, pero también me gusta tener mi tiempo para mí, desconectar de lo que me rodea y dedicarme a descansar mente y espíritu. ¿Lo entiendes...uhm?, ¿cómo dijiste que te llamabas? Bah, da igual. Aunque me lo digas lo voy a olvidar en cero coma. Hala, a seguir bien.

Amén.



jueves, 9 de marzo de 2023

CINE Y LITERATURA (1)

 

Sean Connery (Forrester) impartiendo una masterclass sobre literatura a su joven protegido Jamal


A mediados de la década de los ochenta mi padre decidió abrir un videoclub, junto con un socio amigo suyo. Aquel socio, de nombre Gregorio, era un enamorado del ajedrez.

Además de ser árbitro internacional colegiado, trabajaba en un organismo privado que organizaba torneos regionales, nacionales e internacionales de ajedrez.

Un día, me dijo:

Oye, Pedro, tú que ves mucho cine, ¿podrías apuntarme en una libreta cualquier película que veas en la que salga cualquier escena relacionada con el ajedrez? No hace falta que sea una partida. Sólo con que tenga algo que ver con el ajedrez, aunque sea viéndose un tablero o piezas, me vale. Ah, y apúntame el minuto exacto en el que transcurre la escena en cuestión.

Claro, Gregorio —contesté yo—. Pero, por curiosidad, ¿para qué quieres saber eso?

Y entonces Gregorio me reveló algo que, por sorprendente, se me quedaría grabado a fuego en la memoria. Me contó que tenía una cinta VHS donde iba recopilando todas esas escenas, una detrás de otra, con intención de verlas y disfrutarlas en su vídeo doméstico siempre que lo desease.

Como digo, aquello se me quedó grabado; por extraño, por inusual y por extravagante.

Yo, que entonces tendría unos dieciséis o diecisiete años, no entendí aquella pasión tan desorbitada por algo como el ajedrez, actividad que, si bien me gustaba practicar de manera esporádica, no despertaba en mí semejante nivel de apasionamiento. Y no sería hasta muchos años más tarde en que entendí perfectamente la pasión que empujaba a aquel hombre a hacer algo tan fuera de lo común.

El porqué es muy sencillo. Las personas apasionadas, entre las que me cuento, cuando sentimos una especial debilidad por algo, traspasamos la frontera de lo convencional sin importarnos un pimiento lo que los demás piensen de nosotros.

Hay quien colecciona llaveros, por ejemplo, o mecheros, o aquellos viejos calendarios plastificados que se solían llevar en la cartera —ignoro si aún se siguen fabricando, pues hoy en día resulta mucho más cómodo y práctico controlar el calendario con el móvil, con el ordenador o con agendas electrónicas implementadas en los relojes de pulsera. Por cierto, que estos relojes de hoy en día son capaces de hacer cosas hasta hace poco impensables, como controlar tu ritmo cardíaco, decirte el número exacto de pasos y calcular la distancia y el tiempo que realizas en un tramo concreto, y hasta de hacerte la declaración de la renta con resultado a devolver. Son la leche esos relojes, en serio—.

En mi caso concreto colecciono discos, libros, películas, revistas de música o literarias, determinadas manías y alergias varias. En fin, cada loco con su tema.

Una de las cosas que me gusta coleccionar, y disfrutar, son películas relacionadas con la literatura, bien sean películas sobre escritores o editores o películas basadas en novelas.

Dicho esto, como no creo ser el único al que le fascinan este tipo de películas, he decidido ir publicando de vez en cuando en el blog reseñas o artículos contando mis impresiones sobre ese tipo de películas con trasfondo literario. Y para inaugurar esta nueva sección, ahí van las dos primeras: Descubriendo a Forrester y El expreso de medianoche.


Descubriendo a Forrester (2000)

Siempre he sentido una especial debilidad por Sean Connery. Es uno de esos actores tan buenos en lo que hacen que, con su mera presencia, son capaces de levantar películas mediocres y transformarlas en algo merecedoras de nuestro tiempo y nuestra atención.

No es el caso de esta peli, Descubriendo a Forrester, ya que en ella todo me resulta fascinante, empezando por la historia.

En pleno Bronx neoyorkino, un grupo de jóvenes afroamericanos se suele reunir en una cancha a jugar al baloncesto. Desde la cancha se divisa el apartamento de un viejo ermitaño cuya existencia resulta un auténtico misterio para sus vecinos, pues no socializa con casi nadie y apenas sale de su apartamento. Un día, como una travesura, uno de los jóvenes decide colarse en el apartamento del ermitaño a través de una de las ventanas. Una vez dentro curiosea y ve un montón de libros, lo cual despierta su curiosidad, ya que él es un buen estudiante que acostumbra a leer y a sacar buenas notas en literatura. Oye ruidos y se precipita en su huida, lo cual hace que se deje atrás una mochila con algunos trabajos suyos de literatura que debía entregar en clase. Al percatarse de su error, el chico regresa al apartamento del ermitaño en busca de su mochila, y entonces se produce el encuentro que marcará su vida para siempre, pues al que todos consideraban un anónimo solitario resulta que es un consumado escritor con un único libro publicado, considerado en su tiempo una obra maestra, que un buen día decidió darle la espalda a la fama y recluirse en su apartamento por el resto de sus días.

Según he podido leer por ahí, el personaje de Connery está inspirado en J.D. Salinger, quien en vida sólo llegó a publicar una novela, El guardián entre el centeno, y que, tras su apabullante éxito de crítica y ventas, decidió recluirse en su casa y evitar todo contacto con congéneres.

La película es magnífica, con un reparto muy logrado encabezado por un espectacular Connery y su némesis en la pantalla, un inmenso F. Murray Abraham, quien alcanzara la fama cinematográfica gracias a su magnífico papel del maestro Salieri en Amadeus.

Recuerdo con cariño una de las frases que exclama Connery a fin de motivar a su joven protegido: “¡Golpea las teclas, por el amor de Dios!”.

Descubriendo a Forrester es de esas películas que, al acabarlas, te entran unas ganas tremendas de escribir, y de leer, y de ver más cine; en definitiva, es de esas pelis que te invitan a sumergirte en ese mundo maravilloso donde la ficción tiene más peso que la realidad. La recomiendo.


El expreso de medianoche (1979)

Basada en el libro autobiográfico de Billy Hays, del mismo título, cuenta la odisea personal del autor mientras cumple condena en una prisión turca a principios de la década de los 70 acusado de traficar con hachís. La película, aún con notables diferencias con respecto a la novela, sobre todo en lo concerniente a la fuga de la cárcel, es bastante fiel al libro.

El libro, que leí hace un par de años, no me defraudó en absoluto. El único “pero” que le pondría a la experiencia es que, habiendo visto la película varias veces, hasta el punto de tener memorizadas muchas de las escenas, al leer me resultaba imposible disociar lo que leía de las imágenes de la propia película, por lo que en mi mente se iban recreando secuencias de la peli a medida que iba pasando páginas. Con todo, tanto el libro como la película son obras que merecen ser disfrutadas al menos una vez en la vida.

A propósito de la película, el trío protagonista está soberbio, encabezado por un excepcional Brad Davis en el papel de su vida.



Brad Davis interpretando a Billy Hayes en una escena de su detención en "El expreso de medianoche".

miércoles, 1 de marzo de 2023

BIENVENIDOS A LA DICTADURA DE LO POLÍTICAMENTE CORRECTO

 



No hace mucho hablaba en este mismo blog de los límites del humor en pos de la corrección política. Mi postura en este asunto no ha variado un ápice desde entonces: el límite lo ha de poner cada uno de manera individual y que sólo le afecte a él. Es decir, que si algo me disgusta, o tengo indicios de que me va a disgustar, o incomodar, o hacerme sentir mal o culpable, simplemente no lo consumo o lo ignoro, y listo.

Yendo más allá, sostengo que el hecho de que a mí me disguste algo, o me cause desagrado, o considere que atenta contra mis principios éticos o morales, no me habilita para hacer las veces de censor y promover su prohibición, ya que, si esto fuese así, lo justo sería que otros tuviesen idéntica opción a la mía, con lo cual se podría dar el caso de que alguien a quien le disgustase o le ofendiese algo de mi agrado podría ejercer el mismo derecho a la censura, privándome a mí del disfrute de ese algo, lo que nos llevaría a entrar en un peligroso bucle en el que acabaríamos por censurarlo absolutamente todo.

Todo esto viene a cuento —nunca mejor dicho—, a raíz de la polémica recientemente suscitada en torno a la iniciativa promovida por los propios albaceas del escritor Roald Dahl, encargados de proteger y preservar el legado artístico del escritor, de efectuar modificaciones significativas en algunas de las obras más polémicas del escritor a fin de eliminar contenidos supuestamente ofensivos o molestos y adecuar su obra a la moralidad y sensibilidad actuales. Algunas de esas modificaciones tienen que ver con el aspecto físico de algunos de los personajes descritos por el autor en algunos de sus libros —el peso, el género, la raza o la apariencia física—.

Vamos, que si a Dahl le da por escribir que un niño es gordo habría que echar todos sus libros a la hoguera, por considerarlos ofensivos. Curiosamente, eso mismo hicieron los nazis al inicio de su reinado de terror con aquellos libros que no eran de su agrado o que ellos consideraban que atacaban “la cultura y el sentir del pueblo ario”.

Según he podido leer en algún artículo reciente, Roald Dahl era un declarado antisemita, mostraba ciertas inclinaciones racistas e, incluso, llegó a unirse al movimiento anti Salman Rushdie a raíz de la polémica suscitada tras la publicación de Los versos satánicos de este último, lo que le valió la famosa fatwa decretada por el ayatolá Jomeini en 1989, consumada hace unos meses con dieciocho puñaladas y la pérdida de un ojo a manos de un fanático religioso.

Curiosamente el propio Salman Rushdie declaró a propósito de esta polémica: «Roald Dahl no era un ángel, pero esto es una censura absurda. Los encargados del legado de Dahl deberían estar avergonzados».

Esta moda revisionista del arte y la cultura de épocas anteriores a la nuestra, adecuándola a los tiempos modernos, no es nueva. Recuerdo no hace mucho leer algo con respecto a determinados cuentos populares, Caperucita Roja entre ellos, por considerar que atentaban contra el derecho igualitario de la mujer, y cuya lectura había causado infinidad de traumas a generaciones y generaciones de mujeres —¿disculpa?—.

Por cierto, en ese sentido me permito recomendar que os hagáis con la nueva versión de La Cenicienta, ésa en la que la protagonista no necesita a ningún príncipe azul ni a ningún hombre para salir de su situación. En esta nueva versión, Cenicienta es una joven empoderada que se saca un título de abogada mediante la asistencia a clases nocturnas, consigue llevar a juicio a su madrastra, sus hermanastras y su pánfilo padre, y les mete a todos ellos una demanda del carajo; luego, con la indemnización que consigue, se compra una casa en el campo y se va a vivir con su novia de toda la vida, que trabaja como minera en un yacimiento de carbón. Al poco tiempo ambas de casan, por lo civil, y, como ambas son veganas, en el banquete en vez de perdices se sirven ensaladas y guisos a base de tofu.


El mundo cambia a cada instante, y debemos adaptarnos a esos cambios si no queremos quedarnos atrás.

Hace poco, yo mismo caí víctima de mi propia inadaptación a los tiempos modernos. Resulta que atravesaba una mala racha y, fruto de la frustración que tal situación me provocaba, eché mano de una frase hecha que llevo oyendo desde que era niño.

Seguro que monto un circo y me crecen los enanos —exclamé de manera inocente, sin ánimo de ofensa.

Entonces un amigo, al oírme, me espetó:

¿Es que te has vuelto loco? ¿Cómo se te ocurre decir semejante barbaridad? ¿Es que no vives en el mundo o qué?

¿Por qué? ¿Qué he dicho?

Hoy día está mal visto llamar “enanos” a los “enanos”. Ahora, para referirte a ellos, debes emplear el término “personas de baja estatura”.

¿De veras?

Ya te digo. De hecho, ya tengo mi ejemplar revisitado y perfectamente ajustado a los nuevos tiempos del famoso cuento de Blancanieves. El nuevo lleva por título Blancanieves y las siete personas de baja estatura. Ya sé que no suena igual, pero habrá que ir acostumbrándose.

Vaya. Lo siento. No tenía ni idea.

Supongo que tampoco sabrás lo de la nueva versión del cuento de Caperucita Roja.

Pues no.

La nueva versión, convenientemente revisitada, se titula Caperucita Multicolor “la empoderada” que se enfrenta ella solita, sin miedo y sin ayuda de ningún sujeto del género masculino, al lobo machista, retrógrado y violador comeabuelitas. Todo sea por no traumatizar a las nuevas generaciones de peques, porque ya se sabe que las niñas y niños de nuestra generación y de generaciones anteriores a la nuestra han crecido con un trauma soterrado transmitido de generación en generación a través de los cuentos clásicos que les ha sido muy difícil sobrellevar. Pobres criaturitas.


Y es que vivimos tiempos bastante extraños; tiempos en los que hay que cuidar muy mucho lo que se dice y lo que se publica. Todos nosotros vivimos sujetos a la dictadura de lo políticamente correcto. Así, todo lo que no sea socialmente aceptado es susceptible de ser denunciado, censurado y condenado. Es como si viviésemos inmersos en una especie de Inquisición de la Corrección Política. Y esto va en ambos sentidos. Es decir, que tampoco puedes señalar o denunciar públicamente o en privado todo lo que, a tu juicio, va mal en la sociedad, ya que te expones a que salga de debajo de las piedras alguna asociación o grupo de defensa, por más absurda que sea la causa que defienda, y te denuncie.

Por ejemplo, hoy día no puedes mostrar tu más enérgico rechazo a los matones de instituto, pues te arriesgas a que la Asociación de Matones de Instituto —la poderosa AMI—, te plante una demanda del copón por vulnerar los derechos de los matones de instituto.

«¿Es que los matones de instituto no tienen derecho a seguir robándoles el bocadillo a los más débiles en el recreo, o llamar “mariquitas” a aquellos compañeros masculinos que muestren pasión por la poesía, la lectura o las artes escénicas? ¿Y qué me decís del derecho de los matones de instituto a meter mano a las niñas, fumar a escondidas o propinar palizas a los enclenques o los gafotas? ¿No es eso discriminación? ¿No atenta eso contra sus derechos inalienables del típico matón? ¿No debería ser considerado como “matonismofobia”?».

A todo este despropósito hay que sumar últimamente la perversión del lenguaje, que ha logrado que a los que cometen delitos se les llame “presuntos”, que a los basureros de toda la vida se les denomine “recolectores de desechos” y que a los hijos de puta que te llaman a cualquier hora del día y de la noche para ofrecerte una nueva tarifa de telefonía o de servicio de electricidad sin que se lo hayas pedido se les llame “libre mercado”.

A veces me pregunto qué será lo próximo. De seguir retorciendo las cosas, de aquí a nada a los ladrones ya no les podremos llamar ladrones a secas, sino “redistribuidores de la riqueza”.

Que Dios nos coja confesados.