martes, 26 de octubre de 2021

EN REALIDAD, YO NO QUERÍA TENER UN BLOG (Parte 2)

 

Este era el aspecto de mi blog en 2014

 

Una de las cosas que más me echaba para atrás era el hecho de no tener ni la más remota idea de cómo montar un blog en Internet. Así que lo primero que hice fue seguir a varios blogs, que visitaba regularmente en mi tiempo libre.

Algunos eran de corte autobiográfico, salpicados de anécdotas y situaciones del día a día de su autor o autora; otros de corte más literario, donde se subían textos propios; incluso hubo varios que trataban de música, mi otra gran pasión. También vi alguno que era algo así como una especie de miscelánea, en la que su autor tan pronto hacía una crítica de una peli, como una crónica de un viaje o hacía un repaso a sus lecturas más recientes. De todos ellos aprendía algo, e iba tomando notas en una libreta.

Me pasé un par de años leyendo aquellos blogs, empapándome de su forma de hacer las cosas, de la frecuencia entre publicaciones, del trato con los lectores a través de los comentarios; además del estilo, la tipografía, la composición del blog en sí, etc.

Con todo eso, emulando a un doctor Frankenstein de andar por casa, iba uniendo piezas en mi cabeza mientras daba forma a mi propio espacio en Internet.

Cuando al fin tomé la firme decisión de abrir mi propio blog, me pasé semanas leyendo diversos manuales que te iban orientando paso a paso. Incluso recuerdo nadar en la disyuntiva entre la plataforma Blogger o la de Wordpress. Al final, viendo los pros y los contras de ambas opciones, acabé decantándome por Blogger.

Y llegó el gran día. El día del estreno.

Para entonces, ya tenía todo listo. Una foto, una cabecera, un nombre para el blog, una ficha de autor, y un texto de presentación, aquel con el que me daría a conocer en el gran mundo bloguero.

El día elegido fue el domingo, 4 de mayo de 2014. Y mis primeras palabras, aquellas que, cual náufrago en una isla desierta, lanzaba al mundo contenidas en el interior de una botella de cristal imaginaria, fueron las siguientes:


EL ORIGEN DE ESTE BLOG

Domingo, 4 de mayo de 2014


Soy escritor, ya saben, uno de esos tíos que disfruta de la soledad y escribe cosas. Peor aún, soy uno de esos tíos que disfruta de la soledad, escribe cosas y encima pretende vivir de ello. Y vivir bien, además.

Ya sé que pretender vivir exclusivamente de la literatura en los tiempos que corren es una auténtica locura. Pero, ¿qué sería de la vida sin una pequeña dosis de locura con la que sazonarla? Una broma insoportable, me temo.

Así que, haciendo gala de esa pequeña dosis de locura necesaria para emprender esos proyectos que la prudencia te aconseja no acometer, he decidido al fin seguir el consejo de un amigo que hace años me dijo: ¿Y por qué no creas un blog en Internet?

Todo comenzó con un encuentro casual. Llevaba años escribiendo cosas, principalmente cuentos cortos y novelas. Me había presentado a varios concursos literarios y, como muchos escritores noveles, también había contactado con algunas editoriales decidido a publicar. Pero ni tuve éxito en los concursos a los que me presenté ni mis contactos con las editoriales llegaron a fructificar. Y mientras tanto, yo seguía escribiendo.

A mediados de 2012 conocí a Boris, que era sobrino de un buen amigo mío. Lo cierto es que Boris y yo congeniamos al instante y, al saber de mi vena literaria, me pidió leer algunas de mis cosas. Así que le entregué un manuscrito con una pequeña selección de cuentos cortos y relatos escritos con mi personal estilo narrativo, claramente orientado hacia el humor absurdo, la parodia y la sátira. Su reacción al leer aquellos relatos fue de sorpresa.

¿Cómo es que tú, siendo contable, puedes escribir estas cosas tan divertidas? Tenía entendido que los contables carecen de sentido del humor —me dijo.

Misterios de la vida —dije yo.

Un día, consciente de mi frustración por no haber podido publicar aún ninguna de mis obras, Boris me dijo:

Oye tío, eres escritor. Llevas escribiendo cosas desde hace muchísimos años. Y, a pesar de haberlo intentado un montón de veces, aún no has conseguido publicar nada.

Así es —dije yo.

El problema es que nadie te conoce —dijo él—. Necesitas promocionarte. Darte a conocer. Dar a conocer tu obra. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que a través de un blog en Internet?

Meses más tarde empecé a salir con una chica. Nos hicimos novios. Ella era cineasta, por lo que sabía de todo el trabajo que hay detrás de cada creación. En una ocasión, durante uno de nuestros encuentros, me pidió que le escribiese algo para hacer un corto. Al día siguiente le presenté un guión de cinco o seis páginas. También me dijo que porqué no probaba con un blog en Internet.

Prometí pensármelo. Y lo hice. Lo pensé durante mucho tiempo. Dos años para ser exactos. Y hoy, pasado todo ese tiempo, me he decidido al fin a asomar mi nariz a ese espacio infinito que es el ciberespacio.

Da un poco de vértigo, no lo voy a negar. Pero también trae aparejada una agradable sensación de cosquilleo, de excitación ante un nuevo reto.

Así que allá voy. Espero no verme solo en esto. Un escritor sin lectores es como un músico que sólo practica en casa, sin que nadie escuche sus composiciones.



Esas fueron mis primeras palabras lanzadas al ciberespacio.

Recuerdo que, al darle por primera vez al botón de publicar, estaba nervioso y excitado a partes iguales. Como no tenía ni idea de si lo había hecho todo correctamente, le pedí a mi amigo Boris que buscase mi blog en Internet y comprobase que todo había salido bien. Al rato recibí un correo suyo donde me decía: «¡Perfecto! Suerte, tío».

Y si emocionante fue darle a “publicar”, más emocionante aún fue recibir el primer comentario, realizado por una chica desconocida llamada Elisa, en el que me deseaba la mejor de las suertes.

Los inicios, sin embargo, no fueron nada fáciles. De hecho, las primeras semanas me sentía bastante frustrado, ya que, a pesar de publicar una variada selección de cuentos originales —muchos de los cuales acabarían en mis libros—, las visitas y los comentarios parecían resistirse.

Y de pronto, un día, una amiga de mi amigo Boris me hizo la pregunta que lo cambiaría todo: «¿Has probado a publicar en las comunidades de Google Plus?».


(Continuará...)


jueves, 21 de octubre de 2021

EN REALIDAD, YO NO QUERÍA TENER UN BLOG (Parte 1)

 


Al principio, yo no quería tener un blog. Cada vez que alguien de mi entorno me lo sugería, me mostraba muy reacio al respecto.

¿Sabes? Deberías crear un blog en Internet, y colgar en él algunos de tus escritos —me dijo mi novia de entonces una tarde, casi de noche, estando ambos en un lugar apartado de la Avenida, frente al mar.

Boris me dijo lo mismo hace tiempo. Pero sigo sin verlo nada claro —dije yo. A propósito, Boris era un amigo en común que teníamos.

Eres bueno, Pedro.

¿Bueno en qué sentido? ¿Te refieres a que soy buena persona?

No, tonto.

Vale. Soy bueno y tonto. ¿Hay algo más que quieras confesarme, aprovechando esta maravillosa vista con el mar de fondo?

Ella sonrió. A mí me encantaba hacerla sonreír.

Me refiero a que escribes muy bien. Tienes cosas que decir, y las sabes expresar con acierto y mucha gracia. Tienes talento.

Eso díselo a todas las editoriales que me han venido rechazando desde que empecé a contactar con ellas, o a los jurados de todos los concursos literarios y teatrales a los que me he presentado sin éxito durante años.

¿Y qué si te han rechazado? Hay muchos escritores famosos a los que rechazaron en sus inicios. Ahí tienes a Bukowski, Stephen King, Lovecraft, Kafka...

Ya.

De verdad. Yo que tú me plantearía lo del blog. No tienes nada que perder.

Vale. Supón que te hago caso, monto un blog en Internet, subo mis escritos y los divulgo de manera gratuita. ¿Quién pagaría luego por leer algo que ya ha podido leer gratis?

No debes planteártelo así —resolvió ella manteniendo la calma. La verdad es que entre las muchas virtudes que tenía, que no eran pocas, el hecho de mantener la calma aún en las situaciones más propicias para perderla era una de las cosas que más me gustaba de ella. Su seguridad conseguía insuflarme seguridad a mí.

Y según tú, ¿cómo debo planteármelo? —quise saber.

Como si fueses un grupo de rock de esos que tanto te gustan y que, antes de lanzar un álbum, deciden patearse todos los clubs que puedan dando conciertos y mostrando su trabajo al gran público. De este modo quienes no conocen el grupo, ni lo han escuchado jamás, tienen la oportunidad de escucharlo, de ir conociendo su obra y decidir si les gusta o no, y, a partir de ahí, optar por comprar el álbum cuando decidan sacarlo al mercado.

Mientras hablaba mantuve la vista clavada en el mar. El suave oleaje golpeaba arrítmicamente contra los espigones en forma de cubo, dispersos a lo largo y ancho de la playa haciendo las veces de rompeolas.

Nunca me lo había planteado así —admití.

Si lo piensas, no es muy diferente a lo que hacen los autores noveles cada vez que se presentan a un concurso literario. Envían sus manuscritos para darse a conocer, bien sea ante el gran público si ganan o quedan finalistas, o ante los editores infiltrados en los jurados a la caza de nuevos talentos emergentes.

No sé. Eso de exponerte de manera tan brutal. Es como pasar de cero al infinito en cuestión de segundos, sin apenas transición. Da un poco de vértigo, la verdad.

Debes acostumbrarte a asumir ese tipo de riesgos. ¿Qué pasaría si una editorial te acabase publicando? ¿Acaso no tendrías que enfrentarte a la exposición al gran público, o al veredicto de la crítica profesional?

Y no creas que no me aterra eso.

En algún momento tendrás que vencer tu timidez.

Cierto.

Con el blog en marcha podrás subir cualquier cosa que se te ocurra, e irás viendo la reacción de los lectores a través de sus comentarios o el número de visitas al blog. De este modo, irás calibrando de primera mano qué es lo que gusta y lo que no, y poco a poco irás haciéndote con una legión cada vez más amplia de incondicionales.

¿Incondicionales? ¿No crees que estás exagerando?

Vale. Sí. Igual exagero —admitió ella—. Dejémoslo en un pequeño grupo de gente interesada en lo que escribas y publiques. Incluso, con el tiempo, tal vez podrías lanzarte a la autopublicación.

Para, para. Creo que te estás emocionando en exceso. ¿Aún ando debatiéndome en si me lanzo a montar un blog y tú ya me hablas de autoedición?

¿Por qué no? Hoy en día mucha gente lo hace. La tecnología ha avanzado mucho en muy poco tiempo, y los programas informáticos cada vez son más sofisticados y ofrecen mayores posibilidades.

No sé. No tengo ni idea de cómo se hace eso.

¿Y crees que los que lo han hecho nacieron sabiéndolo? Todo se aprende. Con esfuerzo, ilusión, ganas y las herramientas necesarias, todo se aprende. Y tú eres un tipo listo.

¿Me estás llamando listillo?

Sí. Pero no quería ser demasiado directa. Ya sabes, lo mío es la sutileza.

Mujer tenías que ser —bromeé.

Todos los hombres sois iguales —replicó ella, siguiéndome la broma mientras volvía a sonreír.

Pues sí. ¿Para qué te voy a engañar? Los tíos somos lo peor de lo peor.

Aunque las tías... también somos de cuidado.

¡Anda!, ¿en serio? Cuenta, cuenta...


(Continuará...)


jueves, 14 de octubre de 2021

MI LECTOR DIGITAL

 

Cuando mi abuelo enfermó y debía quedarme con él algunas noches en el hospital, pensé que había llegado el momento de rascarme el bolsillo e invertir en un dispositivo que me permitiese leer libros electrónicos, haciendo que aquellas horas que me pasaba despierto o maldurmiendo en aquellos incomodísimos sillones de hospital no se me hiciesen eternas.

Tras meditarlo en profundidad, sopesando los pros y los contras entre ambas opciones, finalmente me decanté por una tablet antes que por un e-reader. ¿La razón? Muy sencillo: la tablet me ofrecía más posibilidades.

Con la tablet, además de poder leer libros electrónicos en múltiples formatos, podía ver vídeos, escuchar música, ver y retocar fotos, acceder a Internet, e incluso descargarme algunos juegos sencillos de cartas (solitario), de sudokus, ajedrez, tres en raya o damas.

Así que me pillé una tablet. Y durante un tiempo me fue bien con ella. Me acompañó en las largas y tediosas noches en el hospital, en la sala de espera de mi doctora, y hasta en algunas noches de insomnio. Incluso se mostró como una leal compañera en los seis meses que me pasé postrado en cama, prácticamente inmóvil, aquejado de aquellos fuertes dolores de espalda que me bajaban desde la columna vertebral hasta la pierna izquierda como un latigazo de electricidad continuo.

Gracias a la tablet, podía acceder a mi cuenta de correo electrónico y responder o enviar correos sin necesidad de efectuar aquellas complicadas obras de ingeniería móvil, imprescindibles cada vez que me veía obligado a incorporarme.

Otra de las utilidades que encontré en aquella tablet fue la posibilidad de cargar en ella los borradores de mis libros o relatos, facilitándome la tarea de corrección y edición de mis textos gracias a las aplicaciones que logré bajarme y que me permitían escribir notas que luego grababa en formato doc.

Todo fue bien, hasta que un día empezaron a salirle unas manchas, cada vez más grandes, a la pantalla. Con el tiempo, esas manchas llegaron a ser tan molestas que no tuve más remedio que acudir al servicio técnico a cambiar la pantalla. Tuve suerte, pues apenas faltaban un par de semanas para cumplirse el periodo de garantía. De este modo, el cambio de pantalla quedó cubierto por la garantía. Así y todo, no tuve tanta suerte con el plazo de reparación, pues este se alargó unos dos meses y pico.

En cualquier caso, una vez reparada la pantalla, decidí pagar un extra y ordenar que me colocasen un protector de pantalla anti-impactos, como la que suelen llevar las pantallas de los teléfonos móviles y los i-phones. Aquello me salió por unos 30 euros que, apenas cinco meses más tarde, resultó ser una inversión nefasta, pues en una infortunada caída, la pantalla de mi tablet se rajó de lado a lado y el aparato dejó de funcionar.

Adiós a la tablet.

Como suele suceder con cada electrodoméstico o aparato que decides meter en tu vida, con el tiempo acabas creando una necesidad y una dependencia que antes no tenías. Pasa con todo. Hace treinta años no existían los teléfonos móviles, y nadie los necesitaba ni dependía de ellos para nada. Hoy en día si no tienes teléfono móvil la gente te mira raro, como diciendo: «¿De qué planeta vienes, amable troglodita?». Lo sé porque lo vivo a diario. Cada vez que alguien me pide el número de móvil y confieso que no tengo, me miran raro. Alguno y alguna hasta me felicita, en plan: «Tú sí que sabes». Pero, honestamente, en el fondo creo que siguen pensando para sus adentros: «Pobrecito. ¿Cómo puede vivir sin móvil en pleno siglo XXI?». Y sí, lo confirmo, se puede.

Cuando se me rompió la tablet, se inició el periodo de abstinencia. Los primeros días, mermado en mis posibilidades de usar aquel invento para casi todo —leer, corregir textos, jugar, ver pelis o series, escuchar música, etc—, llegué a barajar la posibilidad de volver a comprarme otra.

Pero entonces volvió a surgir el viejo dilema: ¿y si en vez de otra tablet me pillo un e-reader?

Las razones para el cambio eran muchas y muy variadas. Para empezar, mis ojos comenzaron a resentirse al pasar tanto tiempo, la mayor parte a oscuras, pegado a aquella pantalla. Y eso que desde el primer día de uso bajé el nivel de luminosidad al mínimo. Pero, aun así, mis ojos sufrían de pasar tanto tiempo expuestos a esa luz artificial, que refulgía directamente hacia mis ojos.

Otra de las razones tenía que ver con el peso del dispositivo en sí. Mientras la tablet pesaba en torno a los 500 gramos, un e-reader apenas llega a los 180 gramos. Si bien en apariencia puede parecer poca diferencia, al tener en cuenta el tiempo que pasaba con el dispositivo entre las manos hacía que esa diferencia de peso se elevase exponencialmente, y que surgiesen, inevitables, los dolores de brazos, espalda y cervicales.

Así que, al final, tras darle no pocas vueltas al asunto, acabé pillándome un e-reader. Y no tardé en verle las ventajas.

A su ligereza y manejabilidad, hube de sumarle dos ventajas más: su luz incorporada iba directamente a la pantalla y no a los ojos del que lee, y, en segundo lugar, el hecho de poder cambiar el tipo de letra y el tamaño, para alguien miope como yo, se agradece un montón, ya que tengo libros en papel con una letra tan minúscula que me cuesta leerlos hoy en día.

Y para muestra, un botón:

Este es mi ejemplar en papel de El conde de Montecristo. Hoy día, tendría que usar una lupa para poder leerlo sin dejarme la vista en el empeño.

Hay quien no soporta este tipo de dispositivos. Prefieren el libro en papel. Yo también lo prefería, hasta que empecé a ver las ventajas de leer en digital. Además, el uso de una opción no tiene porqué excluir necesariamente a la otra. Ambas se pueden combinar perfectamente.

Yo aún sigo leyendo en papel, si bien, algunos de los libros que poseo me resultan cada vez más incómodos de leer —algunas ediciones que poseo tienen la letra tan pequeña y tan inapropiada que no me explico cómo demonios pude leerlos alguna vez—.

Pero también leo en digital, pues me gusta disfrutar de la lectura antes de dormir, y el hecho de no tener que encender la lamparilla de la mesa de noche para leer supone una gran ventaja, pues no sólo no molestas a nadie, sino que ahorras en el recibo de electricidad, que, tal y como se ha puesto últimamente, parece que nos vendan oro en vez de energía.

Pensar que en ese pequeño dispositivo puedo almacenar cientos de libros y llevármelos conmigo tan ricamente y disponer de ellos en cualquier situación o lugar, es sencillamente maravilloso. Siempre que voy a la consulta del médico, o a un sitio donde sé que voy a estar mucho rato sentado, esperando turno o sin nada que hacer, aprovecho para abrirme el dispositivo y ponerme a leer. Es como llevarte tu propia biblioteca en el bolsillo, sin ocupar espacio ni joderte la espalda soportando kilos y kilos de peso.

Durante el periodo de confinamiento derivado del Covid-19, el e-reader se convirtió en un compañero ideal. De hecho, he ampliado mis horizontes lectores. A mis autores de cabecera, he ido añadiendo algunos autores clásicos que llevaba años queriendo leer y que siempre relegaba al fondo de mis preferencias y apetencias. De este modo, he leído autores como Henry Miller, Boris Vian, J.D. Salinger, Carson McCullers, Jonathan Swift, Francis Scott Fitzgerald, Senel Paz, Amelie Nothomb, Isaac Asimov, Ray Bradbury, Richard Brautigan, Miguel Delibes, Truman Capote, Guillermo Cabrera Infante, Serguei Dovlatov, Eduardo Galeano, Nick Hornby o Primo Levi, entre otros.

También he renovado mi manía por James Joyce y Raymond Carver. Aún en digital, sus libros me siguen pareciendo un coñazo insoportable.