Hace
unos días, al ver una vieja foto mía —la que ilustra este post—,
recordé que en un tiempo pasado fui cura. Ocurrió en una vida
anterior, antes de montar el blog, publicar libros y no vender un
carajo.
Pero
las historias mejor contarlas desde el principio, pues de lo
contrario pierden gracia. A menos que seas Tarantino, en cuyo caso
puedes empezarlas por donde te salga del níspero y siempre va a
quedar genial.
Retrocedamos
en el tiempo, al año 2011.
A
principios de ese año, o mediados, no me acuerdo bien, mi amigo
Boris me habló de hacer un curso de Documental Express
impartido por Carlos Álvarez, un escritor y guionista de reconocida
trayectoria profesional, responsable, entre otros proyectos, del
documental Ciudadano Negrín, la película Mararía o la novela La pluma del arcángel.
Me
inscribí en el curso y me aceptaron.
Guardo
muy buenos recuerdos de aquel curso, y de las personas que conocí
entonces. Veíamos mucho cine en clase, que analizábamos y nos
servía para extraer interesantes lecciones.
Una
de las partes más importantes del curso consistió en realizar
nuestro propio proyecto documental. Para ello se formaron grupos de
trabajo, y yo hice grupo con mi amigo Boris y Nuria, una chica con la
que sintonizamos desde el primer día y que se sentaba a mi lado.
Resulta que a Nuria, que hablaba alemán y hasta había vivido una
temporada en Berlín, la abordé en el descanso de las clases para
proponerle una pequeña colaboración en un mediometraje en cuyo
guión llevaba semanas trabajando, y que casualmente tenía unas
partes en alemán. Por desgracia, ese proyecto no salió adelante por
falta de financiación y lo guardé en un cajón; hasta que hace un
par de años lo rescaté y lo estoy reescribiendo para transformarlo
en una novela. Creo que es la cosa más loca que he escrito nunca.
Pero eso es otra historia.
Volviendo
al proyecto del grupo de Documental Express; como a mí se me daba
bien escribir —cosa que los otros dos odiaban—, me ofrecí a
escribir el guión de nuestro proyecto. Para ello creé un personaje
principal sobre el que, a modo de biografía absurda, orbitaban una
serie de personajes igual de absurdos —su madre, un crítico
literario con bastante mala leche, una vecina, un hombre realmente
enfadado que se quejaba de la saturación de películas sobre la
Guerra Civil Española, una mujer caída del cielo y un cura—.
El
primer paso tras la escritura del guión consistía en presentar el
proyecto al profesor para su supervisión, nos mostrase sus
objeciones o correcciones —si las hubiese—, y plantease sus
cambios o sugerencias. Para ello, nos reunimos con él en una terraza
situada en una de las zonas más emblemáticas del casco antiguo de
nuestra ciudad.
Cuando
Carlos leyó mi guión se le dibujó una sonrisa, e incluso soltó
alguna que otra risotada, lo cual me hizo sentir verdaderamente
orgulloso de mi trabajo.
—Si
lográis llevar esto a la pantalla os quedará un corto de lo más
original y divertido —aventuró.
Aprobado
el guión pasamos a la siguiente fase: buscar las localizaciones de
cada escena y seleccionar el reparto.
Teníamos
tres semanas justas para entregar el proyecto, totalmente montado y
listo para su exhibición. Teniendo en cuenta que sólo podíamos
trabajar en él fuera del horario de clases y que no teníamos ni un
duro —vamos, lo normal tratándose de una película española—, y
dado que mi guión incluía a un variopinto grupo de personajes,
decidimos no complicarnos demasiado la vida e interpretar nosotros
mismos algunos de esos personajes.
A
mí me tocó el cura. Me refiero a que me tocó hacer el personaje
del cura, no os vayáis a pensar que soy el resultado de un personaje
de peli de Almodóvar arrastrando traumas infantiles. ¡No, por
favor, con un Almodóvar ya tenemos bastante! Al menos yo.
Nuria
logró convencer a su padre para que hiciese el papel de «hombre
realmente enfadado». Su padre, ya jubilado, se mostró encantado de
participar. De hecho, nos dijo que desde hacía poco se había
apuntado a un grupo de teatro amateur para personas mayores, y que
eso le había picado el gusanillo de la interpretación.
Recuerdo
que su escena la rodamos en un taller de coches situado en una de las
zonas industriales de la capital. La verdad es que hizo un trabajo
magnífico. El hombre bordó el papel. Creo que sólo hicieron falta
tres tomas, y todas quedaron geniales.
Otros
dos papeles se los adjudicamos a otra compañera de clase, que hacía
de madre del protagonista, y su pareja, que hizo de crítico
literario. Ambos hicieron un muy buen trabajo.
Françoise, que así se llama ella, lo bordó a la primera. Su
ingenio y desparpajo hicieron que su actuación quedara de lo más
natural. En cuanto a su pareja, se sacó de la chistera un gesto de
asco al final de su intervención que hizo que su personaje
adquiriese una dimensión acorde a lo que pretendía transmitir
cuando escribí aquel papel: la del rechazo más absoluto de cierta
crítica elitista hacia el talento ajeno.
A
mi amigo Boris le tocó el papel protagonista. Y a Nuria le tocó el
papel de «mujer caída del cielo». Me viene a la memoria las risas
que nos echamos grabando su escena —un largo plano secuencia que se
iniciaba desde su caída en el suelo, su incorporación y una
parrafada acerca de Stanley Kubrick mientras avanzaba por un terreno
agreste en mitad del campo—.
Pero
no fue Nuria la única que se dio una hostia en el suelo. Dado lo
accidentado del terreno, y que tanto el cámara (Boris) como yo
(encargado de la pértiga con el micro) teníamos que caminar marcha
atrás, ambos nos dimos más de un porrazo al tropezar con alguna
piedra, engancharse el pie con algunos hierbajos o doblársenos el
tobillo con algún desnivel o agujero. Desde luego, rodar lo que se
dice rodar sí que rodamos... por el suelo.
Si
antes admiraba a grandes pioneros del cine como Buster Keaton y sus
espectaculares escenas de riesgo, después de aquello sentí
auténtica veneración por aquel hombre que parecía hecho de goma.
Nosotros,
al contrario que Keaton, no estábamos hechos de goma, por lo que
cada porrazo era seguido de un doloroso y sincero ¡ay!
Acabado
el plano secuencia de Nuria, y con nuestros culos doloridos de tanto
leñazo, le tocó el turno a Boris. Para ello nos tomamos el resto de
la tarde, aprovechando al máximo las horas de luz que aún nos
quedaban.
Pero
antes, aquella misma mañana temprano, me tocó a mí inaugurar el
rodaje.
Mi
amigo Boris, que hacía las labores de director, técnico de cámara,
jefe de iluminación, director de fotografía, jefe de localización,
protagonista, voz en off y encargado del montaje, y responsable de transporte también —es lo que tiene
trabajar en un proyecto de bajo presupuesto: que acabas dándote
cuenta de la cantidad de gente que está de más en las grandes
producciones—, había escogido para grabar una pequeña iglesia de
pueblo situada en un bonito enclave frente a un ancho barranco.
Cuando
llegamos al lugar, a eso de las 8:30 am, allí no había ni Dios.
Supongo que Dios, en su infinita sabiduría, estaba dentro de la
Iglesia, que para eso es su casa y por la que no paga ni alquiler, ni
agua, ni luz, ni Impuesto de Bienes e Inmuebles, ni nada de nada.
A
mí el que no hubiera nadie por los alrededores me vino de perlas.
Soy tímido, extremadamente tímido, y pensar en interpretar un papel
con público delante hacía que me entrasen sudores fríos.
Así
que descargamos el material, colocamos el trípode, preparamos el
tiro de cámara y ensayamos una pequeña escenografía antes de
grabar.
Yo
vestía para la ocasión un chaleco gris oscuro de algodón sobre una
camisa azul oscuro de manga larga, que era lo más parecido a un
atuendo de párroco de pueblo que tenía a mano. Y para simular el
alzacuellos se me ocurrió recortar un trozo de cartulina blanca y
pasármelo por el interior del cuello de la camisa. Teniendo en
cuenta que la cámara estaría situada a tres o cuatro metros de
distancia, pensamos que daría el pego.
Ya
lo teníamos todo perfectamente preparado: la cámara, el sonido, el
director a punto de gritar ¡acción!, y entonces...
¿Conocéis
las famosas «Leyes de Murphy»? Pues...
Justo
cuando mi amigo Boris iba a darle al botón de grabar de la cámara y
gritar ¡acción!, resulta que se nos aparecen de la nada dos
chiquillos montados en sendas bicicletas.
Debe
ser algo innato en el ser humano. Lo sé. Yo mismo lo he padecido a
lo largo de mi vida, así que sé de lo que hablo. Me refiero,
naturalmente, al innato gen de la curiosidad.
Aquellos
dos chavales, a lomos de sus bicis, revoloteaban alrededor nuestro
mientras observaban, henchidos de curiosidad, lo que aquellos tres
chalados, es decir, nosotros, estábamos haciendo allí, a las
puertas de la Iglesia, con todo aquel tinglado montado.
Como
quiera que su presencia me desconcentraba, además de que el ruido de
sus bicis revoloteando por la escena como moscas cojoneras se nos
colaba por el micro, nuestra compañera Nuria, «la mujer caída del
cielo», tuvo a bien solicitarles con toda la amabilidad del mundo
que, por favor, nos concediesen unos minutos de absoluto silencio; el
tiempo justo para grabar nuestra dichosa escena y largarnos de allí
más pronto que tarde.
Los
chicos, todo hay que decirlo, se mostraron dispuestos a colaborar;
todo sea por contemplar en primera fila como aquel gilipollas alto,
gordo y con gafas —es decir, yo— hacía de falso cura usando
aquella voz tan impostada y almibarada, tal y como recordaba
habérsela escuchado a todos los curas con los que me había topado a
lo largo de mi vida.
Con
el paso de los minutos aquello empezó a llenarse de gente, que
paseaba despreocupadamente de un lado a otro del paseo que antecedía
a la iglesia, por lo que mi nivel de concentración bajaba enteros,
al tiempo que mi nivel de vergüenza se disparaba por las nubes —si
no le dí a un pájaro en pleno vuelo fue por escasos milímetros—.
Entre
la gente que iba de un lado a otro, el ruido que se nos colaba en el
micro —¡hasta el llanto de un bebé en un carrito!— y un autobús
de turistas que estacionó a pocos metros del lugar, aquello parecía
un domingo de mercado. Sólo nos faltaba una banda de música y una
procesión de papahuevos.
Con
todo en contra, y fiel a mi carácter obstinado —soy Tauro—, tiré
de orgullo y me mostré dispuesto a vencer a todos los elementos y
sacar adelante aquella dichosa escena.
No
recuerdo la toma exacta —creo que la decimotercera o decimocuarta—,
pero finalmente conseguí sacar mi mejor interpretación, que Boris y
Nuria grabaron convenientemente.
Pero
lo mejor de todo vino tras el preceptivo ¡corten! de mi amigo. Justo
dos segundos más tarde, las puertas de la iglesia se abrieron tras
de mí. ¿Y a que no sabéis quién emergió de la nada? ¡El
auténtico párroco de la iglesia!
Me
faltó tiempo para desembarazarme del falso alzacuellos y salir
pitando en dirección a la pizarra, no fuera que aquel hombre llegase
a leer las barbaridades que yo había escrito de mi puño y letra,
ganándome con ello una denuncia ante la Guardia Civil y hasta una
posible excomunión.
Aquel
mismo día di por concluida mi carrera eclesiástica.