miércoles, 8 de julio de 2020

CUANDO FUI CURA



Hace unos días, al ver una vieja foto mía —la que ilustra este post—, recordé que en un tiempo pasado fui cura. Ocurrió en una vida anterior, antes de montar el blog, publicar libros y no vender un carajo.
Pero las historias mejor contarlas desde el principio, pues de lo contrario pierden gracia. A menos que seas Tarantino, en cuyo caso puedes empezarlas por donde te salga del níspero y siempre va a quedar genial.
Retrocedamos en el tiempo, al año 2011.
A principios de ese año, o mediados, no me acuerdo bien, mi amigo Boris me habló de hacer un curso de Documental Express impartido por Carlos Álvarez, un escritor y guionista de reconocida trayectoria profesional, responsable, entre otros proyectos, del documental Ciudadano Negrín, la película Mararía o la novela La pluma del arcángel.
Me inscribí en el curso y me aceptaron.
Guardo muy buenos recuerdos de aquel curso, y de las personas que conocí entonces. Veíamos mucho cine en clase, que analizábamos y nos servía para extraer interesantes lecciones.
Una de las partes más importantes del curso consistió en realizar nuestro propio proyecto documental. Para ello se formaron grupos de trabajo, y yo hice grupo con mi amigo Boris y Nuria, una chica con la que sintonizamos desde el primer día y que se sentaba a mi lado. Resulta que a Nuria, que hablaba alemán y hasta había vivido una temporada en Berlín, la abordé en el descanso de las clases para proponerle una pequeña colaboración en un mediometraje en cuyo guión llevaba semanas trabajando, y que casualmente tenía unas partes en alemán. Por desgracia, ese proyecto no salió adelante por falta de financiación y lo guardé en un cajón; hasta que hace un par de años lo rescaté y lo estoy reescribiendo para transformarlo en una novela. Creo que es la cosa más loca que he escrito nunca. Pero eso es otra historia.
Volviendo al proyecto del grupo de Documental Express; como a mí se me daba bien escribir —cosa que los otros dos odiaban—, me ofrecí a escribir el guión de nuestro proyecto. Para ello creé un personaje principal sobre el que, a modo de biografía absurda, orbitaban una serie de personajes igual de absurdos —su madre, un crítico literario con bastante mala leche, una vecina, un hombre realmente enfadado que se quejaba de la saturación de películas sobre la Guerra Civil Española, una mujer caída del cielo y un cura—.
El primer paso tras la escritura del guión consistía en presentar el proyecto al profesor para su supervisión, nos mostrase sus objeciones o correcciones —si las hubiese—, y plantease sus cambios o sugerencias. Para ello, nos reunimos con él en una terraza situada en una de las zonas más emblemáticas del casco antiguo de nuestra ciudad.
Cuando Carlos leyó mi guión se le dibujó una sonrisa, e incluso soltó alguna que otra risotada, lo cual me hizo sentir verdaderamente orgulloso de mi trabajo.
Si lográis llevar esto a la pantalla os quedará un corto de lo más original y divertido —aventuró.
Aprobado el guión pasamos a la siguiente fase: buscar las localizaciones de cada escena y seleccionar el reparto.
Teníamos tres semanas justas para entregar el proyecto, totalmente montado y listo para su exhibición. Teniendo en cuenta que sólo podíamos trabajar en él fuera del horario de clases y que no teníamos ni un duro —vamos, lo normal tratándose de una película española—, y dado que mi guión incluía a un variopinto grupo de personajes, decidimos no complicarnos demasiado la vida e interpretar nosotros mismos algunos de esos personajes.
A mí me tocó el cura. Me refiero a que me tocó hacer el personaje del cura, no os vayáis a pensar que soy el resultado de un personaje de peli de Almodóvar arrastrando traumas infantiles. ¡No, por favor, con un Almodóvar ya tenemos bastante! Al menos yo.
Nuria logró convencer a su padre para que hiciese el papel de «hombre realmente enfadado». Su padre, ya jubilado, se mostró encantado de participar. De hecho, nos dijo que desde hacía poco se había apuntado a un grupo de teatro amateur para personas mayores, y que eso le había picado el gusanillo de la interpretación.
Recuerdo que su escena la rodamos en un taller de coches situado en una de las zonas industriales de la capital. La verdad es que hizo un trabajo magnífico. El hombre bordó el papel. Creo que sólo hicieron falta tres tomas, y todas quedaron geniales.
Otros dos papeles se los adjudicamos a otra compañera de clase, que hacía de madre del protagonista, y su pareja, que hizo de crítico literario. Ambos hicieron un muy buen trabajo. Françoise, que así se llama ella, lo bordó a la primera. Su ingenio y desparpajo hicieron que su actuación quedara de lo más natural. En cuanto a su pareja, se sacó de la chistera un gesto de asco al final de su intervención que hizo que su personaje adquiriese una dimensión acorde a lo que pretendía transmitir cuando escribí aquel papel: la del rechazo más absoluto de cierta crítica elitista hacia el talento ajeno.
A mi amigo Boris le tocó el papel protagonista. Y a Nuria le tocó el papel de «mujer caída del cielo». Me viene a la memoria las risas que nos echamos grabando su escena —un largo plano secuencia que se iniciaba desde su caída en el suelo, su incorporación y una parrafada acerca de Stanley Kubrick mientras avanzaba por un terreno agreste en mitad del campo—.
Pero no fue Nuria la única que se dio una hostia en el suelo. Dado lo accidentado del terreno, y que tanto el cámara (Boris) como yo (encargado de la pértiga con el micro) teníamos que caminar marcha atrás, ambos nos dimos más de un porrazo al tropezar con alguna piedra, engancharse el pie con algunos hierbajos o doblársenos el tobillo con algún desnivel o agujero. Desde luego, rodar lo que se dice rodar sí que rodamos... por el suelo.
Si antes admiraba a grandes pioneros del cine como Buster Keaton y sus espectaculares escenas de riesgo, después de aquello sentí auténtica veneración por aquel hombre que parecía hecho de goma.
Nosotros, al contrario que Keaton, no estábamos hechos de goma, por lo que cada porrazo era seguido de un doloroso y sincero ¡ay!
Acabado el plano secuencia de Nuria, y con nuestros culos doloridos de tanto leñazo, le tocó el turno a Boris. Para ello nos tomamos el resto de la tarde, aprovechando al máximo las horas de luz que aún nos quedaban.
Pero antes, aquella misma mañana temprano, me tocó a mí inaugurar el rodaje.
Mi amigo Boris, que hacía las labores de director, técnico de cámara, jefe de iluminación, director de fotografía, jefe de localización, protagonista, voz en off y encargado del montaje, y responsable de transporte también —es lo que tiene trabajar en un proyecto de bajo presupuesto: que acabas dándote cuenta de la cantidad de gente que está de más en las grandes producciones—, había escogido para grabar una pequeña iglesia de pueblo situada en un bonito enclave frente a un ancho barranco.
Cuando llegamos al lugar, a eso de las 8:30 am, allí no había ni Dios. Supongo que Dios, en su infinita sabiduría, estaba dentro de la Iglesia, que para eso es su casa y por la que no paga ni alquiler, ni agua, ni luz, ni Impuesto de Bienes e Inmuebles, ni nada de nada.
A mí el que no hubiera nadie por los alrededores me vino de perlas. Soy tímido, extremadamente tímido, y pensar en interpretar un papel con público delante hacía que me entrasen sudores fríos.
Así que descargamos el material, colocamos el trípode, preparamos el tiro de cámara y ensayamos una pequeña escenografía antes de grabar.
Yo vestía para la ocasión un chaleco gris oscuro de algodón sobre una camisa azul oscuro de manga larga, que era lo más parecido a un atuendo de párroco de pueblo que tenía a mano. Y para simular el alzacuellos se me ocurrió recortar un trozo de cartulina blanca y pasármelo por el interior del cuello de la camisa. Teniendo en cuenta que la cámara estaría situada a tres o cuatro metros de distancia, pensamos que daría el pego.
Ya lo teníamos todo perfectamente preparado: la cámara, el sonido, el director a punto de gritar ¡acción!, y entonces...
¿Conocéis las famosas «Leyes de Murphy»? Pues...
Justo cuando mi amigo Boris iba a darle al botón de grabar de la cámara y gritar ¡acción!, resulta que se nos aparecen de la nada dos chiquillos montados en sendas bicicletas.
Debe ser algo innato en el ser humano. Lo sé. Yo mismo lo he padecido a lo largo de mi vida, así que sé de lo que hablo. Me refiero, naturalmente, al innato gen de la curiosidad.
Aquellos dos chavales, a lomos de sus bicis, revoloteaban alrededor nuestro mientras observaban, henchidos de curiosidad, lo que aquellos tres chalados, es decir, nosotros, estábamos haciendo allí, a las puertas de la Iglesia, con todo aquel tinglado montado.
Como quiera que su presencia me desconcentraba, además de que el ruido de sus bicis revoloteando por la escena como moscas cojoneras se nos colaba por el micro, nuestra compañera Nuria, «la mujer caída del cielo», tuvo a bien solicitarles con toda la amabilidad del mundo que, por favor, nos concediesen unos minutos de absoluto silencio; el tiempo justo para grabar nuestra dichosa escena y largarnos de allí más pronto que tarde.
Los chicos, todo hay que decirlo, se mostraron dispuestos a colaborar; todo sea por contemplar en primera fila como aquel gilipollas alto, gordo y con gafas —es decir, yo— hacía de falso cura usando aquella voz tan impostada y almibarada, tal y como recordaba habérsela escuchado a todos los curas con los que me había topado a lo largo de mi vida.
Con el paso de los minutos aquello empezó a llenarse de gente, que paseaba despreocupadamente de un lado a otro del paseo que antecedía a la iglesia, por lo que mi nivel de concentración bajaba enteros, al tiempo que mi nivel de vergüenza se disparaba por las nubes —si no le dí a un pájaro en pleno vuelo fue por escasos milímetros—.
Entre la gente que iba de un lado a otro, el ruido que se nos colaba en el micro —¡hasta el llanto de un bebé en un carrito!— y un autobús de turistas que estacionó a pocos metros del lugar, aquello parecía un domingo de mercado. Sólo nos faltaba una banda de música y una procesión de papahuevos.
Con todo en contra, y fiel a mi carácter obstinado —soy Tauro—, tiré de orgullo y me mostré dispuesto a vencer a todos los elementos y sacar adelante aquella dichosa escena.
No recuerdo la toma exacta —creo que la decimotercera o decimocuarta—, pero finalmente conseguí sacar mi mejor interpretación, que Boris y Nuria grabaron convenientemente.
Pero lo mejor de todo vino tras el preceptivo ¡corten! de mi amigo. Justo dos segundos más tarde, las puertas de la iglesia se abrieron tras de mí. ¿Y a que no sabéis quién emergió de la nada? ¡El auténtico párroco de la iglesia!
Me faltó tiempo para desembarazarme del falso alzacuellos y salir pitando en dirección a la pizarra, no fuera que aquel hombre llegase a leer las barbaridades que yo había escrito de mi puño y letra, ganándome con ello una denuncia ante la Guardia Civil y hasta una posible excomunión.
Aquel mismo día di por concluida mi carrera eclesiástica.



miércoles, 1 de julio de 2020

(ALGUNOS) LIBROS QUE ME HAN MARCADO Parte 3 y definitiva

Foto de Stanislav Kondratiev bajada de Unsplash

Con esta tercera y última entrega, dejo de dar la lata con los libros que más me han marcado a lo largo —y ancho; e incluso alto— de mi carrera como escritor que no vende un carajo. Palabrita del Niño Jesús.
Allá vamos...

11 “La tournée de Dios” de Enrique Jardiel Poncela
La primera vez que tuve contacto con la literatura de Enrique Jardiel Poncela fue en casa de unos amigos que eran hermanos. El mayor de ellos era aficionado a la lectura y era normal encontrar libros desperdigados por los rincones de su cuarto, que solía ser nuestro centro de operaciones.
A mí, que soy de naturaleza curiosa, de vez en cuando me daba por pillar alguno de aquellos libros y echarles una hojeada. En una de estas cayó en mis manos un extraño libro de un autor español. Si empleo el calificativo de «extraño» es porque, en muchos sentidos, aquel libro se salía de lo normal.
Para empezar, el libro estaba dedicado «a Dios, que me es muy simpático». Eso ya me dio una primera pista de por dónde iban los tiros. La segunda pista la encontré en los muchos dibujos, carteles e ilustraciones que inundan las páginas del libro. Y la tercera y definitiva tenía que ver con el orden —más bien desorden— de los capítulos, pues aquel fascinante libro comenzaba justamente en el capítulo 20, al que le seguían el capítulo 2 y el capítulo 4, y así seguía, de manera totalmente aleatoria.
Creyendo que se trataba de un error de imprenta abrí el libro por las primeras páginas, con la esperanza de hallar en ellas una explicación razonable a aquel desvarío. Y la encontré. En una especie de advertencia al lector, que oportunamente llevaba por título ADVERTENCIA IMPORTANTÍSIMA (que no hace falta leer), el autor explica el porqué de su decisión de colocar los capítulos en ese orden concreto, además de «a los lectores inquietos y de imaginación ardiente, a los que les repugnará la forma en que los capítulos están ordenados —o más bien desordenados—, ofrecerles sendas alternativas de lectura; entre ellas, la de arrojar el libro por un balcón».
Aquel libro, el primero de ese estilo que caía en mis manos, me llamó la atención al instante. Hasta ese momento yo pensaba que el humor no tenía cabida en la literatura —más o menos lo mismo que piensan algunos guardianes de las esencias literarias—, y aquello me supuso toda una revelación.
Desde el día en que abrí La tournée de Dios por primera vez, siempre que iba a casa de mis amigos y tenía oportunidad, pillaba el libro y le echaba un vistazo.
Años más tarde, convertido ya en un lector enfermizo, adquirí mi propio ejemplar de aquella magistral novela en una edición moderna que data de 1989. Por fin la pude leer de un tirón, sin interrupciones, y constatar que Enrique Jardiel Poncela, su autor, era un auténtico genio del humor, al nivel de otros grandes como Groucho Marx o Woody Allen.

12 “Cartero” de Charles Bukowski
No consigo recordar cómo llegué a Bukowski. Supongo que era un nombre recurrente en la revista literaria que compraba entonces —años 90—, y que devotamente pillaba cada mes.
Lo que sí recuerdo fue el primer libro suyo que leí: “Cartero”, su novela autobiográfica que supuso su debut como novelista a los 49 años. Me costó 817 pesetas del año 1997. Lo sé porque aún tiene la etiqueta con el precio en el dorso.
Aquella novela me voló la cabeza. Nunca antes había leído algo como aquello, con tanta crudeza, sin filtros. Aquellos textos parecían cortados a cuchillo de lo hirientes y precisos que se mostraban.
Desde luego, Bukowski no es un autor para todos los paladares. Ni él lo pretendía. Aunque sospecho que, tras esa fachada de hombre duro que pasa de todo y de todos y que todo se la trae al pairo, no se diferenciaba de cualquier escritor que publica. Porque, como yo lo veo, las motivaciones de cada uno para escribir pueden ser múltiples y muy variadas, pero a la hora de publicar lo escrito todos buscamos lo mismo: ser leídos.
En “Cartero”, Bukowski narra sus experiencias durante los doce años que pasó trabajando como empleado en una sórdida oficina de correos de Los Ángeles. Su prosa es cruda y, en ocasiones, desagradable, dejando entrever a un tipo desencantado con la vida y con las gentes que encuentra a su paso. Sin embargo, no resulta Bukowski un amargado que se recrea en su desgracia, sino que, haciendo uso de un humor caustico, procura sortear los envites de la vida y las circunstancias con litros y litros de alcohol y mala baba.
Cuando acabé de leer aquella primera novela sentí la necesidad de seguir leyendo cosas de aquel tipo. Así que, poco a poco, me fui haciendo con cuanto título suyo encontrase en las estanterías de mis librerías favoritas. Por suerte para mí no me costó mucho trabajo pillarlos, ya que Bukowski es de esos autores que se reeditan constantemente, y, además, a precios asequibles.
Bukowski puede ser soez, repulsivo, asqueroso y antipático —no seré yo quien le niegue todo eso—, pero también es un excelente narrador, capaz de condensar en unas pocas líneas lo que a otros escritores les llevarían páginas y páginas de tediosas descripciones. Con una certera frase hace un dibujo perfecto de un personaje: «El jefe era un tío con cabeza de buey llamado Jonstone»; o de un lugar: «En aquella casa de la colina rondaba la muerte. Lo supe el primer día que empujé la puerta de persiana para salir al patio trasero».
Alguien muy sabio escribió una vez: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». Con Bukowski, esa máxima se cumple a rajatabla. En sus libros no encontrarás palabras de más.
13 “Frank Zappa y The Mothers of Invention” de Alain Dister
Me apasiona la música rock. Sobre todo el rock de los 60's y 70's. Por eso, cada vez que cae en mis manos algún libro relacionado con alguno de mis artistas favoritos lo suelo devorar como un glotón de la palabra. Tratándose de rock y literatura soy una especie de Triki, el monstruo de las galletas, sólo que en vez de galletas devoro letras impresas.
Los que se hayan leído mis libros sabrán de mi devoción por Frank Zappa, uno de los creadores más originales y estrafalarios que haya dado el siglo XX; y, si me apuran, diría que uno de los creadores más originales y estrafalarios que haya dado cualquier siglo en cualquier punto del Universo.
Además de por su música, de Zappa me gusta su filosofía vital y su ética de trabajo. Era un trabajador incansable que podía pasarse noches enteras encerrado en el sótano de su casa remezclando cintas o películas, componiendo música o escribiendo letras. Se mostraba obsesivo en los detalles y muy exigente y riguroso con sus músicos, a los que no dudaba en reprender o despedir ante cualquier acto de indisciplina —Zappa odiaba las drogas, y no permitía que éstas interfiriesen en su música—. Otro de los rasgos que más me gustan de Zappa es su excepcional sentido del humor: caustico, sarcástico, letal, y siempre muy beligerante con la estupidez, «ese bloque básico sobre el que el Universo está construido».
El problema que tengo con Zappa, por mucho que me duela admitirlo, es su condición de autor minoritario en nuestro país. De ahí que haya muy poco material suyo publicado en español. Así que imaginad mi sorpresa el día que me encontré con este libro en una tienda de discos que solía visitar en mis años mozos. Lamentablemente esa tienda como tal ya no existe, al igual que mis años mozos, que se fueron a hacer puñetas en cuanto pasé la barrera de los 40. Snif.
En este libro el autor, un joven periodista musical parisino que viaja a mediados de 1966 a Los Angeles para cubrir la escena musical del lugar, narra su encuentro fortuito con aquella panda de frikis. Hay que decir que en los 60's el concepto «friki» se empleaba para designar a la gente con aspecto y comportamiento estrafalario. De hecho, el primer disco del grupo llevaría por título Freak out, que puede traducirse como «alucina» o «frikis fuera».
Resulta cómico el primer encuentro del joven periodista con aquella panda de tíos raros, ataviados con ponchos mejicanos, leotardos y botas de montar encima, un atuendo de atleta de circo antiguo, o pantalones de florecillas con camiseta a rayas. Y para rematar el cuadro, ahí tenemos a Jimmy Carl Black, el «indio del grupo», ataviado con la típica chistera cherokee y su pipa de madera pendida del labio.
A partir de aquí, el autor indaga en la vida y milagros de aquella banda de nombre más extraño aún: The Mothers Of Invention. «Ya sabes, como tu madre. Al principio nos llamábamos sólo The Mothers, pero en vista de los muchos problemas que teníamos para ser contratados en los locales tuvimos que añadir lo de “las madres del invento” para que nos dejasen en paz».
Al frente de aquella panda de extraños personajes se encuentra un joven prodigio que, gracias a su enorme talento y su visión única, consigue convencer al resto de seguir su plan. Su nombre: Frank Zappa.
Zappa, autodidacta, perfectamente capaz de leer partituras, escribir sus propias composiciones, tocar la guitarra y encargarse de la voz solista, se erige en ideólogo del grupo. Bajo su mando, el grupo se interna en una senda hasta entonces inexplorada, donde la música y el absurdo se dan la mano.
Hacia el final del libro se incluye un pequeño glosario con algunas de las letras de canciones más representativas de Zappa traducidas al español. Y como muestra del humor sarcástico de Zappa, no me resisto a añadir este breve extracto de una de sus canciones más celebradas, Don't eat the yellow snow:

Nanook-a, no no
no seas un esquimal malo
Ten cuidado con los perros esquimales
y no comas esa nieve amarilla

14 “Pájaro de celda” de Kurt Vonnegut
Para ser sincero, tampoco recuerdo cuándo ni dónde compré este libro. Lo más probable es que lo adquiriese en algún momento de los años 90's. Yo compraba muchos libros por ese entonces. Leía como un poseso, y necesitaba saciar mi sed de lecturas con nuevo material que echarme a los ojos.
Cuando compré este libro no conocía de nada al autor. Si lo compré fue por una frase concreta de la sinopsis incluida en la contraportada: «Una divertida y delirante sátira sobre el dinero —y lo que la gente está dispuesta a hacer por adquirirlo y conservarlo—».
El libro lo leí con mucho interés y fascinación. Se salía totalmente de lo que llevaba leído hasta entonces. Recuerdo poco, ésa es la verdad. Confieso que soy de los que tienen tal batiburrillo de lecturas en la sesera que a veces me cuesta discernir entre unas y otras. No obstante, lo que sí puedo decir es que me gustó lo que leí, pues seguí buscando cosas de este autor una vez liquidé la novela.
De Vonnegut llevo leídas cuatro novelas. Y aunque las dos novelas suyas que más he disfrutado han sido El desayuno de los campeones y Matadero 5 —considerada por muchos como su mejor novela—, le tengo un especial cariño a este Pájaro de celda, por ser el primer libro suyo que leí.

15 “Yo, Claudio” de Robert Graves
Soy viejuno. Pero eso ya lo sabéis. Fijaos si soy viejuno que soy de los que pudo ver en la televisión el estreno de la serie Yo, Claudio. Eso ocurrió a finales de los 70's.
De aquella serie —que durante mucho tiempo la consideré “la mejor serie de televisión de todos los tiempos”— llegué a comprar su edición en vídeo VHS y posteriormente su edición en DVD. He de decir que la Roma Imperial es una de mis épocas históricas favoritas, y me encanta cualquier película que tenga que ver con ese periodo. Incluso soy capaz de verme algún que otro péplum, con aquellos decorados de cartón piedra y aquellos artistas circenses de marcados músculos y limitadas dotes interpretativas que las protagonizaban.
Todo lo contrario ocurría en la serie Yo, Claudio, cuyo elenco cuenta entre sus filas con grandísimos actores de prestigio, encabezados por Derek Jacobi, en el papel de Claudio, Sian Phillips, inmensa en el papel de la pérfida Livia, Brian Blessed como César Augusto, o un jovencísimo John Hurt en el papel de un desquiciado Calígula. Como curiosidad, señalar que en la serie hace su aparición un joven Patrick Stewart ¡con pelo!, en el papel de un retorcido jefe de la guardia pretoriana.
La serie me gustó tanto que un día, leyendo los créditos, supe que estaba basada en una novela, del mismo título, escrita por un tal Robert Graves.
¿Y qué creéis que hizo vuestro simpático escritor de humor favorito? No lo sé. Preguntádselo a él cuando lo veáis. Lo que sí sé es lo que hice yo: comprarme un ejemplar de Yo, Claudio y de su continuación,  Claudio el dios y su esposa Mesalina.
Ambos libros son tochos de más de 500 páginas cada uno. Sin embargo, su lectura, como la comida basura, es sumamente adictiva. Una vez que empiezas a leer y te sumerges en el mundo de intrigas y traiciones palaciegas que rodean a los miembros de la corte imperial, no puedes dejar de leer hasta conocer el final de la historia. ¡Y qué historia, amigos míos!
Y con intención de ir abriendo boca, os dejaré un breve extracto con el inicio de esta sorprendente y maravillosa obra: «Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido por mis parientes, amigos y colaboradores como “Claudio el idiota”, o “Ese Claudio”, o “Claudio el Tartamudo” o “Clau-Clau-Claudio”, voy a escribir esta extraña historia de mi vida».
Decidme la verdad, con un inicio así, ¿no os entran ganas de seguir leyendo?

Y hasta aquí el repaso de los 15 libros que más me han marcado en mi trayectoria como lector y autor de mis propios escritos.
Espero que os lo hayáis pasado bien repasando conmigo algunas de las lecturas que me han formado como lector y escritor. Ya sé que no soy un escritor conocido —a día de hoy, 1 de julio, sigue sin conocerme el Tato—, pero eso no me ha desanimado. Pensad que a John Kennedy Toole tampoco lo conocía nadie cuando escribió La conjura de los necios, y que sólo obtuvo reconocimiento una vez muerto.
Yo, lamento decepcionaros, pero si para ser reconocido he de morir antes, pues, ¿qué queréis que os diga?, ¡que le vayan dando al reconocimiento por donde amargan los pepinos! Prefiero seguir vivo y disfrutando —leyendo o rascándome los sobacos— que estar criando malvas.
Leed y disfrutad, amigos y amigas.