jueves, 13 de mayo de 2021

LA TEMIDA PANTALLITA AZUL DE WINDOWS

 

Lo diré sin rodeos: me reconozco un negado para la informática. De igual modo que me reconozco un negado para las chapuzas domésticas, y no tengo reparo alguno a la hora de admitir mi incapacidad para reconocer el talento en la gente que me cae mal.

Es así y no hay vuelta de hoja, lo admito y lo asumo.

Todo esto viene a cuento porque soy de los que piensan que no todos valemos para todo, por mucho empeño que pongamos en ello, y por mucho que las pedagogías modernas intenten inculcar en las nuevas generaciones la falsa creencia de que «todos y cada uno de nosotros somos especiales y podemos hacer cualquier cosa que nos propongamos en la vida». Todos no podemos ser “especiales”, pues, de ser así, ¿no nos convertiría eso en “convencionales”?

Así que como creo que no todos valemos para todo, y que hay cosas que a unos se les da mejor que a otros, no tengo reparo alguno en reconocer que la informática no es lo mío.

Todo esto viene a colación porque hace unas semanas estaba trabajando tranquilamente en algunos de mis textos cuando, de pronto, mi PC paró en seco, la pantalla se fundió a negro y, tras unos segundos cargados de incertidumbre, emergió la tan temida pantalla azul de los sistemas operativos Windows.

Sobre un fondo azul, se podía leer en letras blancas el siguiente mensaje: «Lo sentimos, pero tu PC ha tenido un problema y te vamos a jorobar el trabajo». Vale, no utilizaron estas palabras exactamente, pero el concepto sigue siendo el mismo: «La informática ha vuelto a jugártela, colega».

A partir de aquí, el PC se quedó absolutamente bloqueado. Por más teclas que pulsaba en el teclado, nada sucedía. Y en cuanto al ratón, simplemente había dejado de funcionar.

Fue entonces cuando recordé la famosa frase de la divertida sitcom británica Los informáticos (The it crowd): «¿Ha probado a apagar y encender el ordenador?». Con esta frase, recitada en tono entre desdeñoso y cansino, el informático protagonizado por Chris O'Dowd se quita de encima a todo aquel que acude a él en busca de soluciones a sus problemas informáticos.

Así que apagué y volví a encender el ordenador.

Lo cierto es que tardó un poco más de lo normal en cargar. No mucho más. Minuto y medio más o así. Es decir, que en vez del cuarto de hora que tardaba habitualmente en cargar el sistema operativo, ahora tardaba entre dieciocho o veinte minutos. El tiempo justo para hacerme un café y untar unas tostadas con mantequilla y mermelada.

Lo malo es que apenas hacía una hora que había desayunado. «¿Y qué más da?», reflexionó la parte mamona que habita en mi cerebro. «Total, ¿en qué vas a invertir esos veinte minutos de espera? Come y calla».

Hice caso al mamón. Me levanté y fui a la cocina a prepararme el segundo desayuno del día. Cargué la cafetera, la puse al fuego, preparé unas tostadas mientras se hacía el café, luego serví el café en una taza, coloqué las tostadas en un plato y lo dispuse todo en una bandeja de plástico.

Cuando llegué a mi mesa de trabajo, el ordenador aún seguía arrancando. Supongo que la informática y el propio ciclo vital humano no se diferencian demasiado entre sí. A ambos, llegados a cierta edad, todo nos cuesta el doble de tiempo y esfuerzo. Por ejemplo, cuando tienes veinte años, levantarte de la cama se hace en un visto y no visto. Pero a partir de los cincuenta, parece que todo lo hacemos a cámara lenta. Y no sólo eso, sino que sientes como si cada gesto o movimiento viniese acompañado de una misteriosa fuerza en contraposición. ¿Que quieres incorporarte? Muy bien. Hazlo. Y mientras lo haces notarás una fuerza invisible que te empuja por los hombros hacia abajo, acompañado de un molesto dolor de huesos y articulaciones, como si fueses un viejo robot de hojalata algo oxidado que necesita aceite para facilitar el roce de las piezas afectadas.

Al final el PC arrancó. Y yo seguí trabajando en mis textos. Eso sí, con dos desayunos entre pecho y espalda.

La cosa aguantó una hora o así. Hasta el punto de que prácticamente olvidé lo sucedido. Para eso ya estaba la informática, para recordármelo.

Una vez más, el PC se volvió a quedar colgado. Y ahí estaba otra vez: la temida pantalla azul. «Lo sentimos, colega. Ya estamos aquí de nuevo. Vete haciéndote a la idea de que hoy no vas a poder terminar con lo que estás».

«¡Demonios!», exclamé. Bueno, a decir verdad, grité: «¡Mierda!». Pero hoy día no está bien visto exclamar «mierda», y mucho menos escribirlo, ya sabéis, por lo de la corrección política y la moderación en el lenguaje. Así que hoy día, cuando te das un leñazo en el dedo gordo del pie con la cómoda, debes gritar: «¡Corcholis, qué contrariedad!», en sustitución del acostumbrado: «¡Me cago en tu puta madre, mueble de los cojones!».

Tras descargar mi ira en todos los idiomas posibles, incluido el arameo antiguo más chabacano y vulgar —lo cierto es que paso un huevo de la corrección política—, en la pantalla de mi PC apareció el siguiente mensaje: «Tranquilo, chaval. Relájate. Ahora vamos a recopilar datos de tu equipo y de los fallos encontrados para enviárselos a Microsoft. No para ayudarte con el problema, ya te aviso. Nosotros no estamos para eso. Entonces, ¿para qué diablos queréis esa información?, te preguntarás. Muy sencillo: para echarnos unas risas. A los informáticos, fuente inagotable de tantos chistes y chanzas, también nos gusta reírnos de vosotros, los capullos displicentes y arrogantes que nos tacháis de bichos raros por el simple hecho de disfrutar de nuestro trabajo. Es nuestra pequeña venganza ante tanta afrenta, ¿sabes?».

Harto de aquello, volví a apagar el ordenador. Pasados unos minutos lo encendí una vez más, con la esperanza de que todo se hubiese solucionado por sí mismo.

Y funcionó... durante unos minutos.

Una vez más, ahí estaba, la dichosa pantallita azul de las narices. Sin embargo, algo había cambiado con respecto a las veces anteriores. En la parte baja de la pantalla había una línea que informaba: «Preparando reparación automática 5%». Del 5% pasó al 10%, luego al 20%, luego al 40%, y luego... plas, todo se fue al carajo.

Un nuevo mensaje ocupó la pantalla azul de mi PC: «¿En serio pensabas que con apagar y encender el PC se iba a solucionar el problema? Bendita ingenuidad». Fundido a negro y el PC dejó de funcionar. Otra vez.

Agotado, lo dejé aquel día. Opté por dejar el PC apagado todo un día y volverlo a intentar al día siguiente. Y eso hice. Y volvió a repetirse la historia.

Total, que los problemas se prolongaron durante un par de semanas, hasta que el PC, o el Sistema Operativo —“tanto monta monta tanto”—, dijo: «Hasta aquí hemos llegado», y se colgó de manera definitiva. O casi.

Preso de la desesperación, lo intenté como una veintena de veces más. El motivo de mi insistencia tenía su razón de ser: con el cabreo y las frustraciones provocadas por los sucesivos cuelgues del equipo, no había podido hacer copias de seguridad de todos los archivos importantes. Y eso me tenía bastante preocupado, pues, entre otras cosas, había varios borradores en los que llevaba trabajando el último año y medio.

Tras varios intentos fallidos, finalmente conseguí acceder al escritorio “en modo seguro”, y pude recuperar buena parte de mi trabajo. Perdí algunos archivos. Poca cosa para lo que podía haber sido. Y me fue imposible recuperar los marcadores de los distintos navegadores con los que suelo operar, por lo que ahora será cuestión de ir recordando todos aquellos sitios, blogs o webs que podían tener algún interés para mí —muchos se quedarán por el camino, por mi falta de memoria o mi falta de previsión al no haber hecho una exportación de los marcadores a tiempo—.

Una vez formateado el disco duro, reinstalado el sistema operativo y los programas, y recuperado parte de mis archivos, comencé a operar con cierta normalidad, con la tranquilidad que me proporcionaba el hecho de saber que todo estaba como recién salido de fábrica. Sin embargo, la alegría duró poco. Al par de días allí estaba de nuevo: la temida pantalla azul.

«¿Qué demonios...?», pensé. No puede ser. ¿Otra vez? Pero si ya he formateado y reinstalado todo. ¿Por qué te paras ahora?

El equipo siguió colgándose, una, dos, tres veces, hasta que, frustrado, lo apagué y me fui a dar un largo paseo para pensar. Mientras caminaba, le iba dando vueltas a diferentes alternativas que me llevasen a la raíz del problema y, a partir de aquí, a su posible solución. Pensé que igual se trataba de falta de limpieza, así que abrí el PC y lo limpié todo con una brocha —placa base, ventilador, discos duros, procesador, etc—. Luego revisé, una a una, todas las conexiones —cableado—, desconectando y volviendo a conectarlo todo. Y, por último, a fuerza de darle vueltas y más vueltas al tema, acabé recalando en una posible causa: las actualizaciones de Windows.

Encendí el equipo, entré en Internet y busqué si alguien más había tenido problemas con las actualizaciones, y ahí fue cuando confirmé que, en efecto, miles de usuarios en todo el mundo estaban teniendo los mismos problemas que yo con la dichosa pantallita azul. La solución era bien sencilla: proceder a la desinstalación de la última actualización. Mano de santo. Una vez hecho esto, el equipo volvió a operar con normalidad.

Si bien he procurado aderezarlo todo con un poco de humor, todo lo narrado en este post me ha sucedido de verdad. De hecho, aún estoy pagando las consecuencias, reinstalando todo tipo de programas y volviendo a configurarlo todo a mi gusto, según mis preferencias. Una lata, la verdad.

Esto me viene que ni pintado para regalaros un consejo a todos los que usáis el PC para trabajar. Tomaos como una costumbre de obligado cumplimiento el hacer copias de seguridad regularmente de vuestros archivos más importantes. Nunca se sabe cuando el PC va a decir «basta», plantando ante vuestras narices la dichosa pantallita azul, o peor aún, una pantalla totalmente fundida en negro, para deleite de esos informáticos resentidos hartos de ser el blanco de todas las bromas de los que nacimos y moriremos siendo unos auténticos negados para la informática.