Imagen real de mí mismo con mi mecanismo. Hasta en la forma de pisar se me nota la mala leche que llevo encima. |
Estoy yendo a caminar. Otra
vez. Lo hago, entre otras cosas, para fortalecer la zona lumbar y
aliviar los dolores de espalda. Y perder peso. Otra vez.
A veces pienso que esta
guerra con la báscula no la voy a ganar nunca. Llevo peleándome con
ella desde que era un chaval. Y aunque ocasionalmente he logrado
vencer al sobrepeso, al final el muy traicionero ha acabado
adelantándome por la derecha, como esos motoristas que aprovechan
las paradas de los semáforos o las retenciones en los túneles para
pasarte de largo como molestos mosquitos en una calurosa noche
veraniega.
Volviendo al ejercicio
físico: lo odio. No me gusta. Nunca me gustó. Es más, no entiendo
a la gente que consigue disfrutar del hecho de correr largas
distancias, como esos viejecitos que se preparan durante meses para
participar en una importante maratón, hallando así un motivo extra
para levantarse todas las mañanas de la cama ilusionado y con ánimos
renovados. ¡Con la de actividades placenteras que tenemos a nuestra
disposición para levantarnos por la mañana de la cama ilusionados y
con ánimos renovados! Incluso conozco algunas actividades igual de
placenteras para las que ni siquiera es necesario abandonar la cama.
Tampoco entiendo a esa peña
que halla satisfacción machacándose en el gimnasio, aprisionados en
esos incomodísimos aparatos para hacer abdominales, fortalecer las
piernas o los glúteos o ensanchar los pectorales. Y menos entiendo a
esos otros y otras que lo flipan haciendo el gamba frente a uno de
esos monitores de gimnasio que parece que se han dado un chute de
entusiasmo cada vez que empiezan una clase de spinning,
subidos a sus bicicletas, poniendo cara de velocidad mientras
pedalean frenéticamente dejándolo
todo perdido de sudor, como si se hubiesen dejado un grifo de sudor
abierto en algún lugar de su anatomía.
Y eso por no hablar de los
flipados de la zumba fitness. Hace poco conocí a uno de esos
especímenes que practica este tipo de entrenamiento, y claro, al
hombre le resultaba ciertamente difícil reprimir el impulso de
hablar de lo maravillosamente bien que le sentaba hacer este tipo de
rutina en su gym —sí, este menda es de esos gilipollas que
llaman gym a los gimnasios de toda la vida; como si adoptando
el anglicismo le otorgase una pátina de modernidad y de estar “a
la última”—.
Y podría ser verdad. Tal
vez, sólo tal vez, el tío disfrutase de veras de sus clases de
zumba fitness. No seré yo quien se lo discuta. El problema, a
mi modo de ver, es que no se le notaba lo más mínimo el supuesto
esfuerzo, ya que este tío llevaba unas camisas tan pegadas a su
anatomía que dejaban entrever unas prominentes lorzas, las cuales
amenazaban con disparar algún botón de la camisa, al estilo
increíble Hulk, y darle a alguien y matarlo. No se me ocurre manera
más triste de morir que a consecuencia de un botonazo expulsado
violentamente de la camisa de un redomado gordinflas que se las da de
moderno y de estar a la última insistiendo en llamar gym a
los gimnasios de toda la vida.
Retomando el asunto de mis
caminatas, hace unos días me encontré con una vieja amiga que vive
en el mismo edificio que yo. Hubo un tiempo en que ambos, que por
entonces estábamos en baja forma, quisimos enmendarnos de alguna
manera. Con esa intención acordamos quedar para ir a caminar juntos
cerca de casa.
Honestamente, nunca pensé
que hallaría a alguien más vago que yo. Y entonces apareció ella.
Fuimos a un parque cercano
que el ayuntamiento de mi ciudad había remodelado recientemente. En
realidad llevaba años haciéndolo —lo de remodelar, digo—.
Invertir en obras públicas es la manera que tienen los políticos de
“despistar” pasta que, por arte de magia, siempre acaba metida en
sus bolsillos. Y quien dice “bolsillo” bien pudiera decir
“cuentas opacas en paraísos fiscales de difícil acceso”. En
fin, la historia de la humanidad resumida en un par de líneas. Nada
nuevo bajo el sol.
Nos habíamos quedado en
aquel primer día de ejercicio en el gran parque recién remodelado.
No somos los únicos. Mi amiga también se quedó en aquel primer
día, pues nunca más volvió a quedar conmigo para ir a caminar. Por
alguna razón que se me escapa, llegó a la conclusión de que con
aquel único día había tenido suficiente ejercicio para varios
meses, incluso años, pues de esto hace ya como tres años y desde
entonces no hemos vuelto a quedar para ir a caminar.
Hace unos días me la volví
a encontrar. Yo venía de hacerme una de mis rutas habituales en
solitario. Al verme me dijo:
—Te he visto otras veces.
Pero nunca te digo nada.
—¿Y eso? ¿Por qué?
—dije yo.
—Aparte de que vas con tus
auriculares puestos, imagino que oyendo tu música a todo trapo,
siempre traes esa cara como de enfadado con el mundo, y me da cosa
decirte nada.
Me eché a reír.
Es cierto que cuando voy a
caminar se me pone cara de mala leche. Ya he dicho antes que odio
hacer ejercicio, y cuando hago algo que sé que debo hacer pero que
odio hacerlo, ¿no pretenderéis encima que lo haga mostrando una
amplia sonrisa de oreja a oreja, verdad? Es como lavar el coche. Lo
odio. Entre otras cosas, porque te tiras casi una hora dándole que
te pego —soy de los que limpia el coche a mano—, y luego no te
dura limpio ni dos días. ¿De veras creéis que me nace sonreír
cuando llevo un rato agachándome para mojar la esponja en el cubo de
agua y jabón, levantándome y estirándome para restregar el jabón
por toda la superficie del coche, luego volviéndome a agachar para
humedecer la gamuza de fibra, incorporarme, exprimirla para quitarle
el agua, y pasarla por la carrocería para el secado, y así una y
otra vez hasta completar la carrocería? Pues lamento desilusionaros,
pero no me nace sonreír.
La única forma que he
encontrado de poder engañarme a mí mismo y salir a caminar un rato
es poniéndome mis auriculares, enchufarme mi reproductor de mp3 y
poner cara de mala leche mientras dejo que mi mente corra libre y
despreocupada a kilómetros de distancia de donde me encuentro.
Supongo que esa es la razón por la que mi mente jamás tendrá
problemas de sobrepeso, y que siempre mostrará una envidiable figura
de lozanía y buena salud. Y encima parece disfrutar del hecho de
correr libre y despreocupada. ¡Qué envidia me da la jodía!