jueves, 18 de mayo de 2023

AMOR A LOS LIBROS

 


No suelo ver la tele. De un tiempo a esta parte me aburre soberanamente. Hablo de las cadenas generalistas de la TDT. De la otra, la de pago, no puedo opinar porque no estoy suscrito a ninguna plataforma. A decir verdad, nunca lo he estado. Bastante paga uno ya por todo; hasta por morirse. A veces tengo la frustrante sensación de que uno sólo viene a este mundo a pagar. Y más frustrante aún: no sé cómo ni porqué, pero siempre acaban pagando justos por pecadores. Mecachislamar.

Aunque os cueste creerlo, durante muchos años fui un ávido consumidor de televisión. Gracias a ella descubrí mucho cine —clásico, sobre todo—, muchas series —me encantaban las comedias inglesas que solían programar entre finales de los 70's y los 80's—, documentales, entrevistas, programas de debate, etc. Hablo, claro está, de aquella televisión donde las pausas para publicidad duraban cinco o diez minutos, y no como ahora que duran más los anuncios que la peli o el programa que estén emitiendo en ese momento, dándose la paradoja de que una película de hora y media se alargue hasta las tres horas. Eso por no hablar de los momentos que eligen los programadores de turno para “cortar a publicidad”, muchas veces en mitad de un interesante diálogo o cortando un chiste por la mitad, para regresar al cabo de no sé cuántos minutos, acabar con el chiste en cuestión y volver a cortar para publicidad —esto es verídico, no me lo invento. Y resulta extremadamente molesto y cabreante a partes iguales—.

En fin, que la televisión actual la tomo en dosis muy pequeñas y en momentos muy puntuales, como los refrescos azucarados y la comida precocinada, ya que, al igual que éstos, la tele también puede ser “perjudicial para la salud”.

Total, que hace unos días me hallaba haciendo un barrido por los canales en abierto de la TDT cuando, para mi sorpresa, acabé sintonizando un programa que logró llamar mi atención. El programa lo emitían en La2 de Televisión Española, ya saben, ese canal en el que programaban esos documentales tan interesantes de los que todo el mundo hablaba para desmarcarse de la telebasura y que, paradójicamente, mostraba unos índices de audiencia paupérrimos, lo cual me invitaba a pensar que la gente simplemente mentía. Nada raro por otra parte, ya que vivimos en un mundo de apariencias donde ocultamos nuestro verdadero yo bajo capas y más capas de convencionalismos y corrección política, no vaya a ser que nos veamos señalados por el dedo acusador de esta sociedad hipócrita y enjuiciadora que ríase usted de La Santa Inquisición.

Volviendo al programa en cuestión, se trataba de un reportaje acerca de una de las pocas restauradoras artesanales de libros que aún quedan en nuestro país. La buena mujer hablaba con pasión de su oficio, el cual había heredado de su padre, quien a su vez lo había heredado de su padre.

Mientras colocaba un libro recién restaurado en la prensa, a fin de acabar de fijar la cola en las nuevas tapas recién colocadas, la mujer comentaba con cierto pesar como el suyo era un oficio en serio peligro de extinción, ya que hoy día no hay mucha gente que esté dispuesta a pagar por restaurar algo viejo o deteriorado. Algo parecido le ocurrió a los antiguos zapateros remendones, o los afiladores, que iban de barrio en barrio haciendo sonar sus melodiosas ocarinas de plástico avisando de su presencia, y haciendo que los vecinos bajasen con toda suerte de cuchillos o navajas a fin de ser afiladas con la piedra de afilar que iba conectada por una correa a la dinamo de la moto. Hoy, cuando un zapato de estropea, se tira a la basura y se compra otro. Y lo mismo sucede con la cubertería, o con los libros. Y es que actualmente, con el abaratamiento de costes y la diversidad de materiales, sale más barato comprar algo nuevo que restaurar algo estropeado. Obviamente la calidad no es la misma, pero, por desgracia, vivimos en un mundo donde todo está específicamente diseñado para ser renovado cada cierto tiempo (yo porque no uso, pero sé de gente que suele renovar su teléfono móvil cada año y medio o dos años).

Al final, según decía la mujer, cuando alguien decidía contratar sus servicios era por una cuestión sentimental, más que económica. De ahí que la mayoría de encargos que recibía fuesen de libros de memorias escritos a mano o mecanografiados contando la historia familiar, diarios o libros de recetas heredados de madres a hijas, o de abuelas a nietas.

En otro momento del reportaje, la restauradora confesaba su amor incondicional por los libros antiguos, remarcando su apasionado discurso con las siguientes palabras: «Me fascina leer cómo pensaban, cómo vivían o qué sentían gentes que vivieron en este mismo planeta en siglos anteriores al nuestro. Qué les interesaba, qué les preocupaba, qué les movía a dejar testimonio escrito de sus pensamientos, anhelos e inquietudes. Considero un privilegio poder acceder a todo ese caudal de información y conocimientos a través de la palabra escrita».

Las palabras de aquella mujer me hicieron reflexionar en los días que siguieron. Y una de las conclusiones a las que llegué fue que hay cosas en la vida que damos por hechas y que por eso mismo no le concedemos el inmenso valor que tienen, porque, de algún modo, “siempre han estado ahí”. Pero, ¿alguna vez os habéis preguntado qué pasaría si el ser humano no hubiese inventado la escritura? Apenas sabríamos nada de nuestra historia, de nuestra evolución como especie, de nuestros logros y nuestros fracasos, de lo que pensaban, sentían o soñaban nuestros antepasados. Eso por no hablar de las cosas que no habríamos podido descubrir o construir, pues su existencia se debe, precisamente, a la contribución de cientos o miles de mentes que retomaron el trabajo a partir de las notas o instrucciones que dejaron quienes les precedieron.

Así pues, celebremos la escritura, pues sin ella tú y yo no estaríamos manteniendo ahora mismo este intercambio de ideas o pensamientos.