jueves, 23 de diciembre de 2021

FELIZ NAVIDAD

 

Luces de Navidad en uno de los rincones emblemáticos de mi ciudad


Como cada año por estas fechas, ya están aquí las Navidades. Para unos, época de ilusión, alegría y reencuentro; para otros, tiempo de reflexión, paz y descanso; y para muchos, motivo de tristeza y evocación de la nostalgia y el recuerdo, donde pesan más las ausencias que la celebración en sí.

Entre estos últimos también podemos encontrar a personas que temen la Navidad, por cuanto se erige en un cruel recordatorio que sirve para calibrar el nivel de soledad en el que se hallan sumidos. Incluso hay quienes la odian, pues ven en la felicidad ajena algo así como una provocación en claro contraste a su tristeza y abatimiento.

Conozco muy bien a los tres grupos, pues, aunque aún no pertenezco al tercero, sí que conozco amigos y conocidos que llevan años viviendo instalados en él, y a cada año que pasa más les cuesta pasar el trago. Hasta tal punto llega su «alergia» por todo lo relacionado con la Navidad, que no dudan en afirmar que de buen grado se echarían a dormir la noche del 23 de diciembre y no despertarían hasta la mañana del 7 de enero, cuando ya todo ha acabado.

No seré yo quien les reproche nada. Entiendo su situación. Y no sólo la entiendo, sino que, en mi fuero interno, no hay año en que no tema ser yo el que acabe formando parte de ese extenso grupo de personas «alérgicas a la Navidad».

Recuerdo cuando niño la ilusión con la que vivíamos en casa la llegada de la Navidad. Y no sólo por los regalos. En aquella época —la década de los 70's—, ni siquiera era costumbre regalar en Navidad, sino en Reyes única y exclusivamente.

Lo que más me gustaba de aquellas fiestas era que todo adquiría un color diferente. Las casas se engalanaban para la ocasión, en el salón colocábamos el árbol decorado, y un belén en miniatura instalado sobre la mesa, con el papel de aluminio simulando un riachuelo, y un poco de arena para recrear el desierto. Mis hermanos y yo mirábamos con embeleso aquellas figuritas que recreaban la famosa escena del nacimiento del Redentor, mientras en el equipo de música sonaba en bucle una cinta de casette con villancicos populares.

Otra cosa que me gustaba —y no sólo a mí, sino a cualquier niño de nuestra edad—, eran las vacaciones navideñas. Ese par de semanas sin clases era toda una gozada, con toneladas de tiempo para jugar y levantarse tarde de la cama.

También era momento de reuniones familiares, de ir a casa de mis tíos y pasar tiempo con nuestros primos, jugando, riendo y compartiendo momentos únicos. No hablo de visitar a los abuelos porque en esa época sólo teníamos a mi abuelo Pedro, y teníamos la enorme fortuna de que vivía en el mismo edificio que nosotros —él vivía en el primer piso y nosotros en el cuarto—, por lo que prácticamente nos pasábamos buena parte del año en su casa.

Fueron años muy bonitos aquellos. Tremendamente felices, aunque, como suele pasar, no fuésemos plenamente conscientes de ello. Cuando eres niño, incluso cuando eres joven, la felicidad te suele pasar desapercibida. La experimentas sin más, sin pensar en que tiene fecha de caducidad, y que cada año que pasa más difícil resulta de encontrar, bien porque las obligaciones del mundo adulto hallan siempre la manera de imponerse a casi todo lo demás o porque las ausencias van pesando más cada año.

¿Y sabéis qué os digo? Pues que casi mejor que sea así, que experimentemos la felicidad sin ser conscientes de su caducidad. Y os diré porqué. Hace algunos años viví un momento de gran angustia personal, precisamente por ser plenamente consciente de lo feliz que era en aquel momento. ¿Y cómo puede ser que la felicidad me provocase tal desazón? Muy sencillo. El hecho de saber de lo efímero de ese momento, de ese instante fugaz, me hizo no disfrutarlo al cien por cien, anticipando su final al instante mismo.

La conclusión que saqué de todo aquello fue que debemos saborear con fruición y deleite todos y cada uno de los buenos momentos que la vida nos ofrece, ya sea en soledad o en compañía; procurar retener en nuestra memoria ese tiempo de gozo y alegría, a fin de poder recurrir a ellos en momentos de zozobra.

Existe un lugar en la memoria de cada individuo donde todo es paz y felicidad. La gran tragedia del ser humano es que llegue el día en que no podamos acceder a ese lugar mágico donde están todos los que queremos que estén, donde los olores y sabores de nuestra infancia vuelven a cobrar vida y donde la tristeza tiene prohibido el paso.

Por último, pertenezcas al grupo que pertenezcas, permíteme que te desee unas felices fiestas.




4 comentarios:

  1. Pues tienes mucha razón... pero es difícil. Yo este año estoy especialmente nostálgica de las navidades de mi infancia y juventud. Hay tantas personas que ya no están, pero tantas, tantas (abuelos tíos abuelos, tíos, mi padre, algún amigo muy especial) que cuesta seguir adelante porque se les echa tanto de menos y los nuevos que han ido viniendo no llegan a cubrir todos los huecos. Los quiero a todos conmigo, a los de antes y a los que han ido llegando.
    Sería bueno disfrutar de lo que tenemos porque el tiempo no creo que lo mejore y puede que en años venideros eche de menos este que ahora me duele. Pero no creas que estoy sufriendo ja, ja. Tan solo un poco nostálgica.
    Un beso y felices Fiestas.

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    1. No es malo echar de menos a quienes ya no están con nosotros. Es una manera de seguir teniéndolos presentes, si bien no físicamente sí en el recuerdo. Dicen que alguien muere de verdad cuando se le deja de recordar. Las personas del siglo XX y XXI tenemos la gran suerte de poder retener muchos momentos mágicos de nuestra vida gracias al cine y la fotografía. Nosotros, en mi familia, tenemos grabaciones de vídeo desde que teníamos cinco añitos, gracias a que mi abuelo era un enamorado del cine y compró un "tomavistas" siendo nosotros unos niños. Esa pasión me la trasladó a mí, y acabé comprando mi propia cámara a principios de los 90. Gracias a ella conservo horas y horas de grabaciones de un valor incalculable, donde todos los que ya no están continúan riendo y bromeando a cámara. Desde que murió mi abuelo no he vuelto a ver esas pelis, pero sé que están ahí, y sé que algún día volveré a verlas, y mi corazón volverá a latir con fuerza mientras veo que todos ellos me sonríen mientras miran a cámara.

      Como decía Forrest Gump "la vida es como una caja de bombones. Nunca sabes qué te vas a encontrar". Aún confío en que la vida me siga sorprendiendo.

      Un beso, Rosa. Felices Fiestas, compañera. : )

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  2. Te entiendo perfectamente y coincido en todo contigo, pues también he vivido esos momentos de felicidad que con el tiempo han pasado a la historia y que almacenamos en nuestra memoria para siempre. También recuerdo con nitidez cómo, de niño, disfrutaba de las fiestas navideñas y del Belén, sobre todo de su montaje, sacando de las cajas que habíamos guardado todo el año las figuritas del pesebre y ese olor característico del corcho (tanto del que formarían las montañas como de las casitas y otros elementos hechos de ese material) y del musgo.
    A mí también me ha preocupado anímicamente la dificulatd, y a veces imposibilidad, de retener o alargar esos momentos de felicidad, y no solo en tiempos de celebraciones sino en cualquier otra ocasión. Yo, que soy un enamorado del pirineo, recuerdo la última vez, hará unos pocos años, que estuve en el de Huesca. Fuimos a Ordesa y hicimos todo el trecho desde la entrada al Valle hasta la famosa Cola de caballo, un recorrido que habré hecho seis o siete veces desde mi adolescencia. Pues bien, a mitad del camino, me planté ante una vista panorámica increíble y respiré profundamente ese aire puro hoy día tan escaso. Sabiendo que ese momento sería fugaz, pues caducaría a las pocas horas, quise hacer algo para retenerlo, para parar el tiempo y prolongar así esa sensación de libertad y de feliz comunión con la naturaleza. Y no supe ni pude hacerlo, debiendo resignarme a simplemente guardarlo en la memoria y en las instantáneas que saqué, una vez más, con mi móvil.
    Aunque no lo he experimentado nunca, también comprendo ese miedo que uno puede sentir en un momento de máxima felicidad, con solo pensar en su caducidad.
    Pero como no podemos cambiar nada de esto, soy también de la opinión de que debemos gozar al máximo de esos grandes e irrepetibles momentos que la vida nos depara, pensando en lo afortunados que somos por vivirlos.
    Que pases unas felices fiestas, Pedro.

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    1. Como le decía a Rosa en mi comentario anterior, gracias a Dios, o al ingenio del hombre más bien, que hoy día podemos atesorar algunos de esos momentos para siempre en forma de imagen y sonido. La memoria, que suele tender a ser muy frágil, no siempre es de fiar, pues muchas veces distorsiona ciertos recuerdos, hasta el punto de no coincidir con el parecer de gente que también lo vivió contigo en primera persona. No obstante, resulta gratificante poder echar mano de los recuerdos cuando no se tiene nada más.

      Se habla mucho de "vivir el momento", "carpe diem", de sacarle el máximo al presente, pero no siempre se consigue disfrutar al máximo cuando sabes que ese momento, ese instante de felicidad, tiene una vida tan efímera. Supongo que estas fechas, tan cargadas de recuerdos y emociones a flor de piel, influye de manera decisiva en esta visión un tanto deprimente de la felicidad. En cualquier caso, sea como fuere, estoy contigo en que hay que procurar disfrutar al máximo de esos momentos de felicidad que la vida nos ofrece, por muy efímeros que sean. Y si es en compañía de los que más quieres, mejor que mejor.

      Un abrazo, Josep, y que pases unas felices fiestas también.

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