Lo bueno de las campañas electorales es que, gracias a la ingente cantidad de propaganda que me llega a casa vía correo, dispongo de un montón de papel gratis para escribir mis tonterías.
Perdón. Rectifico. De gratis, nada; pues a mí, como a todos, todo este derroche nos cuesta una pasta de nuestros impuestos.
Por lo tanto, aprovechando el papel disponible que me ha llegado a casa sin yo pedirlo, voy a emborronarlo con algunas reflexiones en torno a mis impresiones tras haber leído una nutrida compilación de relatos de Ernest Hemingway.
El volumen que leí, y que acabé hará cosa de tres semanas o así, se compone de una amplia selección de unos cincuenta cuentos escogidos personalmente por el mismo autor de entre su ingente producción.
Antes de acometer la lectura de esta colección, de Hemingway sólo había leído un libro suyo compuesto por dos relatos: El viejo y el mar y Las nieves del Kilimanjaro. De esto hará cosa de veinticinco o treinta años —¡cómo pasa el tiempo, maldita sea!—, y recordaba lo mucho que me había gustado el segundo relato —Kilimanjaro— y lo tedioso y pesado que se me había hecho el primero —El viejo y el mar—, ya que consideraba que el bueno de Hem había estirado en demasía una historia que fácilmente podría haberse quedado en veintinco o treinta páginas, y no en las casi cien que conforman la edición que poseo.
Imagen de mi ejemplar de "El viejo y el mar" y "Las nieves del Kilimanjaro"
Según parece, y a juzgar por lo leído en este último libro, era algo habitual en Hemingway estirar sus historias hasta el infinito, dejando al lector completamente exhausto ante semejante avalancha de palabras.
Con este libro he llegado a tres conclusiones con respecto a este aclamado autor. La primera es que, bajo mi particular punto de vista, Hemingway es un autor carente de imaginación. No es un escritor de una gran inventiva, sino más bien un escritor descriptivo, muy observador, rasgo sin duda derivado de su profesión de periodista. Esa particularidad hace que se empeñe una y otra vez en escribir sobre hechos o sucesos que o bien ha vivido en primera persona o bien le han sido confiados por gente que ha tratado personalmente. De esa faceta periodística se desprende su arraigada costumbre de explayarse en esas tediosas descripciones de los lugares donde transcurre la acción, así como en los rasgos físicos de los personajes que intervienen en aquello que quiere contar.
Como ejemplo de esto último me viene a la mente un cuento específico, incluido en el volumen que finiquité hace unas semanas, en el que Hem, para subrayar la soledad y el aislamiento de los habitantes de un minúsculo pueblecido perdido en algún apartado rincón de la América profunda, se dedica a nombrar casa por casa, detallando tamaño, material en que ha sido construida, quién habita en cada casa con nombre y apellidos. También describe la geografía del lugar con una meticulosidad que raya en lo obsesivo. Y porque no le dio tiempo ya que, de haber podido hacerlo, hasta habría bautizado de la primera a la última piedra que bordea los caminos que confluyen en el pueblo.
En otros relatos se explaya con la flora y fauna del lugar, lo que hace que parezca que más que un cuento esté leyendo un artículo del National Geographic.
Y eso por no hablar de su pasión por la Fiesta Nacional —Hem vivió largas temporadas en España y era un apasionado de las corridas de toros—, ya que sus cuentos sobre toreros, tardes de gloria y miseria en tendidos, o la vida en pensiones de mala muerte repletas de toreros o banderilleros fracasados tomando vino para ahogar su amargura por lo que pudo haber sido y nunca fue, o lo que fue y nunca más volverá a ser, salpican el libro aquí y allá. A mí, que no me gustan los toros, esos relatos me resultaron tediosos, e incluso confieso que me salté más de uno donde Hemingway se explayaba en los sentimientos y sensaciones de torero y toro en el transcurso de una corrida. Y es que la mayoría de los relatos incluidos en el libro tratan de caza, pesca, boxeo, la guerra, el alcohol, el triunfo y la derrota.
La segunda conclusión a la que llegué fue que Hemingway no es un gran escritor. Es visceral y apasionado, y disfruta dejando su impronta de macho alfa en cada cosa que escribe, pero confunde sensibilidad con debilidad y prudencia con cobardía. Para él, los hombres tienen que comportarse como tales en todo momento, y no hay lugar para las dudas o la inoperancia. Por otro lado, su técnica narrativa deja bastante que desear, pues comete muchos fallos de los que deslucen los textos, como, por ejemplo, la de acabar cada línea de diálogo con un “dijo él”, “dijo ella” o “dijo tal o cual personaje”, aún cuando no resulta necesario por sobreentenderse del propio texto quién dice qué. Ignoro si este tipo de “manías” o “costumbres” es algo promovido por el propio autor o es cosa del traductor, pero lo que es a mí me resultó en exceso molesto.
La tercera y última conclusión a la que llegué es que Hemingway carece de sentido del humor. No hallé ni una gota de humor en las casi cuatrocientas páginas que componen este volumen. Tal vez haya gente a las que este detalle les parezca carente de importancia. Y puede que tengan razón. Pero, personalmente, opino que un poquito de sentido del humor en la obra de Hemingway le habría venido de perlas, aunque sólo fuese para no tomarse demasiado en serio a sí mismo.
De todo lo dicho anteriormente podría deducirse que en modo alguno recomendaría leer a Hemingway. Para nada. Es más, invitaría a hacerlo, ya que, como suele suceder, tal vez alguno de ustedes encuentre en su literatura aquello que yo no pude o no supe encontrar, y no sería justo que mi opinión, personal e intransferible, le privase de ello.
Aún me falta leer al Hemingway novelista —ya tengo un par de títulos suyos cargados en mi lector—. Si bien, teniendo en cuenta que los entendidos suelen decir que el Hemingway cuentista supera con creces al Hemingway novelista, de momento pospondré la lectura de esos títulos para más adelante.