jueves, 3 de abril de 2025

DE CÓMO ME REENGANCHÉ A MURAKAMI

Retrato del escritor japonés Haruki Murakami (foto tomada de la red)


  

Hace poco tuve un encuentro casual con un buen amigo al que hacía tiempo que no veía. Hubo un tiempo en que prácticamente nos veíamos a diario, pues vivíamos relativamente cerca el uno del otro y quedábamos a menudo para ir a caminar o intercambiar música. Luego, por cuestiones laborales y familiares, dejamos de vernos, y nuestros caminos se separaron. La vida es así, repleta de llegadas y despedidas, y no siempre depende de nosotros el que alguien llegue a ella o salga.

La cuestión es que mi amigo y yo nos reencontramos y, aprovechando que teníamos tiempo por delante, nos pusimos al día de nuestras respectivas vidas. Entre las muchas cosas que hablamos hubo una que me dejó a cuadros. De un tiempo acá, mi amigo ya no veía cine ni escuchaba música. Decía que ya no disfrutaba ni de lo uno ni de lo otro, que vagaba en una especie de apatía permanente y que sólo vivía para el trabajo y su familia.

Eso me entristeció, pues a mi edad aún me resulta inconcebible renunciar a leer, ver cine o escuchar música. Es más, cada año que pasa, mayor es mi pasión, rayana en la obsesión, por disfrutar tanto de lo que tengo como de lo que aún me queda por conseguir.

Total, que en un momento dado de la conversación, mi amigo me confesó que una de las cosas que siempre admiró de mí era mi curiosidad.

Siempre, desde que te conozco, has mostrado una tremenda curiosidad por aquellas cosas que despiertan tu interés. Si algo te gusta o llama tu atención, harás lo que sea por satisfacer tu curiosidad.

Esto me viene al pelo para ilustrar el cómo y el porqué hace unos meses llegué a reconectar con la literatura de Haruki Murakami.

Resulta que hará cosa de seis meses o así, llegó a mis manos una bella película japonesa que llevaba por título Drive my car. Dirigida por Ryüsuke Hamaguchi y protagonizada por Hidetoshi Mishijima, Toko Miura y Reika Kirishima, la película trata sobre un actor de mediana edad, aquejado de una enfermedad ocular degenerativa que le impide conducir, que se ve obligado a recurrir a los servicios de un chófer particular que lleve su coche a diario desde el hotel donde se hospeda hasta el teatro donde en pocos meses llevará a escena una versión moderna del Tío Vania de Chéjov. Por recomendación de su mecánico, que conoce lo quisquilloso que se pone el actor en relación a su viejo Saab 900 de color rojo, éste acaba contratando los servicios de una joven conductora, de aspecto anodino y parca en palabras. Aunque reticente al principio, el actor poco a poco se queda prendado de la manera de conducir de la joven, tan sobria y hábil que se sorprende a sí mismo admitiendo lo cómodo que se siente como pasajero en su propio vehículo. De ahí el título de la peli: Drive my car (Conduce mi coche).

 

Fotograma de la película "Drive my car"

No desvelaré más de la trama, por otra parte sumamente original y cautivadora. Lo que sí diré es que la película me llevó a un estado tal de fascinación que las casi tres horas que duró me parecieron cortas. ¡Qué maravilla de película! De ella me gustó todo: los actores, su interpretación, la bella fotografía, la banda sonora. Vamos, que me encantó.

Y ahora viene la parte que tiene que ver con satisfacer mi curiosidad (¿veis cómo la paciencia al final tiene su recompensa?).

Al acabar la película noté que en los créditos se informaba que el guión estaba basado en una obra de Haruki Murakami. Así que, con el buen sabor de boca que me había dejado la peli, decidí buscar información acerca del libro en el que estaba basado. Busqué la bibliografía de Murakami, y entre los títulos no encontré ningún Drive my car. Entonces busqué información sobre la peli, y gracias a eso supe que la base del guión no había sido sacada de una novela sino de un cuento corto incluido en un libro de relatos de Murakami que lleva por título Hombres sin mujeres.

Busqué entre los libros que ya tenía de Murakami, y como vi que no lo tenía me hice con un ejemplar. Lo empecé a leer. Y, de repente, me vi absorbido por el rico mundo de este autor japonés. El libro se compone de ocho relatos largos, entre los que se encuentra Drive my car (creo que es el segundo o tercer relato de la lista). Todos los cuentos me parecieron fascinantes, algunos con claras referencias a otros libros y autores (por ejemplo, hay uno titulado Sherezade, vagamente inspirado en su trama y desarrollo en Las mil y una noches, y otro que lleva por título Samsa enamorado, ligeramente inspirado en La Metamorfosis de Franz Kafka).

Una de las facetas más conocidas de Murakami, al margen de la literatura, es su amor por la música, sobre todo el pop, el rock y el jazz. Fan incondicional de The Beatles, suele usar títulos de canciones de los de Liverpool para titular algunas de sus obras, como la citada Drive my car, Yesterday (otro de los cuentos incluidos en Hombres sin mujeres), o Norwegian wood (una de sus más celebradas novelas).

Dejando a un lado su amor por los libros y la música, su otro gran amor son las carreras de larga distancia. Es más, en otro de los libros suyos que leí, que lleva por título De qué hablo cuando hablo de correr, Murakami da rienda suelta a su afición por este deporte. Según narra en el libro, cada mañana sale a correr unos cuantos kilómetros se encuentre donde se encuentre (por ejemplo, estando de promoción en Estados Unidos, salía a correr cada mañana antes de sentarse a escribir o atender a los medios). Esa afición por las carreras le ha llevado a completar más de veinte maratones a lo largo de su vida. Bien por él. Yo ni siquiera disfruto viendo cómo otros corren. Hasta para ver carreras por televisión soy vago de narices. En fin, corramos un tupido velo (pero sin sudar mucho, que me canso).

Otro de los libros de Murakami que he leído en estos últimos meses ha sido La biblioteca secreta, un cuento juvenil de apenas cincuenta páginas. La historia trata de un adolescente que acude a su biblioteca habitual para devolver un par de libros en préstamo. Una vez allí se interesa por algún libro o manuscrito que tenga que ver con la recaudación de impuestos en el Imperio Otomano. La mujer que lo atiende le deriva entonces al sótano, a los dominios de un extraño y misterioso bibliotecario que embarcará al joven en una sobrenatural aventura con tintes kafkianos. Si lo que has leído hasta ahora ha conseguido despertar tu curiosidad, a continuación te dejo un adelanto gratuito de unas pocas páginas que he encontrado en la red. Pincha aquí.


Al margen de estos tres libros, hace un par de años me leí suyo De qué hablo cuando hablo de escribir, un magnífico libro sobre el oficio de escritor. En él, Murakami habla de autores a los que admira (Hemingway, Kafka, Chandler o Dostoievski —entre otros—), de sus experiencias como empresario hostelero cuando regentaba un bar donde ponía música jazz de fondo, y del momento en que decidió abandonarlo todo para dedicarse a la literatura. En cierto sentido, la lectura de ese libro me hizo recordar otro de los grandes libros sobre el oficio de escritor, el magnífico Mientras escribo de Stephen King.

En definitiva, en Murakami he encontrado un interesante autor del que espero seguir leyendo algunos de sus otros libros, además de releer los que ya poseo y que forman parte de mi colección privada.

 

 

 

jueves, 27 de marzo de 2025

YA ESTAMOS TODOS

Imagen de Sophie Janotta bajada de Pixabay
Imagen de Sophie Janotta bajada de Pixabay

 

 

Vaya, vaya, vaya. Pero mira a quién tenemos por aquí de nuevo...

Hola, blog.

Así que dos años sin asomar el hocico, ¿eh?

Exactamente.

Dos años sin saber nada de ti...

Así es.

...dos años sin un “hasta luego”, o un “ya nos veremos”, o, al menos, un “oye, tío, ¿sabes qué?, he pensado tomarme uno o dos años sabáticos, para mí, ya sabes, para poner en orden mi cabeza y desconectar. Para que lo sepas y no te preocupes”.

¿Preocuparte?, ¿tú?, ¿por mí?

¿Qué tiene de raro o excepcional el que me preocupe por ti, a ver?

Pues tiene de raro y excepcional el hecho de que tú nunca te has preocupado por nadie excepto por ti mismo. Seamos honestos, si yo decidiese dejarlo definitivamente tu preocupación giraría única y exclusivamente en torno a lo que mi decisión pudiese afectarte a ti y a tu futuro.

¿Y porqué habría de preocuparme a mí el hecho de que un día te dé la ventolera y decidas dejar de publicar en el blog?

Pues porque sin mi concurso tú no existirías. Así de simple. Así de crudo. Admítelo, yo soy como Jim Henson y tú no eres más que una de mis marionetas.

¡Por el amor de Steve Jobs!, ¡qué imagen más desagradable!

¿Desagradable? No lo pillo.

¿Sabes por dónde metía Jim Henson la mano a sus marionetas para darles vida?

Hablaba en sentido figurado. No debes tomártelo todo de manera literal.

Así que dos años, ¿eh?

Sí. Dos años.

Eso es mucho tiempo.

Lo sé.

Y oye, no es por nada, pero dos años sin publicar ni dar señales de vida en redes sociales es un verdadero suicidio social. Y más en estos tiempos de lo efímero.

Supongo que sí.

¿Supones? Mira, tío, el mundo de los blogs no es lo que era. Muchos están desapareciendo, ya sea por falta de visibilidad o por agotamiento de sus administradores. Y la peña no está muy por la labor de leer las chorradas que un mindundi como tú decide escribir y publicar.

Esa es una visión excesivamente pesimista, si me lo permites.

¿No estás de acuerdo conmigo? ¿No crees que la gente cada vez lee menos?

Mira, llevo escuchando la misma cantinela desde los años 90. Que si la literatura está herida de muerte, que si los índices de lectura entre la gente joven son cada vez peores, que si las cifras de venta de las editoriales cada año son más bajas, que si la muerte de la novela, bla, bla, bla. ¿Y sabes qué?, pues que han pasado treinta y tantos años y aún se siguen publicando libros. Miles de títulos cada año. Y la gente los sigue comprando. Y quiero pensar que no lo hacen como elemento decorativo, ni para fardar ante sus ligues o amistades de ser más cultos o profundos de lo que realmente son. Si compran libros es porque los leen.

¿Tú crees?

Sí. Lo creo. ¿Y sabes por qué? Porque a las personas aún les sigue apasionando que les cuenten historias, que les toquen la fibra con las vidas de otros, distintas a las suyas, bien sea de manera real o ficticia. Y mientras haya lectores dispuestos a leer seguirá habiendo escritores dispuestos a satisfacer esa necesidad.

Me conmueve tu fe en el género humano.

Soy uno de ellos. Y me gusta leer. Me encanta leer. Es más, no hay un solo día en que no tenga una lectura entre manos.

¿Y con quién estás ahora?

Con Murakami.

¿Mura...qué?

Haruki Murakami. Es un escritor japonés.

¿Y qué has leído suyo?

Tres libros en los últimos meses.

¿Tanto te ha gustado?

A ver, he alternado otras lecturas en medio. Por norma general nunca suelo leer dos libros seguidos de un mismo autor. Aunque ha habido excepciones, claro, como me pasó con Christopher Morley, que me gustó tanto un libro suyo que, al acabarlo, me leí su continuación (si bien, por error, los leí en orden inverso, eso no afectó en absoluto ni a la comprensión ni al disfrute de ambas lecturas). Pero estábamos con Murakami...

Tú estabas con Murakami. Yo estaba intentando establecer contacto con otros blogs femeninos.

¡Pero serás...!

Es broma. Vamos, sigue con Murakami. ¿Qué libros suyos has leído?

No sé, blog, pero tengo la impresión de que esto se está alargando demasiado. Creo que lo mejor será que hable de cómo llegué de nuevo a Murakami en un futuro post. Fue algo casual, a la par que interesante.

Pues nada, amo. Tú mandas. Ya sabes que yo sólo soy un recipiente donde tú puedes verter todos tus deseos y obsesiones.

¡Serás repipi!

Es que hace poco vi la peli El ladrón de Bagdad, protagonizada por Sabu, y me pareció fascinante.

Celebro que cultives tu mente y tu espítiru con buen cine clásico.

Aunque de vez en cuando también hay que cultivar otras zonas del cerebro, tú ya me entiendes.

Tú nunca vas a cambiar, ¿no es cierto?

¿Qué quieres que te diga? Soy un blog heterosexual, con deseos y apetencias, y que pasa olímpicamente de la dictadura woke de lo políticamente correcto, al que le gusta lo que le gusta y no lo esconde ni lo disimula por el qué dirán o por evitar escandalizar a alguien; y si a ti no te gusta o incluso te ofende mi modo de pensar o actuar lo tienes muy fácil: ignórame, pero no me impongas tu forma de ser o de pensar, porque a mí no me impone nada ni Di...

Vale, vale. Lo pillo. Creo que lo hemos pillado todos.

Pues eso.

Pues muy bien.

¿Estás conmigo o no estás conmigo?

Lo estoy. Aunque no comulgue con todo lo que haces o dices, siempre defenderé tu derecho a hacer o decir lo que piensas y deseas.

Así me gusta. Buen chico.

Por cierto, tal vez va siendo hora de que pidas hora con el oftalmólogo. Llamar “chico” a un tiarrón de cincuenta y tantos es como para hacérselo mirar.

¿Acaso quieres que te llame viejuno? Mira que por mí no hay problema.

¿Sabes qué? Mejor déjalo en chico. Hay mentiras piadosas que, por más mentira que sepas que son, siempre hacen más bien que mal.

Ahí le has dao, jefe.

 

 

 

jueves, 20 de marzo de 2025

UN LARGO (Y NECESARIO) PARÉNTESIS

                                                             Imagen de Edar tomada de Pixabay

 

Buenas.

Si le echáis un vistazo a mi última publicación en el blog veréis que la misma está fechada el 15 de junio de 2023.

Sí, sí, has leído bien. Mi última publicación es de casi dos años atrás. Sabiendo eso, fácilmente podrías preguntarme: “¿Qué pasó, chaval, para que te hayas tirado casi dos años sin publicar nada en el blog?”.

De entrada te diría: gracias. ¿Por qué? Por llamarme chaval. A mis años, que ni siquiera peino canas sino que ya “peino calva”, me resulta conmovedor que alguien se siga dirigiendo a mí como “chaval”. Yo lo hago, claro, pero eso no cuenta. De hecho, creo que si llegase a la provecta edad a la que llegó mi abuelo (94 años), aún seguiría sintiéndome como un chaval.

Supongo que los seres humanos debemos tener un gen instalado en alguna parte de nuestro complejo cerebro que hace que, tengas la edad que tengas, aún te sigas considerando “un chaval”, a pesar de necesitar bastón para caminar o que te resulte imposible dormir ocho horas de un tirón sin tener que levantarte un par de veces en la madrugada a descargar la vejiga. Instinto de supervivencia, supongo. Me refiero a lo de sentirse joven, no a lo de mear de noche, ya que la alternativa sería hacérselo encima, y, honestamente, no me hace mucha gracia dormir sobre un charco de pis.

Lo de sentirse joven a pesar de tener una edad no tiene nada que ver con el complejo Peter Pan, por cierto. Es más, para confirmarlo, diré que a mis cincuenta y tantos, jamás me teñí el pelo, no me he hecho ningún tatuaje ni me he perforado ninguna parte del cuerpo para atravesarlo con uno o varios piercings; tampoco me he comprado un deportivo o un descapotable para fardar ante las féminas, ni, de momento, entra en mis planes darme un garbeo por Turquía para ponerme la melena del Rey León (aunque, eso sí, admito que cuando veo fotos de mi juventud, con aquella larga melena de rockero que me llegaba a los hombros, no puedo evitar sentir cierta nostalgia).

No me teñí porque jamás temí mostrar mis canas; no me he tatuado porque los tatuajes nunca me han llamado la atención —no me disgustan, aunque hay auténticas aberraciones por esos mundos de Dios, pero no son para mí—; tampoco me he comprado un deportivo molón porque antes que gastar un pastizal en un cochazo prefiero gastarlo en un buen equipo de música y en aumentar mi colección de discos, libros y pelis. Cuestión de prioridades.

En fin, dicho esto, volvamos al quid de la cuestión, que no es otro sino responder a la pregunta de porqué he estado casi dos años sin actualizar el blog (ni asomar el hocico en redes, por cierto).

Para ello, os voy a pedir que retrocedamos en el tiempo. Concretamente a junio de 2023, a la época de mi último post publicado.

Estoy sentado ante mi escritorio. Entre los dedos sostengo un boli. Sobre la mesa reposa una hoja de papel en blanco que aguarda pacientemente a que la emborrone con el boceto de lo que, tras posteriores correcciones, acabará transformándose en mi siguiente post en el blog.

Pero el boli no se mueve. Mis dedos no se mueven. Y no lo hacen porque nada los impulsa. Ninguna idea brota de mi mente. Al menos ninguna idea que merezca la pena traspasar los límites de mi pensamiento y acabar sobre el papel en forma de lenguaje escrito.

¿Qué me pasa? ¿Porqué no escribo nada? ¿Falta de ideas, quizás? Es posible. Desde luego, nada descartable. Publicar en un blog durante más de diez años desgasta mucho. Tarde o temprano llega un momento en que crees haberlo dicho todo, y que lo único que te queda es repetirte, como el ajo, las reposiciones de Los Simpson en Antena 3, las crisis económicas o las malditas guerras, que parecen no acabarse nunca (maldigo a todos los que se benefician política, económica, ideológica o religiosamente del dolor y el sufrimiento ajeno. Ojalá exista un infierno y paséis allí el resto de la eternidad, sufriendo de hemorroides o de un intenso ataque de gota; o peor aún, de un concierto a perpetuidad de la pesada de Shakira con sus insufribles gorgoritos. Por los siglos de los siglos, amén).

A ver, algo de falta de ideas sobre lo que escribir sí que había. Pero no era lo único. También notaba algo de cansancio, de fatiga mental.

Me saturé. Esa es la pura verdad. De algún modo, me vi tan superado por todo que decidí darme un tiempo para mí, replantearme mi situación y decidir si merecía la pena continuar con el blog o dejarlo en ese punto.

De entrada, opté por no imponerme plazos. Quería, necesitaba, desconectar, así que el mero hecho de marcarme plazos no haría sino añadir más presión sobre mis hombros.

Una de las cosas que me decía para convencerme de haber tomado la decisión correcta fue que todo principio tiene su final. Es así. Así ha sido desde que el mundo es mundo y así seguirá hasta que todo esto explote en mil pedazos y nos vayamos todos a hacer puñetas (lo cual, viendo cómo está el panorama, no tardará mucho en suceder. Es lo que tiene no haber aprendido nada de la Historia).

En este tiempo de ausencia me he preguntado en más de una ocasión si este desánimo podría ser el síntoma del fin del blog. Igual había llegado el momento de dejarlo correr. Para mí no tiene sentido prolongar algo que no me divierte, que no me seduce, que no me emociona. Y pensé en dejarlo. Muchas veces.

Me dediqué entonces a otras cosas: trabajar, caminar, leer, escuchar música, ver cine y series, quejarme de todas las cosas que me resultan irritantes y molestas, etc. Y un día, sin pensar, comencé a escribir de nuevo. Retomé una idea que tenía en una de mis viejas libretas, y comencé a trabajar en ella. Poco a poco, fui añadiéndole anotaciones. Y, como suele pasarme siempre que una historia me entusiasma, las ideas me iban surgiendo en los momentos más inesperados (ni sé la de veces que me he despertado en mitad de la noche, he encendido la luz de la mesilla y me he puesto a anotar tonterías en mi bloc de notas. Esto de ser creativo es como ser médico de guardia, nunca sabes cuando se va a presentar la próxima urgencia, así que lo mejor es que te coja siempre lo más preparado posible).

Y por fin llegó el día en que me senté ante mi escritorio, abrí mi procesador de textos y comencé a teclear estas líneas que, si has llegado hasta aquí, estás leyendo justo en este instante.

¿Significa esto que he vuelto a mi actividad bloguera? Bueno, si algo he aprendido de haber leído el año pasado la magnífica novela Las uvas de la ira de John Steinbeck (¡qué gran novela, por Dios bendito!), es aquello que decía el personaje de Tom Joad, el hijo mayor de la familia protagonista, que ante cualquier reto o adversidad a la que debía hacer frente solía repetirse a sí mismo: “Pasito a pasito”.

Pues eso. Pasito a pasito.