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Mis libros, escritos y maquetados con estas manitas que Dios me ha dado. La impresión y encuadernación no la hice yo, aclaro. Eso fue cosa de las imprentas de Amazon. A cada uno lo suyo. |
Ayer miércoles, 25 de marzo
de 2020, mientras curioseaba por la red en busca de algo que paliase
los efectos de este confinamiento que, fruto del coronavirus, estamos
padeciendo, me encontré con una publicación de Rosa Berros
Canuria en Twitter donde se me nombraba.
Intrigado, hice click en la
publicación. Al hacerlo, me encontré en el blog de Rosa, ante una
reseña que, para mi sorpresa, había realizado con motivo de la
lectura de mi segundo libro de relatos publicado en 2015.
Si os apetece acceder a la
reseña, pinchad aquí.
Gratamente sorprendido, no
sólo por el tiempo dedicado a leerme y escribir sobre sus
impresiones sino por el cariño y la gentileza mostrada hacia mis
letras, me sentí abrumado por la emoción.
Y es que, desde que empezó
este confinamiento, había notado que mis ganas de escribir parecían
haberse esfumado.
No es la primera vez que
sufro una crisis creativa, es cierto. De ahí que no le concediese
mayor importancia de la debida. Creía, o quería creer, que como me
había sucedido en las crisis anteriores mis ganas de escribir
volverían a mí en cualquier momento.
Lo que no sospeché es que
esas ganas, esa creatividad que creía dormida, despertase de repente
motivada por el sentimiento de agradecimiento que las letras de Rosa
me habían infundido.
Fruto de ese sentimiento, me
vi asaltado por unas ganas tremendas de volver a sentarme ante mi
mesa de trabajo y garabatear unas letras. Esa breve avanzadilla quedó
reflejada en el comentario que le dejé a Rosa en su blog.
Sin embargo, ya por la
noche, en esa hora mágica en el que cuerpo y mente se relajan y las
musas aprovechan para visitarnos, varias ideas acudieron a mí como
mosquitos en una calurosa madrugada de verano.
Esta mañana, libreta en
mano, trabajé los apuntes de la noche, y logré completar una pieza,
un cuento corto, que, como no podía ser de otra manera, he resuelto
dedicar a Rosa Berros Canuria, su instigadora.
Confío en que mi pequeña
aportación consiga distraeros la mente y haceros olvidar los
estragos de este tiempo tan extraño de confinamiento que a la
humanidad entera nos ha tocado vivir.
Recibid un afectuoso saludo.
Y, por favor, quedaos en casa. Con el esfuerzo de todos, saldremos de
ésta.
Por cierto, si en algún
momento os sentís aburridos y necesitáis echar mano de alguna
lectura que consiga distraer la mente y apaciguar el espíritu, os
dejo el enlace a los adelantos gratuitos de mis tres libros
publicados hasta el momento. No hace falta que compréis nada.
Tampoco estoy seguro de que Amazon envíe los libros a vuestras
casas, al menos mientras siga vigente el confinamiento. Leed y, si os
apetece, dejadme un comentario en el blog. Os lo agradeceré.
Podéis leer los adelantos
gratuitos pinchando aquí.
Os dejo con el cuento corto:
LA CASUALIDAD SIEMPRE
LLAMA DOS VECES
por Pedro Fabelo (2020)
Llaman a la puerta.
—Soy yo, Rosa.
Sin esperar reacción alguna, vuelven a
llamar.
—Soy yo, Rosa.
Nuestra protagonista, de nombre Rosa
Berros Canuria, reseñista para más señas —valga la redundancia—,
precisamente deja una reseña a medio hacer en la mesa de su
escritorio y se incorpora con desgana de su sillón ergonómico
chachi piruli que protege su espalda al mismo tiempo que ataca sin
piedad su economía. ¡Hay que ver qué caros son esos sillones
ergonómicos chachi piruli, por el amor de Dios!
Rosa atraviesa el pasillo que conduce a
la entrada de su domicilio y se detiene a la altura de la puerta
principal.
—¿Quién es?
—Soy yo, la casualidad —se oye desde
el otro lado de la puerta.
—¿Y cuál es la razón de que hayas
llamado dos veces? ¿Acaso crees que estoy sorda?
—No, mujer. Es que la casualidad
siempre llama dos veces, como Jack Nicholson.
La comparación con el protagonista de El
cartero siempre llama dos veces alimentó las sospechas de Rosa.
—¿No serás un depredador sexual?
—dijo Rosa.
—Oh, no. Las palabras, a pesar de lo
que digan las abanderadas del feminismo más recalcitrante, somos
asexuadas. Carecemos de instinto sexual. Nos limitamos a ser lo que
la gente quiera que seamos; básicamente meros vehículos para
expresar ideas, pensamientos, emociones o sensaciones.
—¿Y a qué has venido?
—He venido a recordarte que debes
volver a leer a Pedro Fabelo.
—¿Y eso porqué?
—Ha pasado un año desde la última
vez.
Aquella revelación provocó una
sensación de asombro en Rosa, a la que siguió una consciencia plena
de su propia mortalidad que la sumió en el desconcierto.
—¡Dios mío!, ¿un año ya?
—Sí, hija. ¡Cómo pasa el tiempo!,
¿eh? Y no sólo para vosotros, los humanos. Nosotras, las palabras,
también sufrimos los inevitables estragos del paso del tiempo. Sin
ir mas lejos, ahí tienes el ejemplo de mi tía abuela “azar”. No
hace ni dos días que cumplió 425 años. No veas lo que nos costó
poner las velas en la tarta. Para serte sincera, había más velas
que tarta. Ésa es la verdad. Y no te lo pierdas, la pobre casi se
nos asfixia soplando. Normal. Con 425 años una ya no tiene los
pulmones de una chavala de 300 años.
—Claro, claro... —añadió Rosa de
manera autómata, como si su subconsciente se empeñase en conceder
carácter de normalidad a una situación que escapaba a toda lógica.
—Pero, ¿sabes qué? —prosiguió la
casualidad—, después de todo valió la pena el esfuerzo. Ver la
cara roja de felicidad y semiasfixia de mi tía abuela no tiene
precio. Mi sobrina “eventualidad” grabó un vídeo con el móvil
y pronto lo subirá a Youtube. Igual así nos ganamos unas perrillas,
que siempre vienen bien para nuestra paupérrima economía.
—¡Qué me vas a contar a mí! —exclamó
Rosa, al recordar que precisamente en esos días se le vencía la
última letra para pagar su silla ergonómica chachi piruli pero cara
de la leche.
—Por cierto, no puedo quedarme mucho
tiempo —añadió casualidad—. Aún tengo que ir a la RAE a
recoger mis regalías por derecho de autor correspondientes al año
pasado.
—Perdona si me meto donde no me llaman.
¿Las palabras necesitáis dinero para subsistir? —preguntó Rosa
picada por la curiosidad, que es así como una culebrilla de parecido
aspecto al gusano de la lectura aunque no tan gorda ni mucho menos
miope.
—Pues claro que necesitamos dinero para
sobrevivir. ¿O es que te piensas que vivimos del cuento, como los
políticos y la gente que va a contar gilipolleces a los programas de
cotilleo de la tele?
Aquella revelación logró sumir a Rosa
en el estupor, casi tanto como el experimentado por Amélie Nothomb
cuando escribió sobre sus experiencias como chica de la limpieza en
aquel rascacielos de Tokyo.
Además de estupor, Rosa notó que su
mente se abría de par en par a un mundo desconocido para ella. En
cierto modo, experimentó algo parecido a un religioso cuando cree
percibir la llamada de la fe o a un colgado cuando se fuma un canuto
del tamaño de un zepelín.
—Por cierto, Rosa, no me resisto a
darte las gracias.
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Por el respeto que demuestras hacia la
palabra escrita. No creas que esas cosas nos pasan desapercibidas.
Valoramos a la gente que nos ama y nos cuida. Por personas como tú
nuestra existencia está garantizada.
—¿A quiénes te refieres exactamente
con “personas como yo”?
—A aquellas personas que leen, que aman
la literatura y le conceden a las palabras el valor que merecen.
Vivimos tiempos adversos, Rosa, en el que la humanidad se encamina en
vertiginoso ritmo hacia una deshumanización descontrolada, dejando
sus vidas y sus destinos en manos de las máquinas. Mientras unos lo
hacen por pereza otros lo hacen por aumentar sus beneficios
económicos y su capacidad de controlarlo todo. Pero todos ellos
olvidan algo. Algo esencial. Olvidan que por muy sofisticados que
sean los robots o los programas informáticos que los sustenten,
jamás podrán sustituir una parte esencial del ser humano.
—¿Cuál?
—Su creatividad.
Rosa asintió, satisfecha en su fuero
interno por coincidir de pleno con el pensamiento de su
interlocutora.
—¿Sabes que para ser una palabra
posees una gran sabiduría?
—Las palabras escondemos más de lo que
mostramos. Somos como icebergs del conocimiento. En cierto modo, me
recuerdan a los cuentos de Pedro Fabelo. Esconden más de lo que
muestran.
—¿Has leídos sus tres libros
dedicados al humor absurdo?
—Sí, claro.
—¿Y qué te han parecido?
—Han conseguido sorprenderme, la
verdad. Me esperaba algo más banal y estúpido. Una sucesión de
chistes sin más. Pero, bajo la aparente sencillez de ciertas piezas,
se esconde una crítica bastante ácida y mordaz sobre un montón de
males que aquejan a la sociedad contemporánea.
En este punto, Rosa se mostró orgullosa
de su criterio como lectora.
—¿Qué te pensabas, que iba a perder
mi tiempo en leer algo tonto y carente de calidad literaria? Para que
lo sepas, mi montaña de libros pendientes de lectura podría
competir en tamaño y densidad con la montaña mágica de Thomas
Mann.
—Te creo.
—Eso me recuerda que debo seguir con mi
trabajo. Aún debo hacer un par de reseñas para Moon Magazine.
—Desde luego. Y yo he de ir a cobrar mi
dinerito. A ver si consigo hacer el ingreso antes de que me cierre el
banco, que menudos son. Adiós, Rosa.
—Adiós, casualidad.
Y colorin colorado, este cuento se ha
acabado; pues acabo de recordar que yo también he de ir al banco a
pagar una de las letras de mi cómodo —aunque caro— sillón
ergonómico chachi piruli.
FIN