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Imagen de Patrik Houstecky bajada de Pixabay |
Al hilo de lo que comentaba en mi anterior post, sobre el ninguneo y la persecución a los que, a mi modo de ver, está constantemente sometido el humor en el arte, y el humor en general, mira tú por donde que hasta mí han llegado unas quejas cuanto menos sorprendentes. Mi sorpresa no viene motivada por la queja en sí, sino por quién o quienes la emiten.
Una vez superada mi estupefacción inicial y, ¿por qué no decirlo?, también mi decepción, intenté razonar con mis adversarios dialécticos, que no eran otros que mis propios personajes, aquellos que habían surgido fruto de mi fértil imaginación y que habían cobrado vida entre las páginas de mis libros gracias a mi pluma.
—Hemos leído lo que has escrito en tu último post y, una vez consensuado entre nosotros, consideramos que debías saber que no estamos en absoluto de acuerdo contigo —dijo el que pareció erigirse como en portavoz del grupo.
—Cuando dices “nosotros”, ¿a quiénes te refieres exactamente? —pregunté.
—A todos tus personajes de ficción. A los muchos que has creado desde el día en que decidiste contar historias surgidas de tu mente y transcribirlas al papel.
—Entiendo —mentí. En realidad no entendía un carajo. ¿En qué momento unos personajes de ficción habían adquirido vida y voluntad propias? ¿Es eso posible, o no era más que un signo inequívoco de que estaba perdiendo la chaveta?
Sea como fuere, decidí que, ya que estaba metido en harina, lo mejor sería hacer como que todo me resultaba de lo más normal e intentar llegar hasta el final.
—¿Y en qué no estáis de acuerdo conmigo exactamente? —quise saber.
—En tu apreciación de que el humor no necesariamente tiene que ir en contra de alguien, o en hacer daño a alguien de manera consciente o deliberada.
—Bueno. Dije que al hacer humor no siempre se hace daño.
—Es que tú siempre haces daño.
—¿Yo? ¿A quién?
—¡A nosotros!
—¿A vosotros?
—Sí. A nosotros. Te invito a que eches un vistazo a todos tus libros publicados hasta el momento; incluso a los cuentos y narraciones que aguardan en un cajón a ser publicados algún día. Una vez que lo hagas, responde a la siguiente pregunta: ¿he sido justo con mis personajes?
—Doy por hecho que pensáis que no lo he sido.
—No. No lo has sido. Y a las pruebas me remito. ¿Acaso no has venido usándonos y abusando de nuestra condición de vehículos para tu imaginación haciendo chistes y mofas a costa de nuestro sufrimiento en aras a provocar la risa o el divertimento entre tus lectores?
—Es que sois personajes de ficción. Se supone que estáis para eso, para servir de vehículo a los escritores en su propósito de contar una historia o provocar un determinado efecto entre quienes nos leen. Ese es vuestro propósito en la vida. Vuestra razón de ser.
—¿Y crees que los personajes de ficción no tenemos sentimientos?
—Nunca me había parado a pensarlo, la verdad.
—Claro. Ese es el problema de los escritores, que nunca os paráis a pensar en el daño que podáis ocasionar a los demás con vuestros escritos.
—¿De veras pensáis eso de mí, que os utilizo y abuso de vosotros en mi propio beneficio? —dije empujado por un breve atisbo de culpabilidad que notaba nacer en mi conciencia.
—Pues sí. De ahí nuestro enfado contigo.
La seguridad mostrada por mi personaje sembró en mí la duda. ¿Y si no soy la buena persona que creía ser? ¿Y si ellos tenían razón y, en el fondo, no era más que un ser abyecto que no dudaba en aprovecharse del dolor ajeno haciendo mofa de ello y creando chistes a su costa? ¿Y si en vez de un simple tío que escribe cosas en el fondo no era más que un farsante, un miserable, un ser vil y despreciable que causa daño aunque no sea consciente de ello?
Entonces caí en la cuenta. Si yo soy todo eso, ¿que son todos los demás escritores? Por esa misma lógica, ellos también se habrían aprovechado de sus personajes para contar sus historias. O todos moros o todos cristianos. Siendo así, ¿no era la Literatura entera una gran farsa? ¿No son todos los escritores del mundo, los que han sido, los que son y los que serán en el futuro, un compendio de lo peor de la raza humana, unos esclavistas de tomo y lomo, unos mercaderes del dolor y el sufrimiento ajenos, unos aprovechados, unos capullos arrogantes jugando a ser Dios?
Mi sistema de creencias se venía abajo como un suflé recién sacado del horno.
Un momento, pensé. Apliquemos la lógica a lo que está pasando. Esto es inaudito. Decidí contraatacar poniendo sobre la mesa un argumento irrebatible.
—Esto no es real —dije con manifiesto convencimiento.
—¿Qué no es real? —respondió el representante de mis personajes.
—Todo. Tú. Vosotros. Esta situación.
—Somos tan reales como tu calvicie.
—Vale. Entonces estoy loco.
—No. No estás loco. Aunque sí que hay que estar un poco loco para pretender vivir de la literatura. Y de corte humorístico, además. Y en español. Y autopublicandote. Y sin tener ni puta idea de marketing.
—Entonces, ¿me estás diciendo que es totalmente normal que los personajes que los escritores creamos de la nada sean capaces de adquirir vida y voluntad propias?
—No ocurre siempre. Al fin y al cabo, cada escritor es un mundo. Pero lo que sí podemos asegurarte es que ocurre más a menudo de lo que imaginas.
—¿Y tenéis contacto entre vosotros? Quiero decir, ¿los personajes de un escritor determinado mantienen contacto con los personajes de otro escritor diferente?
—Sí, claro. Somos un colectivo global.
—E imagino que habláis de nosotros, vuestros creadores, a nuestras espaldas, ¿no es cierto?
—Comentamos cosillas.
—¿Qué clase de cosillas? —pregunté con creciente inquietud.
—Condiciones laborales, secuelas psicológicas de nuestra participación en vuestras obras, derechos de copyright...
—Un momento. ¿Copyright? ¿Es que pensáis reclamarnos derechos de autor?
—Lo estamos valorando con nuestros abogados.
—¡Y encima tenéis abogados trabajando para vosotros!
—Pues claro. Somos personajes de ficción, no licenciados en derecho.
—¿Y cómo es posible que un abogado serio se plantee si quiera el hecho de representar a unos personajes de ficción?
—No me hagas hablar de la ética de los abogados. Si son capaces de defender a políticos corruptos, narcotraficantes, asesinos, pederastas o violadores, ¿por qué no iban a representar a un grupo de personajes de ficción? Al fin y al cabo, nosotros no hacemos daño a nadie. Sólo entre nosotros, y porque seguimos los designios marcados por vosotros, los autores. Así que si alguna de nuestras acciones pudiese ser constitutiva de delito, deberíais ser vosotros los responsables subsidiarios y no nosotros.
—¡Toma ya! Para que luego digan que el oficio de escritor no es una profesión de riesgo.
—¿Y crees que la profesión de personaje de ficción es menos arriesgada? Nosotros también sufrimos, ¿sabes? Algunos morimos, otros somos heridos o mutilados, sobre otros recaen toda suerte de desgracias, en aras a favorecer el dramatismo o la comicidad de la historia que queráis contar, y cuando hacemos de villanos es sobre nuestros hombros donde recae todo el odio y la ira de los lectores.
—Nunca me había parado a pensarlo, la verdad.
—Nadie piensa en los personajes de ficción. Somos los grandes ignorados de la creación literaria.
—¿Sois conscientes de que si seguís adelante con vuestro plan acabaréis por destruir el arte literario en su conjunto?
—Créeme, no buscamos destruir nada. Al fin y al cabo nosotros también existimos gracias a la literatura. Sólo exigimos reconocimiento, y respeto.
—Y pasta, por lo que veo —dije un tanto cínicamente, lo confieso.
—¿Qué mejor manera de materializar el respeto y el reconocimiento que con dinero? Además, hasta donde yo sé, nadie trabaja gratis.
Aquella afirmación me tocó la fibra.
—No me hagas hablar.
—¿A qué viene eso? ¿Acaso tú trabajas gratis?
—A lo mejor te piensas que gracias a mis libros vivo en una mansión, no te jode.
—¿Y no es así?
Observé incredulidad en sus palabras, lo que me empujó a sincerarme del todo.
—Ni de lejos. Si te dijese las cifras en las que me muevo igual debería ser yo quien contratase los servicios de un abogado para demandaros a vosotros por no permitirme vivir de lo que escribo.
—¿A nosotros? ¿Y qué culpa tenemos nosotros de que no vendas un carajo?
—Bueno, si según vuestra teoría el hecho de que un autor triunfe y gane dinero con su obra es en parte gracias a vosotros, razón por la que reclamáis parte de los beneficios, lo lógico sería que si un libro fracasa o no vende lo suficiente también seáis vosotros quienes asumáis parte de ese fracaso, económicamente hablando.
De repente, el tono y las formas utilizados por mi personaje fueron otros bien distintos.
—No jodas —dejó caer en un tono de estupefacción.
—Pues sí que jodo —dije yo manteniéndome firme en mi postura.
—¿Sabes qué? Igual nos hemos precipitado un poco al prejuzgaros. Tal vez debería convocar una reunión de urgencia con mis colegas y reformular nuestra posición en este asunto.
—Y mientras tanto, los autores, ¿que hacemos? ¿Podemos seguir disponiendo de vosotros para nuestras historias o no?
—Sí, claro. Disponed, disponed.
—¿Seguro?
—Sin problema. Como yo siempre digo, en esta vida hay que tener sentido del humor. Si no sabemos reírnos de nosotros mismos y de nuestras desgracias, esto no hay quien lo aguante. Como dice el bueno de Ricky Gervais: ¡Qué más da todo, si al final todos moriremos! Riámonos mientras podamos.
—¿Y vuestras reivindicaciones?
—Nah. Olvídalo. De verdad. Dile a tus colegas escritores que se olviden del tema. No merece la pena meterse en líos judiciales. Además, como en la mayoría de los pleitos, los únicos que realmente van a sacar pasta de todo esto van a ser los abogados. ¡Menudos son a la hora de inflar sus minutas! Ganen o pierdan el juicio, ellos siempre acaban con los bolsillos llenos.
—¿Sabes qué?, elegí mal mi vocación. En vez de escritor tendría que haber estudiado para abogado.
—Todos deberíamos estudiar para abogados, y demandarnos entre nosotros para ganarnos la vida. Mejor nos iría. Eso seguro.
Curioso como lo que parecía encaminado a convertirse en la mayor crisis a la que habría de enfrentarse el mundo de la literatura desde su fundación, al final quedó en una simple anécdota, en una pequeña nota a pie de página.
Así pues, haciendo mías las palabras del personaje de mi creación: riámonos mientras podamos. Total, como dice Gervais: “¿Qué más da, si al final todos vamos a morir?”.
Felices fiestas, amigos y amigas. Y si sois de los que pensáis que en este periodo navideño no tenéis nada que celebrar, un consejo: pillad un buen libro, ocupad vuestro sillón favorito y dejad que la imaginación os saque del tedio y os lleve a un lugar donde la gravedad de la vida carece de la más mínima importancia.