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Yo me como esta mierda y salgo del restaurante con más hambre a como entré |
No sé exactamente en qué momento ocurrió; cuándo la comida dejó de ser algo básico para nuestra supervivencia y pasó a convertirse en una pieza de arte. Tampoco tengo claro en qué momento los cocineros pasaron de ser eso, cocineros, a convertirse en “artistas”.
De entrada, diré que personalmente no considero la cocina un arte, ni a los cocineros unos artistas. Bastantes “artistas” tenemos ya en el mundo como para añadir más estúpidos engreídos a la lista.
Cuando era estudiante me enseñaron que las artes eran siete: arquitectura, escultura, pintura, música, literatura, danza y cine. Yo añadiría tres disciplinas más a esa lista: teatro, fotografía y cómic. Y para de contar.
Pero antes de proseguir, vayamos al diccionario de la RAE. Según su segunda acepción, que es la que me interesa, dice lo siguiente a propósito de la palabra arte: «Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros».
Vale. Tal vez se preste a confusión. Porque alguien podría decir que los platos una vez cocinados son una manifestación de la actividad humana, y que los cocineros son unos artistas que interpretan lo real o lo imaginado a través de sus recetas. Y puede que quienes sostengan eso tengan razón, y que los cocinillas sean unos artistas, pero no en la forma en que ellos aspiran o creen ser merecedores. A mi modo de ver son artistas, sí, pero “del sablazo”, porque cobrar cuarenta eurazos por una mierda minúscula con ínfulas de ser mucho más de lo que aparenta y que no llega ni a la categoría de canapé, me parece una tomadura de pelo que guarda más relación con el timo de la estampita que con el sumun del placer culinario.
Recuerdo hace años un divertidísimo sketch de Faemino y Cansado en el que ridiculizaban a su manera, es decir, genial y tronchante, todo ese “ful de Estambul” que entonces se denominaba nouvelle cuisine. En el citado sketch, Faemino se quejaba amargamente ante su compañero Cansado de las porciones minúsculas por las que le habían sacado un ojo de la cara en un restaurante de moda y que, tras comer, encima se había quedado con hambre. Al final concluía: “¡A mí que me pongan un bistec con patatas y unos huevos fritos con chorizo, y que lo llenen hasta que no se vea el dibujo del fondo del plato, coño!”.
Este scketch puede tener fácilmente veinticinco años, es decir, que aún no había llegado a la cocina todo esa gilipollez de la deconstrucción culinaria, la caramelización de todo lo habido y por haber, el uso del nitrógeno líquido y la irrupción de la prebiótica.
Cada vez que veo a un cocinillas con ínfulas, soplete en mano, me dan ganas de soltarle un sopapo y gritarle: “¡¡¿Adónde vas con ese soplete, tontolaba?!! ¿Es que no sabes usar el horno o los fogones de toda la vida, tolete?”. Y verlos usando esas pinzas enormes para colocar una mierda de hoja de no sé qué para adornar un plato, también me pone de los nervios. ¡Ni que fueran filatélicos, carajo!
¿Y qué me decís de esos nombres tan rimbombantes que utilizan para bautizar a sus creaciones? “Alegoría de un atardecer en un bosque cuqui de Indonesia envuelto en aroma de pétalos de rosa rosae guay del Paraguay y manojo de hierbas súper chulas engalanado con lágrimas azules de pitufo y azúcar glass”. Y luego va y te ponen una mierda del tamaño de una aceituna envuelta en espuma blanca adornada con una hoja de menta. Y te cobran un ojo de la cara por la broma. Y te lo comes y resulta que sales con más hambre que cuando entraste en el restaurante. Y con doscientos pavos menos en el bolsillo. Pa' matarlos, vamos.
Entonces un día, de repente, comenzaron a salir en la tele un montón de programas culinarios. Que si Masterchef y sus distintos subproductos (Masterchef Junior, Masterchef Celebrity, Masterchef Juan Palomo, yo me lo guiso yo me lo como... ¡menudo reparto, oiga!), que si el Chicote (esa especie de enano de jardín cabreado con el mundo al que todo le sabe a mierda y que nunca —oh, casualidad— se topa con una cocina en condiciones, ni con cocineros o empresarios mínimamente competentes. En ese sentido me recuerda horrores a uno de los primeros jefes que tuve la desgracia de sufrir, que también era un enano con mala leche al que todo lo que hacían sus empleados le parecía una mierda, y resulta que el muy cabrito no sabía hacer una “o” con un canuto y tenía menos estudios que Belén Esteban), o el Daviz Muñoz, ese sanaca que por sustituir una “d” por una “z” en su nombre de pila se cree un genio, con cresta y pendientes de madera en las orejas que parece más un miembro de La Polla Records que un cocinero y del que confieso que yo no me comería ni una tortilla francesa suya ni aunque me pagasen. Como si no tuviésemos bastante con el bueno de Arguiñano y su colección de chistes malos del que sólo él se ríe y sus penosas interpretaciones de canciones populares a las que le cambia la letra según le vaya el día. Pues no, resulta que no teníamos suficiente, así que... San Joderse tocó en jueves.
Hará cosa de un par de meses me gocé una estupenda película titulada El menú. La película, protagonizada por ese monstruo de la interpretación que es Ralph Fiennes, gira en torno a un reputado chef de la alta cocina que invita a un selecto grupo de comensales escogidos a una cena exclusiva en el restaurante de su propiedad ubicado en una misteriosa isla. A medida que va transcurriendo la velada comienzan a sucederse los diferentes platos que conforman el menú, con su retahíla de rimbombantes nombres, que el chef, como suele ser habitual en este tipo de restaurantes, va desgranando ingrediente por ingrediente, en una especie de parodia desquiciada sacada del mundo real.
Como no deseo hacer espoiler, hasta aquí puedo leer. Lo que sí diré es que, si tenéis oportunidad, le echéis un vistazo a la peli, pues está repleta de guiños a ese tipo de cocina y a toda la gilipollez que la rodea; todo ello convenientemente sazonado con unas elevadas dosis de humor negro negrísimo que te harán relamerte de gusto.
Hablando de tonterías en el mundo culinario, no puedo evitar acordarme de aquella publicación en la que se mostraba al futbolista Sergio Ramos a punto de zamparse un bistec laminado en oro. El sumum de la exclusividad y el horterismo de los ricos muy ricos que no se contentan con tener pasta por castigo sino que, encima, necesitan hacer pública ostentación de ello, pues de lo contrario parece como que no disfrutan de su privilegiada posición en la vida. Parafraseando a aquel torero al que le presentaron en cierta ocasión al filósofo Ortega y Gasset y el pobre hombre, sin tener ni pajolera idea de en qué consistía eso de analizar el pensamiento y el obrar de la gente, no dudó en sentenciar: “Hay gente pa tó”.
Lo que está claro es que toda esta fiebre de gilipollismo que de un tiempo a esta parte rodea al mundo de la alta cocina, ha hecho que hasta en las expresiones populares notemos su perniciosa influencia. Y es que ni siquiera podemos ya mandar a freír puñetas a alguien que consigue sacarnos de nuestras casillas. Ahora, para adecuarnos a los nuevos tiempos, habría que gritar: “¡Vete a freír puñetas con un soplete, aderézalo con un sorbete de anís del mono en polvo y alpujarras caramelizadas y acompáñalo de un nido de si quieres arroz Catalina con salsa de ostras Pedrín!”.
Es lo que hay. Aunque yo, aún a riesgo de ser considerado un reaccionario y un antiguo, prefiero mil veces un buen potaje de verduras de la vieja que mil y una recetas de estos chef de chichinabo que, soplete en mano, no dudo en calificar de vendehumos.