jueves, 12 de junio de 2025

LECTURAS OSCURAMENTE DIVERTIDAS

About - Arto Paasilinna
Imagen del escritor finlandés Arto Paasilinna (1942-2018)


Hará cosa de unos meses publiqué en este mismo blog un post en el que disertaba en torno a los límites del humor, esa especie de censura inquisitorial impuesta por los talibanes de la corrección política.

Mi postura —normalmente horizontal, más por vagancia que por otra cosa—, no ha variado un ápice desde entonces. Aún sigo pensando y defendiendo que el límite lo ha de poner cada uno, de forma individual, atendiendo a sus principios éticos y morales, su nivel de tolerancia y su apreciación personal en cuanto a lo que considere gracioso o no.

No todos tenemos el mismo sentido del humor. Es más, conozco a mucha gente que carece totalmente de tal sentido, lo cual, bajo mi punto de vista, no hace sino restarle sentido a su existencia misma. Sin humor para poder hacer frente a las mierdas que nos asolan día sí y día también, la vida me parecería un padecimiento continuo. Lo del “padecimiento continuo” se lo he tomado prestado a Charles Bukowski, que decidió titular así uno de sus libros de poemas.

Así pues, sentadas las bases de lo que para mí significa la capacidad del ser humano de poder reírse de todo, o casi todo —yo también tengo mis límites—, hoy vengo a hablaros de dos novelas que he leído recientemente y que podrían ser calificadas de políticamente incorrectas. O sea, que además de divertidas seguro que molestarán a esos que se molestan por todo. Pobrecitos. Menuda birria de vida se ven obligados a vivir.

Ahí van.

LA TIENDA DE LOS SUICIDAS: 00000 (BRUGUERA) : Teule, Jean, CLAVEL ...
 

LA TIENDA DE LOS SUICIDAS de Jean Teulé

Escrita con un estilo ágil y directo, la novela de Jean Teulé (1953-2022) gira en torno a una familia —los Tuvache—, que regentan una tienda donde venden todo tipo de artículos para suicidas, desde sogas y soportes adaptados a todo tipo de pesos y fisonomías a caramelos envenenados.

La acción se sitúa en un futuro distópico donde el cambio climático ha hecho estragos en la sociedad y la mayor parte de la población vive deprimida y sin ganas de vivir. Ante semejante panorama, la tienda de los Tuvache se erige como un oasis en mitad del desierto de la desesperación. El pintoresco eslogan de la tienda reza así: “¿Has fracasado en tu vida? Con nosotros triunfarás en tu muerte”.

La familia es bastante peculiar. Compuesta por padre, madre y tres hijos, todos parecen remar en la misma dirección: ofrecer al suicida una solución eficaz y definitiva a su deseo de acabar cuanto antes con su sufrimiento.

Todos los miembros de la familia tienen nombres de famosos suicidas. El padre se llama Mishima, por Yukio Mishima, un celebrado escritor japonés que decidió quitarse la vida a los 45 años; la madre lleva por nombre Lucréce, en honor a Lucrecia, una noble romana que optó por clavarse un puñal en el pecho tras ser víctima de una violación por parte del hijo del rey Sixto Tarquinio el Soberbio. Los tres hijos del matrimonio llevan por nombre Vincent, por Vincent Van Gogh, Marilyn, por Marilyn Monroe, y Alan, por Alan Turing, todos ellos célebres suicidas.

El negocio va viento en popa. La familia vive y trabaja unida en un objetivo común: ayudar a los suicidas a cumplir con su deseo de acabar con sus tristes y miserables vidas. Y todos ellos viven instalados en la grisura y la melancolía del que nada espera de la vida. Sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura veremos que un elemento díscolo, con el que nadie contaba, parece haberse instalado en el seno de la familia. Contra todo pronóstico, el benjamín de la familia, el pequeño Alan, resulta que desde su nacimiento se muestra como un niño alegre, siempre sonriente y dispuesto a disfrutar de la vida, algo que choca frontalmente con el ideario familiar. A partir de aquí, todo se torcerá para la familia Tuvache.

Delicioso suicidio en grupo - Paasilinna, Arto - 978-84-339-7120-3 ...

DELICIOSO SUICIDIO EN GRUPO de Arto Paasilinna


La segunda novela de la que quiero hablaros es Delicioso suicidio en grupo, del escritor finlandés Arto Paasilinna (1942-2018).

A Paasilinna me lo descubrió hace algunos años mi amiga Clara Serrano. Me dijo que mi forma de escribir humor le recordaba al autor finlandés, y me recomendó la lectura de una de sus novelas: El año de la liebre. Seguí su consejo, y me pillé el libro. Lo leí. Más bien lo devoré. Me ocurre siempre que algo me entusiasma en exceso: me puede el ansia. No sé si lo leí en cuatro o cinco noches, pero lo que si sé es que me lo pasé bomba leyéndolo. Y lo mismo me ha vuelto a ocurrir con este segundo libro de Paasilinna.

El punto de partida no puede ser más prometedor. Onni, un empresario golpeado por la crisis, decide poner fin a su vida. Para ello se adentra en un perdido paraje de un bosque finlandés, encuentra un granero y allí opta por llevar a cabo su plan. Pero resulta que unos ruidos lo detienen. Para su sorpresa, otro suicida, un coronel del ejército retirado, había tomado la misma determinación que Onni.

Al final los dos suicidas deciden posponer su plan, se hacen amigos y se pasan unos días tomando coñac, dándose unos baños y pasando el tiempo en la sauna que uno de ellos posee en su cabaña. Entre charla y charla, ambos llegan a la conclusión de que en su país hay mucha gente que quiere acabar con su vida, así que deciden crear un club de suicidas, alquilar un autocar y recorrerse media Europa en busca del mejor acantilado por el que despeñarse todos juntos.

¿Se puede hacer humor con algo tan serio como el suicidio? Sí, se puede. Y ahí están Arto Paasilinna y Jean Teulé para demostrarlo.

Tal vez pienses que el humor y la muerte no combinan bien, como la honradez y la política. Pero te equivocas —en lo primero, no en lo segundo—. Precisamente una de las características fundamentales del humor es la de restarle seriedad y trascendencia a la gravedad de la vida.

Os contaré algo. Hace algunos años me leí un libro en el que se hablaba del humor contra el nazismo surgido durante el reinado de terror del Tercer Reich. Los chistes contra los nazis no eran una forma de resistencia activa, sino más bien una vía de escape para la rabia, la frustración y el miedo que atenazaban a la población civil contraria a la barbarie. Se contaban en tertulias, en los bares, en la calle, incluso en los campos de concentración, para desahogarse aunque sólo fueran unos minutos, haciendo de la risa una forma de liberación. Porque la risa libera. De ahí que la teman tanto quienes ostentan el poder.

El sentido del humor es un mecanismo de defensa que tenemos los seres humanos en exclusiva, pues no existe ninguna otra especie que posea algo similar. El humor nos protege de la crueldad de la vida y de la naturaleza. Porque, como mi admirado Woody Allen decía en La última noche de Boris Grushenko: “Para mí, la naturaleza es como un enorme restaurante donde todas las especies se comen las unas a las otras”.

Pues sí.



miércoles, 28 de mayo de 2025

LA PEOR CITA DE MI VIDA

Imagen de OpenClipart-Vectors bajada de Pixabay

  

Hacia finales de los noventa tuve una novia. Estuvimos juntos durante un año o así, hasta que nos dimos cuenta de que, a pesar de que nos gustábamos y lo pasábamos bien juntos, había notables diferencias entre nosotros. No nos gustaba la misma música, ni nos gustaba frecuentar los mismos ambientes. A ella le encantaba la música salsa, y salir a bailar y disfrutar de las verbenas y los conciertos de música latina, y a mí me gustaban el rock, el jazz o la música clásica, y no soportaba las verbenas ni la música salsa. Tampoco compartíamos el mismo gusto cinéfilo. A mí me gustaban el cine clásico y las pelis de Woody Allen, por ejemplo, y ella no disfrutaba de las pelis en blanco y negro y no soportaba a Woody Allen. A mí me gustaba mucho leer, y a ella no.

Así que poco a poco nos fuimos dando cuenta de que no teníamos mucho en común, salvo que nos atraíamos físicamente. Al final lo dejamos de mutuo acuerdo. Incluso pudimos mantener la amistad después de dejarlo, hasta el punto de que un día me propuso:

Oye Pedro, ¿te parece bien que le pase tu número de teléfono a una prima mía para que quedéis?

¿Quedar en qué sentido?

Bueno, ella ahora mismo no sale con nadie y creo que os llevaríais genial. Es muy divertida, más alocada que yo, le encanta reírse y lee mucho. Siempre que la veo está con un libro entre las manos.

¿Qué edad tiene?

La nuestra.

Vale. Dale mi número. Y si cuadra, quedamos.

A los pocos días recibí la llamada de la prima. Se llamaba Susana. Por teléfono parecía muy simpática. Extrovertida, ingeniosa y, por lo que deduje de nuestra conversación, bastante leída. Nos caímos bien, así que, siguiendo el orden natural de las cosas, quedamos en vernos el viernes de esa misma semana.

El lugar elegido para nuestro primer encuentro fue un punto muy concreto de la Avenida Marítima de nuestra ciudad. Como no nos habíamos visto antes, ni siquiera en foto, nos limitamos a describirnos someramente por teléfono. Yo le dije que era bastante alto, con gafas y pelo más o menos largo. Si bien hacía tiempo que me había cortado la melena rockera que me llegaba a los hombros, aún llevaba el pelo todo lo largo que el trabajo de contable me permitía. También le dije que era bastante feo y corpulento; vamos, una especie de John Wayne miope con gafas de montura metálica.

Ella, por su parte, también me dijo que era bastante alta —creo que llegaba al metro setenta y cinco o por ahí—. Llevaba el pelo largo lacio y castaño, y estaba algo pasada de kilos.

Odio el ejercicio físico y me gusta comer —me confesó por teléfono.

A mí me pareció bien. Yo también odiaba el ejercicio físico, aunque, por motivos de salud, acudía al gimnasio seis días a la semana y, como a ella, también me gustaba comer. Y beber. Por aquella época aún bebía cerveza los fines de semana.

El día de la cita acudí quince minutos antes. Lo hago siempre. No me gusta llegar tarde a los sitios, y odio hacer esperar. También odio que me hagan esperar a mí, pero, si me dan a elegir, prefiero esperar yo a que esperen por mí.

Ella llegó unos cinco minutos más tarde de la hora acordada. Nada grave. Lo bueno es que nos reconocimos al instante. Y eso que el lugar estaba bastante concurrido.

Cuando estás empezando a conocer a alguien siempre hay un periodo de tanteo mutuo. Os hacéis preguntas y contestáis, intercambiáis propuestas y comentarios, reaccionáis a todo tipo de opiniones por ambas partes, experimentáis un montón de emociones y sensaciones y observáis cómo la otra persona reacciona a esas emociones y sensaciones. El objetivo de todo ese proceso, además de conocer un poco mejor a la otra persona, es comprobar si existen suficientes puntos de conexión que os inviten a seguir indagando, además de establecer los límites en la relación. Si notas que algo molesta o incomoda a la otra persona, ahí tienes un límite que sabes que no debes traspasar.

Lo cierto es que, de algún modo, Susana y yo conectamos. Notaba que reaccionaba favorablemente a mis chistes y observaciones jocosas sobre toda clase de temas y situaciones, y cuando algo no le hacía ni puñetera gracia o no coincidía con mi punto de vista no se cortaba en decírmelo, o en hacérmelo saber con algún gesto o mueca de desagrado. Eso me gustaba, y me hacía sentir cómodo. Prefiero que me digan las cosas a la cara, y no que te rían las gracias y que luego te pongan a parir a tus espaldas. No me molesta la crítica. Me molesta más la falsedad.

Dimos un largo paseo por la zona y, al cabo de una hora o así, acabamos por la zona de la playa, justo en el lado contrario al de nuestro lugar de encuentro. No diré que hubo atracción física. Por ninguna de las dos partes. Lo que sí hubo fue algún tipo de conexión, a cierto nivel, que nos hacía estar cómodos el uno con el otro.

En un momento dado, ella me dijo:

¿Te apetece que nos tomemos una cervecita en un local que conozco por aquí cerca?

Perfecto —dije yo.

Me dijo el nombre del local.

Lo conozco —respondí—. He estado allí bastantes veces.

En efecto, lo conocía. Era un local conocido por su ambiente de izquierdas, con las paredes repletas de libros que reposaban sobre unos listones de madera clavados a la pared. Cualquiera podía coger alguno de esos libros y leerlo allí mismo, incluso llevárselo gratis, pues eran libros donados por clientes o simpatizantes. La mayoría eran lecturas de ideología de izquierdas: Orwell, García Márquez, Alberti, Marx, etc. Al menos los que recuerdo.

Susana y yo ocupamos una de las mesas y pedimos una cerveza cada uno, mientras seguíamos conversando de esto, lo otro y lo de más allá.

En esto que entró una amiga de Susana.

¡Ey, Cris, aquí! —exclamó Susana, haciendo señas a su amiga para que se sentase con nosotros.

Susana hizo las presentaciones, nos saludamos con un par de besos en ambas mejillas, al estilo canario, y Cris tomó asiento junto a su amiga, mientras que yo permanecía frente a ellas, al otro lado de la mesa.

Y entonces la cosa comenzó a torcerse.

Sin saber cómo ni porqué, el discurso de Susana cambió radicalmente. De mostrarse abierta y receptiva a mis chistes y opiniones pasó a mostrarse beligerante y contestona. No tardé en percatarme que tanto Susana como su amiga Cris estaban adoptando un discurso feminista que me tenía a mí, y a lo que supuestamente representaba —el Hombre, así, en mayúsculas—, como su principal objetivo.

Empezaron a atosigarme con preguntas del tipo: “¿Qué opinas de esto...?, ¿qué opinas de esto otro...?, ¿te parece justo tal o cual cosa...?”.

La buena onda y el buen rollo desaparecieron, como los ideales una vez triunfa una revolución. En su lugar, se respiraba un ambiente denso y cargado, repleto de reproches y acusaciones, como si yo, por alguna razón, me hubiese convertido de repente en el representante oficial del machismo más recalcitrante.

Acabamos hablando de religión y política. Desde luego, no son precisamente dos temas que yo sacaría a colación en una primera cita; si es que a aquello aún se le podía llamar cita. Y ahí estaba yo, como una pelota de ping-pong, recibiendo hostias como panes de aquellas dos.

¿Qué opinión te merece el papel de la mujer en países musulmanes, como Marruecos o Mauritania?

Ninguna.

¿Cómo que ninguna? Alguna opinión tendrás, ¿no? —insistían.

La verdad es que procuro no meterme en la cultura y las tradiciones de otros países. No me afecta.

Típico del machista que transige con la anulación sistemática de la mujer en favor del patriarcado.

Yo no he dicho tal cosa —me defendí—. Que no quiera meterme en algo que ocurre en lugares que están a tomar por saco de donde vivo no quiere decir que esté de acuerdo con lo que allí ocurre. Simplemente es algo que no me incumbe.

Pues debería.

¿Por qué?

Por solidaridad.

Típico de la izquierda. Querer cambiar el mundo a vuestra imagen y semejanza. Y encima, querer hacerlo de fuera hacia dentro, sin pedir la opinión del otro. Tú opinas que alguien está siendo explotado, utilizado o minusvalorado y, sin preguntarle cómo se siente, ni siquiera si precisa de tu ayuda, vas tú y decides meterte en su vida para cambiársela de arriba a abajo según tus valores y tu manera de pensar.

Porque es la correcta.

Si tan claro lo tenéis, ¿qué opinión os merece el imperialismo yanqui?

Que son unos fascistas de mierda.

Y vosotras unas hipócritas —contraataqué.

¿Hipócritas?, ¿nosotras?, ¿por qué?

Porque, a vuestra manera, intentáis hacer lo mismo que hacen los americanos: imponer en otros países y culturas vuestra manera de pensar y actuar.

Es distinto.

¿En qué es distinto, a ver?

En que nosotros tenemos la razón de nuestra parte.

¿Y no creéis que los americanos piensan exactamente lo mismo? En el fondo, a ambos os ciega vuestro fanatismo.

¿Es que eres de derechas?

No. Tampoco soy de izquierdas. Soy de mí mismo. Y de lo que creo que es justo según mis convicciones. No me alineo con ningún bando. Paso de bandos.

A medida que iba pasando el tiempo más claro tenía que aquel encuentro con su amiga no había sido casual. Ambas lo habían orquestado todo. ¿Con qué intención? Lo ignoro. Pero aquello de casual no tenía nada.

Supongo que sobra decir que aquella cita no acabó de la mejor manera. Cuando le comenté a mi ex lo ocurrido con su prima y su amiga se sorprendió casi tanto como yo.

Nunca más volví a ver a Susana. Ni a su amiga. De hecho, aquella fue la última vez en mi vida que pisé aquel local, no fuera que aún anduvieran aquellas dos allí dentro lanzando soflamas socialistas y feministas mientras les caían espumarajos de cerveza y odio por la boca.

Las citas a ciegas son una auténtica lotería. Nunca sabes si te va a tocar el gordo. A mi cita le tocó el gordo. A mí me tocó la gorda. Y su amiga.



miércoles, 21 de mayo de 2025

CINE Y LITERATURA (3) "SMOKE"

Harvey Keitel en una imagen de la película "Smoke"


 

Continuando con mi repaso a películas que están basadas en libros o escritores, hoy le toca el turno a una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Smoke.

Smoke (humo, en español), fue dirigida por Wayne Wang en 1995, con guión de Paul Auster, el celebrado escritor neoyorquino. De hecho, la génesis de la película se encuentra en un cuento corto que Paul Auster escribió cumpliendo un encargo que le había hecho a finales de 1990 Mike Levitas, director por entonces del prestigioso diario New York Times.

Auster, que encontró interesante y hasta cierto punto subversivo el hecho de escribir una obra de ficción para el suplemento especial de un diario, decidió escribir un cuento de Navidad bajo el título Cuento de Navidad de Auggie Wren. Cuando el cuento fue publicado, el día de Navidad de 1990, el joven director de origen chino Wayne Wang, que entonces residía en San Francisco, quedó tan fascinado por la historia de Auster que, según sus palabras: “Me vi rápidamente sumergido en un complejo mundo de realidad y ficción, verdades y mentiras, toma y daca. Pasaba de conmoverme hasta las lágrimas a reír descontroladamente. Al final sentí que alguien muy próximo a mí me había hecho un maravilloso regalo de Navidad. En cuanto terminé el cuento le pregunté a mi mujer, ¿quién es Paul Auster?”.

 

Paul Auster, Harvey Keitel y Wayne Wang durante una pausa del rodaje de "Smoke"

Cinco meses más tarde, en mayo de 1991, Wang viajó hasta Brooklyn para conocer a Paul Auster y proponerle hacer una película basada en su cuento de Navidad. Para entonces, Wang ya había leído algunos de los libros de Auster, por lo que ya conocía de primera mano la habilidad de aquel para crear historias adictivas y mostrar un amor incondicional hacia la ciudad de Nueva York y sus personajes.

Paul, en palabras de Wang, se mostró muy amable y generoso con su tiempo, además de muy receptivo ante la propuesta del director. Pasaron el día juntos, visitaron algunos de los lugares que Auster describió en su cuento de Navidad, y al final del día acordaron trabajar en un guión a partir del cuento con intención de hacer una película. Cuatro años más tarde, tras lograr sortear un montón de obstáculos y contratiempos, el proyecto, al fin, vio la luz.

Uno de los grandes aciertos de la película, al margen de la historia y los maravillosos diálogos de Auster, es el reparto, encabezado por tres monstruos de la interpretación como son William Hurt, Harvey Keitel y Forest Whitaker. Junto a ellos completan el elenco grandes actores como Stockard Channing —la inolvidable Rizzo de Grease—, Ashley Judd, Giancarlo Esposito —inolvidable en su papel del implacable Gustavo Fring en Breaking bad y su spin off Better call Saul—, o Jared Harris —aclamado actor británico, de amplia y exitosa trayectoria profesional, hijo del gran Richard Harris—.

 

William Hurt en el papel del escritor Paul Benjamin

La película gira en torno a un estanco en el que, entre otras cosas, se vende tabaco y todo lo relacionado con la actividad de fumar —de ahí el título de Smoke (humo)—. El estanco es el lugar de encuentro de una serie de personajes recurrentes, cuyas vidas y experiencias van tejiendo una historia común de lo más fascinante.

En el epicentro está Auggie Wren (Harvey Keitel), que es el encargado de la tienda. A su alrededor orbitan Paul Benjamin (William Hurt), un escritor que apenas puede escribir nada desde la trágica muerte de su esposa por culpa de una bala perdida en un atraco, Rashid Cole (Harold Perrineau), un joven raterillo que trata de encontrar a su padre, que los abandonó, a él y a su madre, cuando apenas era un niño, o Jimmy Rose (Jared Harris), un joven con pocas luces que ayuda en tareas menores a Auggie en el estanco, y que por su carácter ingenuo y generoso se gana el aprecio de todos.

La película es uno de esos pequeños milagros que a veces ocurren en el cine comercial, ya que, a pesar de lo intimista de su propuesta, cautiva y fascina por igual a todo aquel amante de las buenas historias contadas con pasión y buen hacer.

 

Keitel y Hurt en una de las escenas más emotivas de la película

Cabe señalar que tal fue el entusiasmo y el buen ambiente durante el rodaje que la productora, Miramax, concedió seis días más de rodaje al equipo para un proyecto paralelo que tenía a algunos de los personajes de Smoke como protagonistas. En esa cinta, titulada Blue in the face, repiten Harvey Keitel, Esposito y Harris, a los que se unen en pequeños papeles satélite grandes estrellas como Michael J. Fox, Jim Jarmusch, Lou Reed, Mira Sorvino o Lily Tomlin, entre otros.

Esta segunda película, para mi gusto aún no siendo tan brillante como Smoke sí que la considero una buena película, contiene algunos momentos realmente brillantes, como la escena de Jarmusch y Keitel en la que el primero le cuenta al segundo la manera tan peculiar que tienen los nazis de sostener los cigarillos en las pelis de la Segunda Guerra Mundial, o las bizarras intervenciones de Lou Reed haciendo de Lou Reed.

Como magnífico epílogo, hacia el final de Smoke se muestra en imágenes el famoso cuento de Navidad de Auggie Wren, origen del proyecto. El cuento es maravilloso, por cierto. Señalar que, mientras Auggie va narrando su cuento, de fondo se escucha la hipnótica Innocent when you dream de Tom Waits, un artista del que pronto hablaré en el blog.

Si no has visto nunca Smoke, te recomiendo que la busques y le eches un vistazo. Y si cuando la veas te quedan ganas de más, busca y disfruta de Blue in the face. En ellas no encontrarás escenas de acción trepidante o efectos especiales a tutiplén. Ni falta que hace.