Hace
unos pocos días terminé la lectura de la autobiografía de Woody
Allen, que lleva por título A propósito de nada. La
lectura de esas páginas me ha inspirado una serie de reflexiones,
que he querido compartir con todos vosotros.
Pero
antes de proseguir, conviene matizar algo. Quien me conoce, bien sea
por mis tres libros publicados hasta el momento o por los siete años
que llevo publicando cosas en el blog —¡siete años ya, uf, cómo
pasa el tiempo!—, sabe de mi adoración por Woody Allen, al
que considero no sólo uno de los grandes genios del séptimo arte,
sino una de las mentes más preclaras de nuestra era. También lo
considero una de mis máximas influencias a la hora de abordar mi
oficio de escritor. Su humor absurdo, fuente inagotable de
inspiración para mí, ha hecho que le vea algo más de sentido a
este sinsentido que es la vida.
Con
esto quiero que entendáis que cuando hablo de Woody Allen lo
hago desde el apasionamiento, pues al igual que me ocurre con otros
grandes genios a los que admiro profundamente, tiendo, quizás, a
mostrarme excesivamente indulgente, pues por encima de cualquier otra
consideración prima en mí el sentimiento de agradecimiento por todo
lo que han aportado —y siguen aportando— a mi vida.
Dicho
esto, entraré en materia.
Empezaré
diciendo que el libro, a pesar de sus casi trescientas cincuenta
páginas, se me hizo corto. Lo devoré con ansia, y con un creciente
interés, pues me descubrió facetas de Woody que desconocía
por completo, como su relación con sus padres —el padre de Woody
es todo un personaje—, sus amigos de la infancia, sus problemas de
adaptación en la escuela, sus matrimonios fallidos —curiosamente
ha estado casado en tres ocasiones y ninguna de ellas con Mia
Farrow, sin duda, su relación más mediática—, y más cosas.
Una
de las cosas que más llama la atención es su insistencia a la hora
de desmontar esa etiqueta de «intelectual» que lleva arrastrando
desde el inicio de su carrera. Para empezar, en un ejercicio de
brutal sinceridad, admite sin tapujos que, contrariamente a lo que la
gente piensa de él, a Woody le aburren los libros.
En
un pasaje concreto del libro, Woody escribe: «Para mí, la
lectura siempre competía con los deportes, las películas, el jazz,
los trucos de naipes y con el mismo hecho de no leer. (…) Faulkner
y Kafka me costaron, y lo pasé peor con Eliot y por
supuesto con Joyce, pero Hemingway y Camus me
gustaban mucho porque eran sencillos y me hacían sentir, aunque no
pude terminar nada de Henry James, por mucho que lo intenté».
De
todos los que cita, yo sólo lo he intentado con Hemingway,
Kafka y Joyce. De Hemingway me leí de jovencito
El viejo y el mar y Las nieves del Kilimanjaro,
ambos relatos en un mismo libro, que aún poseo, editado por RBA
a principios de los 90. Me gustó Hemingway. De Kafka
me leí completo Amerika y me deprimí; lo seguí intentando
años más tarde con algunos relatos suyos —El proceso, El
castillo, La metamorfosis—, pero nunca logré acabar ninguno de
esos relatos. En cuanto a Joyce, de sobras es conocido mi
profundo odio por su afamado Ulises, posiblemente el libro que
más veces he intentado leer y con el que siempre he fracasado
miserablemente —jamás he logrado pasar de las cinco primeras
páginas—. Años más tarde, empujado por un efusivo artículo que
leí en una revista, me leí sus Cartas de amor a Nora Barnacle,
y, si bien no lo acabé, estoy en disposición de afirmar que jamás
en toda mi vida había leído un libro más asqueroso y repugnante
que ese, en el que Joyce se descubre como un ser repulsivo y
obsceno, totalmente rendido a la lascivia.
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Una de las imágenes más icónicas de la genial "Manhattan". Adoro esta escena, en la que Woody relata a una grabadora "Cosas por las que realmente vale la pena vivir".
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Volviendo
a Allen, me llamó mucho la atención el poco valor que le
concede a su propia obra. Y si bien esto ya lo sabía por las muchas
biografías y libros de entrevistas que poseo y que he leído a lo
largo de los años, no deja de asombrarme el baremo en el que se basa
Allen para calificar a sus obras. No le gustó Manhattan
—algo que yo ya sabía y que aún hoy me cuesta creer, por
cuanto la considero una de las obras maestras indiscutibles del
cine—, evalúa Interiores como un intento fallido de
acercarse a Bergman —a mí me gusta Interiores, mucho,
además— y no demuestra demasiado entusiasmo al hablar de El
dormilón, de la que dice no recordar casi nada, y que yo adoro y
le tengo un especial cariño, pues fue de las primeras películas
suyas que vi en televisión, a las tantas de la madrugada, en el
extinto Cine Club, con mi vídeo VHS a punto para grabarla.
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Woody Allen y su segunda esposa, Louise Lasser, en una imagen hogareña
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Llama
la atención el especial cariño que pone al hablar de Louise
Lasser, su segunda esposa, a la que adoraba y de la que estaba
muy enamorado. En el libro confiesa lo mal que lo pasó al llegar
ambos a la conclusión de que lo mejor era solicitar el divorcio,
principalmente motivado por el carácter lunático y depresivo de
ella, además de por sus continuas infidelidades mientras Woody
estaba de gira por los clubs del país o de viaje por Europa
rodando cine. En un tono especialmente divertido, Woody relata
lo mucho que extrañó a la gente el ver a ambos tan felices y unidos
el mismo día que firmaban su acta de divorcio: «Fuimos a
divorciarnos a Juárez, después de dormir juntos la noche antes en
San Antonio, y nos mostrábamos tan acaramelados en la sala de
espera, mientras otros estaban esperando para divorciarse, que un
hombre nos preguntó: ¿quién de ustedes se va a divorciar?
Respondimos que los dos, el uno del otro. Él no podía creer que dos
personas que evidentemente se querían tanto desearan separarse».
A
ella le dedica la siguiente descripción: «Lo que estoy tratando
de decir con todo este rollo es que era hermosa. Pero eso era sólo
una parte de su grandeza. Era encantadora, lista como el hambre,
rápida, muy divertida e ingeniosa (…) Además estaba un poco
chiflada, porque Dios esconde una gran variedad de sucios trucos en
la celestial manga de su túnica blanca».
Woody
recalca que aún hoy, a sus ochenta y tantos años, sigue manteniendo
la amistad con la mayoría de sus ex parejas, entre ellas Louise
Lasser y Diane Keaton, a la que no duda en calificar como
«mi Estrella del Norte, la persona a la que recurro, una de las
pocas personas cuya opinión me importa sinceramente».
De
Diane Keaton, Woody escribe a propósito del día en
que la conoció en una audición para Play it again, Sam:
«¿Qué puedo decir? Era fabulosa. Fabulosa en todos los
sentidos. Como cuando se habla de una personalidad que ilumina una
sala; ella iluminaba todo un bulevar. Adorable, graciosa, con un
estilo totalmente original, natural, fresca».
Con
el tiempo se hicieron amantes, y hasta llegaron a vivir juntos. Me
resultó entrañable el relato que hace Woody de aquellos
días, pues se asemeja bastante a lo que vemos en muchas de sus
películas juntos: sesiones de cine en televisión, en la cama, a las
tantas de la madrugada, cenas en restaurantes en compañía de
compañeros de profesión, escritores o amigos en común, largos
paseos por el parque o las concurridas calles de su adorada
Manhattan, asistir a un partido de los Knicks.
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Diane Keaton y Woody Allen en una imagen de "Annie Hall".
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Finalmente
la relación se rompió fruto del desgaste, aparte del hecho de que
Diane se empezó a cansar de Manhattan y mostraba cada vez un
mayor apasionamiento por la Costa Oeste. A ella la escogieron para la
saga de El padrino y eso la llevó al otro lado del país. Aún
así, a pesar de dejar de ser pareja sentimental, ambos consiguieron
mantener intacta la amistad. Según confiesa Woody: «Todavía
le consulto en ocasiones sobre cuestiones de casting o le hago
preguntas sobre cualquier contratiempo creativo con el que tenga
dificultades. Jamás nos hemos peleado y hemos trabajado juntos
muchas veces a lo largo de los años».
Además
de todo ello, conviene resaltar que Diane Keaton ha sido de
las pocas personas que siempre ha defendido a Allen de los
numerosos ataques y acusaciones recibidos a raíz del escándalo con
Mia Farrow. Y es que en el libro, Allen no ahorra
detalles a la hora de detallar su agrio enfrentamiento con la que
durante más de una década fue su pareja, tanto sentimental como
artística. Esta es, a mi juicio, la parte más triste del libro, por
cuanto ves, a través del testimonio de Allen, cómo funcionan
realmente las cosas en el mundo judicial y mediático en el mundo de
hoy en día.
Lo
vemos continuamente y a todas horas: juicios paralelos, acusaciones
sin fundamento, ataques furibundos de gente que no te conoce ni te ha
tratado en absoluto y que, por lo tanto, carece de toda la
información, morbo excesivo por el escándalo, indiferencia ante el
hecho de causar un daño irreparable a gente a la que se le niega la
posibilidad de demostrar su inocencia y que, sin embargo, ya ha sido
juzgada y condenada sin que ni un juez ni un jurado hayan emitido aún
un veredicto, etc.
Evidentemente,
carezco de los datos necesarios para emitir un juicio con fundamento.
Y, por otro lado, tampoco lo necesito. Si algo he aprendido a lo
largo de mi vida es a saber diferenciar entre el artista y la
persona. Admiro a muchos artistas cuyo arte me conmueve, mientras en
lo personal han probado ser personas horribles. ¿Debe eso privarme
del placer que me produce su arte? Honestamente, no lo creo.
Dicho
esto, una vez leída la argumentación de Allen, razonada y
convenientemente apuntalada con datos y testimonios aportados por
gente que trató y trabajó con la pareja y que vivió en primera
persona lo que ocurría de puertas para adentro, no puedo evitar
pensar que lo que ha sufrido este hombre ha sido una vergonzosa
cacería mediática.
Yo
nunca creí en la culpabilidad de Woody Allen. O mejor dicho,
nunca quise creer en su supuesta culpabilidad. En lo que a mí
concierne, su arte y su ingenio me han hecho pasar grandes y
maravillosos momentos, me ha hecho disfrutar del fino humor, la
ironía y el sarcasmo, literalmente me ha hecho llorar de la risa, he
caído víctima del asombro ante observaciones suyas de tal calado
que sólo están al alcance de lo que yo considero una mente
absolutamente genial y fuera de este mundo, me ha ayudado a salir
airoso de momentos ciertamente delicados de mi vida, he conseguido
disfrutar de los pequeños placeres de la vida que están al alcance
de todos nosotros aunque se nos pasen desapercibidos la mayor parte
del tiempo, como ciertos sabores, aromas, imágenes y sonidos, y, por
encima de todo, ha conseguido animarme a dar forma a las miles de
historias y personajes que vivían y aún viven en mi interior y que
pugnaban por salir. Por todo ello, y por más cosas que me dejo en el
tintero, sólo tengo palabras de agradecimiento hacia Woody Allen,
un genio al que admiraré y del que seguiré disfrutando hasta el fin
de mis días.
Pero
entonces, el libro, ¿es bueno? Sí. Lo es. Ciertamente es un libro
magnífico. Había leído artículos bastante críticos con el libro,
donde la palabra «decepción» destacaba sobremanera. Eso es porque
quienes leyeron y criticaron el libro de Woody no son fans de
Woody. Yo sí soy fan. Muy fan. Y el fan de algo o de alguien
tiene un plus que lo distingue del que no lo es. Y ese plus no es
otro más que ver virtudes donde otros ven defectos. Leí por ahí
que el libro era plano, que Woody no se había detenido a
hacer un exhaustivo repaso por sus pelis. No sé qué libro han leído
quienes sostienen eso. Igual a sus ejemplares les faltaban páginas.
En el mío Woody habla de cada una de las películas que ha
hecho. Incluso habla de las pelis en las que trabajó y que no fueron
ni escritas ni dirigidas por él, como Cachitos picantes o
Escenas en una galería. ¿Qué pretendían, que hiciese un
tocho de dos mil páginas rebosante de detalles técnicos y una lista
pormenorizada de los integrantes del equipo de filmación, incluido
el montaje? Ya hay libros así. Yo tengo un par de ellos. No necesito
otro.
Volviendo
al libro de memorias, a mi juicio, subjetivamente hablando, está
excelentemente escrito, con una narración sencilla y directa, sin
grandes florituras ni malabarismos lingüísticos. No en vano,
considero a Allen un narrador brillante; honesto, valiente,
conmovedor por cuanto habla y rinde homenaje a muchas personas que,
de un modo u otro, han formado parte de su vida y su obra y que,
desgraciadamente, ya no están entre nosotros. En ese sentido, no me
resisto a señalar que Woody no escatima en elogios y palabras
de agradecimiento hacia todas aquellas personas a las que debe parte
de su éxito: compañeros de profesión, colegas guionistas, amigos
de la infancia, antiguos jefes, agentes, cómicos y gente del mundo
del espectáculo que lo ayudaron en sus comienzos, ejecutivos de
estudios cinematográficos, actores y actrices con los que ha
trabajado; incluso habla bien de actores y actrices que le dieron la
espalda cuando su nombre surgió en el centro de la polémica a raíz
del movimiento #MeToo, tachando a Woody Allen de
pederasta y otras lindezas; actores y actrices que no dudaron en
desmarcarse del director y hasta de gritar a los cuatro vientos que
no volverían a trabajar con él, que se arrepienten de haberlo hecho
y que, incluso, en el colmo del bienquedismo y el fascismo de
lo políticamente correcto, han manifestado que el dinero ganado con
sus actuaciones en películas de Woody Allen decidieron
donarlo a organizaciones en defensa de los derechos de las mujeres.
La hipocresía de Hollywood en todo su esplendor. Y luego les
extraña que Woody prefiriese pasarse tocando el clarinete en
el Michael's Pub antes que recoger su Oscar por Annie
Hall.
A
propósito de este asunto del #MeToo. Quisiera matizar un
error comúnmente aceptado entre las personas que no siguen la vida
ni la obra de Allen. Contrariamente a lo que se piensa,
Soon-Yi no es hija adoptiva de Woody Allen. Nunca lo
fue. Soon-Yi es hija adoptiva de Mia Farrow y André
Previn, ex marido de Mia y, a propósito, un elemento de
cuidado. Es más, Woody Allen y Mia Farrow jamás
estuvieron casados.
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Soon-Yi y Woody Allen
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Doy
por hecho que, visto desde fuera, la relación de Soon-Yi y
Woody Allen puede ser tachada de antinatural, o, cuanto menos,
chocante. No todos los días alguien se acaba enamorando de la hija
adoptiva de su pareja. Aunque me atrevería a asegurar que no son los
únicos a los que les ha pasado algo así. Sin embargo, cuando lees
por boca de Woody cómo fue surgiendo todo entre ellos, cuáles
fueron las circunstancias que los empujaron a acercarse el uno al
otro —me llamó mucho la atención saber por Woody que
Soon-Yi no soportaba a Woody al principio, y que
incluso llegó a acusarle de ser un pelele en manos de su madre
adoptiva, Mia Farrow—, no tardas mucho en llegar a la
siguiente conclusión: ¿qué derecho tenemos nosotros a juzgar a dos
personas que se aman y que son capaces de soportar lo insoportable
para seguir juntos?
Conviene
señalar, especialmente a los escépticos, que Soon-Yi y Woody
Allen llevan veintitantos años juntos, están felizmente
casados, son padres de dos niñas que actualmente cursan estudios
universitarios y siguen tan enamorados como el primer día. ¿No es
eso al final a lo que aspiramos todos, amar y ser amados?
Por
cierto, si te lo estás preguntando, sí, también hay humor en el
libro de Woody. De hecho, todo él está salpicado de pequeños
chistes o graciosas observaciones que hacen que te desternilles de
risa cuando menos te lo esperas.
Y
para muestra, la dedicatoria del libro: «Para Soon-Yi, la mejor.
La tenía comiendo de la mano y, de pronto, noté que me faltaba el
brazo».