jueves, 19 de agosto de 2021

TÚ ME HAS HECHO FAMOSA A MÍ

 

Salí a caminar, como cada día; perdón, quise decir, como cada día que tengo humor y no me da la pájara, y que el peso de mi mala conciencia consiga imponerse al peso de mi extrema vagancia.

Sea como fuere, aquel día sí que salí a caminar. Y como siempre que salgo a caminar me enchufé mis auriculares con un recopilatorio de los míos. En esta ocasión, lo recuerdo bien, me acompañó Jimi Hendrix.

Así que ahí iba yo, más feliz que una perdiz... gorda, con el bueno de Jimi susurrándome a los oídos esas hipnóticas notas que lograba sacar a su guitarra de la manera más natural del mundo, como los políticos se sacan sus promesas de caca de la vaca con las que consiguen que les votes o las compañías de seguros susurran sus cantos de sirena para intentar colarte una de sus pólizas que no valen para nada, ya que en esta vida lo único seguro de verdad de la buena es que todos sin excepción vamos a diñarla en algún momento, así que, mientras ese fatal desenlace llegue, que llegará, mi consejo es que procures disfrutar al máximo de las cosas buenas que la vida te ofrece, que son muchas si sabes buscar.

Total, que transitaba por los alrededores del parque, con Jimi explayándose a gusto en mitad del emocional solo de Red house, grabado en el Atlanta Pop Festival en julio de 1970, cuando diviso a lo lejos un rostro familiar esforzándose en hacerme señas con las manos.

Yo, de natural escurridizo siempre que voy a caminar, hice como que me acababa de empadronar en Estocolmo, es decir, que me hice el sueco. Pero aquella mujer, menuda y con su pelo corto amarillo como un pollito, se mostró poco dispuesta a ser ignorada. Es más, como fuese que yo albergase en mi interior la intención de salirme por la tangente, tomando para ello un desvío por otra zona del parque, aquella pequeña pesadilla teñida de rubio se movió con tal agilidad que logró cortarme el paso.

Caramba con la vieja. Sus ganas de palique deben ser para ella como un elixir de la eterna juventud, pues a pesar de sacarme veintitantos años, o más, aquella mujer menuda me hizo sentir que era yo quien le sacaba a ella un par de décadas. Nunca subestimes el poder de una vieja con ganas de darle a la lengua. Lección aprendida.

Eh, tú. Ven aquí, anda —requirió en ese tono tajante que todas las que han sido madres traen de fábrica.

Hostias. La jodí. ¿Qué querrá ahora la vieja petarda?, pensé.

Así que hice lo único que podía hacer, dadas las circunstancias: me acerqué a ella en plan sumiso.

Tú me has hecho famosa a mí —me soltó a modo de reproche.

¿Quién?, ¿yo?

Pues claro. No va a ser mi prima de Moya.

¿Tiene una prima en Moya?

Sí. Pero no te hagas ilusiones. No es más desgraciada que yo. Nadie es más desgraciado que yo. Que te quede bien claro.

Sí, señora —dije agachando la cabeza, como un niño pillado en falta dispuesto a soportar la subsiguiente bronca.

Aunque mi prima también tiene lo suyo, no te vayas a pensar.

¿También ella nació sin los dedos de la mano? —solté insolente, y un tanto temerariamente, lo confieso.

No. Ella nació sin orejas —soltó la vieja sin inmutarse.

Venga ya. ¿Me toma el pelo?

Yo no tomo el pelo. ¿Para qué querría yo el pelo de nadie? Además, por lo que veo te estás quedando calvo, y poco pelo me podrías dar tú. A no ser que el pelo de tus orejas cuente.

La madre que la parió, que, por cierto, debió de ser otra vieja de armas tomar. De tal palo tal astilla, supongo.

Como te iba diciendo, mi prima nació sin orejas. Sólo tenía los agujeros de los oídos.

¿Y qué hizo? ¿Ponerse prótesis?

¡Qué prótesis ni qué niño muerto! A los doce años, harta de tener que fijarse las gafas a la cara con un esparadrapo en las patillas, decidió acudir a un especialista, que le recomendó taparse la nariz con los dedos, cerrar la boca a cal y canto y hacer fuerza para expulsar el aire por los oídos. ¿Y puedes creer que, a fuerza de soplar y soplar con la boca y la nariz cerradas a cal y canto, le acabaron saliendo dos orejas como dos galletas María?

Hombre, creer lo que se dice creer...

A ver si te vas a pensar que me lo estoy inventando —me reprendió en tono severo.

No, qué va, qué va —dije yo procurando sepultar mi intención claramente irónica bajo un tono de lo más neutro. Y si me consideráis un cobarde por tenerle miedo a aquella vieja, adelante, hacedlo. Ya me gustaría a mí veros a cualquiera de vosotros enfrentándoos a semejante toro de lidia.

Es que me da coraje —repuso la vieja.

¿El qué?

Pues que pongan en duda lo que digo. Si yo digo una cosa, eso va a misa, te pongas como te pongas.

Antes dijo que yo la hice famosa —dije en un claro intento por cambiar de tercio—. ¿A qué se refería exactamente?

A tu publicación de la semana pasada en ese blog que tienes en Internet.

No fastidie. ¿Usted lee mi blog?

Yo no, mi sobrina. Que la pobre también tiene lo suyo. ¡Si yo te contara!

Ah, por mí no se moleste. Si yo de desgracias ya ando más que servido.

Pero qué cosas dices. Ay, esta juventud. Ven, que te lo voy a contar.

Y dale. Qué manía de recrearse en las desgracias tiene esta buena mujer. De seguir aún vigente lo de poner obligatoriamente una profesión en el documento nacional de identidad, a aquella mujer seguro que le habrían puesto “contadora de desgracias”.

La cosa está en que mi sobrina nació siendo china.

¿Perdón?

Que nació siendo china, ya sabes, de raza asiática, como esos del Merca Asia que están frente al parque.

Bueno, eso no tiene nada de raro. ¿El marido de su hermana era de raza asiática?

¿Quién, Manolo? ¡Qué va! Ese es más canario que el gofio y las jareas.

¿Entonces?

Pues ahí está su desgracia.

No entiendo nada.

Y eso no es nada, mi hijo. Peor es lo de su hermano, el hindú.

¿Me está diciendo que su hermana ha tenido dos hijos de dos razas distintas con el mismo marido?

Eso mismo.

Pero eso, es imposible.

De imposible nada. Verás, lo que pasó fue que mi hermana, por aquella época, era una fan incondicional de Sandokán, ya sabes, aquella serie de televisión tan bonita que echaban los sábados por la tarde.

¿Se refiere a la de Kabir Bedi?

¡Qué guapo era ese hombre, por Dios, con aquella melena al viento y esa piel morena color aceituna! Normal que mi hermana se quedase prendada de él. Total, para no cansarte —¿sabe qué?, demasiado tarde, señora—, la cosa está en que tan prendada quedó mi hermana del actor de Sandokán que su niño nació con los mismos rasgos indios que su ídolo.

¿Y la niña china?

Mi hermana también era muy fan de la serie Kung Fu.

¿Se refiere a la protagonizada por David Carradine?

Ése mismo. Qué guapo era el jodío. Tenía un no sé qué, con aquellos gruesos labios tan sugerentes.

Pues muy bien. Por cierto, qué suerte tuvo su hermana de no haber sido una fan incondicional de la serie El increíble Hulk, protagonizada por Lou Ferrigno.

¿Y eso por qué?

Mejor que no lo sepa.

Menos mal que la vieja desconocía todo lo relativo a la serie de Ferrigno, porque, de lo contrario, aún me estaría hablando de su sobrino el forzudo color verde lechuga.

Normal que a uno se le quiten las ganas de salir a caminar.




martes, 10 de agosto de 2021

Y YO MÁS

 

Vivo en un barrio que es como un campo de minas urbano. Por supuesto no me refiero a minas de las que explotan. Las minas a las que hago referencia son de otro tipo; son más bien de las que te hacen explotar a ti. No es que te hagan saltar por los aires hecho pedazos, pero sí que harán que tu tensión arterial se dispare a niveles estratosféricos; así como tus ganas de matar a alguien.

Las minas a las que aludo adoptan diversas formas: aceras en mal estado, zanjas sin cubrir, cagadas y meadas de perro, chicles aún húmedos y extremadamente pegajosos incrustados en el suelo, pedigüeños profesionales que apelan a la bondad de la buena gente pidiéndoles dinero para comer y que luego te los ves bebiendo vino de tetrabrik y fumando cigarrillos u otras sustancias como si tal cosa, o terroristas urbanos montados sobre sus bicis o patinetes eléctricos haciendo el gamba por las aceras, lo cual hace que yo me pregunte: ¿para qué demonios se gastaron los del Ayuntamiento —eso sí, con nuestro dinero— una pasta gansa en habilitar los carriles bici, eliminando de paso un montón de plazas de aparcamiento gratuitas y complicando sobremanera el tráfico rodado, si la gente en bici o patinete sigue transitando por las aceras? Ah, misterios de la vida.

Otro tipo de minas, igual de peligrosas que las anteriores, o más incluso, son los vecinos o vecinas-coñazo. Me refiero a un tipo de espécimen muy concreto. No hablo de gente atadas a vidas grises y vacías que necesitan contactar con otras personas para hacer que sus vidas sean menos grises y vacías. Esa gente, por lo general, me suele provocar más compasión que rechazo. Y empatía.

La gente a la que aludo, y de la que procuro huir como de la peste, es esa clase de persona que siempre cree tener la razón, y que sostiene con férrea determinación que todo el mundo está equivocado menos ellos. Me recuerdan al título de uno de los libros de relatos del gran Roberto Fontanarrosa: El mundo está equivocado.

Concretando aún más: me horroriza cruzarme con una vecina del barrio que conozco desde hace más de treinta años. No es que sea mala gente, ni que oculte aviesas intenciones. Si me da miedo es por una arraigada costumbre que arrastra y que consigue sacarme de quicio. Siempre. Sin excepción.

La cosa va como sigue. Ella me ve —tiene que ser así, pues si soy yo quien la veo a ella primero procuro huir como un vil cobarde—. Así que me ve, y a partir de aquí me hace señas para que me acerque o para que me detenga mientras es ella quien se acerca a mí.

Una vez a mi altura me pregunta cómo voy de salud, y, a nada que conteste, comienza un absurdo concurso para dirimir quién de los dos tiene la peor dolencia. Y siempre gana ella. Siempre. En treinta y tantos años que hace que la conozco, jamás he ganado yo ese extraño concurso. Bueno, ni yo ni nadie, pues no han sido pocas las veces en que la he visto porfiar con toda clase de gente en torno a la gravedad de sus enfermedades y dolencias.

Para que veáis hasta qué punto es capaz de llegar en su infinita escalada de desgracias, en una ocasión alguien le comentó algo acerca de un vecino que había muerto recientemente tras una larga enfermedad.

¡Huy, eso no es nada! —dijo ella restándole importancia—. Peor es lo mío, que llevo muerta en vida desde que se fue mi Antonio, que Dios lo tenga en su gloria.

En una ocasión en que me la encontré al salir del súper le hablé acerca de mis fuertes dolores crónicos de espalda, y de mis esporádicos, aunque no menos dolorosos, ataques de gota. Entonces aquella mujer, menuda, con el pelo corto y teñido de rubio platino, armada con aquella media sonrisilla suya cargada de autosuficiencia, me soltó tan ancha:

¿Dolores de espalda y gota? ¡Eso no es nada! Para dolores, los míos —ea, con dos ovarios. Claro que sí, señora—. Aquí donde me ves, tengo la tibia astillada por un porrazo que me di hace años. Y cada vez que me roza el nervio con la astilla, veo las estrellas. Los médicos, asombrados, no paran de decirme que no se explican cómo soy capaz de aguantar el dolor, que eso no es humano. Pero yo, acostumbrada a los peores padecimientos, siempre les digo lo mismo: que haría falta algo más que un hueso astillado para doblegarme. ¡Yo tengo mucho aguante!

«Y yo, señora» —pienso para mis adentros—. «Y yo».

¿Ves los cinco dedos de mi mano derecha? —yo asentía—. Pues ahí dónde los ves, no deberían estar ahí.

¿Y eso? —dije yo, no sé muy bien porqué, ya que no tenía el mínimo interés en conocer el resto de la historia. ¿A que al final va a ser culpa mía? Si es que no se puede ser bueno, hombre, que al final te toman por tonto.

Pues mis dedos no deberían estar ahí porque yo nací sin dedos, ¿sabes? —dijo la porfiadora profesional de pelo rubio platino.

¿Cómo que nació sin dedos? —y así, amigos, es como se descubre a un idiota: entrando al trapo, cuando lo que dicta la razón es salir huyendo del lugar como alma que lleva el diablo.

Sí, hijo. Nací con el puño. Sólo con el puño. Sin dedos.

Y entonces, ¿de dónde salieron los dedos?

A ver, los dedos estaban, pero metidos hacia dentro.

¿Cómo es eso?

Pues que nací con los dedos enterrados en el puño.

¡Eso no puede ser! —exclamé indignado, por cuanto no estaba dispuesto a que aquella farsante del demonio me tomase el pelo... una vez más.

¡Y yo te digo a ti que sí! —replicó ella, superando mi indignación y elevándola a un nivel superior—. ¡Si lo sabré yo, que lo padecí!

¿Y cómo es que ahora los tiene hacia afuera, como todo el mundo?

Y es en este punto, amigos y amigas, en que creí que, por fin, tras tantos años de disputas dialécticas y porfías, había llegado el día en que me iba alzar con la victoria en tan desigual combate dialéctico.

¿Eh? Vamos, conteste. ¿Cómo es que ahora tiene los dedos?

Pues porque los médicos me hicieron un agujero con un taladro en la palma de la mano, y luego soplaron y soplaron por el agujero hasta hacer salir a los dedos hacia afuera, como se hace con un guante de goma. Igualito que un guante de goma.

¿Cómo os habéis quedado? Con cara de idiota, imagino. Pues así llevo quedándome yo desde que la conozco, hace ya más de treinta años.