Vivo en un barrio que es como un campo de minas urbano. Por supuesto no me refiero a minas de las que explotan. Las minas a las que hago referencia son de otro tipo; son más bien de las que te hacen explotar a ti. No es que te hagan saltar por los aires hecho pedazos, pero sí que harán que tu tensión arterial se dispare a niveles estratosféricos; así como tus ganas de matar a alguien.
Las minas a las que aludo adoptan diversas formas: aceras en mal estado, zanjas sin cubrir, cagadas y meadas de perro, chicles aún húmedos y extremadamente pegajosos incrustados en el suelo, pedigüeños profesionales que apelan a la bondad de la buena gente pidiéndoles dinero para comer y que luego te los ves bebiendo vino de tetrabrik y fumando cigarrillos u otras sustancias como si tal cosa, o terroristas urbanos montados sobre sus bicis o patinetes eléctricos haciendo el gamba por las aceras, lo cual hace que yo me pregunte: ¿para qué demonios se gastaron los del Ayuntamiento —eso sí, con nuestro dinero— una pasta gansa en habilitar los carriles bici, eliminando de paso un montón de plazas de aparcamiento gratuitas y complicando sobremanera el tráfico rodado, si la gente en bici o patinete sigue transitando por las aceras? Ah, misterios de la vida.
Otro tipo de minas, igual de peligrosas que las anteriores, o más incluso, son los vecinos o vecinas-coñazo. Me refiero a un tipo de espécimen muy concreto. No hablo de gente atadas a vidas grises y vacías que necesitan contactar con otras personas para hacer que sus vidas sean menos grises y vacías. Esa gente, por lo general, me suele provocar más compasión que rechazo. Y empatía.
La gente a la que aludo, y de la que procuro huir como de la peste, es esa clase de persona que siempre cree tener la razón, y que sostiene con férrea determinación que todo el mundo está equivocado menos ellos. Me recuerdan al título de uno de los libros de relatos del gran Roberto Fontanarrosa: El mundo está equivocado.
Concretando aún más: me horroriza cruzarme con una vecina del barrio que conozco desde hace más de treinta años. No es que sea mala gente, ni que oculte aviesas intenciones. Si me da miedo es por una arraigada costumbre que arrastra y que consigue sacarme de quicio. Siempre. Sin excepción.
La cosa va como sigue. Ella me ve —tiene que ser así, pues si soy yo quien la veo a ella primero procuro huir como un vil cobarde—. Así que me ve, y a partir de aquí me hace señas para que me acerque o para que me detenga mientras es ella quien se acerca a mí.
Una vez a mi altura me pregunta cómo voy de salud, y, a nada que conteste, comienza un absurdo concurso para dirimir quién de los dos tiene la peor dolencia. Y siempre gana ella. Siempre. En treinta y tantos años que hace que la conozco, jamás he ganado yo ese extraño concurso. Bueno, ni yo ni nadie, pues no han sido pocas las veces en que la he visto porfiar con toda clase de gente en torno a la gravedad de sus enfermedades y dolencias.
Para que veáis hasta qué punto es capaz de llegar en su infinita escalada de desgracias, en una ocasión alguien le comentó algo acerca de un vecino que había muerto recientemente tras una larga enfermedad.
—¡Huy, eso no es nada! —dijo ella restándole importancia—. Peor es lo mío, que llevo muerta en vida desde que se fue mi Antonio, que Dios lo tenga en su gloria.
En una ocasión en que me la encontré al salir del súper le hablé acerca de mis fuertes dolores crónicos de espalda, y de mis esporádicos, aunque no menos dolorosos, ataques de gota. Entonces aquella mujer, menuda, con el pelo corto y teñido de rubio platino, armada con aquella media sonrisilla suya cargada de autosuficiencia, me soltó tan ancha:
—¿Dolores de espalda y gota? ¡Eso no es nada! Para dolores, los míos —ea, con dos ovarios. Claro que sí, señora—. Aquí donde me ves, tengo la tibia astillada por un porrazo que me di hace años. Y cada vez que me roza el nervio con la astilla, veo las estrellas. Los médicos, asombrados, no paran de decirme que no se explican cómo soy capaz de aguantar el dolor, que eso no es humano. Pero yo, acostumbrada a los peores padecimientos, siempre les digo lo mismo: que haría falta algo más que un hueso astillado para doblegarme. ¡Yo tengo mucho aguante!
«Y yo, señora» —pienso para mis adentros—. «Y yo».
—¿Ves los cinco dedos de mi mano derecha? —yo asentía—. Pues ahí dónde los ves, no deberían estar ahí.
—¿Y eso? —dije yo, no sé muy bien porqué, ya que no tenía el mínimo interés en conocer el resto de la historia. ¿A que al final va a ser culpa mía? Si es que no se puede ser bueno, hombre, que al final te toman por tonto.
—Pues mis dedos no deberían estar ahí porque yo nací sin dedos, ¿sabes? —dijo la porfiadora profesional de pelo rubio platino.
—¿Cómo que nació sin dedos? —y así, amigos, es como se descubre a un idiota: entrando al trapo, cuando lo que dicta la razón es salir huyendo del lugar como alma que lleva el diablo.
—Sí, hijo. Nací con el puño. Sólo con el puño. Sin dedos.
—Y entonces, ¿de dónde salieron los dedos?
—A ver, los dedos estaban, pero metidos hacia dentro.
—¿Cómo es eso?
—Pues que nací con los dedos enterrados en el puño.
—¡Eso no puede ser! —exclamé indignado, por cuanto no estaba dispuesto a que aquella farsante del demonio me tomase el pelo... una vez más.
—¡Y yo te digo a ti que sí! —replicó ella, superando mi indignación y elevándola a un nivel superior—. ¡Si lo sabré yo, que lo padecí!
—¿Y cómo es que ahora los tiene hacia afuera, como todo el mundo?
Y es en este punto, amigos y amigas, en que creí que, por fin, tras tantos años de disputas dialécticas y porfías, había llegado el día en que me iba alzar con la victoria en tan desigual combate dialéctico.
—¿Eh? Vamos, conteste. ¿Cómo es que ahora tiene los dedos?
—Pues porque los médicos me hicieron un agujero con un taladro en la palma de la mano, y luego soplaron y soplaron por el agujero hasta hacer salir a los dedos hacia afuera, como se hace con un guante de goma. Igualito que un guante de goma.
¿Cómo os habéis quedado? Con cara de idiota, imagino. Pues así llevo quedándome yo desde que la conozco, hace ya más de treinta años.
Bueno, llegando al final de tu... relato, me he quedado con la idea de que es eso, un relato de ficción. yo conozco gente del calibre de tu vecina. Cpnozco a una mujer que de visita en el hospital a un familiar que estaba agonizando (de hecho, murió esa noche) solo se le ocurrió decir «yo sí que estoy mala...» para horror (y parcial regocijo dentro de lo que cabe) de cuantos se encontraban allí. hasta ahí, la historia de tu vecina era real, pero ya lo del taladro, los soplidos y la salida de los dedos lo pone todo en el escenario de la ficción. Eso sí, fantástico relato del que espero que me confirmes hasta qué punto es real.
ResponderEliminarMe alegro de volver a verte por aquí. Hacía mucho que no nos alegrabas con tu presencia.
Un beso.
Veo que no eres tú el que hace tiempo que no pasa por aquí, sino yo. he descubierto que en mi columna de blogs favoritos, el tuyo no se actualiza desde, literalmente, «hace nueve meses». Eso pone. Lo voy a quitar y lo voy a volver a poner a ver si así lo arreglo. Pensarás que te había abandonado y de seo, nada. Con lo que me gustan tus entradas.
Eliminar¡Hola, Rosa! : )
Eliminar¡Cuánto bueno por aquí! Me alegra que nos hayamos reencontrado. Y esto lo digo con total sinceridad, y no como cuando me tropiezo con mi vecina "y yo más", ¡que menuda es!
Me preguntas cuánto de real hay en mi historia. Te diré que mi vecina, la protagonista del relato, es un compendio de muchas de las personas de similares características que me he ido encontrando a lo largo de mi vida, y que no han sido pocas. No sé porqué razón, pero, echando la vista atrás, rebuscando en mi memoria, encontré bastantes situaciones con gente de este calibre, incapaces de dar el brazo a torcer y dispuestos a ir "hasta el infinito y más allá" con tal de salir victoriosos de cuantas disputas verbales se vean involucrados. Te preguntan cómo estás no por un sincero sentimiento, sino como el actor que le pide a otro un pie para soltar su texto y lucirse. Por cierto, lo de la señora que comentas de visita en el hospital, tela, ¿eh? Y lo creo porque yo he vivido situaciones similares. De hecho, llega a un punto en que llega al surrealismo más absoluto, y una de dos: o te lo tomas con humor o acabas soltando sapos y culebras por la boca.
El tema de los avisos informáticos es algo que se me escapa. Hace poco, Josep también me comentaba algo parecido, de repente un día le dejaron de llegar los avisos de mis publicaciones. Ignoro la causa, aunque intuyo que, a raíz de los muchos cambios que ha sufrido la plataforma blogger desde que se cargaron Google Plus, algunas funciones habrán dejado de "funcionar", valga la redundancia. En cualquier caso, te agradezco tus esfuerzos para volver a encontrarnos. Siempre es agradable reencontrarse con los viejos amigos y tomarnos un café virtual y charlar de nuestras cosas. ; )
Te mando un abrazo, Rosa. Y gracias.
Me has hecho sonreir con tu estrada diferentemente gloriosa Un saludos desde el mar de Miami
ResponderEliminarGracias.
EliminarBuenísimo! Cuántas vecinas hay así! Mi madre sin ir más lejos es la que tiene las dolencias más grandes del mundo, ella es la que está más enferma. Cuando alguien la pregunta cómo está, le cuenta todas sus dolencias con pelos y señales. Yo siempre la digo que preguntan por educación pero que la verdad es que no les importa y me dice, pues que no me pregunten. Así son...
ResponderEliminarPlacer de volver a leerte. Besos.
Saludos "desconocida". Si bien es verdad que esa frase tuya del final: "placer de volver a leerte. Besos", hace que lo de "desconocida" sea algo relativo. Por cierto, he intuido tu sexo, el femenino, por lo de los besos. Y eso asumiendo el riesgo que implica hoy día el hecho de adjudicarle un sexo determinado a un desconocido o desconocida. Hoy, con todo eso del género fluido o el no binario siento que cada día pertenezco menos a este mundo. Me hago viejo, es un hecho. : (
EliminarEn cuanto al post, casi me aventuraría a asegurar que todos hemos conocido o tratado con alguien muy parecido a la vecina de mi relato. Están por todas partes: en el vecindario, entre nuestras amistades o conocidos, en el trabajo, incluso en el seno familiar. Por muy mal que estés o te sientas, ellos siempre siempre siempre van a estar mucho peor que tú, y harán todo lo posible por minimizar tus dolencias y exagerar las suyas. Es así y hay que asumirlo, pues de lo contrario te verás inmerso en una batalla dialéctica sin fin que nunca ganarás. Lo sé. Lo he vivido. Y aún hoy sigo perdiendo la batalla. : /
Un placer volver a tenerte por aquí, "desconocida". Besos de vuelta. : )
ja,ja,ja, ahora entiendo muchísimo mejor algunos detalles de la segunda parte. Te agradezco que me hayas indicado que esta entrada era el origen de todo este asunto rocambolesco. La historia ya es de por sí alucinante, rozando el absurdo, pero leida en el orden establecido (por el autor, es decir tú) gana mucho. Me ha encantado.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Josep. Celebro que lo hayas disfrutado.
EliminarPor cierto, disculpa el retraso en contestar, pero llevo unos días padeciendo un dolorísimo dolor de gota -totalmente cierto- y apenas me he podido mover de la cama. Tengo el pie hinchado como un globo, ardiendo y como si tuviese dentro cuchillas incrustadas en la carne. Horrible. : (
Un abrazo. : )
Caramba. A mí eso de la gota me trae reminiscencias del siglo XIX y perdona mi ignorancia. No sabía que se daba en gente joven hoy día, y te ha tocado a tí. Me consta, eso sí, que es muy doloroso, aunque la colchicina sigue siendo un tratamiento bastante eficaz. Lo siento mucho y espero que te mejores muy pronto.
EliminarEs dolorosísima, sí. Y tremendamente incómoda, pues suele afectar a las articulaciones de los pies (en mi caso, ya me ha dado en ambos pies), lo que te dificulta la tarea de caminar (vas a todos lados a la pata coja, y procurando no mover demasiado el pie afectado porque el mínimo movimiento hace que el dolor se acentúe).
EliminarPero mira, no hay mal que por bien no venga (o eso dicen). Producto de la gota acabo de escribir un post con toques de humor para el blog que publicaré mañana. Mejor reír que llorar, ¿no? ; )
Un abrazo.