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Popurrí de ejemplares de Qué Leer |
En mi último post comentaba así, de pasada, como quien no quiere la cosa, mi arraigada costumbre de acumular cosas. Vamos, lo que viene siendo un Síndrome de Diógenes en toda regla diagnosticado en un hombre joven.
Ya sé, ya sé. Sé lo que me vais a decir. ¿Cómo es eso de “un hombre joven”? ¡Pero si tienes medio siglo a tus espaldas, colega!
¿Y qué?, digo yo. ¿Es que no vivís en el mundo actual o qué? Como todo el mundo sabe, los 50 de hoy en día son los nuevos 30; y los 30 de hoy en día son los 10 de antaño. Vamos, que si tienes menos de 20 años, casi se podría decir que aún nadas feliz y despreocupado en el líquido amniótico ubicado en la barriguita de tu mami. ¿No es maravilloso vivir en este siglo XXI? ¡Viva la inmadurez y el culto a la eterna juventud, aunque te estés cayendo a cachos!
Volviendo al tema de acumular cosas, quisiera poner el foco en una colección de revistas que tiene mucho que ver con mi ambición de llegar a convertirme en un escritor de éxito.
¿Y qué es el “éxito”? Bueno, eso dependerá de lo que entienda cada cual. En mi caso particular, escribir algo, editarlo, maquetarlo, poder publicarlo, venderlo y que quien lo compre consiga disfrutar del resultado de tu trabajo y empeño, ya lo considero un éxito. Si encima consigo ganar algo de dinero con el que poder seguir escribiendo, del éxito paso directamente al éxtasis.
Confieso que mi interés por la lectura fue un interés tardío, pues no me empecé a interesar por los libros hasta que no cumplí los veinte. Hasta entonces, mis intereses culturales iban mayoritariamente dirigidos hacia el cine y la música, que vivía con pasión y devoción —y aún lo sigo haciendo—, y, ocasionalmente, las revistas musicales y los cómics.
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Uno de los números de mi colección, donde entrevistaban a Almudena Grandes. |
Los años noventa supusieron para mí el inicio de una larga e íntima relación con la literatura. No es que esté sugiriendo que haya tenido sexo con libros; aunque, a decir verdad, eso no tendría nada de raro, ¿acaso no hay quien tiene sexo con ciertas revistas? Y no pasa nada. No seré yo quien lo censure. Al fin y al cabo, soy de los que piensa que siempre será mejor hacer el amor que la guerra. Ojalá Putin “hiciese más el amor” y dejase de “joder”. Mejor nos iría a todos.
A finales de los 90 empecé a comprar una revista literaria de nombre tan apropiado como sugerente: Qué leer.
El primer ejemplar que compré fue el número 10, publicado en abril de 1997, y me costó 400 pesetas de entonces —unos 2,40 euros—. El último es de agosto de 2004, y ya costaba 3,00 euros —es decir, 500 pesetas—. Entre ambos números me hice con un total de 65 números, que he logrado conservar a través de los años.
Cuando empecé a interesarme por la lectura, como no conocía a nadie que compartiese conmigo mis inquietudes literarias, una buena forma de conocer nuevos libros y autores fue a través de aquella revista. En aquellos años Internet aún andaba en pañales, y la cultura vivía sus últimos coletazos en la televisión, con programas dedicados a los libros tan coñazos como el de Sánchez Dragó, un tipo que siempre me cayó francamente mal, por pedante y bocachancla.
La revista se dividía en secciones. Algunas se mantuvieron fijas en el tiempo, y otras desaparecieron dejando su lugar a otras nuevas. Entre las secciones fijas que se mantuvieron estaban la crítica de libros, la galería de clásicos —donde desgranaban autores y obras que han logrado trascender a las siempre cambiantes mareas del tiempo—, las entrevistas o monográficos a autores de relevancia nacional e internacional, la sección de novedades editoriales, las cartas de los lectores con sugerencias, peticiones, quejas o denuncias, y una sección dedicada a las distintas lenguas de nuestro país, España —gallego, vasco y catalán—.
Una de las secciones más curiosas era la de “dimes y diretes”, que consistía en mostrar chismes, salidas de tiesto y rifirrafes entre gente del mundillo editorial. Como ejemplo, recuerdo frases tan lapidarias como las que Alberto Vázquez Figueroa le dedicaba a los críticos literarios: “Los críticos son un residuo de frustración por no haber sido escritores”; o la de Bill Gates, que afirmaba convencido: “No creo que las novelas de ficción lleguen a leerse nunca a través de un ordenador”. Desde luego, como futurólogo no tiene precio. Y éste es el mismo que sale cada dos por tres en la prensa poniendo fecha al final de la pandemia. Apañaos vamos.
También había una sección en la que mostraban citas de grandes escritores, como las que siguen:
“Estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida termina durmiendo”. William Shakespeare.
“Si deseas que tus sueños se hagan realidad, ¡despierta!”. Ambrose Bierce.
Otra de las secciones que más disfrutaba consistía en entrevistar a personas de cierta relevancia —políticos, actores y actrices, músicos, deportistas, etc—, y plantearles cuestiones relativas a su afición por la lectura (sus libros y autores favoritos, el primer libro que les impresionó, sus lugares favoritos para leer, si tienen por costumbre recomendar o regalar libros a amigos o conocidos, etc.).
Con el tiempo, esta sección fue mutando y, en una de esas mutaciones, acabó mostrando el lugar de trabajo de algunos escritores —con fotos—, además de una breve entrevista donde desgranaban cuestiones relativas a sus métodos de trabajo (costumbres y manías, sitios para escribir, hábitos, si escuchaban música o no mientras escribían, etc). Me resultaba estimulante ver los lugares donde “nacía todo”.
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Reportaje a Juan Marsé en su lugar de trabajo, con su biblioteca personal al fondo. Eso sí, no le pidas que sonría porque igual te muerde. |
Por aquella época, leía todo cuanto caía en mis manos. Devoraba la letra impresa con voraz glotonería; como un imitador del personaje de Augustus Gloop en la novela Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl, es decir, alguien incapaz de resistirse a la gula.
Leía mucho y muy variado. Sobre todo novelas y libros de relatos y cuentos cortos. Aquellos días los recuerdo como una etapa de “crecimiento y descubrimiento” continuo, añadiendo libros y autores a mi lista de favoritos. De esa etapa recuerdo disfrutar enormemente con novelas de Evelyn Waughn, Kenzaburo Oé, Milan Kundera, George Orwell —maravillosa su Rebelión en la granja—, Ernest Hemingway, Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina, Manuel Vázquez Montalbán, Italo Calvino, Ramón J. Sender, Paul Auster, Isabel Allende, Juan Rulfo —¡cómo olvidar su Pedro Páramo!—, John Kennedy Toole —considero La conjura de los necios uno de mis libros imprescindibles—, Alejandro Dumas, etc.
También descubrí autores de los que acabé buscando cuanto libro suyo caía a mi alcance, como Tom Sharpe, Luciano De Crescenzo, Groucho Marx, Woody Allen, Terenci Moix —sus novelas ambientadas en el Antiguo Egipto me enamoraron—, P.G. Wodehouse —del que llegué a encargar unas 20 novelas en una afamada librería de mi ciudad—, y Charles Bukowski, posiblemente el autor que más suelo releer.
Aquella revista y lo que en ella se mostraba es, en gran medida, la culpable de que yo decidiese convertirme en escritor profesional, es decir, en alguien que hace de la literatura su profesión, su manera de ganarse la vida —algo que cada día se pone más difícil—, vivir bajo techo —¡hay qué ver cómo se ha puesto de caro vivir bajo los puentes!—, llenar la cesta en el supermercado —con comida basura, que es la que podemos pagar sin dejarnos un riñón por el camino—, llenar el depósito de gasolina —¡todo un lujo!—, afrontar la factura de la luz —¡casi inasumible!—, y pagar impuestos —vaya, esto sí que lo sabemos hacer muy bien los pobres o la gente de estrato más humilde, ya que los ricos y las grandes empresas cuentan con grandes equipos de profesionales y leyes hechas a medida con las que poder escamotear impuestos y dejar de pagar “su parte”—.
En fin, que de algo me tenía que servir acumular porquerías en casa. ¿O no?