El domingo me desayunaba con la triste noticia del inesperado fallecimiento de mi querida y admirada Diane Keaton. Cuando leí el titular el corazón me dio un vuelco. Era como si hubiese muerto una entrañable amiga de la que hacía tiempo que no sabía nada.
Me acordé entonces de la primera peli suya que vi. Yo tenía entonces quince o dieciséis años. Por aquellos años, mediados de los ochenta, mi padre era propietario de un videoclub. Yo, cinéfilo empedernido desde temprana edad, aprovechaba esta circunstancia para llevarme a casa cuantas pelis cupiesen en mi mochila de estudiante. Los fines se semana me veía hasta cinco pelis, entre el sábado por la noche y el domingo.
En uno de esos aprovisionamientos cinéfilos de fin de semana, llevé a casa una peli de un tal Woody Allen con un curioso título en español, Sueños de un seductor (Play it again, Sam en su versión original).
Aquella peli me voló la cabeza. Conecté de inmediato con el humor absurdo y la fina ironía de aquel tipo menudo y desgarbado, y con una melena pelirroja casi tan larga como la que yo llevaba entonces —snif, ¡qué tiempos aquellos en los que lucía mi melena de joven rockero!—.
En aquella película, además de Allen, salía junto a él una joven preciosa y divertidísima que hacía el papel de mejor amiga del protagonista, y de la que al final Allen se acaba enamorando. Aún me sigo partiendo de risa con la descacharrante escena en la que Linda (Diane Keaton) y Dick (Tony Roberts), se presentan con una chica en el apartamento de Allen con intención de emparejarlos. Allen, nerviosísimo, no para de decir y hacer tonterías, hasta que en un momento dado hace un gesto casual, el disco de vinilo que tiene entre las manos sale disparado de su funda y se estrella contra una repisa destrozando lo que había en los estantes, él se apoya entonces en el respaldo de una mecedora, la mecedora cede y le mete un leñazo en la barbilla, y Allen, en un intento de normalizar aquel desastre, no para de pasarse la mano por el mechón de pelo rebelde que le tapa la frente. Dejando a un lado el efecto cómico de la escena en sí —digna de todo un maestro del slapstick del cine mudo—, lo que más gracia me hace es el vano intento de Diane y Roberts por aguantar la risa ante lo que acaban de presenciar.
A partir de aquella maravillosa película, fueron cayendo, una tras otra, cuantas pelis de Woody Allen se me pusieron a tiro. Al hacerlo, caí en la cuenta de una presencia, la de aquella actriz tan guapa, desenfadada y divertida, que parecía iluminar todas las escenas en las que salía.
La citada Sueños de un seductor, El dormilón, La última noche de Boris Grushenko, Annie Hall, Manhattan y Misterioso asesinato en Manhattan, son pelis que nunca me canso de ver. Incluso me gustó en Interiores, el primer intento de Allen por incursionar en el terreno del drama.
Volví a redescubrirla en El Padrino, de Francis Ford Coppola, en un papel a la altura de su inmenso talento. A partir de aquí la seguí en un montón de pelis haciendo todo tipo de papeles, desde intensos dramas a comedias ligeras, y todas ellas con una solvencia digna de una actriz de raza, de esas que, hagan lo que hagan, sabes que lo va a dar todo.
Un día, a principios de este milenio, alquilé en el videoclub una comedia de la que no sabía absolutamente nada. Diane Keaton compartía protagonismo con otro grande: Jack Nicholson. Completaban el reparto Amanda Peet, Frances McDormand y Keanu Reeves. Con un reparto así, plagado de estrellas, la cosa prometía. Y no me defraudó. Al contrario. Nada más verla, se convirtió en una de mis comedias románticas favoritas de todos los tiempos. La química que se establece entre Keaton y Nicholson es sencillamente maravillosa. Casualmente hace un par de meses la volví a ver por quinta o sexta vez, y volví a emocionarme con ella como el primer día.
Cuando hace unos años saltó a la primera plana de los tabloides el feo asunto del movimiento MeToo contra Woody Allen, instigado en buena medida por Mia Farrow y Ronan Farrow, el único hijo biológico de Allen y Mia, medio Hollywood le dio la espalda al director neoyorquino Incluso algunos actores y actrices que habían trabajado en el pasado con Allen renegaron de él, asegurando que no volverían a trabajar bajo sus órdenes si se lo pidiesen. Entre esos actores se encontraban nombres tan conocidos como Thimotée Chalamet, Greta Gerwig o Selena Gómez. Woody Allen sufrió los devastadores efectos de lo que se ha dado en llamar “cultura de la cancelación”, que consiste en una nueva inquisición cultural e ideológica donde al cancelado se le aplica un linchamiento público sin posibilidad de réplica. Entre las pocas voces que salieron en defensa del otrora aclamado y respetado cineasta se encontraba Diane Keaton, quien no dudó en mostrar públicamente su apoyo hacia su amigo con un contundente “sigo creyendo él”, demostrando así una lealtad sin fisuras.
Hace unas pocas horas he podido leer unas sentidas palabras que Woody Allen ha querido dedicar a su amiga en su despedida. “Hace unos días, el mundo era un lugar que incluía a Diane Keaton. Ahora es un mundo que no la incluye y, por lo tanto, es un mundo más deprimente. Aún así, su risa estruendosa aún resuena en mi cabeza. Sus películas permanecen. Su risa, también. Y eso basta para que el mundo siga siendo un lugar menos triste”.
El domingo fue un día triste para mí, pues me sentía como si hubiese perdido a una buena amiga de toda la vida, leal, inteligente y entrañable. Hoy me siento un poco mejor, pues sé que, mientras tenga tus películas, tu eterna sonrisa volverá a iluminar la pantalla de mi televisor.
Buen viaje, querida Annie.
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Preciosa foto que he encontrado en la red. |
Yo también he sentido mucho esta pérdida, como si de un amigo o pariente cercano se tratara. Y es que cuando se va alguien a quien has admirado durante mucho tiempo, lamentas de un modo muy especial que nos haya dejado. En este caso, podríamos hacer alusión a la canción de Los Del Río: cuando un amigo se va algo se muere en el alma. Y es que Diane Keaton era para mí una amiga virtual.
ResponderEliminarUn abrazo.
Totalmente de acuerdo, amigo Josep. Cuando ocurren estas cosas nos damos perfecta cuenta de los lazos emocionales y afectivos que los seres humanos establecemos con el arte y los artistas. Son gente a la que nunca, o casi nunca, conoceremos personalmente, pero con las que, a pesar de ello, establecemos una relación de cercanía en la distancia. En el caso de Diane, además, se dan varias circunstancias que hacen que su pérdida me haya tocado más de cerca: su estrecha colaboración en la primera etapa de Woody Allen -¡qué puedo decir sobre la admiración que profeso a este genio!-, la maravillosa vis cómica de Diane, su eterna sonrisa, y el hecho de que jamás haya leído o sabido de nadie que hablase mal de ella, ni como artista, ni como compañera, ni como amiga. Gente así hacen falta siempre. A los cinéfilos nos queda el consuelo de poder seguir viéndola y disfrutándola a través de sus películas.
EliminarUn abrazo, Josep.