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Le hizo gracia mi broma, lo que provocó que soltase una sonora risotada. Vi cómo le salía refresco de limón por la nariz. Pillé unas servilletas de la barra y se las pasé.
—Gracias —dijo mientras se limpiaba los restos de refresco de debajo de la nariz y la barbilla—. Yo es que no soy de aquí. Vivo en Lanzarote. De hecho, mañana me vuelvo. Vine hace un par de días para asistir a un curso de formación que imparte mi empresa. Allí coincidí con todos ellos —dijo señalando a su grupo—. Los conozco de dos días, así que tampoco sé mucho de ninguno. Sólo sé que la mayoría son de aquí, y que, al ser hoy el último día del curso, dos de ellos propusieron venir a tomar algo y disfrutar del ambiente.
—Y conocer al plasta —bromeé.
—Sí, claro. Y conocer al plasta, obviamente —dijo ella siguiéndome la broma.
No era la suya una belleza de modelo, es decir, fría e intimidante, sino más bien una belleza de chica normal, cálida y acogedora. Aunque, ahora que lo pienso, ese tipo de belleza, que es la que a mí más me interesa, de normal no tiene nada, ya que resulta muy difícil de ver. Me explicaré.
La belleza de modelo resulta demasiado evidente a la vista, por lo que no te cuesta nada advertirla. De hecho, lo difícil es no verla. Sin embargo, la otra, la belleza normal, es menos evidente, y necesitas fijar más la vista para percibirla. Todo esto, claro está, teniendo muy presente los gustos personales de cada uno, que ya sabemos que para eso se inventaron los colores.
Dicho esto, si me preguntas te diré que siempre he preferido la belleza normal frente a la otra, la despampanante. La razón es muy sencilla: siempre pienso, quizás de manera prejuiciosa, que tras una belleza despampanante no hay nada realmente interesante. O que al menos a mí me pudiese interesar. Comparo ese tipo de belleza con los decorados de cartón piedra de las antiguas películas de romanos de los años 60, los famosos péplum. Son pura fachada, sin nada detrás que lo sustente, salvo unos simples tablones de madera que evitan que el decorado se venga abajo y muestren lo que realmente son: una farsa. Por eso la belleza excesiva me intimida, sí, pero también me aburre.
Por cierto, no es malo tener prejuicios. Los prejuicios son como el miedo, un mecanismo de autodefensa que la genética pone a nuestro servicio para ir con cautela en la vida. Son como un pequeño recordatorio de que antes de confiar en alguien debemos indagar un poco, conocer a la otra persona, saber algo más de ella, antes de tomar cualquier tipo de decisión en uno u otro sentido. Un prejuicio se convierte en algo dañino cuando nos impide conocer a la otra persona, levantando un muro infranqueable entre esa persona y tú. Ahí sí que debemos tomarlo como algo pernicioso.
—Por cierto, aún no me he presentado. Me llamo Pedro.
—Yo Sam. De Samantha. Con «th» al final.
—Encantado, Samantha con «th» al final.
—Lo mismo digo, Pedro. A propósito, me gusta tu nombre.
—Gracias. A mí también me gusta. Me lo pusieron por mi abuelo, ¿sabes? También me gusta el tuyo, por cierto. No es un nombre muy habitual.
—No. No lo es. Y no sabría decirte por quién me lo pusieron, si es que me lo pusieron por alguien. Pero me gusta que lo hayan hecho.
—¿Ves? Hasta en eso somos dos bichos raros.
—¿Raros?
—No nos gustan los lugares petados de gente, ni la música salsa, ni nos divierte este tipo de movidas que parece gustarle a todo el mundo. Somos viejos en cuerpos de jóvenes, y, para colmo, nos sentimos cómodos con nuestros nombres.
—Ahora que lo dices. La verdad, no había caído en ello.
—Yo acabo de caer, no te creas. A ver si te piensas que me paso el día pensando en este tipo de cosas extrañas. Soy raro, pero sin pasarme.
—Está bien ser raro.
—¿Tú crees?
—Lo convencional es aburrido. Por previsible. Y repetitivo.
—Muy cierto. Habría que preguntarle al plasta qué opina él de todo esto.
—No, déjalo. Está bien donde está. ¿Y dónde está, por cierto?
Eché un vistazo alrededor, pero no lo vi.
—Ni idea. Igual ha ido al baño.
—O estará dándole la brasa a otra incauta.
—No te emociones. No te librarás tan fácilmente de Míster Plasta.
Samantha volvió a soltar una sonora carcajada.
—Me da la impresión de que éste es de piñón fijo. Hasta que no consiga su objetivo te va a seguir atacando como si no hubiese un mañana.
—Y yo seguiré ignorándolo. A ver quién se cansa antes.
—«Duelo de Titanes» —bromeé poniendo voz de tráiler cinematográfico—. Con Samantha con «th» al final en el papel de “la chica asediada”, y El Plasta en el papel de “el villano recalcitrante”. ¿Logrará el villano matar de aburrimiento a la protagonista? ¿Se librará la chica de caer en el tedio más absoluto? No se pierdan el desenlace de esta magnífica superproducción de andar por casa. Próximamente en los peores cines de la ciudad.
A estas alturas, las risotadas de Samantha casi lograban superponerse a la insufrible música salsa que seguía bombardeando mi cabeza desde los enormes altavoces que parecían estar por todas partes. O tal vez fuesen mis oídos, que aquella noche adquirieron el impresionante superpoder de elegir qué sonidos primaban sobre el resto. Sea como fuere, la risa de Samantha se me antojó mejor banda sonora que aquella "cosa" odiosa y machacona que sonaba a todo volumen.
—¿A qué te dedicas, Pedro?
—Soy contable.
—¿Contable? ¿Tú?
—¿Qué pasa? ¿No tengo cara de contable? Llevo gafas.
Se echó a reír.
—Eres gracioso. Y no es algo habitual en un contable. Yo asocio a los contables con seriedad, rigor, alergia a las bromas.
—Digamos que soy un contable atípico. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
—Trabajo en seguros.
—¿Seguro? —dije con sorna.
—Sí. Seguro —dijo ella entre risas.
—Por cierto, ¿no estarás siendo simpática conmigo con intención de colarme una de tus pólizas de seguro, verdad? Porque, de ser así, llamaré a mi no amigo el plasta y me vengaré de tu afrenta. Que lo sepas.
—Tranquilo. No pienso colarte nada. Tú y el plasta podéis estar tranquilos.
—Aunque, y que esto quede entre nosotros, si quieres extenderle una de tus pólizas al plasta, por mí no hay problema. Es más, si necesitas de mi complicidad, puedes contar con ella.
Y venga más risas.
—¿Ves? Por salidas como éstas no me creo que seas contable.
—Eso es porque no me has visto entre semana. Te aseguro que mi sentido del humor desaparece por completo. Como un taxi cuando más lo necesitas.
—Pues nada. Tendré que creerte.
—Gracias. Agradezco tu confianza.
La noche transcurrió así, entre chistes y bromas, hasta que Samantha se disculpó porque se tenía que marchar. A la mañana siguiente tenía que levantarse temprano para coger el vuelo de regreso a Lanzarote y no quería arriesgarse a perder el avión.
Confieso que más de una vez estuve a punto de pedirle su número de teléfono. Pero no lo hice. La razón es muy sencilla: en una de éstas me dijo que tenía pareja en Lanzarote, y eso me persuadió de no hacerlo.
Nos despedimos con un beso, casto y puro, en las mejillas. Y una sonrisa mutua.
Después de aquella noche, nunca más volví a saber de ella. Ni ella de mí. De esto hace ya casi veinticinco años, y, en este tiempo, he soñado más de una vez con aquella noche que se presumía anodina como pocas y resultó ser una de las más bonitas y memorables de mi vida, por imprevista y cargada de complicidad.
Claro que, en mi sueño, mi mente juguetona y traviesa prefiere cambiar el final de la historia. En ese final alternativo, Samantha y yo nos intercambiamos los teléfonos. Luego nos pasamos unos meses manteniendo largas y divertidas charlas telefónicas que, la mayoría de las veces, se alargan más allá de la medianoche, adentrándose en la madrugada. Y un día quedamos en vernos. Yo me subo a un avión aprovechando mis vacaciones de verano y ella va a recogerme al aeropuerto en su pequeño utilitario. Y, al reencontrarnos, volvemos a sonreír, como la noche en que nos conocimos.
En mi sueño, ella y yo acabamos juntos. Y juntos seguimos. Pero, a pesar de llevar tantos años casados, aún no se cree que yo sea contable.



