miércoles, 30 de septiembre de 2020

ETERNOS DESCONOCIDOS (Parte 2)


 

Para leer la primera parte, pincha aquí.


Le hizo gracia mi broma, lo que provocó que soltase una sonora risotada. Vi cómo le salía refresco de limón por la nariz. Pillé unas servilletas de la barra y se las pasé.

Gracias —dijo mientras se limpiaba los restos de refresco de debajo de la nariz y la barbilla—. Yo es que no soy de aquí. Vivo en Lanzarote. De hecho, mañana me vuelvo. Vine hace un par de días para asistir a un curso de formación que imparte mi empresa. Allí coincidí con todos ellos —dijo señalando a su grupo—. Los conozco de dos días, así que tampoco sé mucho de ninguno. Sólo sé que la mayoría son de aquí, y que, al ser hoy el último día del curso, dos de ellos propusieron venir a tomar algo y disfrutar del ambiente.

Y conocer al plasta —bromeé.

Sí, claro. Y conocer al plasta, obviamente —dijo ella siguiéndome la broma.

No era la suya una belleza de modelo, es decir, fría e intimidante, sino más bien una belleza de chica normal, cálida y acogedora. Aunque, ahora que lo pienso, ese tipo de belleza, que es la que a mí más me interesa, de normal no tiene nada, ya que resulta muy difícil de ver. Me explicaré.

La belleza de modelo resulta demasiado evidente a la vista, por lo que no te cuesta nada advertirla. De hecho, lo difícil es no verla. Sin embargo, la otra, la belleza normal, es menos evidente, y necesitas fijar más la vista para percibirla. Todo esto, claro está, teniendo muy presente los gustos personales de cada uno, que ya sabemos que para eso se inventaron los colores.

Dicho esto, si me preguntas te diré que siempre he preferido la belleza normal frente a la otra, la despampanante. La razón es muy sencilla: siempre pienso, quizás de manera prejuiciosa, que tras una belleza despampanante no hay nada realmente interesante. O que al menos a mí me pudiese interesar. Comparo ese tipo de belleza con los decorados de cartón piedra de las antiguas películas de romanos de los años 60, los famosos péplum. Son pura fachada, sin nada detrás que lo sustente, salvo unos simples tablones de madera que evitan que el decorado se venga abajo y muestren lo que realmente son: una farsa. Por eso la belleza excesiva me intimida, sí, pero también me aburre.

Por cierto, no es malo tener prejuicios. Los prejuicios son como el miedo, un mecanismo de autodefensa que la genética pone a nuestro servicio para ir con cautela en la vida. Son como un pequeño recordatorio de que antes de confiar en alguien debemos indagar un poco, conocer a la otra persona, saber algo más de ella, antes de tomar cualquier tipo de decisión en uno u otro sentido. Un prejuicio se convierte en algo dañino cuando nos impide conocer a la otra persona, levantando un muro infranqueable entre esa persona y tú. Ahí sí que debemos tomarlo como algo pernicioso.

Por cierto, aún no me he presentado. Me llamo Pedro.

Yo Sam. De Samantha. Con «th» al final.

Encantado, Samantha con «th» al final.

Lo mismo digo, Pedro. A propósito, me gusta tu nombre.

Gracias. A mí también me gusta. Me lo pusieron por mi abuelo, ¿sabes? También me gusta el tuyo, por cierto. No es un nombre muy habitual.

No. No lo es. Y no sabría decirte por quién me lo pusieron, si es que me lo pusieron por alguien. Pero me gusta que lo hayan hecho.

¿Ves? Hasta en eso somos dos bichos raros.

¿Raros?

No nos gustan los lugares petados de gente, ni la música salsa, ni nos divierte este tipo de movidas que parece gustarle a todo el mundo. Somos viejos en cuerpos de jóvenes, y, para colmo, nos sentimos cómodos con nuestros nombres.

Ahora que lo dices. La verdad, no había caído en ello.

Yo acabo de caer, no te creas. A ver si te piensas que me paso el día pensando en este tipo de cosas extrañas. Soy raro, pero sin pasarme.

Está bien ser raro.

¿Tú crees?

Lo convencional es aburrido. Por previsible. Y repetitivo.

Muy cierto. Habría que preguntarle al plasta qué opina él de todo esto.

No, déjalo. Está bien donde está. ¿Y dónde está, por cierto?

Eché un vistazo alrededor, pero no lo vi.

Ni idea. Igual ha ido al baño.

O estará dándole la brasa a otra incauta.

No te emociones. No te librarás tan fácilmente de Míster Plasta.

Samantha volvió a soltar una sonora carcajada.

Me da la impresión de que éste es de piñón fijo. Hasta que no consiga su objetivo te va a seguir atacando como si no hubiese un mañana.

Y yo seguiré ignorándolo. A ver quién se cansa antes.

«Duelo de Titanes» —bromeé poniendo voz de tráiler cinematográfico—. Con Samantha con «th» al final en el papel de “la chica asediada”, y El Plasta en el papel de “el villano recalcitrante”. ¿Logrará el villano matar de aburrimiento a la protagonista? ¿Se librará la chica de caer en el tedio más absoluto? No se pierdan el desenlace de esta magnífica superproducción de andar por casa. Próximamente en los peores cines de la ciudad.

A estas alturas, las risotadas de Samantha casi lograban superponerse a la insufrible música salsa que seguía bombardeando mi cabeza desde los enormes altavoces que parecían estar por todas partes. O tal vez fuesen mis oídos, que aquella noche adquirieron el impresionante superpoder de elegir qué sonidos primaban sobre el resto. Sea como fuere, la risa de Samantha se me antojó mejor banda sonora que aquella "cosa" odiosa y machacona que sonaba a todo volumen.

¿A qué te dedicas, Pedro?

Soy contable.

¿Contable? ¿Tú?

¿Qué pasa? ¿No tengo cara de contable? Llevo gafas.

Se echó a reír.

Eres gracioso. Y no es algo habitual en un contable. Yo asocio a los contables con seriedad, rigor, alergia a las bromas.

Digamos que soy un contable atípico. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

Trabajo en seguros.

¿Seguro? —dije con sorna.

Sí. Seguro —dijo ella entre risas.

Por cierto, ¿no estarás siendo simpática conmigo con intención de colarme una de tus pólizas de seguro, verdad? Porque, de ser así, llamaré a mi no amigo el plasta y me vengaré de tu afrenta. Que lo sepas.

Tranquilo. No pienso colarte nada. Tú y el plasta podéis estar tranquilos.

Aunque, y que esto quede entre nosotros, si quieres extenderle una de tus pólizas al plasta, por mí no hay problema. Es más, si necesitas de mi complicidad, puedes contar con ella.

Y venga más risas.

¿Ves? Por salidas como éstas no me creo que seas contable.

Eso es porque no me has visto entre semana. Te aseguro que mi sentido del humor desaparece por completo. Como un taxi cuando más lo necesitas.

Pues nada. Tendré que creerte.

Gracias. Agradezco tu confianza.

La noche transcurrió así, entre chistes y bromas, hasta que Samantha se disculpó porque se tenía que marchar. A la mañana siguiente tenía que levantarse temprano para coger el vuelo de regreso a Lanzarote y no quería arriesgarse a perder el avión.

Confieso que más de una vez estuve a punto de pedirle su número de teléfono. Pero no lo hice. La razón es muy sencilla: en una de éstas me dijo que tenía pareja en Lanzarote, y eso me persuadió de no hacerlo.

Nos despedimos con un beso, casto y puro, en las mejillas. Y una sonrisa mutua.

Después de aquella noche, nunca más volví a saber de ella. Ni ella de mí. De esto hace ya casi veinticinco años, y, en este tiempo, he soñado más de una vez con aquella noche que se presumía anodina como pocas y resultó ser una de las más bonitas y memorables de mi vida, por imprevista y cargada de complicidad.

Claro que, en mi sueño, mi mente juguetona y traviesa prefiere cambiar el final de la historia. En ese final alternativo, Samantha y yo nos intercambiamos los teléfonos. Luego nos pasamos unos meses manteniendo largas y divertidas charlas telefónicas que, la mayoría de las veces, se alargan más allá de la medianoche, adentrándose en la madrugada. Y un día quedamos en vernos. Yo me subo a un avión aprovechando mis vacaciones de verano y ella va a recogerme al aeropuerto en su pequeño utilitario. Y, al reencontrarnos, volvemos a sonreír, como la noche en que nos conocimos.

En mi sueño, ella y yo acabamos juntos. Y juntos seguimos. Pero, a pesar de llevar tantos años casados, aún no se cree que yo sea contable.




miércoles, 23 de septiembre de 2020

ETERNOS DESCONOCIDOS (Parte 1)

 



Ocurrió de forma inesperada; lo cual, ahora que lo pienso, fue la mejor manera en que pudo haber ocurrido. Cero expectativas, cero nervios en las horas previas, cero inquietud de espíritu ante la incertidumbre de algo que puede o no puede suceder.

Un buen amigo de entonces celebraba su despedida de soltero. Nada escandaloso, ya lo avanzo. De hecho, puedo afirmar con rotundidad que fue la despedida de soltero más sosa a la que he asistido. No he asistido a muchas, ésa es la verdad. Sólo a tres. Y de las tres, aquella fue la más sosa. Al menos inicialmente.

Mi amigo había optado por celebrar su despedida en un bar de copas. Para ello había invitado a sus compañeros de trabajo, a los que yo no conocía de nada al margen de las anécdotas del curro que mi amigo me contaba. Así que, a excepción de mi amigo, yo no conocía a nadie. Y ellos tampoco me conocían a mí.

Llegué al bar a la hora acordada. Encontré a mi amigo en la barra con un par de tíos. Supuse que se trataba de los compañeros de curro de los que tanto me había hablado. Acerté en mi suposición. Mi amigo hizo las presentaciones de rigor, tras lo cual, ocupamos una mesa libre y pedimos unas cervezas.

Al segundo sorbo comenzaron los chistes y las bromas. En ese terreno siempre me he sentido bastante seguro de mí mismo. Hasta donde mi memoria alcanza, siempre me he sentido cómodo haciendo bromas y observaciones graciosas. Es como una especie de don, de habilidad social, que me sale de forma innata y que nunca he intentado indagar sobre su procedencia. Supongo que el que es bueno en aritmética tampoco se pregunta de dónde le viene esa habilidad para hacer cálculos complejos sin esfuerzo aparente. Simplemente lo hace y ya está. Pues yo, igual. Hago chistes y bromas sin saber de dónde salen. Simplemente las hago, y ya está.

Pronto, al cuarteto inicial, es decir, mi amigo, sus dos compañeros de curro y yo, se nos unieron otros dos compañeros de curro de mi amigo. Según me confirmaron, ya estábamos todos.

A la segunda ronda de cervezas alguien sugirió ir a una terraza que habían instalado por la zona de los muelles. A todos les pareció bien. A mí no tanto. No me gustan las aglomeraciones, ni la música que suelen poner en esos sitios. Y algo me decía que esa terraza iba a estar petada de gente y con la música salsa, que detesto, a toda pastilla.

Obviamente, al ser minoría, no tuve más remedio que ceder. Tampoco era cuestión de poner pegas a algo en lo que todos, incluido mi amigo, parecían estar de acuerdo. Era eso o largarme. Y, la verdad, preferí esforzarme un poco y no ir de aguafiestas por la vida. Al menos aquella noche, cuyo protagonista era mi amigo y no yo.

Mi intuición la clavó. El sitio estaba petado de gente y la música salsa sonaba demasiado alta.

Nos acercamos a la barra. Pedimos algo y nos apalancamos alrededor de la barra, que, curiosamente, era donde menos gente se congregaba. La mayoría de la peña se apelotonaba alrededor de la gran pista de baile, que cubría la mayor parte del recinto.

Yo me busqué sitio en una esquina de la barra y me entretuve echando miradas furtivas aquí y allá, mientras en mi cabeza planeaba una excusa perfecta que me permitiese escapar de allí cuando me sintiese superado por el aburrimiento.

A mi izquierda, a un par de metros de distancia, había una chica que me llamó la atención al instante. Apoyada en la barra, tenía idéntica cara de aburrimiento a la mía. Me sentí hermanado al instante con aquella chica y su aburrimiento.

Por desgracia, no fui el único que se fijó en ella. Uno de los colegas de mi amigo también lo hizo. Y, aunque procuré que no se me notase, me jodió que fuese él y no yo quien rompiese el hielo dirigiéndose a la chica aburrida.

Como la música sonaba altísima me fue imposible escuchar lo que se dijeron. Sólo sé que ella le dedicó una tímida sonrisa de compromiso. Conozco ese tipo de sonrisa. La he padecido durante muchos años. Tantas, que me considero un experto. Es la clásica sonrisa con la que una chica te está diciendo: «Lo siento, pero no me interesas. Pero como soy una buena persona y no me gusta ir por ahí rompiendo ilusiones ni creando mal rollo, te dedico esta media sonrisa con la esperanza de que te busques a otra a la que dar la brasa y me dejes a mí en paz».

El colega de mi amigo resultó no ser tan experto en sonrisas como yo, por lo que, ignorando el mensaje, siguió dándole la brasa a la chica aburrida.

De vez en cuando la chica aburrida y yo nos cruzábamos las miradas. Y, al tiempo que nos mirábamos, nos sonreíamos mutuamente. En su sonrisa yo quise advertir una especie de mensaje cifrado, en plan: «Por favor, ¿le puedes decir al plasta de tu amigo que no me interesa y que me deje en paz de una puñetera vez?».

En una de estas, aprovechando que el plasta se había separado unos metros para meter baza en la conversación que estaban manteniendo mi amigo y sus otros compañeros de curro, me armé de valor y me acerqué a la chica aburrida. Como la música seguía sonando a toda pastilla, le hice señas para que acercase su oreja a mis labios.

Creo que le gustas a este tío. Y antes de que pienses lo que no es, déjame decirte que no es mi amigo.

Ella sonrió. Luego me hizo señas para que esta vez fuese yo quien acercase mi oreja a sus labios.

Pues siento decepcionarte —dijo ella—, pero a mí no me gusta nada de nada este tío del que dices que no es tu amigo.

Sonreí. Y ella me devolvió la sonrisa. De repente, sentí que ambos dejábamos a un lado el aburrimiento.

Volví a acercarme a ella.

Te juro que no es mi amigo. Hablo en serio.

Tranquilo. Te creo —dijo ella.

Y otra cosa, déjame decirte que supuse que no te gustaba este tío.

¿Qué te hace estar tan seguro?

Porque es un plasta. Y tú tienes cara de no soportar a los plastas.

¿Y qué cara se supone que tengo?

De chica inteligente, que sabe lo que le gusta y lo que no. Y está claro que a una tía inteligente no le van los plastas. O no sería inteligente. Es de cajón.

A propósito, si ese tío no es tu amigo, ¿por qué estáis juntos?

Es una larga historia.

No sé si te has dado cuenta, pero, ahora mismo no tengo nada mejor que hacer.

Ni yo. ¿De verdad quieres saberlo?

Sí, por favor. Me muero de aburrimiento.

Ya antes había notado que la chica no estaba sola. Parecía formar parte de un grupo de chicos y chicas que pululaban a su alrededor. Aunque, eso sí, ella parecía no prestarles mucha atención. De ahí su cara de aburrimiento.

¿Y tus amigos? —dije señalando con la mirada al grupo.

Tampoco son amigos míos. También es otra larga historia.

No me digas.

Si te digo. Si quieres, te cuento mi historia. Pero antes, prefiero oír la tuya.

Vale. Me acabo esta cerveza, me pido otra y seguimos hablando. ¿Quieres tú algo?

No. Con este refresco de limón tengo para rato.

Vale.

Así que liquidé de un trago lo que quedaba de cerveza y pedí otra. Afortunadamente, el camarero se mostró bastante diligente, por lo que en menos de nada ya tenía una nueva cerveza en la mano.

¿Por dónde íbamos?

Ibas a contarme qué pintas tú en medio de ese grupo de gente que no son tus amigos —dijo ella.

Cierto. Pues mira...

Me disponía a contarle mi historia cuando el plasta, inasequible al desaliento, volvió a la carga.

Perdona —me dijo, mientras pasaba por mi lado hasta a acercarse a la chica.

A esas alturas de la película, sabiendo lo que ya sabía, decidí tomármelo con filosofía. Así que evité interponerme y dejé que el plasta le comiese la oreja a la chica, mientras, sin que él me viese, le dedicaba sonrisas cómplices a ella. Luego de un breve intercambio de frases, el plasta regresó a su grupo de colegas del curro y yo volví a ocupar mi lugar.

La chica me hizo gestos para que me acercase.

¡Jesús, qué pesado es!

Me hizo gracia el comentario. Solté una sonora risotada.

Venga, cuéntame tu historia. A ver si así se me pasa el mal rollo de tu no amigo.

Vale —dije riendo—. ¿Ves a ese tío de ahí, el de la camisa verde? Es mi amigo. Nos conocemos desde 7º de EGB. Resulta que se casa la semana que viene, y ésta es su despedida de soltero.

¿Y los otros tíos?

Son compañeros del curro de mi amigo.

Incluido el plasta —dijo ella.

Incluido el plasta —confirmé yo—. De hecho, los acabo de conocer esta noche. Y, como habrás podido deducir, me aburro como una ostra con ellos.

Ahora me cuadra todo.

Es más, te confieso que llevo rato intentando inventar una excusa para largarme a mi casa antes de que el aburrimiento me acabe hundiendo en la miseria. No soporto los sitios abarrotados y, espero no ofenderte, pero odio esta música. No es mi rollo.

Para nada me ofendes. A mí tampoco me va este tipo de movidas. Yo soy más de pubs de ambiente tranquilo y relajado, donde se pueda tomar algo mientras conversas.

Menos mal. A veces pienso que soy un viejo en el cuerpo de un joven. ¿Te suena el concepto «viejoven»?

Claro —dijo ella entre risas—. Ya somos dos.

Y dime, abuela, ¿cuál es tu historia?


(continuará)



miércoles, 16 de septiembre de 2020

CUESTIÓN DE ESTADÍSTICAS

 

Aunque no es la moto del socio de mi padre, se le parece bastante

Acabo de recibir un correo con las estadísticas semanales de mi página en feisbuc. Y son las siguientes:


Alcance de las publicaciones: -400%

Interacción con las publicaciones: -950%

Nuevos “me gusta” de la página: -750%


Ante semejantes cifras, los de feisbuc me recomiendan que les pague por promocionar mis entradas o que alquile una moto y vaya pregonando mis publicaciones de barrio en barrio, como hacían los antiguos afiladores. Incluso me han aconsejado que vaya a un chino y me compre una flauta de pan para avisar a los vecinos de mi llegada.

Yo me he negado. No porque me de vergüenza dar gritos. Bueno, sí, me da un poco de vergüenza dar gritos en plena calle. Prefiero dar gritos en la ducha, mientras hago una penosa imitación de Ian Gillan cantando clásicos de Deep Purple.

Si me he negado ha sido por lo de la moto. No me gustan las motos. Me dan yuyu.

Recuerdo hace muchos años, siendo yo un adolescente, que mi padre y su socio me pidieron que acompañase a este último al local de un distribuidor que quedaba por la zona del Puerto, con intención de adquirir unas pelis para el videoclub. Da la casualidad que, de los tres, yo era el que más sabía de cine —era un cinéfilo empedernido—, y se fiaban más de mi criterio que del suyo.

Total, que el socio de mi padre me dijo de subirme con él en su moto. Recuerdo que era una Suzuki baja y ancha, de color amarillo y potente motor, que hacía un ruido de la leche cuando lo encendías.

Yo nunca había subido en moto, por lo que no sabía lo que me esperaba. Desde luego, de haberlo sabido, ni de coña me habría subido a aquella moto. Y menos con aquel loco al volante.

«Agárrate fuerte a mí», me dijo, «Y relájate, hombre, que te noto tenso».

Cómo para no estarlo. No tardé ni cero coma en darme cuenta que aquel hombre era un peligro a las dos ruedas. Lo supe desde el momento en que, en mitad de un atasco, no dudó en subirse a la acera y sortear el tráfico y los peatones. La madre que lo parió. En mi vida había pasado tanto miedo como entonces.

Desde ese día le cogí fobia a las motos. Así que cuando los de feisbuc me propusieron lo de la moto para anunciar mis publicaciones, les dije que no.

Paso de la moto. Prefiero ir andando —propuse.

Hombre, puedes ir andando si lo deseas —dijeron ellos—, pero no vas a llegar a mucha gente. Más o menos como ahora.

¿Y qué alternativas tengo?

Podrías hacer clickbait.

¿Y eso «qué es lo que es»?

El clickbait o ciberanzuelo consiste en crear contenido aparentemente interesante usando titulares de impacto de manera sensacionalista y engañosa para atraer la mayor proporción de clics posibles.

Supongo que os referís a esos titulares de prensa tipo “¡HALA, MIRAD LO QUE LE HA PASADO A TAL O CUAL FAMOSO O FAMOSA EN EL APARCAMIENTO DE UN CENTRO COMERCIAL MIENTRAS METÍA LAS BOLSAS DE LA COMPRA EN EL PORTAEQUIPAJES DE SU COCHE Y QUE PODRÍA ARRUINAR SU CARRERA!”. Entonces vas, pinchas en la noticia y, tras varios párrafos de una insulsez que tira de espaldas, te enteras que “lo que le ha pasado y que podría arruinar su carrera” es que pilló un paquete de cereales con gluten, así, a posta, sólo por joder.

Eso es la punta del iceberg. Hoy día todos lo hacen, no sólo ellos. Fíjate en todos esos blogueros que escriben titulares de impacto tipo «50 formas de mejorar en tu escritura», o «Cómo atraer lectores a tu blog aunque lo que escribas sea una puta mierda», o «Cómo publicar con una gran editorial, que no se gaste ni un duro en promoción porque no eres un famosete de los que sale en la tele, que tu libro no se venda una mierda y que la gran editorial rescinda tu contrato y te mande al carajo en menos que canta un gallo».

Sí, me suena.

¿Has leído alguno de esos libros escritos por famosetes?

Leí el de Mario Vaquerizo.

¿Y?

¿De verdad queréis saberlo?

Sí.

Me pareció vulgar. Repleto de «maricón», «cariño», «amiga». Literal. Admito que mientras lo leía pensaba que el corrector o correctora se había tomado unas vacaciones, o que se había suicidado ante semejante colección de chuminadas.

Por curiosidad, ¿qué te llevó a leer semejante engendro?

En primer lugar, como lector y autor de mis propias obras, considero fundamental leer de todo, incluso aquello que, en principio, no me atrae en absoluto. Sólo así se aprende: de lo bueno y lo malo, además de formar nuestro criterio. En segundo luegar, quería saber qué leía la gente, por dónde van los tiros, tomarle el pulso a los lectores...

¿Y lo averiguaste?

Honestamente, no creo que quien haya comprado ese libro o similares sean lectores habituales. Si compran este tipo de libros no es porque les guste leer, sino por aparentar, seguir la moda —de la insulsez, me temo—, buscar algo ligero para leer en el váter o en la consulta del dentista, o para hacer bulto en la estantería de su salón, entre revistas de decoración, moda o chismorreos. Antes se hacía con los premios Planeta, que la gente los compraba porque quedaban bien para adornar las estanterías del salón-comedor, o para dar el pego ante tus amistades haciendo ver que eras alguien leído. Ahora, los premios Planeta han sido sustituidos por libros de famosos que no saben escribir y que encargan a otros que lo hagan, tipo Belén Esteban o Ana Rosa Quintana, o que lo que escriben sea una memez, como el de Mario Vaquerizo.

El mundo ha cambiado, chaval. Y cuanto antes lo asumas, mejor para ti.

¿Eso qué quiere decir?

Pues que igual deberías plantearte cambiar de registro. Dar un giro a tu escritura. Escribir cosas que vendan.

Eso es prostituirse. Y yo no me metí en esto para prostituirme. Para eso me hago negro literario de políticos que no saben hacer una o con un canuto —que los hay a porrillo— o guionista de programas de humor presentados por gente que no tiene puñetera gracia —que también los hay a porrillo—.

Ya que estamos, resuelve una duda, ¿por qué te metiste en esto de escribir?

Principalmente para escapar del aburrimiento. La vida, en esencia, me parece aburrida. Así que utilizo el arte y mi creatividad para escapar del aburrimiento. Y, a partir de aquí, procuro divertirme la mayor parte del tiempo que me paso escribiendo. En ocasiones sufres. Todo proceso creativo viene acompañado de pequeñas dosis de sufrimiento. Pero eso es bueno. Si consigues superar eso y sacar adelante algo que merezca realmente la pena, el orgullo que te invade cuando ves el resultado de tu esfuerzo es algo indescriptible.

¿Y qué otras razones tienes para escribir?

Tratar temas que me interesan o me obsesionan. O me emocionan. Y conseguir que otros disfruten o pasen buenos ratos con las cosas que escribo. Me encanta recibir mensajes privados de gente que me agradece el haber conseguido que aparquen, aunque sea momentáneamente, cosas desagradables que les pasan en la vida. ¿Y sabes lo más curioso de todo? Pues que yo soy el primero que escribo para aparcar, aunque sea momentáneamente, cosas desagradables que me pasan en la vida.

¿Sabes qué?

Qué.

Sigue escribiendo, tío. Aunque no te lea casi nadie. Aunque tus publicaciones sigan alcanzando un -400% de impactos, o que tus estadísticas muestren un -950% de interacciones. Tú, sigue. No lo dejes.

Gracias.

A ti.


 


martes, 8 de septiembre de 2020

UN REPASITO A LA ACTUALIDAD

 

                                  Esperanza Gracia haciendo cosas raras con las manos


Hace unos días leía en prensa que, según un informe del Banco de España, los pensionistas reciben de media un 74% más de lo que cotizaron.

Supongo que se refieren a los políticos o cargos públicos. Siendo así, hasta poco me parece. Con sólo cotizar una legislatura ya tienen la pensión asegurada. ¡Y qué pensión, amigos! Nada de mileuristas ni mierdas de esas. Eso es para los mindundis.

Normal que alguno soltase lágrimas —de alegría, obviamente— el día que ocupó su sillón de diputado. Por dentro debía estar pensando: «¡Ostras, no me lo puedo creer, lo conseguí! Ya tengo la vida solucionada. ¡Pero qué lela es la gente, coño! Se creen todas las chorradas que suelta uno por esta boquita que Karl Marx me ha dado. Bendita ingenuidad, carajo».

También leo que Alemania, la todopoderosa Alemania, ese ejemplo de orden y eficacia, esa cuna de disciplina y autogestión, ese modelo de seriedad y rigor, ha registrado hasta 1.500 contagios por Covid19 en un día. Según el artículo, hacía tres meses que no sucedía algo parecido. ¡Y esto en Alemania!

¿Recordáis aquella teoría cargada de buenas intenciones que algunos iluminados soltaban por la tele en los primeros días de confinamiento y que auguraban que «de esta crisis vamos a salir todos reforzados, siendo mejores personas»? Y lo decían sin reírse, ojo. Lo decían en serio. Hasta con una tímida lagrimilla asomando por sus humedecidos ojos, supongo que emocionados por las bestiales audiencias que estaban logrando, con todo el mundo pegado a la pantalla del televisor, pendientes de sus chorradas.

Claro, luego empezaron las primeras concesiones. La primera fue dejar salir a los menores de 8 años acompañados por los padres, aunque manteniendo las distancias mínimas de seguridad con otros niños y otros padres. Y no había pasado ni una hora de aquello cuando Internet y los informativos de la tele se empezaron a llenar de imágenes con fotos donde se veían grupos de padres apelotonados alrededor de bancos de parque, fumando y riendo como si no hubiese un mañana, mientras los niños de unos y de otros se mezclaban, correteaban, se abrazaban, se reían y jugaban juntos y revueltos.

Luego fueron sucediéndose las distintas fases del desconfinamiento, hasta desembocar en esta «nueva normalidad», en la que los gobiernos se afanan por instaurar unas normas que ellos son los primeros en saltarse —aún no se me ha borrado la imagen de Bolsonaro, sin mascarilla y sin guardar distancia de seguridad ni leches, con un par, dándose un baño de masas en un aeropuerto de Brasil, llevado a hombros por un tipo que supongo que no tenía nada mejor que hacer en ese momento que cargar con ese menda lerenda—.

Todos los días los medios se hacen eco de conflictos aquí y allá, discusiones, peleas, amenazas, etc, entre gente que pasa de seguir las normas y se niegan a llevar mascarilla donde es preceptivo llevarla y gente que les recriminan su insolidaridad. Incluso gente que muerde en el culo al policía que la va a detener por incumplir la ley.

Mejores personas. Sí, ya. Como adivinos están a la altura de “eminencias” de la talla de Rappel y Esperanza Gracia.

Por cierto, hablando de esta última, ¿habéis visto esas promos en televisión protagonizadas por esta buena mujer y que suelen programar de madrugada? En esos vídeos, de una cutrez que tira de espaldas, sale esta “adivina” recitando: «Hola. Soy Esperanza Gracia. Si hay algo que te inquieta, te atormenta y te perturba...». Acompaña a esas frases de unos ridículos movimientos, podríamos decir ¿teatrales? Sí, teatrales. Pero de teatro del malo. A mí me dan una grima del quince. Y hasta del dieciséis. Fijaos si me dan grima.

Y sí, lo admito, todo en esa mujer “me inquieta, me atormenta y me perturba”. Por eso no le hago ni puto caso.

Más cositas.

Los medios se han hecho eco, eco, eco del escándalo del emérito. Todos los días, a todas horas y en todo tipo de programas —de información, de entretenimiento, de desinformación— ahí está el temita dando juego.

Pero oye, bien, sólo han tardado cuarenta años en destapar y denunciar las supuestas trapisondas del personaje. Lástima que a ninguna cadena se le haya ocurrido poner de banda sonora la famosa ranchera El rey, de Alejandro Lora Serna. ¿Recordáis la letra?


Con dinero y sin dinero

hago siempre lo que quiero

y mi palabra es la ley

No tengo trono ni reina

ni nadie que me comprenda

pero sigo siendo el rey

Repasando esta letra, creo que hay muchos más “reyes” que el emérito campando a sus anchas por este país nuestro —y cada día de más gente—. Sin ir más lejos, ahí tenemos lo ocurrido durante los mismos cuarenta años en ese “país pequeño de ahí arriba, en la esquinita del mapa”, como decía el “amigo” Pep Guardiola. Y debe ser un mal endémico de nuestro mapa genético, pues da igual que seas de derechas, de izquierdas, de centro, de arriba o de abajo, pues, al final, la única ideología que todos estos defienden es la del «dinero pa' mí, y maricón el último».

Si no fuese políticamente incorrecto, deberían usarlo como eslogan electoral: “El dinero pa' mí, y maricón el último”.

Por supuesto, cuando hablo de “incorrección política” me refiero a lo de decir la verdad, ya que es de dominio público y notorio que en primero de política el primer mandamiento es “no decir nunca, jamás, la verdad, así te maten”. El segundo mandamiento es “mentir sin que se te note”. Si cumples con esos dos preceptos, ya estás más que listo para hacer carrera en política.

Más cosas.

Sigo alucinando con la pasta que se están ahorrando en peluquería con el programa de Sonsoles Ónega. ¿Esta buena mujer sabe que hay peines, verdad?

También sigo alucinando —pero menos— con la mala educación mostrada por los tertulianos, invitados, presentadores y colaboradores que salen a diario en los programas de la tele. Se pisan entre ellos cuando hablan, se gritan, se insultan, se enfadan y se desenfadan, y compiten afanosamente por mostrar sin pudor su ignorancia supina en los temas que tratan —ahora resulta que todos son eminencias en epidemiología y se han sacado el título de microbiología entre anuncio y anuncio. Y eso que, a juzgar por lo que hablan, intuyo que la mayoría no aprobaría un examen de primero de la ESO—.

En fin, seguiré alucinando. Porque, la realidad siempre, siempre, siempre supera la mayor de las ficciones.