jueves, 12 de junio de 2025

LECTURAS OSCURAMENTE DIVERTIDAS

About - Arto Paasilinna
Imagen del escritor finlandés Arto Paasilinna (1942-2018)


Hará cosa de unos meses publiqué en este mismo blog un post en el que disertaba en torno a los límites del humor, esa especie de censura inquisitorial impuesta por los talibanes de la corrección política.

Mi postura —normalmente horizontal, más por vagancia que por otra cosa—, no ha variado un ápice desde entonces. Aún sigo pensando y defendiendo que el límite lo ha de poner cada uno, de forma individual, atendiendo a sus principios éticos y morales, su nivel de tolerancia y su apreciación personal en cuanto a lo que considere gracioso o no.

No todos tenemos el mismo sentido del humor. Es más, conozco a mucha gente que carece totalmente de tal sentido, lo cual, bajo mi punto de vista, no hace sino restarle sentido a su existencia misma. Sin humor para poder hacer frente a las mierdas que nos asolan día sí y día también, la vida me parecería un padecimiento continuo. Lo del “padecimiento continuo” se lo he tomado prestado a Charles Bukowski, que decidió titular así uno de sus libros de poemas.

Así pues, sentadas las bases de lo que para mí significa la capacidad del ser humano de poder reírse de todo, o casi todo —yo también tengo mis límites—, hoy vengo a hablaros de dos novelas que he leído recientemente y que podrían ser calificadas de políticamente incorrectas. O sea, que además de divertidas seguro que molestarán a esos que se molestan por todo. Pobrecitos. Menuda birria de vida se ven obligados a vivir.

Ahí van.

LA TIENDA DE LOS SUICIDAS: 00000 (BRUGUERA) : Teule, Jean, CLAVEL ...
 

LA TIENDA DE LOS SUICIDAS de Jean Teulé

Escrita con un estilo ágil y directo, la novela de Jean Teulé (1953-2022) gira en torno a una familia —los Tuvache—, que regentan una tienda donde venden todo tipo de artículos para suicidas, desde sogas y soportes adaptados a todo tipo de pesos y fisonomías a caramelos envenenados.

La acción se sitúa en un futuro distópico donde el cambio climático ha hecho estragos en la sociedad y la mayor parte de la población vive deprimida y sin ganas de vivir. Ante semejante panorama, la tienda de los Tuvache se erige como un oasis en mitad del desierto de la desesperación. El pintoresco eslogan de la tienda reza así: “¿Has fracasado en tu vida? Con nosotros triunfarás en tu muerte”.

La familia es bastante peculiar. Compuesta por padre, madre y tres hijos, todos parecen remar en la misma dirección: ofrecer al suicida una solución eficaz y definitiva a su deseo de acabar cuanto antes con su sufrimiento.

Todos los miembros de la familia tienen nombres de famosos suicidas. El padre se llama Mishima, por Yukio Mishima, un celebrado escritor japonés que decidió quitarse la vida a los 45 años; la madre lleva por nombre Lucréce, en honor a Lucrecia, una noble romana que optó por clavarse un puñal en el pecho tras ser víctima de una violación por parte del hijo del rey Sixto Tarquinio el Soberbio. Los tres hijos del matrimonio llevan por nombre Vincent, por Vincent Van Gogh, Marilyn, por Marilyn Monroe, y Alan, por Alan Turing, todos ellos célebres suicidas.

El negocio va viento en popa. La familia vive y trabaja unida en un objetivo común: ayudar a los suicidas a cumplir con su deseo de acabar con sus tristes y miserables vidas. Y todos ellos viven instalados en la grisura y la melancolía del que nada espera de la vida. Sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura veremos que un elemento díscolo, con el que nadie contaba, parece haberse instalado en el seno de la familia. Contra todo pronóstico, el benjamín de la familia, el pequeño Alan, resulta que desde su nacimiento se muestra como un niño alegre, siempre sonriente y dispuesto a disfrutar de la vida, algo que choca frontalmente con el ideario familiar. A partir de aquí, todo se torcerá para la familia Tuvache.

Delicioso suicidio en grupo - Paasilinna, Arto - 978-84-339-7120-3 ...

DELICIOSO SUICIDIO EN GRUPO de Arto Paasilinna


La segunda novela de la que quiero hablaros es Delicioso suicidio en grupo, del escritor finlandés Arto Paasilinna (1942-2018).

A Paasilinna me lo descubrió hace algunos años mi amiga Clara Serrano. Me dijo que mi forma de escribir humor le recordaba al autor finlandés, y me recomendó la lectura de una de sus novelas: El año de la liebre. Seguí su consejo, y me pillé el libro. Lo leí. Más bien lo devoré. Me ocurre siempre que algo me entusiasma en exceso: me puede el ansia. No sé si lo leí en cuatro o cinco noches, pero lo que si sé es que me lo pasé bomba leyéndolo. Y lo mismo me ha vuelto a ocurrir con este segundo libro de Paasilinna.

El punto de partida no puede ser más prometedor. Onni, un empresario golpeado por la crisis, decide poner fin a su vida. Para ello se adentra en un perdido paraje de un bosque finlandés, encuentra un granero y allí opta por llevar a cabo su plan. Pero resulta que unos ruidos lo detienen. Para su sorpresa, otro suicida, un coronel del ejército retirado, había tomado la misma determinación que Onni.

Al final los dos suicidas deciden posponer su plan, se hacen amigos y se pasan unos días tomando coñac, dándose unos baños y pasando el tiempo en la sauna que uno de ellos posee en su cabaña. Entre charla y charla, ambos llegan a la conclusión de que en su país hay mucha gente que quiere acabar con su vida, así que deciden crear un club de suicidas, alquilar un autocar y recorrerse media Europa en busca del mejor acantilado por el que despeñarse todos juntos.

¿Se puede hacer humor con algo tan serio como el suicidio? Sí, se puede. Y ahí están Arto Paasilinna y Jean Teulé para demostrarlo.

Tal vez pienses que el humor y la muerte no combinan bien, como la honradez y la política. Pero te equivocas —en lo primero, no en lo segundo—. Precisamente una de las características fundamentales del humor es la de restarle seriedad y trascendencia a la gravedad de la vida.

Os contaré algo. Hace algunos años me leí un libro en el que se hablaba del humor contra el nazismo surgido durante el reinado de terror del Tercer Reich. Los chistes contra los nazis no eran una forma de resistencia activa, sino más bien una vía de escape para la rabia, la frustración y el miedo que atenazaban a la población civil contraria a la barbarie. Se contaban en tertulias, en los bares, en la calle, incluso en los campos de concentración, para desahogarse aunque sólo fueran unos minutos, haciendo de la risa una forma de liberación. Porque la risa libera. De ahí que la teman tanto quienes ostentan el poder.

El sentido del humor es un mecanismo de defensa que tenemos los seres humanos en exclusiva, pues no existe ninguna otra especie que posea algo similar. El humor nos protege de la crueldad de la vida y de la naturaleza. Porque, como mi admirado Woody Allen decía en La última noche de Boris Grushenko: “Para mí, la naturaleza es como un enorme restaurante donde todas las especies se comen las unas a las otras”.

Pues sí.



miércoles, 28 de mayo de 2025

LA PEOR CITA DE MI VIDA

Imagen de OpenClipart-Vectors bajada de Pixabay

  

Hacia finales de los noventa tuve una novia. Estuvimos juntos durante un año o así, hasta que nos dimos cuenta de que, a pesar de que nos gustábamos y lo pasábamos bien juntos, había notables diferencias entre nosotros. No nos gustaba la misma música, ni nos gustaba frecuentar los mismos ambientes. A ella le encantaba la música salsa, y salir a bailar y disfrutar de las verbenas y los conciertos de música latina, y a mí me gustaban el rock, el jazz o la música clásica, y no soportaba las verbenas ni la música salsa. Tampoco compartíamos el mismo gusto cinéfilo. A mí me gustaban el cine clásico y las pelis de Woody Allen, por ejemplo, y ella no disfrutaba de las pelis en blanco y negro y no soportaba a Woody Allen. A mí me gustaba mucho leer, y a ella no.

Así que poco a poco nos fuimos dando cuenta de que no teníamos mucho en común, salvo que nos atraíamos físicamente. Al final lo dejamos de mutuo acuerdo. Incluso pudimos mantener la amistad después de dejarlo, hasta el punto de que un día me propuso:

Oye Pedro, ¿te parece bien que le pase tu número de teléfono a una prima mía para que quedéis?

¿Quedar en qué sentido?

Bueno, ella ahora mismo no sale con nadie y creo que os llevaríais genial. Es muy divertida, más alocada que yo, le encanta reírse y lee mucho. Siempre que la veo está con un libro entre las manos.

¿Qué edad tiene?

La nuestra.

Vale. Dale mi número. Y si cuadra, quedamos.

A los pocos días recibí la llamada de la prima. Se llamaba Susana. Por teléfono parecía muy simpática. Extrovertida, ingeniosa y, por lo que deduje de nuestra conversación, bastante leída. Nos caímos bien, así que, siguiendo el orden natural de las cosas, quedamos en vernos el viernes de esa misma semana.

El lugar elegido para nuestro primer encuentro fue un punto muy concreto de la Avenida Marítima de nuestra ciudad. Como no nos habíamos visto antes, ni siquiera en foto, nos limitamos a describirnos someramente por teléfono. Yo le dije que era bastante alto, con gafas y pelo más o menos largo. Si bien hacía tiempo que me había cortado la melena rockera que me llegaba a los hombros, aún llevaba el pelo todo lo largo que el trabajo de contable me permitía. También le dije que era bastante feo y corpulento; vamos, una especie de John Wayne miope con gafas de montura metálica.

Ella, por su parte, también me dijo que era bastante alta —creo que llegaba al metro setenta y cinco o por ahí—. Llevaba el pelo largo lacio y castaño, y estaba algo pasada de kilos.

Odio el ejercicio físico y me gusta comer —me confesó por teléfono.

A mí me pareció bien. Yo también odiaba el ejercicio físico, aunque, por motivos de salud, acudía al gimnasio seis días a la semana y, como a ella, también me gustaba comer. Y beber. Por aquella época aún bebía cerveza los fines de semana.

El día de la cita acudí quince minutos antes. Lo hago siempre. No me gusta llegar tarde a los sitios, y odio hacer esperar. También odio que me hagan esperar a mí, pero, si me dan a elegir, prefiero esperar yo a que esperen por mí.

Ella llegó unos cinco minutos más tarde de la hora acordada. Nada grave. Lo bueno es que nos reconocimos al instante. Y eso que el lugar estaba bastante concurrido.

Cuando estás empezando a conocer a alguien siempre hay un periodo de tanteo mutuo. Os hacéis preguntas y contestáis, intercambiáis propuestas y comentarios, reaccionáis a todo tipo de opiniones por ambas partes, experimentáis un montón de emociones y sensaciones y observáis cómo la otra persona reacciona a esas emociones y sensaciones. El objetivo de todo ese proceso, además de conocer un poco mejor a la otra persona, es comprobar si existen suficientes puntos de conexión que os inviten a seguir indagando, además de establecer los límites en la relación. Si notas que algo molesta o incomoda a la otra persona, ahí tienes un límite que sabes que no debes traspasar.

Lo cierto es que, de algún modo, Susana y yo conectamos. Notaba que reaccionaba favorablemente a mis chistes y observaciones jocosas sobre toda clase de temas y situaciones, y cuando algo no le hacía ni puñetera gracia o no coincidía con mi punto de vista no se cortaba en decírmelo, o en hacérmelo saber con algún gesto o mueca de desagrado. Eso me gustaba, y me hacía sentir cómodo. Prefiero que me digan las cosas a la cara, y no que te rían las gracias y que luego te pongan a parir a tus espaldas. No me molesta la crítica. Me molesta más la falsedad.

Dimos un largo paseo por la zona y, al cabo de una hora o así, acabamos por la zona de la playa, justo en el lado contrario al de nuestro lugar de encuentro. No diré que hubo atracción física. Por ninguna de las dos partes. Lo que sí hubo fue algún tipo de conexión, a cierto nivel, que nos hacía estar cómodos el uno con el otro.

En un momento dado, ella me dijo:

¿Te apetece que nos tomemos una cervecita en un local que conozco por aquí cerca?

Perfecto —dije yo.

Me dijo el nombre del local.

Lo conozco —respondí—. He estado allí bastantes veces.

En efecto, lo conocía. Era un local conocido por su ambiente de izquierdas, con las paredes repletas de libros que reposaban sobre unos listones de madera clavados a la pared. Cualquiera podía coger alguno de esos libros y leerlo allí mismo, incluso llevárselo gratis, pues eran libros donados por clientes o simpatizantes. La mayoría eran lecturas de ideología de izquierdas: Orwell, García Márquez, Alberti, Marx, etc. Al menos los que recuerdo.

Susana y yo ocupamos una de las mesas y pedimos una cerveza cada uno, mientras seguíamos conversando de esto, lo otro y lo de más allá.

En esto que entró una amiga de Susana.

¡Ey, Cris, aquí! —exclamó Susana, haciendo señas a su amiga para que se sentase con nosotros.

Susana hizo las presentaciones, nos saludamos con un par de besos en ambas mejillas, al estilo canario, y Cris tomó asiento junto a su amiga, mientras que yo permanecía frente a ellas, al otro lado de la mesa.

Y entonces la cosa comenzó a torcerse.

Sin saber cómo ni porqué, el discurso de Susana cambió radicalmente. De mostrarse abierta y receptiva a mis chistes y opiniones pasó a mostrarse beligerante y contestona. No tardé en percatarme que tanto Susana como su amiga Cris estaban adoptando un discurso feminista que me tenía a mí, y a lo que supuestamente representaba —el Hombre, así, en mayúsculas—, como su principal objetivo.

Empezaron a atosigarme con preguntas del tipo: “¿Qué opinas de esto...?, ¿qué opinas de esto otro...?, ¿te parece justo tal o cual cosa...?”.

La buena onda y el buen rollo desaparecieron, como los ideales una vez triunfa una revolución. En su lugar, se respiraba un ambiente denso y cargado, repleto de reproches y acusaciones, como si yo, por alguna razón, me hubiese convertido de repente en el representante oficial del machismo más recalcitrante.

Acabamos hablando de religión y política. Desde luego, no son precisamente dos temas que yo sacaría a colación en una primera cita; si es que a aquello aún se le podía llamar cita. Y ahí estaba yo, como una pelota de ping-pong, recibiendo hostias como panes de aquellas dos.

¿Qué opinión te merece el papel de la mujer en países musulmanes, como Marruecos o Mauritania?

Ninguna.

¿Cómo que ninguna? Alguna opinión tendrás, ¿no? —insistían.

La verdad es que procuro no meterme en la cultura y las tradiciones de otros países. No me afecta.

Típico del machista que transige con la anulación sistemática de la mujer en favor del patriarcado.

Yo no he dicho tal cosa —me defendí—. Que no quiera meterme en algo que ocurre en lugares que están a tomar por saco de donde vivo no quiere decir que esté de acuerdo con lo que allí ocurre. Simplemente es algo que no me incumbe.

Pues debería.

¿Por qué?

Por solidaridad.

Típico de la izquierda. Querer cambiar el mundo a vuestra imagen y semejanza. Y encima, querer hacerlo de fuera hacia dentro, sin pedir la opinión del otro. Tú opinas que alguien está siendo explotado, utilizado o minusvalorado y, sin preguntarle cómo se siente, ni siquiera si precisa de tu ayuda, vas tú y decides meterte en su vida para cambiársela de arriba a abajo según tus valores y tu manera de pensar.

Porque es la correcta.

Si tan claro lo tenéis, ¿qué opinión os merece el imperialismo yanqui?

Que son unos fascistas de mierda.

Y vosotras unas hipócritas —contraataqué.

¿Hipócritas?, ¿nosotras?, ¿por qué?

Porque, a vuestra manera, intentáis hacer lo mismo que hacen los americanos: imponer en otros países y culturas vuestra manera de pensar y actuar.

Es distinto.

¿En qué es distinto, a ver?

En que nosotros tenemos la razón de nuestra parte.

¿Y no creéis que los americanos piensan exactamente lo mismo? En el fondo, a ambos os ciega vuestro fanatismo.

¿Es que eres de derechas?

No. Tampoco soy de izquierdas. Soy de mí mismo. Y de lo que creo que es justo según mis convicciones. No me alineo con ningún bando. Paso de bandos.

A medida que iba pasando el tiempo más claro tenía que aquel encuentro con su amiga no había sido casual. Ambas lo habían orquestado todo. ¿Con qué intención? Lo ignoro. Pero aquello de casual no tenía nada.

Supongo que sobra decir que aquella cita no acabó de la mejor manera. Cuando le comenté a mi ex lo ocurrido con su prima y su amiga se sorprendió casi tanto como yo.

Nunca más volví a ver a Susana. Ni a su amiga. De hecho, aquella fue la última vez en mi vida que pisé aquel local, no fuera que aún anduvieran aquellas dos allí dentro lanzando soflamas socialistas y feministas mientras les caían espumarajos de cerveza y odio por la boca.

Las citas a ciegas son una auténtica lotería. Nunca sabes si te va a tocar el gordo. A mi cita le tocó el gordo. A mí me tocó la gorda. Y su amiga.



miércoles, 21 de mayo de 2025

CINE Y LITERATURA (3) "SMOKE"

Harvey Keitel en una imagen de la película "Smoke"


 

Continuando con mi repaso a películas que están basadas en libros o escritores, hoy le toca el turno a una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Smoke.

Smoke (humo, en español), fue dirigida por Wayne Wang en 1995, con guión de Paul Auster, el celebrado escritor neoyorquino. De hecho, la génesis de la película se encuentra en un cuento corto que Paul Auster escribió cumpliendo un encargo que le había hecho a finales de 1990 Mike Levitas, director por entonces del prestigioso diario New York Times.

Auster, que encontró interesante y hasta cierto punto subversivo el hecho de escribir una obra de ficción para el suplemento especial de un diario, decidió escribir un cuento de Navidad bajo el título Cuento de Navidad de Auggie Wren. Cuando el cuento fue publicado, el día de Navidad de 1990, el joven director de origen chino Wayne Wang, que entonces residía en San Francisco, quedó tan fascinado por la historia de Auster que, según sus palabras: “Me vi rápidamente sumergido en un complejo mundo de realidad y ficción, verdades y mentiras, toma y daca. Pasaba de conmoverme hasta las lágrimas a reír descontroladamente. Al final sentí que alguien muy próximo a mí me había hecho un maravilloso regalo de Navidad. En cuanto terminé el cuento le pregunté a mi mujer, ¿quién es Paul Auster?”.

 

Paul Auster, Harvey Keitel y Wayne Wang durante una pausa del rodaje de "Smoke"

Cinco meses más tarde, en mayo de 1991, Wang viajó hasta Brooklyn para conocer a Paul Auster y proponerle hacer una película basada en su cuento de Navidad. Para entonces, Wang ya había leído algunos de los libros de Auster, por lo que ya conocía de primera mano la habilidad de aquel para crear historias adictivas y mostrar un amor incondicional hacia la ciudad de Nueva York y sus personajes.

Paul, en palabras de Wang, se mostró muy amable y generoso con su tiempo, además de muy receptivo ante la propuesta del director. Pasaron el día juntos, visitaron algunos de los lugares que Auster describió en su cuento de Navidad, y al final del día acordaron trabajar en un guión a partir del cuento con intención de hacer una película. Cuatro años más tarde, tras lograr sortear un montón de obstáculos y contratiempos, el proyecto, al fin, vio la luz.

Uno de los grandes aciertos de la película, al margen de la historia y los maravillosos diálogos de Auster, es el reparto, encabezado por tres monstruos de la interpretación como son William Hurt, Harvey Keitel y Forest Whitaker. Junto a ellos completan el elenco grandes actores como Stockard Channing —la inolvidable Rizzo de Grease—, Ashley Judd, Giancarlo Esposito —inolvidable en su papel del implacable Gustavo Fring en Breaking bad y su spin off Better call Saul—, o Jared Harris —aclamado actor británico, de amplia y exitosa trayectoria profesional, hijo del gran Richard Harris—.

 

William Hurt en el papel del escritor Paul Benjamin

La película gira en torno a un estanco en el que, entre otras cosas, se vende tabaco y todo lo relacionado con la actividad de fumar —de ahí el título de Smoke (humo)—. El estanco es el lugar de encuentro de una serie de personajes recurrentes, cuyas vidas y experiencias van tejiendo una historia común de lo más fascinante.

En el epicentro está Auggie Wren (Harvey Keitel), que es el encargado de la tienda. A su alrededor orbitan Paul Benjamin (William Hurt), un escritor que apenas puede escribir nada desde la trágica muerte de su esposa por culpa de una bala perdida en un atraco, Rashid Cole (Harold Perrineau), un joven raterillo que trata de encontrar a su padre, que los abandonó, a él y a su madre, cuando apenas era un niño, o Jimmy Rose (Jared Harris), un joven con pocas luces que ayuda en tareas menores a Auggie en el estanco, y que por su carácter ingenuo y generoso se gana el aprecio de todos.

La película es uno de esos pequeños milagros que a veces ocurren en el cine comercial, ya que, a pesar de lo intimista de su propuesta, cautiva y fascina por igual a todo aquel amante de las buenas historias contadas con pasión y buen hacer.

 

Keitel y Hurt en una de las escenas más emotivas de la película

Cabe señalar que tal fue el entusiasmo y el buen ambiente durante el rodaje que la productora, Miramax, concedió seis días más de rodaje al equipo para un proyecto paralelo que tenía a algunos de los personajes de Smoke como protagonistas. En esa cinta, titulada Blue in the face, repiten Harvey Keitel, Esposito y Harris, a los que se unen en pequeños papeles satélite grandes estrellas como Michael J. Fox, Jim Jarmusch, Lou Reed, Mira Sorvino o Lily Tomlin, entre otros.

Esta segunda película, para mi gusto aún no siendo tan brillante como Smoke sí que la considero una buena película, contiene algunos momentos realmente brillantes, como la escena de Jarmusch y Keitel en la que el primero le cuenta al segundo la manera tan peculiar que tienen los nazis de sostener los cigarillos en las pelis de la Segunda Guerra Mundial, o las bizarras intervenciones de Lou Reed haciendo de Lou Reed.

Como magnífico epílogo, hacia el final de Smoke se muestra en imágenes el famoso cuento de Navidad de Auggie Wren, origen del proyecto. El cuento es maravilloso, por cierto. Señalar que, mientras Auggie va narrando su cuento, de fondo se escucha la hipnótica Innocent when you dream de Tom Waits, un artista del que pronto hablaré en el blog.

Si no has visto nunca Smoke, te recomiendo que la busques y le eches un vistazo. Y si cuando la veas te quedan ganas de más, busca y disfruta de Blue in the face. En ellas no encontrarás escenas de acción trepidante o efectos especiales a tutiplén. Ni falta que hace.


 

jueves, 15 de mayo de 2025

LA SOPORTABLE VAGUEDAD DEL SER

Imagen de MabelAmber bajada de Pixabay

 

Tengo una amiga con la que suelo quedar con relativa frecuencia para ir a caminar. Es más joven que yo. Nada raro, por otra parte, ya que, desde que pasé la inquietante barrera de los cincuenta, tengo la incómoda y persistente sensación de que casi todo el mundo es mucho más joven que yo. Ojo, no digo “más joven”, sino “mucho más joven”.

Esta circunstancia no deja de resultarme de lo más irónica, debido a que, cuando yo era un chaval, hace un porrón de años, yo solía ser el más joven del grupo de amigos con el que me relacionaba. Hay que ver las vueltas que da la vida, ¿no os parece?

En fin, a lo que iba. De vez en cuando suelo quedar con esta amiga, por varias razones. Una de ellas es porque nos caemos muy bien; por algo somos amigos. Aunque hay amigos, me consta, que se caen mal, tirando a fatal, lo cual es algo que jamás entenderé. Igual se relacionan siguiendo esa máxima entre mafiosos que reza que “a los enemigos, mejor tenerlos cerca”.

Otra de las razones por las que mi amiga y yo solemos disfrutar de nuestros largos paseos es porque nos conocemos desde hace tantos años que entre nosotros podemos hablar sin tapujos ni fingimientos, y sin temor a que alguno de nosotros pueda decir algo inconveniente u ofensivo. Cuando eso ocurre nos basta con hacérselo saber al otro, pedirnos disculpas y seguir andando como si nada hubiese ocurrido.

Por lo general, solemos estar bastante de acuerdo en casi todo —a pesar de ser de sexos opuestos—, por lo que rara vez solemos discutir. De hecho, no recuerdo ninguna discusión importante entre nosotros. Tal vez el motivo de que apenas discutamos es que ni ella ni yo somos unos talibanes de nuestros respectivos sexos. Así que cuando yo digo o hago algo “típico de tíos”, o ella dice o hace algo “típico de tías”, en vez de enconarnos y poner verde al sexo opuesto optamos por reírnos y hacer burla de nuestras respectivas idiosincrasias. No hay mejor desengrasante que el humor. Si la gente se riese más de sus gilipolleces sin duda habría menos mal rollo en el mundo.

Otra de las razones por las que nos llevamos tan bien es que ambos somos unos vagos de la leche, y cada vez que nos ponemos en contacto para quedar es una risa. Resulta que a ninguno de los dos nos gusta hacer ejercicio, así que competimos entre nosotros por ver quién de los dos pone la excusa más ridícula para evitar hacer lo que debemos hacer, que es levantar el culo del sofá y hacer algo por la vida.

Una vez recuerdo que me llamó diciéndome que no podía quedar conmigo para caminar porque le dolía el meñique.

¿De qué pie? —dije yo.

De ninguno —dijo ella—. Lo que me duele es el meñique de la mano izquierda.

¿Y eso en qué te afecta para ir a caminar?

En nada, supongo. Pero es un fastidio.

En otra ocasión resulta que el día anterior a quedar habían caído cuatro gotas mal contadas de lluvia. Obviamente, la llamé alarmado.

Uff, ¿y si nos cae un chaparrón y enfermamos? —dejé caer, procurando exagerar mi tono dramático lleno de angustia interior. En serio os lo digo, de no haber sido tan tímido podría haber sido un actor cojonudo. Desde luego, mucho mejor actor que una nulidad como Mario Casas.

¿Tú crees que lloverá? —dijo ella, contagiándose al instante de mi miedo totalmente fingido—. La chica del tiempo no ha dicho nada de lluvias fuertes para hoy.

Tú fíate de los metereólogos que ya verás, ya. La de veces que han dicho que no iba a llover y luego ha caído la de Dios.

En eso llevas razón.

Al final no llovió un carajo, y yo me salí con la mía. Lo pospusimos para la siguiente semana y me libré de caminar aquel día. Recuerdo que me pasé la tarde dando rienda suelta a mi extrema vagancia, e, intuyo, que ella también hizo lo propio con la suya. En otras palabras, que ninguno de los dos salió perdiendo con el trato. Tal para cual. Dos vagos por el precio de uno.

Con el tiempo, las excusas se fueron haciendo cada vez más ingeniosas. A continuación, listaré algunas de las que recuerdo.

Tengo un mal presentimiento. Creo que si salimos a caminar hoy nos va a pasar algo horrible. Mejor lo posponemos.

Me duelen las cejas.

Ayer me dio un tirón en la oreja izquierda.

No encuentro mis zapatillas de hacer deporte.

Acabo de fregar el piso desde la entrada hacia el interior de la casa y me da rabia pisar sobre mojado.

Tengo el horario de Oslo y me cuesta adaptarme al horario canario.

Me ha salido un grano en el cogote.

Le estoy cuidando el periquito a un amigo.

Hay una araña en la entrada de mi casa y me da miedo cruzármela, no vaya a ser que se me encare.

Ayer murió un joven deportista en la Avenida Marítima haciendo jogging y tengo miedo de que su espíritu me invada si voy a caminar hoy.

Mi reloj de pulsera se quedó sin pilas hace una semana y no sé ni en qué día vivo.

Me ha salido una cana.

Una gitana me leyó la mano y me dijo que moriría víctima de una caminata.

Las autoridades sanitarias advierten que caminar provoca agujetas.


Lo que está claro es que la vagancia agudiza el ingenio. Lo cual me lleva a preguntarme, ¿el vago nace o se hace?

Si habéis leído hasta aquí, bien podríais censurar nuestro comportamiento. Y estaríais en vuestro derecho. No seré yo quien os lo discuta. Entre otras cosas porque no me apetece levantar mi gordo culo del sofá para discutir con nadie. No obstante, si sois objetivos, convendréis conmigo en que el mero hecho de pensar en tretas para evitar el esfuerzo físico es ya un esfuerzo en sí mismo. O sea, que incluso para no hacer nada hay que hacer algo. Paradójico, cuanto menos.

No os preocupéis si no lo entendéis. O si consideráis que todo es muy confuso. Si lo piensas, la vida está repleta de contradicciones. Y como ejemplo ahí tenéis al ser humano, que anhela desde tiempos inmemoriales acceder a su propia inmortalidad, llevando su ingenio y su intelecto al máximo de sus capacidades, sin que hasta el momento haya podido alcanzar su objetivo, mientras que los animales se consideran inmortales sencillamente porque ni uno solo de ellos es consciente de su mortalidad. Es decir, que son inmortales porque en ningún momento piensan en la muerte. Pensad en ello.

Para concluir, sólo me resta deciros que tanto mi amiga como yo somos felices siendo como somos: unos vagos irredentos.

Palabra de vago.



 

 

 

jueves, 8 de mayo de 2025

NUEVO PROYECTO

Imagen de Dephoto bajada de Pixabay

 

Mi último libro publicado, la primera novela que publicaba en mi vida, ha sido un rotundo éxito: ocho ejemplares vendidos en todo el mundo mundial, y parte del extranjero.

Con el dinero que gané de las regalías derivadas de mis derechos de autor me compré dos latas de mejillones y una de berberechos, por si vienen visitas a casa. Porque no hay nada más embarazoso que recibir visitas y no tener ni una mísera lata de mejillones con las que agasajar a nuestros invitados.

Y es que no todos los días vende uno ocho ejemplares de uno de sus libros. Si lo hiciese, lo de vender ocho ejemplares al día, en un año llegaría a los dos mil novecientos veinte ejemplares, lo cual sería la leche. Pero eso sería tirar demasiado alto. Me conformo con los ocho ejemplares que llevo vendidos en total desde que publiqué mi novela en 2022. Ojo, que ocho ejemplares en tres años no está nada mal.

Y para que veáis la importancia de semejante cifra, diré que hay autores que no alcanzan esa cifra ni en sueños. Y no sólo autoeditados. A esos autores yo les diría que deberían soñar a lo grande, que no se conformen, que no se pongan límites.

Porque, vamos a ver, soñar es gratis, ¿no? O al menos en mi caso es así. Y lo es porque gracias a una oferta de mi compañía telefónica, que pillé gracias a una de esas simpáticas y reconfortantes llamadas indiscriminadas que suelen hacer los teleoperadores a la hora de la siesta (benditos sean), contraté una tarifa que incluía, además de una mejora sustancial en mi tarifa de telefonía, un paquete de sueños nuevecitos, a estrenar. Y claro, aproveché la oferta.

Con el dinero que me ahorré gracias a la nueva tarifa me compré un paquete de pipas. Pero no un paquete de pipas normal. Me compré uno bien grande, de pipas tamaño XXL. Y sin oferta de por medio. Ni dos por uno, ni la segunda unidad a mitad de precio, ni nada por el estilo. Me di el lujazo de pagar el precio que marcaba la etiqueta, sin perder el tiempo comparando marcas, calidades o peso. Por un instante experimenté lo que debe sentir un magnate tipo Jeff Bezos o Elon Musk en su día a día, dando rienda suelta a cualquier capricho que se le pase por la cabeza sin reparar en gastos.

Y tras este maravilloso y necesario preámbulo, supongo que a algunos de mis lectores —al menos a los ocho que compraron un ejemplar de mi novela—, les interesará saber que desde hace unas semanas ando trabajando en un nuevo libro.

Poco puedo deciros del mismo, ya que se trata de un libro muy tímido que lleva francamente mal el que hablen de él a sus espaldas. Incluso que hablen de él estando presente. Por este motivo yo, su autor, que conozco en primera persona el sentimiento que embarga a quien se reconoce a sí mismo como alguien tímido, sumido en esa mezcla de inhibición y ansiedad permanentes, respeto profundamente la voluntad de mi libro de que se hable lo menos posible de él.

Lo que sí diré, y no creo que con esto provoque ningún daño o perjuicio en su ánimo, es que en él hallarán las dosis de humor y diversión que se han convertido en una de mis más reconocibles señas de identidad como autor. Vamos, que habrá chistes y situaciones jocosas a tutiplén.

¿Quiere esto decir que como autor jamás incursionaré en el terreno del drama o la literatura, digamos, más seria? Rotundamente no. Porque no sólo de humor vive el hombre. Ni la mujer. Ni siquiera el ornitorrinco. Y no no iba a ser una excepción.

Me gusta la comedia. Me gusta reír. Y disfruto tanto leyendo como escribiendo comedia. Pero eso no quita para que también me guste leer cosas más serias. Del mismo modo hallo placer escribiendo cosas serias de mi propia cosecha. Y si no he publicado aún ningún libro en esa dirección no ha sido por falta de material, sino por una simple cuestión de prioridades.

Aún tengo mucho material divertido por publicar, y es mi deseo hacerlo en los próximos años. Y cuando crea que ha llegado el momento de dar salida a esos otros escritos, sin duda lo haré. Y espero cosechar el mismo éxito que con mis libros de humor. O más. De hecho, no estaría mal vender al menos nueve ejemplares. Total, por soñar que no quede.



 


jueves, 24 de abril de 2025

MÁS PROPÓSITOS DE AÑO NUEVO PARA INCUMPLIR

Foto de Yamu Jay bajada de Pixabay

Entre los muchos y muy variados propósitos de Año Nuevo con los que cada año me castigo, como penitencia a mi vida de disipación y hedonismo sin límites, uno de los más asequibles, sin duda, era el de retomar mi actividad en el blog. Y aunque me costó lo mío poner en marcha esta nueva andadura bloguera, semanas antes de mi reestreno me puse manos a la obra y comencé a garabatear ideas y bocetos en una de mis libretas. Luego publiqué el post de regreso y, ¡voilá!

Y en esas estamos, es decir, con el blog en funcionamiento, por lo que retomar mi actividad bloguera se ha convertido en mi primer propósito de Año Nuevo cumplido. ¡Bien por mí!

Por desgracia, no todos mis propósitos de Año Nuevo han resultado tan exitosos. Es más, siendo honesto con vosotros, la mayoría están resultando un total fracaso.

A continuación, en un ejercicio de autoflagelación pública, ampliaré detalles de esos otros propósitos que forman parte de mi particular “muro de la vergüenza”.


Bajar de peso.

Vamos, lo de todos los años. Y como todos los años, me temo que en este 2025 también fracasaré miserablemente. Mi problema es que, de unos años a esta parte, tengo la frustrante sensación de que todo lo bueno engorda. Si me gusta o me proporciona placer, engorda seguro.

Mis batallas contra la mala alimentación han sido una constante en mi vida, llegando a alcanzar cotas épicas, a tal punto que no me extrañaría que los de la Marvel hiciesen una peli en plan superhéroes contra supervillanos.

El argumento podría ser algo parecido a ésto: el Capitán Zampabollos (el héroe) libra una dura lucha sin cuartel contra el temible Doctor Colesterol (el villano), quien, en su siniestro plan de crear un Universo repleto de gordos insanos diabéticos y con las arterias a punto de explotar, no duda en tentar al héroe con toda suerte de bollería industrial, snacks ultraprocesados y bebidas gasesosas azucaradas. Para ello se sirve de un malvado grupo de científicos de élite que trabajan sin descanso en toda suerte de colorantes, potenciadores de sabor y grasas saturadas que aumentan el deseo en todo aquel que cae bajo su irresistible hechizo.

Además del malvado grupo de científicos, el Doctor Colesterol utiliza los servicios de un escogido grupo de cocineros encargados de crear cientos de recetas compuestas por sabrosas y tentadoras salsas con las que condimentar suculentos platos ricos en colesterol y carbohidratos. Además de los científicos y los cocineros, el Doctor Colesterol se sirve de otro ejército igual de temible: una legión de publicistas y comerciales sin escrúpulos que consiguen introducir sus insanos productos en las mentes del consumidor, ocupando los mejores lineales de los supermercados, hipermercados o tiendas de barrio, apelando a dos de sus más poderosos aliados: el placer inmediato y el ahorro económico.

¿Podrá el Capitán Zampabollos ganar algún día su batalla personal contra su ansiedad y sus ganas de atiborrarse y poder cambiarse al fin el nombre por el de Capitán Sano y con el Corazón Contento? ¿Podrán los cocineros de la Resistencia crear un plato con verduras y vegetales que sea irresistiblemente sabroso, que proporcione placer y que no haga engordar a quien lo consuma? ¿Llegaremos a ver algún día algún producto alimenticio con la etiqueta “light” o “bajo en calorías” que no mienta descaradamente? ¿Podrán las Autoridades Sanitarias, al fin, ganarle la partida a las grandes corporaciones que se pasan las sanciones de la Administración por donde amargan los pepinos?

No os perdáis el siguiente episodio en esta guerra sin igual: Episodio XVCDXXVI, la amenaza de los fantasmas del gym

La batalla continúa...


Toda esta lucha contra la comida me lleva al siguiente propósito.


Comer más sano (y más triste)

Y es que, del mismo modo en que todo lo sabroso y rico es perjudicial para la salud, lo sano resulta de una tristeza y de un anodino que tira pa' trás.

No me entendáis mal. Me gusta la verdura, y las ensaladas. Y el queso tierno y sin sal, y hasta el yogur desnatado y sin azúcar. No tengo problemas con eso. El problema es comer verduras, ensaladas y queso tierno todos los putos días. Acabarían saliéndome lechugas por las orejas.

Otra cosa de la que nadie habla, pero que es una verdad incontestable, es que comer sano es mucho más caro que comer insanamente. Los alimentos no procesados y bajos en grasas y azúcares multiplican por tres (o más) el precio de los alimentos mierderos. Y eso, teniendo en cuenta la espectacular subida de precios que han sufrido de unos años a esta parte productos tan básicos como el pan, el aceite o los huevos, hace que la balanza se decante peligrosamente hacia el lado chungo. Y es que, por si no lo sabéis, desde hace tres años todo viene de Ucrania; hasta las verduras, los tomates y el aceite de oliva que cultivan nuestros agricultores en España vienen de allí. Y la poca vergüenza y la avaricia de algunos, también.

En fin, sigamos con mi lista de propósitos.


Añadir más tiempo e intensidad a mi rutina de entrenamiento diario.

Hace poco leí un artículo que hablaba de la regla 6-6-6. Dicha regla versaba sobre una rutina de entrenamiento específica para personas mayores de 50 años, que consiste en caminar 60 minutos a las 6 de la mañana, y volver a caminar otros 60 minutos a las 6 de la tarde, y, en ambos casos, con 6 minutos de estiramientos al iniciar la caminata y otros 6 minutos al acabar el ejercicio.

Ante semejante propuesta, sólo se me ocurre una cosa: “Por favor, Dios mío, mátame ya. Ahórrame este sufrimiento”.


Siguiente propósito.


No cabrearme tanto con mis semejantes.

Resulta harto complicado mostrarse indulgente y positivo ante las cabronadas que quienes nos rodean nos suelen infligir a diario. Tomemos como ejemplo un día cualquiera. Te levantas temprano, te aseas, te vistes, desayunas y sales de casa con una amplia sonrisa en el rostro, dispuesto a no permitir que nadie te estropee el día. Y yo no sé vosotros, pero basta que salgas a la calle para que en cero coma aparezca el primer capullo o capulla dispuesto a joderte el día. Y, en ocasiones, ni siquiera es necesario salir de casa. Estás tranquilamente haciendo tus cosas cuando, de repente, suena el teléfono con el primer capullo o capulla intentándote colar una nueva tarifa eléctrica que no has pedido, una mejora en telefonía o el último grito en colchones de látex ergonómicos.

Aún recuerdo a aquel doctor bienintencionado que, en pleno confinamiento, salía todos los días por la tele asegurando que tras la pandemia todos íbamos a salir de aquello siendo mejores personas. Pobrecito. Su ingenuidad me sigue pareciendo hoy día de lo más entrañable. Me viene a la mente aquella costumbre de salir todas las tardes a las 8 al balcón o las ventanas a aplaudir a los sanitarios y médicos para agradecer su inconmensurable labor. Meses más tarde muchos de esos que aplaudían trataban a los médicos o sanitarios que vivían en su mismo edificio como apestados. ¿Mejores personas? ¿En serio? Es un chiste, ¿no?

Dicho esto, y remitiéndome a mi propósito anterior, me vuelvo a dirigir a Dios: “¿Sabes qué, Dios, en vez de a mí porqué no fulminas a esos capullos y capullas que tanto abundan? Igual el mundo sería un lugar mejor para vivir sin tanto capullo suelto".


No tomarme las cosas tan a pecho.

Para alguien como yo que ni fuma ni bebe, lo de no tomarme las cosas tan a pecho no resulta tan fácil como parece. Y es que por algún lugar tiene que salir la frustración por las cosas que no podemos controlar y que nos hacen la vida más difícil de lo que ya es, ¿no os parece?

Tengo una amiga que tiene una teoría al respecto. Dice que cuando no sueltas cuatro gritos ante algo que te disgusta o te cabrea, y que en lugar de echarlo pa'fuera lo reprimes, eso acaba por transformarse en un tumor o en una enfermedad chunga. Yo no soy científico, ni médico, así que no puedo refutar ni validar semejante teoría, pero, por si acaso mi amiga tuviese razón, siempre que algo me cabrea o me saca de mis casillas no suelto cuatro gritos sino cuatrocientos. Por si acaso.


Procurar no perder tanto el tiempo.

Este es uno de los propósitos más difíciles de cumplir. Al menos para mí. Y es que, ¿cómo se hace eso? Si alguien lo sabe, por favor, que me lo diga. Estaré encantado de escucharle.


Y esa es mi lista para 2025. De momento. Igual de aquí a finales de año se me ocurren más propósitos de Año Nuevo que incumplir y por los que sentirme culpable. Desde luego, no lo descarto.