miércoles, 15 de octubre de 2025

LA ETERNA SONRISA DE DIANE KEATON

 



El domingo me desayunaba con la triste noticia del inesperado fallecimiento de mi querida y admirada Diane Keaton. Cuando leí el titular el corazón me dio un vuelco. Era como si hubiese muerto una entrañable amiga de la que hacía tiempo que no sabía nada.

Me acordé entonces de la primera peli suya que vi. Yo tenía entonces quince o dieciséis años. Por aquellos años, mediados de los ochenta, mi padre era propietario de un videoclub. Yo, cinéfilo empedernido desde temprana edad, aprovechaba esta circunstancia para llevarme a casa cuantas pelis cupiesen en mi mochila de estudiante. Los fines se semana me veía hasta cinco pelis, entre el sábado por la noche y el domingo.

En uno de esos aprovisionamientos cinéfilos de fin de semana, llevé a casa una peli de un tal Woody Allen con un curioso título en español, Sueños de un seductor (Play it again, Sam en su versión original).

Aquella peli me voló la cabeza. Conecté de inmediato con el humor absurdo y la fina ironía de aquel tipo menudo y desgarbado, y con una melena pelirroja casi tan larga como la que yo llevaba entonces —snif, ¡qué tiempos aquellos en los que lucía mi melena de joven rockero!—.

En aquella película, además de Allen, salía junto a él una joven preciosa y divertidísima que hacía el papel de mejor amiga del protagonista, y de la que al final Allen se acaba enamorando. Aún me sigo partiendo de risa con la descacharrante escena en la que Linda (Diane Keaton) y Dick (Tony Roberts), se presentan con una chica en el apartamento de Allen con intención de emparejarlos. Allen, nerviosísimo, no para de decir y hacer tonterías, hasta que en un momento dado hace un gesto casual, el disco de vinilo que tiene entre las manos sale disparado de su funda y se estrella contra una repisa destrozando lo que había en los estantes, él se apoya entonces en el respaldo de una mecedora, la mecedora cede y le mete un leñazo en la barbilla, y Allen, en un intento de normalizar aquel desastre, no para de pasarse la mano por el mechón de pelo rebelde que le tapa la frente. Dejando a un lado el efecto cómico de la escena en sí —digna de todo un maestro del slapstick del cine mudo—, lo que más gracia me hace es el vano intento de Diane y Roberts por aguantar la risa ante lo que acaban de presenciar.

A partir de aquella maravillosa película, fueron cayendo, una tras otra, cuantas pelis de Woody Allen se me pusieron a tiro. Al hacerlo, caí en la cuenta de una presencia, la de aquella actriz tan guapa, desenfadada y divertida, que parecía iluminar todas las escenas en las que salía.

La citada Sueños de un seductor, El dormilón, La última noche de Boris Grushenko, Annie Hall, Manhattan y Misterioso asesinato en Manhattan, son pelis que nunca me canso de ver. Incluso me gustó en Interiores, el primer intento de Allen por incursionar en el terreno del drama.

Volví a redescubrirla en El Padrino, de Francis Ford Coppola, en un papel a la altura de su inmenso talento. A partir de aquí la seguí en un montón de pelis haciendo todo tipo de papeles, desde intensos dramas a comedias ligeras, y todas ellas con una solvencia digna de una actriz de raza, de esas que, hagan lo que hagan, sabes que lo va a dar todo.

Un día, a principios de este milenio, alquilé en el videoclub una comedia de la que no sabía absolutamente nada. Diane Keaton compartía protagonismo con otro grande: Jack Nicholson. Completaban el reparto Amanda Peet, Frances McDormand y Keanu Reeves. Con un reparto así, plagado de estrellas, la cosa prometía. Y no me defraudó. Al contrario. Nada más verla, se convirtió en una de mis comedias románticas favoritas de todos los tiempos. La química que se establece entre Keaton y Nicholson es sencillamente maravillosa. Casualmente hace un par de meses la volví a ver por quinta o sexta vez, y volví a emocionarme con ella como el primer día.

Cuando hace unos años saltó a la primera plana de los tabloides el feo asunto del movimiento MeToo contra Woody Allen, instigado en buena medida por Mia Farrow y Ronan Farrow, el único hijo biológico de Allen y Mia, medio Hollywood le dio la espalda al director neoyorquino Incluso algunos actores y actrices que habían trabajado en el pasado con Allen renegaron de él, asegurando que no volverían a trabajar bajo sus órdenes si se lo pidiesen. Entre esos actores se encontraban nombres tan conocidos como Thimotée Chalamet, Greta Gerwig o Selena Gómez. Woody Allen sufrió los devastadores efectos de lo que se ha dado en llamar “cultura de la cancelación”, que consiste en una nueva inquisición cultural e ideológica donde al cancelado se le aplica un linchamiento público sin posibilidad de réplica. Entre las pocas voces que salieron en defensa del otrora aclamado y respetado cineasta se encontraba Diane Keaton, quien no dudó en mostrar públicamente su apoyo hacia su amigo con un contundente “sigo creyendo él”, demostrando así una lealtad sin fisuras.

Hace unas pocas horas he podido leer unas sentidas palabras que Woody Allen ha querido dedicar a su amiga en su despedida. “Hace unos días, el mundo era un lugar que incluía a Diane Keaton. Ahora es un mundo que no la incluye y, por lo tanto, es un mundo más deprimente. Aún así, su risa estruendosa aún resuena en mi cabeza. Sus películas permanecen. Su risa, también. Y eso basta para que el mundo siga siendo un lugar menos triste”.

El domingo fue un día triste para mí, pues me sentía como si hubiese perdido a una buena amiga de toda la vida, leal, inteligente y entrañable. Hoy me siento un poco mejor, pues sé que, mientras tenga tus películas, tu eterna sonrisa volverá a iluminar la pantalla de mi televisor.

Buen viaje, querida Annie.

 

Preciosa foto que he encontrado en la red.





jueves, 9 de octubre de 2025

UN ENTRETENIDO DIA EN URGENCIAS

 

Foto de un hospital. Autor: Hans (Pixabay)

 

Hace unas pocas semanas me vi en la tesitura de acompañar a un familiar a urgencias del hospital. Sucedió en domingo.

Llegamos, nos registramos y nos piden que esperemos en una salita a que nos citen para una primera evaluación. A los pocos minutos nos llaman. Una vez hecha la primera exploración se llevan a mi familiar a la zona de los boxes y a mí me dicen que no puedo acompañarle. Me indican el camino a una sala de espera para familiares y acompañantes, y allí que me voy.

Yo aún no lo sabía, pero en aquella sala de espera iba a permanecer las siguientes siete horas y media. ¡Y qué siete horas y media, oiga!

Menos mal que antes de salir de casa había tomado la precaución de meter en mi mochila mi lector de libros electrónicos. Gracias a la lectura, aquellas siete horas y pico allí sentado se me hicieron mucho más amenas y soportables. Y no sólo he de agradecer a la lectura la amenidad del tiempo pasado allí dentro. No señor.

Siete horas en la sala de espera de urgencias de un hospital dan para mucho. Es alucinante la cantidad de situaciones distintas que se pueden dar en un lugar como ese, tan caótico y con tanto tránsito de personas.

Seguidamente, relataré algunas de ellas.

Pongámonos en situación. Cuatro familiares acompañan a un paciente a urgencias. Lo examinan, lo evalúan y lo llevan a boxes. Al igual que a mí, no dejan pasar a ninguno de los familiares que vienen con el paciente, por lo que los cuatro familiares se dividen en dos grupos y se mantienen en permanente contacto a través de sus teléfonos móviles. Pasan horas y, en una de éstas, uno de ellos recibe una llamada del hospital comunicándole que su familar ha sido dado de alta hace media hora. El que ha recibido la llamada comparte la noticia con el resto del grupo y todos juntos se dirigen a la recepción a preguntar.

En efecto —responde el auxiliar sentado al otro lado del mostrador mientras consulta la pantalla de su ordenador—. Su familiar ha sido dado de alta.

¿Y dónde está ahora mismo?

No lo sé.

A ver, ¿los pacientes que son dados de alta por dónde salen?

Por la puerta principal.

Es decir, la que está ahí fuera, a mi izquierda, ¿no es cierto?

Así es.

Pues ya le digo yo que mi familar no ha podido salir por esa puerta sin que ninguno de nosotros lo haya visto. Nos hemos dividido en dos grupos, y dos de nosotros no se han movido de esa puerta desde que ingresó.

Pues es lo que consta en mi registro.

¿Puedo hablar con el médico que lo trató?

Voy a consultar el nombre del médico. Aguarde un segundo.

El administrativo vuelve a consultar con su base de datos, da con el nombre del médico, contacta con él y le pasa el teléfono al familiar. Ambos mantienen un diálogo de besugos digno de un sketch de Gila. La conversación sube de tono. El administrativo, mientras tanto, viendo la que le iba a caer encima en cuanto el hombre aquel colgase el teléfono, hace todo lo posible por salvar la situación pulsando frenéticamente las teclas de su ordenador, como un alto ejecutivo hasta el culo de coca encerrado en su despacho mientras hace un informe urgente.

Al final, de tanto teclear y mover el ratón de aquí para allá, el administrativo descubre que el paciente en realidad ha sido trasladado a otro hospital debido a su cercanía con su lugar de residencia. Es decir, que se trataba de un traslado aunque en el registro constaba como un alta médica. Los allí presentes alucinamos con lo que acabamos de presenciar, mientras los familiares, enfurruñados como un ministro recién destituido de su cargo que ve con impotencia que se le ha acabado el chollo, salen disparados del hospital rumbo a su siguiente destino.

Otro caso.

Un nieto pregunta por la situación de su abuela, ingresada unas horas antes. El administrativo consulta su base de datos y le informa que el paciente por el que pregunta está en estado crítico. El nieto se angustia, pues no tenía ni idea de la gravedad de la situación. Llama a su madre por teléfono y le informa. El chico cuelga, y le pide al celador si hay alguna posibilidad de ver a su abuela. El administrativo le dice que su abuelo no puede recibir visitas de momento.

Abuelo no, se trata de mi abuela —matiza el muchacho.

Pues aquí consta como varón —le contesta el celador.

El muchacho, temiendo que a su abuela le hayan practicado una operación de cambio de sexo express, a su edad, y sin previo aviso, insiste en que se trata de una mujer, si bien no las tiene todas consigo. Igual va a tener que ir haciéndose a la idea de llamar Paco a su abuela Lola a partir de ahora.

Déjame comprobar una cosa —dice el administrativo, y vuelve a consultar su base de datos.

Total, para no cansaros, resulta que alguien, al dar de alta a una paciente ingresada de urgencia —la abuela del chico—, olvidó poner el nombre, y le dio de alta sólo con los apellidos. Casualmente, esa misma mañana, otro paciente, varón, con los mismos apellidos, ingresó en el hospital. De ahí la confusión.

El administrativo entra en cólera, y empieza a blasfemar por la incompetencia de alguien.

¡Joder, cuántas veces tengo que decir que al dar de alta a un paciente se introduzcan todos los datos, nombres y apellidos completos!

El muchacho, aliviado por no verse obligado a descambiar el bonito pañuelo que le había comprado a su abuela por una boina de jubilado, vuelve a llamar a su madre para darle la buena noticia: su abuela no es un hombre, sigue siendo una señora mayor, con sus achaques propios de la edad, y está en observación, pendiente de evolución.

Pasan las horas, y yo sigo dividiendo mi tiempo entre la lectura de una interesante biografía de Luis García Berlanga y lo que acontece en aquella sala de espera. Ambas cosas me entretienen bastante.

En una de éstas se abre la puerta que da acceso a uno de los pasillos del hospital y emerge la figura de una señora de unos sesenta y algo, vestida con ropa ligera y sandalias. Se acerca a mí y me dice:

Sorry, sir. ¿Toilet?

Intuyo que es extranjera, así que, con mi pobre inglés, le indico:

The toilet is out there. You walk outside and turn on the left (los servicios están fuera. Salga al exterior y camine hacia la izquierda).

Thanks.

La mujer, tras un infructuoso intento por atravesar la pared que está a mi derecha, como si de una pésima imitadora de Garu-Garu el atraviesamuros se tratase, se esmera en pedirle disculpas a la máquina expendedora de café que tiene a su derecha y luego me mira confusa. Yo hago hincapié en la palabra “out there” (ahí fuera), y le hago señas para que salga de la sala, camine por el exterior del hospital y se dirija a los servicios que, en efecto, están fuera.

En mi fuero interno me felicito, pues compruebo complacido que mi pobre inglés aprendido en EGB aún sirve para algo. ¡Ah, qué tiempos aquellos con mis cuadernos de ejercicios Longman y mi profesor nazi de inglés que nos tenía totalmente prohibido hablar en castellano en clase!

Esta misma señora, la atraviesamuros despistada, cobrará un insólito protagonismo a medida que pasen las horas, pues no deja de deambular como perdida por las instalaciones del hospital. Eso sí, cada vez que pasa por mi lado me dedica una sonrisa. Algo me dice que no está muy bien de la azotea.

Un par de horas más tarde se presenta una dotación de la policía nacional. Los policías interceptan a la señora sonriente y despistada, y le aplican un exhaustivo interrogatorio. De este modo nos enteramos, yo y todos los presentes, que la pobre mujer es de nacionalidad alemana, que es pasajera de un crucero que atracó por la mañana en el Puerto de Las Palmas, que a los pasajeros del citado crucero les dieron unas horas para visitar la isla y hacer compras, que la mujer, a mi modo de ver bastante imprudentemente, pilló la primera guagua (autobús) que vió estacionada en el Parque de Santa Catalina, se bajó en una barriada que no conocía, se perdió, se dio un leñazo —igual intentado atravesar una pared— y como no hablaba ni una palabra de español acabó ingresando en el hospital.

Menos mal que una de las agentes de policía hablaba un inglés fluido, y así pudo reconstruir la historia y contactar con la naviera. Por desgracia, y como pudo confirmar la agente de policía, el barco hacía una hora o así que había zarpado del muelle, dejando a la pobre mujer en tierra. Ignoro qué pasó con esa pobre mujer. Igual aún sigue sonriendo, perdida y desorientada, intentando atravesar infructuosamente paredes a lo largo y ancho de la isla.

Han pasado casi tres horas y aún no sé nada de mi familiar. Miedo me da preguntar en recepción, visto lo visto. Pero he de hacerlo. Allí me informan que está bien, esperando por los resultados de una analítica. Me dejan pasar pero sólo quince minutos. Entro. Sigo la línea de color azul y acabo en los boxes. Allí hay de todo y, entre ese “de todo” hay una chica, de unos veintimuchos, en camisón, drogada perdida y armando follón. Los enfermeros y enfermeras no dan abasto. Se afanan en intentar tranquilizarla, pero ella se muestra contumaz en su desacato. A poco que la dejan sola, a fin de atender a otros pacientes, la chica no para de levantarse y deambular por el pasillo, hasta que es interceptada por un enfermero que la devuelve a su cama. Desde el momento que el enfermero se aleja para atender a otro paciente, la chica drogada vuelve a las andadas: se levanta, balbucea incoherencias y se pasea como un zombi por los pasillos del hospital. Admiro la paciencia de aquellos enfermeros y enfermeras. El santo Job, a su lado, un mindundi.

Veo a mi familiar. Me comunica que la cosa va para largo. Yo la tranquilizo diciéndole que no pasa nada, que espero lo que haga falta, que estaré en la sala de espera leyendo. Salgo. Me reincorporo a mi asiento —que milagrosamente aún sigue libre—, y continúo leyendo. Y pendiente de aquel teatro del absurdo que acontece a mi alrededor.

Media hora más tarde o así escucho una voz que me suena familiar. Proviene del exterior. Dirijo mi mirada hacia la puerta de entrada de urgencias y veo a la drogata, en camisón y descalza, llamando a gritos a su mami. Veo gente alrededor, pero nadie le hace ni puñetero caso. Al minuto o así salen dos enfermeros, dan con la drogata, la toman del brazo y la introducen en urgencias. Insisto: bendita paciencia.

Ya llevo cinco horas allí metido. En esto que se me sienta una mujer mayor en la silla de al lado. Le suena el teléfono móvil. Lo tiene a todo volumen. La señora registra su bolso y saca un teléfono del tamaño de una cajetilla de tabaco, lo despliega y le da a un botón. Una voz de mujer suena imponente al otro lado de la línea telefónica. Resulta que la señora tiene el manos libres activado, y entiendo que está un poco sorda. Pero en vez de colocarse el teléfono móvil en la oreja, la buena mujer sitúa el teléfono en su regazo y así, a grito pelado, mantiene una conversación con su interlocutora. Así me entero yo, y todos los presentes, incluso los pacientes ingresados en la sexta planta del hospital, del mal rollo existente en el seno de su familia, pues la han dejado sola en esa situación, acompañando a un familiar, sin coche, y con sus muchos sobrinos y sobrinas haciéndose los longuis, y ella, tan mayor, allí sola y sin comer, haciéndose cargo de todo.

Todos en la sala de espera nos chupamos la conversación. Nadie dice nada. Yo tampoco. En el fondo, me da pena la señora. Me limito a concentrarme en la lectura y seguir a lo mío.

Pero no hay mal que por bien no venga, dice el refrán. Y en este caso, se cumplió. Gracias a la conversación a grito pelado de la señora todos los allí reunidos nos enteramos de la mejor manera de hacer unas croquetas caseras con jamón cocido en taquitos, sachicha casera picada, una masa para chuparse los dedos y pan rayado con perejil. De hecho, vi a más de uno de los presentes tomando notas con el móvil. Y es que, ante las comidas que hacen nuestras madres, que se vayan al carajo las latas y los precocinados de supermercado.

Pasaron más cosas. Muchas más. Algunas más o menos divertidas, y otras no tanto. También pasaron cosas cabreantes e indignantes, y algunas otras increíblemente inverosímiles, pero reales.

Cuando lo pienso, me resulta cuanto menos curioso que justo aquel día, en aquel lugar y viendo lo que estaba pasando a mi alrededor, andase leyendo una biografía de Berlanga, el maestro del surrealismo grotesco, la sátira social, la ironía afilada y la chapuza tan nuestra, tan española. De haber estado allí, en aquella sala de espera, a buen seguro que entre él y su buen amigo Rafael Azcona habrían escrito un guión cojonudo.

Una cosa te digo. Si eres escritor o escritora y en algún momento te sientes falto de inspiración, acércate a la sala de espera de un centro de salud o un hospital. Te aseguro que allí vas a encontrar historias a punta pala.




jueves, 2 de octubre de 2025

SUPERAR LA TIMIDEZ

Imagen de Gisela Merkuur tomada de Pixabay

 

 

Hace unas semanas, paseando con mi amiga Merche, surgió el tema de la timidez.

¿Sabes esos actores o actrices, o presentadores de televisión que aseguran ser súper tímidos en su vida normal? —me soltó así, a bocajarro.

Sí. ¿Qué pasa con ellos? —dije yo.

Pues que mienten.

¿Tú crees?

Seguro.

¿Porqué estás tan segura de eso?

A ver, según ellos mismos dicen, cada vez que se suben a un escenario o se ponen delante de una cámara, en el caso de los actores o presentadores, aseguran que sufren una especie de transformación, y que son capaces de dejar atrás la timidez y crecerse. ¿Tú te lo crees?

El razonamiento de mi amiga me hizo retrotraerme a unos años atrás. Yo entonces tenía dieciséis o diecisiete años, y había enviado un dibujo a un concurso promovido por un popular programa radiofónico de ámbito insular en el que pedían un logo para el programa. El programa se llamaba Espontáneos, y básicamente consistía en recibir llamadas de oyentes para hablar de cualquier cosa, para hacer peticiones de canciones o dedicar canciones, para denunciar algo de carácter público, o simplemente para saludar. En fin, que el programa estaba para hablar de cualquier cosa de manera “espontánea”.

Yo envié un bonito dibujo de una niña enredada con el cable del teléfono mientras hacía una llamada telefónica, y lo adorné con un logo del programa de diseño propio. Lo coloreé con lápices de colores de una caja Alpine que tenía entonces, y lo envié por correo a la dirección que anunciaban en el programa. A las pocas semanas, mientras todos escuchábamos el programa en casa, oímos al presentador anunciar que ya tenían ganador para el concurso, y que iban a proceder a contactar con él o ella vía teléfono en riguroso directo. Y va y justo suena el teléfono en casa. Lo cogió mi padre.

Cuando escuché a mi padre contestar a través del transistor que mis hermanos y yo teníamos en la habitación que compartíamos, a mí casi me da algo. Entonces escuché a mi padre gritar mi nombre desde el pasillo de casa.

¡Pedro, es para ti!

Yo me quería morir. Mis hermanos no paraban de reír. Entre la burla y la emoción. Casi estaban más emocionados que yo.

Cogí el auricular.

¿Sí?

Buenas noches. ¿Hablo con Pedro Fabelo?

Sí.

¡Enhorabuena! Has ganado el concurso de dibujo del programa Espontáneos.

Vale.

Dinos Pedro, ¿cómo se te ocurrió ese dibujo tan bonito de la niña?

No sé.

El presentador, curtido en mil batallas, supo intuir al instante que estaba ante un tímido de manual, y que tendría que sudar tinta para sacarme aunque fueran un par de palabras. Profesional como era, intentó rellenar con su proverbial labia los huecos que mi timidez dejaban en la conversación.

Para todos los que nos escuchan, hemos de decir que el jurado del programa fue unánime a la hora de elegir el dibujo ganador. Su ejecución y finalización nos llamó la atención a todos.

Vale.

¿Quieres decir algo a todos los que nos están escuchando ahora mismo, Pedro?

No.

Vale. Gracias, Pedro.

A ti.

Por favor, no cuelgues, que uno de nuestros colaboradores te tomará los datos y te dirá dónde y en qué horario puedes venir a recoger tu regalo, cortesía del programa y de nuestros patrocinadores.

Bien.

¡Qué facilidad de palabra!

¡Qué dominio de la escena!

¡Qué gilipollas!

Recuerdo que aquel día estaba tan acojonado por hablar a través de la radio que casi no me salían las palabras. Creo que ni siquiera me llegaba oxígeno al cerebro. Me temblaban hasta los pensamientos, de los nervios que tenía encima.

Durante años viví sometido a la dictadura de una timidez enfermiza. La timidez puede ser un enemigo muy poderoso, capaz de anularte como persona y hacer de ti un guiñapo.

Con el paso de los años he logrado vencer a la timidez. De hecho, más de una vez me he sorprendido a mí mismo haciendo cosas que años atrás hubiesen sido impensables.

Una de esas cosas impensables fue crear un blog, por ejemplo. Y no sólo eso, sino que, años más tarde, me atreví a editar y publicar mis propios libros. Si alguien me hubiese dicho veinte años atrás que llegaría a hacer todo eso, le habría dicho que estaba loco de remate.

Con esto quiero decir que la timidez se cura. Eso sí, requiere de trabajo, y afán de superación. Ayuda, y mucho, el hecho de relativizar las cosas, de no darle más importancia de la que realmente tienen. Y si en algún momento metes la patas —yo aún sigo metiéndola de vez en cuando, pues nadie está exento—, conviene tomárselo con humor, y no hacer un drama de ello.

Como suele repetir Ricky Gervais cada vez que cuenta un chiste “políticamente incorrecto”, de esos que suelen levantar ampollas entre los ofendiditos del mundo y el wokismo más reaccionario: “Total, ¿qué más da?, si al final todos vamos a morir”. Pues eso.


 

jueves, 18 de septiembre de 2025

NO SOY INFLUENCER (NI FALTA QUE ME HACE)

Imagen de Geralt bajada de Pixabay

 

En mi último post, como respuesta a un comentario de mi amiga Rosa Berros Canuria, comentábamos el tema de los influencers, eso tan de moda hoy día y que yo no sigo en absoluto.

El concepto en sí me espanta, lo confieso. El mero hecho de que un desconocido cualquiera pueda influir en alguien para hacer algo, o condicionar su forma de pensar o hacerle replantearse sus gustos y preferencias, me llena de espanto y horror. Desde luego, el bueno de George Orwell se quedó corto cuando imaginó su distopía futurista en su aclamada novela 1984.

Esto de llegar a “influir” en alguien me ha hecho acordarme de aquellas leyendas urbanas que hablaban de mensajes ocultos en ciertos discos de vinilo de grupos de rock, que se revelaban al incauto oyente al reproducir los citados vinilos en sentido inverso. Había quien aseguraba escuchar un “mátalos a todos” en tal o cual disco, o “saluda a Satán”, o cualquier chorrada por el estilo. Hasta tal punto llegó la paranoia en ciertos sectores de la sociedad, enemigos acérrimos de la música rock, que llegaron a llevar a juicio a importantes bandas de rock como Judas Priest o el recientemente fallecido Ozzy Osbourne, por incitar a sus fans a cometer suicidio, mediante mensajes subliminales incluidos en los surcos de sus discos. Ante tamaña acusación, recuerdo una jocosa entrevista con Ozzy en la que decía: “Hay que ser muy tonto para pensar que yo quiero incitar a mis fans a que se quiten la vida. Si tuviese que incluir un mensaje subliminal en mis discos desde luego no diría “quítate la vida”, sino más bien “compra mis discos”.

Yo no influyo en nadie. Ni siquiera en mi blog. No tenéis más que echar un vistazo a las entradas que nos tienen a ambos de protagonistas para ver el poco o nulo caso que me hace el muy cabrito.

Otro de los temas que surgió en el intercambio de mensajes entre Rosa y yo tenía que ver con las nuevas plataformas a través de las cuales muchos creadores se sirven hoy en día para conectar con sus seguidores, plataformas tales como Instagram o a través de podcasts (archivos de voz subidos a la red).

Vaya por delante que yo no controlo nada de eso. Bastante tuve en su momento con aprender cómo se creaba un blog y cómo carajo se podía subir a él aquello que escribías a fin de ser publicado. Luego tuve que aprender a usar redes sociales como Google Plus, Facebook o Twitter, algo que no logré dominar del todo ya que, como suele ocurrir con casi todo hoy en día, cada cuarto de hora cambiaban las reglas de funcionamiento, se añadían nuevas funcionalidades y se eliminaban otras, o modificaban los algoritmos y cuando antes llegabas a cien personas de repente sólo te podían visualizar cinco. Eso sí, siempre se te brindaba la opción de recuperar la visibilidad ante esas cien personas previo pago de una cantidad. O sea, que para que te lean has de pagar. Vamos, una versión moderna del timo de la estampita. ¡Viva la modernidad, carajo!

Lo reconozco: me confieso un viejuno en toda regla. Y no es que niegue el progreso y las supuestas ventajas que éste trae consigo. Lo que me asusta, lo que me asusta de verdad, es el precio que pagamos por esa aceptación de lo moderno.

De entrada diría que, si bien hemos ganado en conectividad y en acercar el mundo a nuestro entorno más cercano a golpe de click, lo hemos hecho a costa de renunciar a nuestra intimidad. Hoy en día, gracias a las cookies que invaden nuestros ordenadores o dispositivos electrónicos cada vez que nos conectamos a la red o visitamos alguna web, cientos de empresas o grandes corporaciones lo saben todo o casi todo de nosotros: edad, sexo, hábitos de consumo, intereses, preferencias políticas o religiosas, nivel económico o cultural, formación, etc.

¿A que da miedo? A mí, desde luego, sí que me lo da. Sobre todo sabiendo en manos de quienes estamos.

Por lo tanto, soy viejuno y me siento orgulloso de serlo.

Doy por hecho que en determinada etapa de nuestra existencia pasa a ser “ley de vida” la desconexión con el mundo moderno. Cuando eres joven y estás en plena etapa de aprendizaje todo te resulta fascinante y sugerente. Luego, cuando empiezas a entender cómo funcionan las cosas, te sientes alineado con el entorno, y notas que el mundo se adapta a ti y no al revés. Pero eso no dura para siempre. En algún momento de tu vida, antes o después, notas que el mundo avanza mucho más deprisa de lo que tu cerebro o tus capacidades pueden asimilar, y empiezas a notarte rezagado con respecto a los que vienen por detrás. Y eso es sólo el principio.

Sin embargo, aunque puedas pensar lo contrario, este no es un fenómeno nuevo. De hecho, esto mismo lleva ocurriendo desde que el mundo es mundo. Al neandertal, hace 65.000 años —año arriba o año abajo—, seguro que le pillaría por sorpresa la invención de la rueda, o el descubrimiento del fuego.

Imaginemos a un neandertal de unos veinte años de la época. Veinte años en aquella era vendría a ser algo así como un señor de sesenta o sesenta y cinco años de hoy en día. Así que tenemos a este neandertal de veinte años manteniendo la siguiente conversación con un coetáneo de su misma edad.

¿Te has enterado? El viejo Urg ha pasado un trozo de carne de mamut a través de ese nuevo invento.

¿Te refieres a la rueda?

No, hombre. Me refiero al fuego.

¿Y qué ha ocurrido?

Pues que la carne ha tomado un aspecto muy diferente, algo más oscura y más dura. Incluso la sangre ya no chorreaba como antes.

¿Y la probaste?

¿Estás loco? ¡Ni de coña voy a probar esa cosa!

¿Y Urg?

Él sí que la comió.

¿Y qué dijo?

Que sabía incluso mejor que cuando estaba cruda.

¡Venga ya!, ¿en serio?

Totalmente. Dijo que tenía un mejor sabor, más apetitoso.

No me lo creo.

Ni yo.

Entonces, ¿no piensas probarla?

Ni de coña. Las moderneces no van conmigo. Yo prefiero seguir con mi carne cruda de toda la vida. Además, creo que la carne muy hecha provoca cáncer.

Encima. Vamos, no me jodas.

Ya ves.


Lo confieso: a veces me siento como ese pobre neandertal que se niega a aceptar que el mundo hace tiempo que lo dejó atrás.


 

 

jueves, 4 de septiembre de 2025

ACTUALIZACIÓN

 

Foto de Cheerfully Lost bajada de Pixabay


¡Pedroooooooo!

Estoy aquí, blog.

¿Dónde has estado metido, pedazo de vago?

De vacaciones.

¿Vacaciones?, ¿tú? ¡Pero si estás de vacaciones todo el año!

Eso crees tú. Pero no.

Los escritores sois unos vagos de narices.

En eso debo darte la razón. Mi nariz es bastante vaga. Por sí sola es incapaz de hacer nada. Necesita mi concurso hasta para sonarse.

¿Me estás vacilando?

Pues sí, la verdad.

Cómo te pasas, tío.

A ver, ¿qué se te ha roto ahora?

Pues nada, hacía tiempo que no sabía nada de ti y me preguntaba cómo lo llevabas.

¿Cómo llevo el qué?

Es una expresión coloquial, hombre. No debes tomarlo por lo literal. Quiere decir “¿Cómo estás?, ¿cómo te va la vida?, ¿en qué andas metido?”.

Lo sé.

Vale, ¿y cómo lo llevas?

Ando liado.

¿Con tu nueva novela?

¡Ssssh, calla, insensato!, que te puede oír.

¿Oírme? ¿Quién?

Mi novela.

¿Y qué si me oye? ¿Es que le tienes miedo a tu novela, o qué?

No es eso. Es que es muy tímida, y no lleva muy bien el que se hable de ella.

¡Venga ya! Me tomas el pelo.

No. Hablo totalmente en serio.

¿Y qué crees que pasará cuando la publiques?, ¿cómo va a llevar el hecho de que la lean, la analicen, la juzguen...?

Supongo que para cuando llegue ese momento se tendrá que acostumbrar. La finalidad de todo escritor al publicar una novela es que la lea el mayor número de lectores posible.

Bueno, en tu caso ese número no tendría que preocuparte. Ni a tu novela tampoco.

Cómo te gusta tirar con bala, ¿eh?

Ya me conoces. Me gusta ser directo, sin dobleces ni medias tintas.

Y un pelín cabroncete.

Eso también.

No hace falta que me lo jures.

¿Y qué le pasa al ñoñas de tu libro?, ¿acaso arrastra algún trauma de la infancia o qué?

No lo sé. La timidez no tiene porqué ser necesariamente producto de algún trauma. Simplemente tiene fobia social y ya.

Pues que haga como esos actores y actrices que se reconocen tímidos en su vida normal pero que cuando se suben a un escenario o se ponen delante de una cámara se transforman.

No es tan fácil.

Yo no he dicho que lo sea. Pero, si no lo intenta, estás jodido. ¿O es que piensas invertir un montón de horas de trabajo y dedicación a un libro que luego no podrás comercializar porque al señorito le podría dar un jamacuco?

Supongo que tienes razón.

Como opción, podrías ponerle un psicólogo de libros.

¡¡¿Un psicólogo de libros?!! ¿Y dónde carajo encuentro yo eso? Si es que existe. Además, si diese con uno, que lo dudo, lo más seguro es que me salga por un ojo de la cara. Y yo no estoy para muchos dispendios, la verdad sea dicha. Las ventas de mis libros no me dan para hacer locuras.

Lo sé. Pero, ¿qué quieres que te diga? Tal y como yo lo veo, no te queda otra: o hablas muy seriamente con tu libro y le pones las cosas claras, o renuncias a seguir trabajando en él y perdiendo el tiempo tontamente.

Sí. Tendré que hacerlo.

Y ya que estamos, ¿cómo va el proyecto?

Pues bastante encarrilado. En las últimas semanas le he dado un empujón considerable. Ya tengo la historia prácticamente acabada, a falta de un último capítulo, y, en breve, empiezo con las correcciones.

¿Hay humor?

Desde luego. Bastante humor. Y chistes a patadas. Y algunos muy graciosos, la verdad. Y no es porque lo diga yo.

Y si no lo dices tú, ¿quién lo dice entonces? Porque, según me acabas de decir, nadie más la ha leído.

Bueno, sí, lo digo yo. Pero, aún así, lo considero a la altura de mis libros anteriores. No creo que defraude a quien ya me haya leído y disfrutado de antes. Me estoy esmerando al máximo para que todo quede a la altura de mis exigencias, que no son pocas.

Eso espero. Porque, tal y como va tu carrera, un paso en falso y...

Eso. Tú dando ánimos.

Tío, no te rayes. Además, alguien tiene que bajarte los pies al suelo, ser realista, evitar que vivas en las nubes o en un mundo de fantasía. Mi tarea, como amigo tuyo que me considero, consiste en tener sentido común, evaluar las situaciones con objetividad y actuar de manera práctica, teniendo en cuenta los distintos factores y circunstancias que rodean al asunto en cuestión. Además, con mi actitud crítica y nada complaciente te empujo a ser humilde, y no albergar pretensiones inalcanzables.

Uauh, me has dejado sin palabras. En serio. No sé qué decir. Nunca pensé que albergases tal profundidad de pensamiento. Siempre pensé de ti que eras un gañán y un bocazas, pero esto... No me lo esperaba, la verdad.

Ese es el problema de prejuzgar, que siempre te puedes llevar un buen bofetón sin mano.

Te pido disculpas.

Y yo las acepto.

Gracias. Y gracias por tus palabras. Me serán muy útiles de cara a la etapa final de mi trabajo.

Ah, no me las des a mí. Mejor dáselas a la Inteligencia Artificial.

¿Y eso?

Simplemente me limité a teclear en Google la expresión “bajar los pies al suelo” y la IA me soltó el rollo que te acabo de endilgar.

¡Serás cabrito!

Sí. Lo soy. Pero, ¿a que soy un cabrito adorable?

Te dejo. Aún tengo mucho por hacer.

¿Ya te vas?

Las novelas no se escriben solas, ¿sabes?

Huy, dentro de muy poco sí que lo harán.

¿De qué estás hablando?

¿No te acabo de decir que antes de hablar contigo he consultado a la Inteligencia Artificial? ¿Sabes de lo que es capaz ese invento? Si la adiestras convenientemente es capaz de crear música con un determinado estilo, escribir letras de canciones, traducir libros enteros en cuestión de minutos, y hasta crear contenido a golpe de click.

Un programa informático no puede sustituir el ingenio ni la creatividad humana.

Tiempo al tiempo.

Joder, cada día que pasa más miedo me da el futuro que está por venir.

Eso es porque ya tienes “esa edad”.

¿A qué edad te refieres?

A la edad en la que ya te empiezas a ver más desconectado del mundo moderno que conectado a él. Es Ley de Vida. Todos los seres humanos pasan por distintas fases a lo largo de su vida: la fase del aprendizaje, la fase de la adaptación, la fase de la integración al entorno y al mundo que le ha tocado vivir, la fase de desconcierto cuando ves que el mundo avanza a doble velocidad que tu capacidad para asimilar los cambios, y, por último, la fase de desconexión, que es es la que estás tú ahora mismo.

Que consiste en...

Que consiste en que cada día que pasa más temor te causa el futuro, por tu incapacidad para adaptarte a los cambios que se avecinan, y, al mismo tiempo, sientes que el mundo que conociste está muriendo a pasos agigantados, lo que te hace refugiarte cada vez más en los recuerdos de un pasado que poco a poco ha ido desapareciendo.

No hay nada como hablar contigo para recuperar los ánimos.

¿Estás siendo irónico conmigo?

Es posible. No lo sé. ¿Tú qué opinas?

De sobras sabes que por mi condición no humana soy incapaz de reconocer la ironía.

Huy, qué lastima. Pobrecito.

¿Ironía o sarcasmo?

Me temo que para averiguarlo tendrás que recurrir a la Inteligencia Artificial. Y de paso pregúntale cómo puede sobrevivir un blog al que su dueño, harto de sus desplantes, ha decidido eliminar por completo.

No serás capaz... ¿verdad?

Tú mismo lo has dicho. Estoy en “esa edad”.

¿Qué edad?

Esa en la que cada día que pasa menos entiendo el mundo que me rodea. La misma en la que empiezo a cuestionarme si no es mi blog quien me controla a mí, y no al revés.

Vamos, Pedro, tío. Estás de coña. ¿Es eso, no? Estás vacilándome.

Pues no. Tienes razón. Cada día que pasa menos ganas tengo de continuar con esta farsa. Tal vez va siendo hora de pulsar el botón de “eliminar blog”.

No, Pedro. Por favor. No lo hagas. Ten compasión de este pobre blog. Mira todo lo que hemos hecho juntos. Llevamos once años juntos. Con altibajos, sí, pero juntos al fin y al cabo. Hemos vivido un montón de experiencias, la mayoría bastante agradables. Recuerda tus primeros lectores, los primeros comentarios que te dejaban, los premios que te otorgaban tus colegas blogueros, los intercambios de mensajes y contenidos, las conexiones que establecías con otros autores y lectores, la publicación de tu primer libro de relatos, y los siguientes, las fotos que te enviaban tus amigos y lectores posando con tu libro y que luego subías al blog henchido de orgullo y satisfacción, los cientos de posts que has ido subiendo en estos once años, y los cientos de comentarios que has recibido y contestado. Pero, sobre todo, no olvides lo mucho que te queda por hacer.

Pero si tú mismo has dicho que todo eso pertenece al pasado. Que yo no estoy preparado para el futuro que viene. Que mi tiempo ya pasó.

¿Y desde cuándo haces caso de lo que digo? ¿No ves que lo mío es tocar las narices, ser un capullo, un irreverente?

Quiere eso decir que todo lo que me dijiste antes, ¿no iba en serio?

¡Pues claro que no, alma de cántaro! ¡Con lo que yo te aprecio! Ains. Parece mentira que no me conozcas.

Entonces, ¿debo seguir con el blog?

¡Pues claro, hombre! Además, ¿qué pasa con tu nuevo libro? ¿Es que no lo piensas promocionar? Sí, ya sé que es muy tímido y todo eso, pero en algún momento tendrás que mostrarlo al público, en anunciar al mundo su lanzamiento. ¿Y qué mejor lugar para hacerlo que tu propio blog, ese que ha estado ahí contigo los últimos once años?

¿Sabes qué? Me has convencido. Voy a seguir con el blog un año más. Siempre hay tiempo para “borrar”, ¿no crees?

Sí, sí. Desde luego. Pero mejor centrémonos en el presente. ¿Deseas algo? ¿Estás cómodo? ¿Quieres que ponga algo de música de fondo mientras escribes?

Estoy bien. Gracias.

A mandar.