jueves, 27 de noviembre de 2025

POBRECITA LITERATURA

Foto de churros con chocolate tomada de Internet

 

Mi amiga, con la que voy a caminar una vez por semana, va y me dice:

¿Sabías que Mar Flores acaba de publicar un libro con sus memorias?

Sí lo sabía —le digo yo—. Lo que no sabía es que Mar Flores supiese leer y escribir.

Seguimos andando, y sufriendo por ello. Sobre todo cada vez que nos vemos obligados a afrontar una pronunciada cuesta que nos trae a ambos por el camino de la amargura, nunca mejor dicho.

¿Y sabías que Isabel Preysler también ha publicado un libro de memorias? —prosigue mi amiga.

Sí que lo sabía. Aunque más que unas memorias yo pensé que se trataba de un manual sobre Cómo casarse con un millonario y vivir de ello sin dar un palo al agua.

Ella ha trabajado —me corrige—. Ha sido la imagen de Porcelanosa y los bombones Ferrero Rocher.

Sí que debe ser duro, sí, que te vistan, te maquillen y te peinen para salir en un spot una vez al año. Y encima, lo que se habrá ahorrado la tipa en alicatar los baños de Villa Meona. Trece baños tenía la mansión, ¿no?

Sí, trece.

Pues alicatar eso tiene que salir una pasta gansa.

Ya te digo.

Ya ves, no sólo no da un palo al agua sino que encima se ahorra un pastón en alicatado y fontanería en una casa que tiene más cuartos de baño que habitaciones. Tonta no es, no. ¡Qué suertuda la tía!

Para suerte la nuestra, que gracias a mi arraigada costumbre de ir mirando al suelo mientras caminamos logramos sortear una aparatosa cagada de perro. ¡Qué guarra es la gente, carajo! No le echo la culpa al animal, que caga donde puede. Se la echo a su propietario o propietaria, por incívico o incívica.

¿Y sabías que el emérito también ha publicado un libro? —reanuda mi amiga.

Cómo vivir a cuerpo de rey, ¿no?

No, hombre. Es un libro de memorias.

¿Ves?, eso sí que me jode un poco.

¿Y eso?

Porque estoy a punto de publicar mi nueva novela, y lo último que necesito es más competencia en la categoría de “ficción”.

Mi amiga y yo pasamos cerca de una residencia de ancianos que hay por la zona. Un cuidador, bastante fornido, empuja una silla de ruedas ocupada por un anciano. Junto a ellos pasea una mujer de mediana edad. Intuyo que debe ser familiar del anciano, una hija o la nieta mayor.

De repente, el anciano me ve y, clavando fijamente su mirada en mí, grita a pleno pulmón sin venir a cuento: “¡Hijo puta!”.

A mí personalmente la salida de banco del anciano me hace mucha gracia. Lejos de enfadarme o tomármelo a mal, me echo a reír. El anciano, mientras tanto, vuelve a la carga: “¡Hijo puta!”, grita con enojo. Y yo no puedo dejar de reír. Mi amiga también ríe.

La mujer que va al lado del anciano, me dice:

Disculpen. Demencia.

No se preocupe, señora —le digo yo—. Buenas tardes.

Buenas tardes —responde la mujer, quien, a tenor de su manera de reaccionar intuyo que está más que acostumbrada a este tipo de incidentes.

Mi amiga y yo seguimos nuestro paseo, mientras a nuestras espaldas volvemos a escuchar un sonoro: “¡Hijo puta!”.

¿Te enteraste de lo del Premio Planeta a Juan Del Val? —me dice mi amiga.

¡Cómo para no hacerlo! Menuda tabarra han dado con el temita. He leído no sé cuántos comentarios en redes, la mayoría echando pestes del tipo ése. Y entre la crítica especializada tampoco ha sido muy bien recibido el fallo. Más bien al contrario. Le han dado palos por todos los lados. La palabra “fraude” ha sido la más repetida. Claro que al tal Juan Del Val todo eso se la trae al pairo. Casi diría que hasta le pone. Es lo que tienen los polemistas, que se retroalimentan del odio que ellos mismos generan.

¿Y qué me dices del libro de Bárbara Rey?

Memorias de una geisha en versión cañí, ¿no?

Algo así. La verdad, esa mujer no tiene vergüenza.

Pues no. No la tiene.

Mientras caminamos por las inmediaciones de una cafetería muy popular en la zona, con su terracita exterior hasta los topes de clientes, nos llega el intenso olor a churros recién hechos. Hacemos de tripas corazón para no caer en la tentación (¡coño, si hasta me ha salido un bonito pareado!).

Todos sabemos que el diablo adopta diferentes formas para confundirnos y hacernos caer en el pecado. ¿Sería capaz de adoptar la forma de un delicioso y crujiente churro? ¡Qué malo es el jodío!

Salimos disparados, por si acaso.

Parece que se ha puesto de moda el que los famosetes de medio pelo se dediquen a escribir libros. Me refiero a gente tipo Belén Esteban, Mario Vaquerizo, Paz Padilla, Terelu Campos... —dice mi amiga.

Lo peor no es eso —respondo yo, con rabia—. Lo peor es que se los publican. Y peor aún, hay gente que los compra. ¡Y hasta los lee!

Tú te leíste el de Mario Vaquerizo, ¿no?

Sí. Por eso hablo con conocimiento de causa.

¿Por qué lo hiciste, si puedo preguntarlo?

Quería saber por qué la gente compra esa clase de libros, qué misterio esconden, por qué fascinan tanto.

¿Y lo descubriste?

Sí. Creo que esa clase de libros están destinados a gente a la que no les gusta leer y les da vergüenza admitirlo, así que se compran esos bodrios, se los leen y se hacen la ilusión de que han cumplido.

Ah.

Una pérdida de tiempo, por cierto. Por si te lo estás preguntando.

Te aburrió.

A mí y a su corrector. El libro tenía tantos fallos de ortografía y sintaxis que di por hecho que el corrector llegó a un punto de su trabajo en que se dijo: “¡A la mierda, lo dejo! A mí no me pagan tanto como para perder el tiempo en esta gilipollez”, y lo dejó estar tal y cual.

Mi amiga y yo pasamos por las inmediaciones de un colegio. Es la hora del recreo. El patio está lleno de niños, pero no se oye ni un alma. Todos los infantes, de entre cinco a doce años, permanecen sentados de cualquier manera, en cualquier sitio del patio, con la mirada clavada en sus teléfonos móviles. Esta vez el Diablo, disfrazado de pantallita, ha logrado robarles la infancia y la imaginación a los niños. Sí que es malo, el jodío.

¿Y te acuerdas del fraude aquel del libro de Ana Rosa Quintana?

Lo recuerdo, sí. Sabor a hiel, se titulaba. No sólo no lo escribió ella, sino que lo escribió su ex cuñado, quien, a su vez, tomó “prestados” fragmentos de libros de Danielle Steel, Angeles Mastretta, Collen McCullough y hasta de Antonio Gala. Curiosamente la editorial era Planeta, la cual, ante el escándalo generado por el plagio, se vio obligada a retirar los ejemplares de las tiendas. Menudo pifostio se armó. Y la tía, ahí sigue, tan ancha, dando lecciones de moral cada dos por tres.

¡De todo tiene que haber en la viña del Señor! —dice mi amiga con ironía—. Pobre literatura. No se merece semejante castigo.

Entre todos la mataron y ella sola se murió —sentencio.



jueves, 20 de noviembre de 2025

UNAS LECTURAS FRANCAMENTE DELICIOSAS

 

Detalle de la portada de "La librería ambulante"

De vez en cuando uno se topa con lecturas que consiguen alentarle el espíritu. Eso mismo me ocurrió hace un tiempo cuando, de manera harto sorpresiva, me topé con dos libros de un autor del que no sabía absolutamente nada hasta entonces.

El autor del que os hablo es Christopher Morley (1890-1957), un escritor y poeta estadounidense que, tras su muerte, dejó tras de sí un vasto legado de más de cien obras, entre novelas, ensayos, poesías y obras de teatro.

Las dos obras suyas que leí, una detrás de otra, fueron La librería ambulante, publicada en 1917, y La librería encantada, publicada en 1919, es decir, dos años más tarde que la primera.


Cabe señalar que, dado que no conocía de nada al autor, ni sabía de la existencia de una segunda novela que seguía la historia del encantador matrimonio Mifflin, yo me las leí en orden inverso, es decir, primero me leí la segunda parte (La librería encantada), y posteriormente me leí la primera (La librería ambulante). Afortunadamente para mí, este hecho no me impidió disfrutar de la apasionante historia protagonizada por tan singular pareja.

A través de estas dos novelas conoceremos a Roger Mifflin, apasionado librero que se dedica a recorrer los Estados Unidos de lado a lado a bordo de su carromato repleto de libros, a fin de llevar la literatura a los lugares más recónditos de la vasta geografía norteamericana. El señor Mifflin disfruta tanto de su trabajo que consigue trasmitir esa pasión que siente por los libros a todos aquellos a quienes se va encontrando por el camino.

En una de éstas, el señor Mifflin, cansado de deambular de un lado para otro, decide vender su librería ambulante y con el dinero que obtenga adquirir un local en su amada Brooklyn, hogar de su infancia, y establecerse allí definitivamente abriendo una librería. Pero como Roger Mifflin ama tanto los libros, no está dispuesto a venderle su librería ambulante a cualquiera. Decidido a entregarle aquello que tanto ama a alguien que lo ame tanto como él, pone rumbo a la granja de un joven escritor cuyos libros ha devorado y disfrutado, creyendo ver en aquel a un alma afín. Pero resulta que al llegar a la granja, se encuentra con que aquel a quien busca ha emprendido un largo viaje que lo mantendrá lejos por un tiempo. En su lugar, en la granja encuentra a la hermana mayor del joven escritor, la señorita Helen McGill, una mujerona soltera de edad madura que vive por y para su hermano, haciéndole de granjera, agricultora, cocinera y ama de llaves.

Cuando Roger Mifflin le traslada a la señorita McGill su intención de traspasar el negocio a su hermano Andrew, Helen McGill ve en ello una excelente oportunidad para dejar atrás su hogar, su rutinaria vida y subirse al carro y recorrer el país de lado a lado como propietaria de una librería ambulante. Así que reune todo el dinero que posee y le compra el negocio al señor Mifflin.

Como condición indispensable, además del precio estipulado, Roger Mifflin le pide a la señorita McGill que lo lleve en el carro hasta donde pueda tomar un tren con destino a Brooklyn y, en contrapartida, durante el trayecto se ofrece a ir instruyendo a la señorita McGill en los entresijos del negocio. Ella acepta, deja una nota a su hermano Andrew avisándole de sus intenciones, cierra con llave la granja y se sube al carro dispuesta a emprender una nueva vida repleta de algo que no había tenido hasta entonces: emoción y aventuras.


Honestamente, la lectura de estas dos novelas son de esas maravillosas experiencias que un amante de los libros no puede perderse por nada del mundo. A través de una escritura aparentemente sencilla, Morley nos presenta unos personajes a los que, a medida que vamos conociendo, más nos van ganando. Además de las muchas peripecias que van sorteando en su particular odisea, gracias a los largos parlamentos de Roger Mifflin iremos descubriendo su amor por la literatura, enumerando aquellos libros que, a su juicio, merecen ser leídos antes de irnos de este mundo.

Resulta innegable que Christopher Morlay ama los libros, y con su hermosa prosa y sus entrañables personajes consigue contagiarnos ese amor. La lectura de estos libros ha supuesto para mí una más que enriquecedora experiencia, un banquete exquisito para mente y espíritu. Son de esas lecturas que deseas que no acaben nunca, del placer que proporcionan.

Pero como todo llega, al final los acabé. Y la lectura me dejó un poso de felicidad y plenitud tal que me dije a mí mismo: “¡Qué gran aventura, llena de pasión y emoción! Algún día regresaré a estos libros para volver a perderme en ellos y olvidar, o aparcar momentáneamente, los problemas y vicisitudes del día a día”. Cualquier libro que consiga eso, merece mi admiración y agradecimiento.

Si no has leído ninguno de estos dos libros, te recomiendo que te hagas con un ejemplar y disfrutes de las deliciosas aventuras de esa singular pareja formada por el señor Mifflin y la señorita McGill.



jueves, 6 de noviembre de 2025

FALTA DE CONCENTRACION

 

Hace bien poquito, hará cosa de un mes o así, en el programa Salvados de LaSexta, hicieron un programa-coloquio. El programa, además del presentador, contó con la presencia estelar de dos directores de cine españoles: Juan Antonio Bayona y Carla Simón.

Como dije, se trataba de un programa-coloquio, en el que, además de los tres citados, había una amplia representación de jóvenes estudiantes de un instituto de Barcelona. A los jóvenes les calculé una edad entre los quince y los dieciséis años.

Todos ellos debatían, entre otras cuestiones relacionadas con la cultura, sobre sus hábitos de consumo del cine. Una chica dijo entonces que ella veía las pelis en el móvil.

¿En el móvil?”, pensé yo. “Vaya, pues que Dios le conserve la vista”.

La misma chica dijo entonces que no sólo veía las pelis en el móvil, sino que, además, lo hacía a doble velocidad, para verlo todo más rápido.

¿En el móvil y a doble velocidad?”, pensé yo. “Vaya, pues que Dios le conserve la vista y la capacidad de retentiva”.

La chica, la misma de antes, agregó que, además de ver las pelis en el móvil y a doble velocidad, realizaba dicha actividad mientras pintaba.

¿Ve cine en el móvil, a doble velocidad, y encima mientras pinta?”, repensé. “Pues una de dos: o esta chica ha visto la peli y no se ha enterado de nada, y además pinta como el Barceló o el Tápies, o sea, como el culo, o es una genio venida de otro planeta, con una vista de lince, una capacidad de retentiva superlativa y encima poseedora de un talento descomunal para las bellas artes que le permite pintar sin exigirse concentración en lo que está pintando”.

Honestamente, no creo que la chica aquella fuese una genio. A ver, no la conozco personalmente, y tampoco es que crea que a los genios se les note su genialidad con sólo verles la cara. Ahí tienen a Stanley Kubrick, que a pesar de ser un genio tenía cara de gerente de una funeraria.

Dejando a un lado a la chica, el resto de adolescentes confirmaron en su mayoría que compartían con su compañera sus hábitos de consumo cinéfilo. Es decir, que también ellos veían pelis en el móvil, a doble velocidad y mientras realizaban otras actividades.

Esto venía a demostrar la poca capacidad de concentración que buena parte de las nuevas generaciones aplican a determinadas actividades que, precisamente, exigen un alto nivel de concentración. ¿Cómo vas a poder apreciar los matices de una determinada actuación, de un director de fotografía o los aciertos de un buen guión, si no pones toda tu atención en ello? ¿Cómo vas a “meterte” en una peli si estás a otras cosas?

Si así es como ven cine, sin paciencia ni dedicación para disfrutar la experiencia y empaparse bien de la obra que están visionando, no quiero ni pensar en los hábitos de lectura que tendrá esa misma clase de gente. Igual leen como un antiguo jefe que tuve hace años, que me confesó en una ocasión que él leía “en diagonal”, una técnica que le permitía saltarse buena parte del texto a fin de ahorrar tiempo y esfuerzo. Claro que, con esos mimbres, no era extraño su nivel de escritura, similar a la de un niño de cinco años que escribe una carta a los Reyes Magos, con una sintáxis penosa y más faltas ortográficas que las de Belén Esteban haciendo la lista de la compra.

Cualquier obra de arte, sea del tipo que sea, merece un mínimo de atención para apreciarla en toda su dimensión. O, al menos, para poder juzgarla con cierto criterio. Hasta para poder decir abiertamente que una determinada obra de arte es una mierda —que las hay, y muchas. Pasaos por la Tate Modern Gallery de Londres y veréis—, debemos poner todo de nuestra parte antes de emitir un juicio a la ligera, a fin de poder argumentar con fundamento nuestra opinión.

Todo esto me recuerda un sketch genial de mis idolatrados Faemino y Cansado. Ambos están dialogando acerca del arte de la pintura, y va Cansado y suelta: “¿A ti te parece justo que un pintor clásico se pase años pintando un cuadro para que luego llegues tú y lo veas en veinte segundos?”. A partir de aquí ambos comienzan a disertar sobre la ardua tarea de los pintores en la antigüedad, poniendo como ejemplo a Velázquez y Murillo, hasta que, en un momento dado, Faemino replica: “Claro, ahora los pintores modernos se han dado cuenta del rollo y en veinte segundos te han hecho un cuadro. Luego vas tú y lo ves en veinticinco segundos, por lo que al final le han sobrado cinco segundos al cabrón”.

Es un chiste. Lo sé. Pero algo de razón tienen. Porque en cuestión de arte moderno he visto cada “cosa” que flipo.

Aunque, eso sí, para poder emitir un juicio con fundamento le he dedicado toda mi atención. Les puedo asegurar por mi honor que durante los veinticinco segundos que he invertido en observar esas mierdas, no me he permitido ni un bostezo.




miércoles, 29 de octubre de 2025

POLÉMICO PREMIO PLANETA

 

 

Menudo revuelo se ha armado en estos días con el fallo del Premio Planeta de este año (2025).

Precisamente el “fallo” está en considerar el Planeta un “premio literario”. Porque no lo es. Lo que sí es, para quién aún no lo sepa, es una hábil maniobra empresarial montada para hacer negocio.

El premio Planeta no premia la literatura, sea ésta buena o mala —eso ya lo dejo al criterio de cada cual—. De lo que se trata con este premio es de rentabilizar al máximo una inversión y potenciar una marca.

Lo primero que hay que apuntar es que el grupo empresarial desembolsa nada más y nada menos que un millón doscientos mil euros entre los premiados (un millón para el ganador y 200.000 euros para el finalista), además de lo que se gasta en organizar la gala en sí, el sueldo de los jurados, vuelos, estancias de hotel, etc.

Ningún libro hoy en día es tan rentable en España como para merecer semejante inversión de pasta. ¿Entonces?, ¿dónde está el truco? Pues está en la publicidad y la repercusión mediática que la noticia del premio en sí genera. Ya saben aquel dicho de Oscar Wilde: “Sólo hay en el mundo una cosa peor que el que hablen de uno, y es que no hablen”. Es decir, que es preferible que hablen mal de nosotros a pasar desapercibido o ignorado por completo.

En este sentido, con la concesión del premio Planeta a Juan Del Val, objetivo conseguido. Tanto es así que, como diría Juan Soto Ivars, desde que se conoció la noticia “arden las redes”.

Los responsables del Grupo Planeta no son tontos. ¿Creéis que no lo tienen todo perfectamente estudiado antes de dar el paso de “premiar” a tal o cual personaje?

Hagamos un breve resumen del personaje. Famosete, sale en la tele, está casado con otra famoseta, que también sale en la tele; el tipo, además de bocachancla profesional, tiene fama de polemista, es decir, que suelta por esa boquita cualquier mierda que se le pase por la sesera sin medir las consecuencias. Además, lo hace con esa chulería propia del que sabe que lo que dice va a levantar ampollas en aquellos que no piensan como él —incluso entre quienes sí que piensan como él—. Pero todo eso se la trae al pairo. Es más, hasta parece disfrutar con ello, como un cochino revolcándose entre charcos de mierda. 

Es, en esencia, lo que hoy en día se denomina “un polemista profesional”. Lo creas o no, hay gente que vive de eso. Y muy bien, además. Y claro, como eso da audiencia, ahí tenemos la parrilla televisiva repleta de polemistas de todos los signos a cascoporro, parasitando como hongos de un extremo al otro de la TDT.

Según he podido leer por Internet, Juan Del Val es autor de otras tres novelas, Candela (2019), Del paraíso (2021) y Bocabesada (2023), además de la reciente ganadora del Planeta, Vera. Una historia de amor (2025). Yo no he leído ningún libro de este pavo. Ni pienso hacerlo. No me interesan lo más mínimo, ni él ni lo que escribe. Eso sí, coincido al cien por cien con la opinión que tiene el escritor y columnista Ramón de España del personaje: “No sé cómo escribe, pero titula sus libros como el culo”.


Hace poco, hablando con un amigo de mi poca fe en los concursos literarios de este país —pienso que la mayoría son un fraude—, le conté que muchos de ellos están amañados. Recordé entonces una entrevista en la revista literaria Qué Leer de octubre de 1998 —que aún conservo (ver foto)—, en la que el escritor Alberto Vázquez Figueroa contaba las veces en que le habían ofrecido el Premio Planeta y que él había rechazado. Es decir, que le daban el premio antes de ser convocado por una novela que aún no había escrito. O sea.

Eso sí que me parece una falta de respeto hacia los cientos o miles de escritores o aspirantes a serlo que invierten horas y horas de su vida en escribir un libro, se gastan una pasta en imprimirlo y encuadernarlo, y luego enviarlo por correo —que barato no es, oigan—, cargados de ilusión y esperanza, para que luego los organizadores del premio, atendiendo a unos intereses bastardos, se pasen todas esas ilusiones por el forro y otorguen ese premio a dedo. Para semejante viaje no hacen falta alforjas, ¿no creen?

Si después de todo lo que se sabe, y de lo que se sospecha, aún hay gente que cree en estos premios, igual ya va siendo hora que sepan, de una vez por todas, que los Reyes Magos, en realidad, son los padres.




miércoles, 15 de octubre de 2025

LA ETERNA SONRISA DE DIANE KEATON

 



El domingo me desayunaba con la triste noticia del inesperado fallecimiento de mi querida y admirada Diane Keaton. Cuando leí el titular el corazón me dio un vuelco. Era como si hubiese muerto una entrañable amiga de la que hacía tiempo que no sabía nada.

Me acordé entonces de la primera peli suya que vi. Yo tenía entonces quince o dieciséis años. Por aquellos años, mediados de los ochenta, mi padre era propietario de un videoclub. Yo, cinéfilo empedernido desde temprana edad, aprovechaba esta circunstancia para llevarme a casa cuantas pelis cupiesen en mi mochila de estudiante. Los fines se semana me veía hasta cinco pelis, entre el sábado por la noche y el domingo.

En uno de esos aprovisionamientos cinéfilos de fin de semana, llevé a casa una peli de un tal Woody Allen con un curioso título en español, Sueños de un seductor (Play it again, Sam en su versión original).

Aquella peli me voló la cabeza. Conecté de inmediato con el humor absurdo y la fina ironía de aquel tipo menudo y desgarbado, y con una melena pelirroja casi tan larga como la que yo llevaba entonces —snif, ¡qué tiempos aquellos en los que lucía mi melena de joven rockero!—.

En aquella película, además de Allen, salía junto a él una joven preciosa y divertidísima que hacía el papel de mejor amiga del protagonista, y de la que al final Allen se acaba enamorando. Aún me sigo partiendo de risa con la descacharrante escena en la que Linda (Diane Keaton) y Dick (Tony Roberts), se presentan con una chica en el apartamento de Allen con intención de emparejarlos. Allen, nerviosísimo, no para de decir y hacer tonterías, hasta que en un momento dado hace un gesto casual, el disco de vinilo que tiene entre las manos sale disparado de su funda y se estrella contra una repisa destrozando lo que había en los estantes, él se apoya entonces en el respaldo de una mecedora, la mecedora cede y le mete un leñazo en la barbilla, y Allen, en un intento de normalizar aquel desastre, no para de pasarse la mano por el mechón de pelo rebelde que le tapa la frente. Dejando a un lado el efecto cómico de la escena en sí —digna de todo un maestro del slapstick del cine mudo—, lo que más gracia me hace es el vano intento de Diane y Roberts por aguantar la risa ante lo que acaban de presenciar.

A partir de aquella maravillosa película, fueron cayendo, una tras otra, cuantas pelis de Woody Allen se me pusieron a tiro. Al hacerlo, caí en la cuenta de una presencia, la de aquella actriz tan guapa, desenfadada y divertida, que parecía iluminar todas las escenas en las que salía.

La citada Sueños de un seductor, El dormilón, La última noche de Boris Grushenko, Annie Hall, Manhattan y Misterioso asesinato en Manhattan, son pelis que nunca me canso de ver. Incluso me gustó en Interiores, el primer intento de Allen por incursionar en el terreno del drama.

Volví a redescubrirla en El Padrino, de Francis Ford Coppola, en un papel a la altura de su inmenso talento. A partir de aquí la seguí en un montón de pelis haciendo todo tipo de papeles, desde intensos dramas a comedias ligeras, y todas ellas con una solvencia digna de una actriz de raza, de esas que, hagan lo que hagan, sabes que lo va a dar todo.

Un día, a principios de este milenio, alquilé en el videoclub una comedia de la que no sabía absolutamente nada. Diane Keaton compartía protagonismo con otro grande: Jack Nicholson. Completaban el reparto Amanda Peet, Frances McDormand y Keanu Reeves. Con un reparto así, plagado de estrellas, la cosa prometía. Y no me defraudó. Al contrario. Nada más verla, se convirtió en una de mis comedias románticas favoritas de todos los tiempos. La química que se establece entre Keaton y Nicholson es sencillamente maravillosa. Casualmente hace un par de meses la volví a ver por quinta o sexta vez, y volví a emocionarme con ella como el primer día.

Cuando hace unos años saltó a la primera plana de los tabloides el feo asunto del movimiento MeToo contra Woody Allen, instigado en buena medida por Mia Farrow y Ronan Farrow, el único hijo biológico de Allen y Mia, medio Hollywood le dio la espalda al director neoyorquino Incluso algunos actores y actrices que habían trabajado en el pasado con Allen renegaron de él, asegurando que no volverían a trabajar bajo sus órdenes si se lo pidiesen. Entre esos actores se encontraban nombres tan conocidos como Thimotée Chalamet, Greta Gerwig o Selena Gómez. Woody Allen sufrió los devastadores efectos de lo que se ha dado en llamar “cultura de la cancelación”, que consiste en una nueva inquisición cultural e ideológica donde al cancelado se le aplica un linchamiento público sin posibilidad de réplica. Entre las pocas voces que salieron en defensa del otrora aclamado y respetado cineasta se encontraba Diane Keaton, quien no dudó en mostrar públicamente su apoyo hacia su amigo con un contundente “sigo creyendo él”, demostrando así una lealtad sin fisuras.

Hace unas pocas horas he podido leer unas sentidas palabras que Woody Allen ha querido dedicar a su amiga en su despedida. “Hace unos días, el mundo era un lugar que incluía a Diane Keaton. Ahora es un mundo que no la incluye y, por lo tanto, es un mundo más deprimente. Aún así, su risa estruendosa aún resuena en mi cabeza. Sus películas permanecen. Su risa, también. Y eso basta para que el mundo siga siendo un lugar menos triste”.

El domingo fue un día triste para mí, pues me sentía como si hubiese perdido a una buena amiga de toda la vida, leal, inteligente y entrañable. Hoy me siento un poco mejor, pues sé que, mientras tenga tus películas, tu eterna sonrisa volverá a iluminar la pantalla de mi televisor.

Buen viaje, querida Annie.

 

Preciosa foto que he encontrado en la red.





jueves, 9 de octubre de 2025

UN ENTRETENIDO DIA EN URGENCIAS

 

Foto de un hospital. Autor: Hans (Pixabay)

 

Hace unas pocas semanas me vi en la tesitura de acompañar a un familiar a urgencias del hospital. Sucedió en domingo.

Llegamos, nos registramos y nos piden que esperemos en una salita a que nos citen para una primera evaluación. A los pocos minutos nos llaman. Una vez hecha la primera exploración se llevan a mi familiar a la zona de los boxes y a mí me dicen que no puedo acompañarle. Me indican el camino a una sala de espera para familiares y acompañantes, y allí que me voy.

Yo aún no lo sabía, pero en aquella sala de espera iba a permanecer las siguientes siete horas y media. ¡Y qué siete horas y media, oiga!

Menos mal que antes de salir de casa había tomado la precaución de meter en mi mochila mi lector de libros electrónicos. Gracias a la lectura, aquellas siete horas y pico allí sentado se me hicieron mucho más amenas y soportables. Y no sólo he de agradecer a la lectura la amenidad del tiempo pasado allí dentro. No señor.

Siete horas en la sala de espera de urgencias de un hospital dan para mucho. Es alucinante la cantidad de situaciones distintas que se pueden dar en un lugar como ese, tan caótico y con tanto tránsito de personas.

Seguidamente, relataré algunas de ellas.

Pongámonos en situación. Cuatro familiares acompañan a un paciente a urgencias. Lo examinan, lo evalúan y lo llevan a boxes. Al igual que a mí, no dejan pasar a ninguno de los familiares que vienen con el paciente, por lo que los cuatro familiares se dividen en dos grupos y se mantienen en permanente contacto a través de sus teléfonos móviles. Pasan horas y, en una de éstas, uno de ellos recibe una llamada del hospital comunicándole que su familar ha sido dado de alta hace media hora. El que ha recibido la llamada comparte la noticia con el resto del grupo y todos juntos se dirigen a la recepción a preguntar.

En efecto —responde el auxiliar sentado al otro lado del mostrador mientras consulta la pantalla de su ordenador—. Su familiar ha sido dado de alta.

¿Y dónde está ahora mismo?

No lo sé.

A ver, ¿los pacientes que son dados de alta por dónde salen?

Por la puerta principal.

Es decir, la que está ahí fuera, a mi izquierda, ¿no es cierto?

Así es.

Pues ya le digo yo que mi familar no ha podido salir por esa puerta sin que ninguno de nosotros lo haya visto. Nos hemos dividido en dos grupos, y dos de nosotros no se han movido de esa puerta desde que ingresó.

Pues es lo que consta en mi registro.

¿Puedo hablar con el médico que lo trató?

Voy a consultar el nombre del médico. Aguarde un segundo.

El administrativo vuelve a consultar con su base de datos, da con el nombre del médico, contacta con él y le pasa el teléfono al familiar. Ambos mantienen un diálogo de besugos digno de un sketch de Gila. La conversación sube de tono. El administrativo, mientras tanto, viendo la que le iba a caer encima en cuanto el hombre aquel colgase el teléfono, hace todo lo posible por salvar la situación pulsando frenéticamente las teclas de su ordenador, como un alto ejecutivo hasta el culo de coca encerrado en su despacho mientras hace un informe urgente.

Al final, de tanto teclear y mover el ratón de aquí para allá, el administrativo descubre que el paciente en realidad ha sido trasladado a otro hospital debido a su cercanía con su lugar de residencia. Es decir, que se trataba de un traslado aunque en el registro constaba como un alta médica. Los allí presentes alucinamos con lo que acabamos de presenciar, mientras los familiares, enfurruñados como un ministro recién destituido de su cargo que ve con impotencia que se le ha acabado el chollo, salen disparados del hospital rumbo a su siguiente destino.

Otro caso.

Un nieto pregunta por la situación de su abuela, ingresada unas horas antes. El administrativo consulta su base de datos y le informa que el paciente por el que pregunta está en estado crítico. El nieto se angustia, pues no tenía ni idea de la gravedad de la situación. Llama a su madre por teléfono y le informa. El chico cuelga, y le pide al celador si hay alguna posibilidad de ver a su abuela. El administrativo le dice que su abuelo no puede recibir visitas de momento.

Abuelo no, se trata de mi abuela —matiza el muchacho.

Pues aquí consta como varón —le contesta el celador.

El muchacho, temiendo que a su abuela le hayan practicado una operación de cambio de sexo express, a su edad, y sin previo aviso, insiste en que se trata de una mujer, si bien no las tiene todas consigo. Igual va a tener que ir haciéndose a la idea de llamar Paco a su abuela Lola a partir de ahora.

Déjame comprobar una cosa —dice el administrativo, y vuelve a consultar su base de datos.

Total, para no cansaros, resulta que alguien, al dar de alta a una paciente ingresada de urgencia —la abuela del chico—, olvidó poner el nombre, y le dio de alta sólo con los apellidos. Casualmente, esa misma mañana, otro paciente, varón, con los mismos apellidos, ingresó en el hospital. De ahí la confusión.

El administrativo entra en cólera, y empieza a blasfemar por la incompetencia de alguien.

¡Joder, cuántas veces tengo que decir que al dar de alta a un paciente se introduzcan todos los datos, nombres y apellidos completos!

El muchacho, aliviado por no verse obligado a descambiar el bonito pañuelo que le había comprado a su abuela por una boina de jubilado, vuelve a llamar a su madre para darle la buena noticia: su abuela no es un hombre, sigue siendo una señora mayor, con sus achaques propios de la edad, y está en observación, pendiente de evolución.

Pasan las horas, y yo sigo dividiendo mi tiempo entre la lectura de una interesante biografía de Luis García Berlanga y lo que acontece en aquella sala de espera. Ambas cosas me entretienen bastante.

En una de éstas se abre la puerta que da acceso a uno de los pasillos del hospital y emerge la figura de una señora de unos sesenta y algo, vestida con ropa ligera y sandalias. Se acerca a mí y me dice:

Sorry, sir. ¿Toilet?

Intuyo que es extranjera, así que, con mi pobre inglés, le indico:

The toilet is out there. You walk outside and turn on the left (los servicios están fuera. Salga al exterior y camine hacia la izquierda).

Thanks.

La mujer, tras un infructuoso intento por atravesar la pared que está a mi derecha, como si de una pésima imitadora de Garu-Garu el atraviesamuros se tratase, se esmera en pedirle disculpas a la máquina expendedora de café que tiene a su derecha y luego me mira confusa. Yo hago hincapié en la palabra “out there” (ahí fuera), y le hago señas para que salga de la sala, camine por el exterior del hospital y se dirija a los servicios que, en efecto, están fuera.

En mi fuero interno me felicito, pues compruebo complacido que mi pobre inglés aprendido en EGB aún sirve para algo. ¡Ah, qué tiempos aquellos con mis cuadernos de ejercicios Longman y mi profesor nazi de inglés que nos tenía totalmente prohibido hablar en castellano en clase!

Esta misma señora, la atraviesamuros despistada, cobrará un insólito protagonismo a medida que pasen las horas, pues no deja de deambular como perdida por las instalaciones del hospital. Eso sí, cada vez que pasa por mi lado me dedica una sonrisa. Algo me dice que no está muy bien de la azotea.

Un par de horas más tarde se presenta una dotación de la policía nacional. Los policías interceptan a la señora sonriente y despistada, y le aplican un exhaustivo interrogatorio. De este modo nos enteramos, yo y todos los presentes, que la pobre mujer es de nacionalidad alemana, que es pasajera de un crucero que atracó por la mañana en el Puerto de Las Palmas, que a los pasajeros del citado crucero les dieron unas horas para visitar la isla y hacer compras, que la mujer, a mi modo de ver bastante imprudentemente, pilló la primera guagua (autobús) que vió estacionada en el Parque de Santa Catalina, se bajó en una barriada que no conocía, se perdió, se dio un leñazo —igual intentado atravesar una pared— y como no hablaba ni una palabra de español acabó ingresando en el hospital.

Menos mal que una de las agentes de policía hablaba un inglés fluido, y así pudo reconstruir la historia y contactar con la naviera. Por desgracia, y como pudo confirmar la agente de policía, el barco hacía una hora o así que había zarpado del muelle, dejando a la pobre mujer en tierra. Ignoro qué pasó con esa pobre mujer. Igual aún sigue sonriendo, perdida y desorientada, intentando atravesar infructuosamente paredes a lo largo y ancho de la isla.

Han pasado casi tres horas y aún no sé nada de mi familiar. Miedo me da preguntar en recepción, visto lo visto. Pero he de hacerlo. Allí me informan que está bien, esperando por los resultados de una analítica. Me dejan pasar pero sólo quince minutos. Entro. Sigo la línea de color azul y acabo en los boxes. Allí hay de todo y, entre ese “de todo” hay una chica, de unos veintimuchos, en camisón, drogada perdida y armando follón. Los enfermeros y enfermeras no dan abasto. Se afanan en intentar tranquilizarla, pero ella se muestra contumaz en su desacato. A poco que la dejan sola, a fin de atender a otros pacientes, la chica no para de levantarse y deambular por el pasillo, hasta que es interceptada por un enfermero que la devuelve a su cama. Desde el momento que el enfermero se aleja para atender a otro paciente, la chica drogada vuelve a las andadas: se levanta, balbucea incoherencias y se pasea como un zombi por los pasillos del hospital. Admiro la paciencia de aquellos enfermeros y enfermeras. El santo Job, a su lado, un mindundi.

Veo a mi familiar. Me comunica que la cosa va para largo. Yo la tranquilizo diciéndole que no pasa nada, que espero lo que haga falta, que estaré en la sala de espera leyendo. Salgo. Me reincorporo a mi asiento —que milagrosamente aún sigue libre—, y continúo leyendo. Y pendiente de aquel teatro del absurdo que acontece a mi alrededor.

Media hora más tarde o así escucho una voz que me suena familiar. Proviene del exterior. Dirijo mi mirada hacia la puerta de entrada de urgencias y veo a la drogata, en camisón y descalza, llamando a gritos a su mami. Veo gente alrededor, pero nadie le hace ni puñetero caso. Al minuto o así salen dos enfermeros, dan con la drogata, la toman del brazo y la introducen en urgencias. Insisto: bendita paciencia.

Ya llevo cinco horas allí metido. En esto que se me sienta una mujer mayor en la silla de al lado. Le suena el teléfono móvil. Lo tiene a todo volumen. La señora registra su bolso y saca un teléfono del tamaño de una cajetilla de tabaco, lo despliega y le da a un botón. Una voz de mujer suena imponente al otro lado de la línea telefónica. Resulta que la señora tiene el manos libres activado, y entiendo que está un poco sorda. Pero en vez de colocarse el teléfono móvil en la oreja, la buena mujer sitúa el teléfono en su regazo y así, a grito pelado, mantiene una conversación con su interlocutora. Así me entero yo, y todos los presentes, incluso los pacientes ingresados en la sexta planta del hospital, del mal rollo existente en el seno de su familia, pues la han dejado sola en esa situación, acompañando a un familiar, sin coche, y con sus muchos sobrinos y sobrinas haciéndose los longuis, y ella, tan mayor, allí sola y sin comer, haciéndose cargo de todo.

Todos en la sala de espera nos chupamos la conversación. Nadie dice nada. Yo tampoco. En el fondo, me da pena la señora. Me limito a concentrarme en la lectura y seguir a lo mío.

Pero no hay mal que por bien no venga, dice el refrán. Y en este caso, se cumplió. Gracias a la conversación a grito pelado de la señora todos los allí reunidos nos enteramos de la mejor manera de hacer unas croquetas caseras con jamón cocido en taquitos, sachicha casera picada, una masa para chuparse los dedos y pan rayado con perejil. De hecho, vi a más de uno de los presentes tomando notas con el móvil. Y es que, ante las comidas que hacen nuestras madres, que se vayan al carajo las latas y los precocinados de supermercado.

Pasaron más cosas. Muchas más. Algunas más o menos divertidas, y otras no tanto. También pasaron cosas cabreantes e indignantes, y algunas otras increíblemente inverosímiles, pero reales.

Cuando lo pienso, me resulta cuanto menos curioso que justo aquel día, en aquel lugar y viendo lo que estaba pasando a mi alrededor, andase leyendo una biografía de Berlanga, el maestro del surrealismo grotesco, la sátira social, la ironía afilada y la chapuza tan nuestra, tan española. De haber estado allí, en aquella sala de espera, a buen seguro que entre él y su buen amigo Rafael Azcona habrían escrito un guión cojonudo.

Una cosa te digo. Si eres escritor o escritora y en algún momento te sientes falto de inspiración, acércate a la sala de espera de un centro de salud o un hospital. Te aseguro que allí vas a encontrar historias a punta pala.