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Foto de un hospital. Autor: Hans (Pixabay) |
Hace
unas pocas semanas me vi en la tesitura de acompañar a un familiar a
urgencias del hospital. Sucedió en domingo.
Llegamos,
nos registramos y nos piden que esperemos en una salita a que nos
citen para una primera evaluación. A los pocos minutos nos llaman.
Una vez hecha la primera exploración se llevan a mi familiar a la
zona de los boxes y a mí me dicen que no puedo acompañarle. Me
indican el camino a una sala de espera para familiares y
acompañantes, y allí que me voy.
Yo
aún no lo sabía, pero en aquella sala de espera iba a permanecer
las siguientes siete horas y media. ¡Y qué siete horas y media,
oiga!
Menos
mal que antes de salir de casa había tomado la precaución de meter
en mi mochila mi lector de libros electrónicos. Gracias a la
lectura, aquellas siete horas y pico allí sentado se me hicieron
mucho más amenas y soportables. Y no sólo he de agradecer a la
lectura la amenidad del tiempo pasado allí dentro. No señor.
Siete
horas en la sala de espera de urgencias de un hospital dan para
mucho. Es alucinante la cantidad de situaciones distintas que se
pueden dar en un lugar como ese, tan caótico y con tanto tránsito
de personas.
Seguidamente,
relataré algunas de ellas.
Pongámonos
en situación. Cuatro familiares acompañan a un paciente a
urgencias. Lo examinan, lo evalúan y lo llevan a boxes. Al igual que
a mí, no dejan pasar a ninguno de los familiares que vienen con el
paciente, por lo que los cuatro familiares se dividen en dos grupos y
se mantienen en permanente contacto a través de sus teléfonos
móviles. Pasan horas y, en una de éstas, uno de ellos recibe una
llamada del hospital comunicándole que su familar ha sido dado de
alta hace media hora. El que ha recibido la llamada comparte la
noticia con el resto del grupo y todos juntos se dirigen a la
recepción a preguntar.
—En
efecto —responde el auxiliar sentado al otro lado del mostrador
mientras consulta la pantalla de su ordenador—. Su familiar ha sido
dado de alta.
—¿Y
dónde está ahora mismo?
—No
lo sé.
—A
ver, ¿los pacientes que son dados de alta por dónde salen?
—Por
la puerta principal.
—Es
decir, la que está ahí fuera, a mi izquierda, ¿no es cierto?
—Así
es.
—Pues
ya le digo yo que mi familar no ha podido salir por esa puerta sin
que ninguno de nosotros lo haya visto. Nos hemos dividido en dos
grupos, y dos de nosotros no se han movido de esa puerta desde que
ingresó.
—Pues
es lo que consta en mi registro.
—¿Puedo
hablar con el médico que lo trató?
—Voy
a consultar el nombre del médico. Aguarde un segundo.
El
administrativo vuelve a consultar con su base de datos, da con el
nombre del médico, contacta con él y le pasa el teléfono al
familiar. Ambos mantienen un diálogo de besugos digno de un sketch
de Gila. La conversación sube de tono. El administrativo, mientras
tanto, viendo la que le iba a caer encima en cuanto el hombre aquel
colgase el teléfono, hace todo lo posible por salvar la situación
pulsando frenéticamente las teclas de su ordenador, como un alto
ejecutivo hasta el culo de coca encerrado en su despacho mientras
hace un informe urgente.
Al
final, de tanto teclear y mover el ratón de aquí para allá, el
administrativo descubre que el paciente en realidad ha sido
trasladado a otro hospital debido a su cercanía con su lugar de
residencia. Es decir, que se trataba de un traslado aunque en el
registro constaba como un alta médica. Los allí presentes
alucinamos con lo que acabamos de presenciar, mientras los
familiares, enfurruñados como un ministro recién destituido de su
cargo que ve con impotencia que se le ha acabado el chollo, salen
disparados del hospital rumbo a su siguiente destino.
Otro
caso.
Un
nieto pregunta por la situación de su abuela, ingresada unas horas
antes. El administrativo consulta su base de datos y le informa que
el paciente por el que pregunta está en estado crítico. El nieto se
angustia, pues no tenía ni idea de la gravedad de la situación.
Llama a su madre por teléfono y le informa. El chico cuelga, y le
pide al celador si hay alguna posibilidad de ver a su abuela. El
administrativo le dice que su abuelo no puede recibir visitas de
momento.
—Abuelo
no, se trata de mi abuela —matiza el muchacho.
—Pues
aquí consta como varón —le contesta el celador.
El
muchacho, temiendo que a su abuela le hayan practicado una operación
de cambio de sexo express, a su edad, y sin previo aviso, insiste en
que se trata de una mujer, si bien no las tiene todas consigo. Igual
va a tener que ir haciéndose a la idea de llamar Paco a su abuela
Lola a partir de ahora.
—Déjame
comprobar una cosa —dice el administrativo, y vuelve a consultar su
base de datos.
Total,
para no cansaros, resulta que alguien, al dar de alta a una paciente
ingresada de urgencia —la abuela del chico—, olvidó poner el
nombre, y le dio de alta sólo con los apellidos. Casualmente, esa
misma mañana, otro paciente, varón, con los mismos apellidos,
ingresó en el hospital. De ahí la confusión.
El
administrativo entra en cólera, y empieza a blasfemar por la
incompetencia de alguien.
—¡Joder,
cuántas veces tengo que decir que al dar de alta a un paciente se
introduzcan todos los datos, nombres y apellidos completos!
El
muchacho, aliviado por no verse obligado a descambiar el bonito
pañuelo que le había comprado a su abuela por una boina de
jubilado, vuelve a llamar a su madre para darle la buena noticia: su
abuela no es un hombre, sigue siendo una señora mayor, con sus
achaques propios de la edad, y está en observación, pendiente de
evolución.
Pasan
las horas, y yo sigo dividiendo mi tiempo entre la lectura de una
interesante biografía de Luis García Berlanga y lo que acontece en
aquella sala de espera. Ambas cosas me entretienen bastante.
En
una de éstas se abre la puerta que da acceso a uno de los pasillos
del hospital y emerge la figura de una señora de unos sesenta y
algo, vestida con ropa ligera y sandalias. Se acerca a mí y me dice:
—Sorry,
sir. ¿Toilet?
Intuyo
que es extranjera, así que, con mi pobre inglés, le indico:
—The
toilet is out there. You walk outside and turn on the left (los
servicios están fuera. Salga al exterior y camine hacia la
izquierda).
—Thanks.
La
mujer, tras un infructuoso intento por atravesar la pared que está a
mi derecha, como si de una pésima imitadora de Garu-Garu el
atraviesamuros se tratase, se esmera en pedirle disculpas a la
máquina expendedora de café que tiene a su derecha y luego me mira
confusa. Yo hago hincapié en la palabra “out there” (ahí
fuera), y le hago señas para que salga de la sala, camine por el
exterior del hospital y se dirija a los servicios que, en efecto,
están fuera.
En
mi fuero interno me felicito, pues compruebo complacido que mi pobre
inglés aprendido en EGB aún sirve para algo. ¡Ah, qué tiempos
aquellos con mis cuadernos de ejercicios Longman y mi profesor nazi
de inglés que nos tenía totalmente prohibido hablar en castellano
en clase!
Esta
misma señora, la atraviesamuros despistada, cobrará un insólito
protagonismo a medida que pasen las horas, pues no deja de deambular
como perdida por las instalaciones del hospital. Eso sí, cada vez
que pasa por mi lado me dedica una sonrisa. Algo me dice que no está
muy bien de la azotea.
Un
par de horas más tarde se presenta una dotación de la policía
nacional. Los policías interceptan a la señora sonriente y
despistada, y le aplican un exhaustivo interrogatorio. De este modo
nos enteramos, yo y todos los presentes, que la pobre mujer es de
nacionalidad alemana, que es pasajera de un crucero que atracó por
la mañana en el Puerto de Las Palmas, que a los pasajeros del citado
crucero les dieron unas horas para visitar la isla y hacer compras,
que la mujer, a mi modo de ver bastante imprudentemente, pilló la
primera guagua (autobús) que vió estacionada en el Parque de Santa
Catalina, se bajó en una barriada que no conocía, se perdió, se
dio un leñazo —igual intentado atravesar una pared— y como no
hablaba ni una palabra de español acabó ingresando en el hospital.
Menos
mal que una de las agentes de policía hablaba un inglés fluido, y
así pudo reconstruir la historia y contactar con la naviera. Por
desgracia, y como pudo confirmar la agente de policía, el barco
hacía una hora o así que había zarpado del muelle, dejando a la
pobre mujer en tierra. Ignoro qué pasó con esa pobre mujer. Igual
aún sigue sonriendo, perdida y desorientada, intentando atravesar
infructuosamente paredes a lo largo y ancho de la isla.
Han
pasado casi tres horas y aún no sé nada de mi familiar. Miedo me da
preguntar en recepción, visto lo visto. Pero he de hacerlo. Allí me
informan que está bien, esperando por los resultados de una
analítica. Me dejan pasar pero sólo quince minutos. Entro. Sigo la
línea de color azul y acabo en los boxes. Allí hay de todo y, entre
ese “de todo” hay una chica, de unos veintimuchos, en camisón,
drogada perdida y armando follón. Los enfermeros y enfermeras no dan
abasto. Se afanan en intentar tranquilizarla, pero ella se muestra
contumaz en su desacato. A poco que la dejan sola, a fin de atender a
otros pacientes, la chica no para de levantarse y deambular por el
pasillo, hasta que es interceptada por un enfermero que la devuelve a
su cama. Desde el momento que el enfermero se aleja para atender a
otro paciente, la chica drogada vuelve a las andadas: se levanta,
balbucea incoherencias y se pasea como un zombi por los pasillos del
hospital. Admiro la paciencia de aquellos enfermeros y enfermeras. El
santo Job, a su lado, un mindundi.
Veo
a mi familiar. Me comunica que la cosa va para largo. Yo la
tranquilizo diciéndole que no pasa nada, que espero lo que haga
falta, que estaré en la sala de espera leyendo. Salgo. Me
reincorporo a mi asiento —que milagrosamente aún sigue libre—, y
continúo leyendo. Y pendiente de aquel teatro del absurdo que
acontece a mi alrededor.
Media
hora más tarde o así escucho una voz que me suena familiar.
Proviene del exterior. Dirijo mi mirada hacia la puerta de entrada de
urgencias y veo a la drogata, en camisón y descalza, llamando a
gritos a su mami. Veo gente alrededor, pero nadie le hace ni puñetero
caso. Al minuto o así salen dos enfermeros, dan con la drogata, la
toman del brazo y la introducen en urgencias. Insisto: bendita
paciencia.
Ya
llevo cinco horas allí metido. En esto que se me sienta una mujer
mayor en la silla de al lado. Le suena el teléfono móvil. Lo tiene
a todo volumen. La señora registra su bolso y saca un teléfono del
tamaño de una cajetilla de tabaco, lo despliega y le da a un botón.
Una voz de mujer suena imponente al otro lado de la línea
telefónica. Resulta que la señora tiene el manos libres activado, y
entiendo que está un poco sorda. Pero en vez de colocarse el
teléfono móvil en la oreja, la buena mujer sitúa el teléfono en
su regazo y así, a grito pelado, mantiene una conversación con su
interlocutora. Así me entero yo, y todos los presentes, incluso los
pacientes ingresados en la sexta planta del hospital, del mal rollo
existente en el seno de su familia, pues la han dejado sola en esa
situación, acompañando a un familiar, sin coche, y con sus muchos
sobrinos y sobrinas haciéndose los longuis, y ella, tan mayor, allí
sola y sin comer, haciéndose cargo de todo.
Todos
en la sala de espera nos chupamos la conversación. Nadie dice nada.
Yo tampoco. En el fondo, me da pena la señora. Me limito a
concentrarme en la lectura y seguir a lo mío.
Pero
no hay mal que por bien no venga, dice el refrán. Y en este caso, se
cumplió. Gracias a la conversación a grito pelado de la señora
todos los allí reunidos nos enteramos de la mejor manera de hacer
unas croquetas caseras con jamón cocido en taquitos, sachicha casera
picada, una masa para chuparse los dedos y pan rayado con perejil. De
hecho, vi a más de uno de los presentes tomando notas con el móvil.
Y es que, ante las comidas que hacen nuestras madres, que se vayan al
carajo las latas y los precocinados de supermercado.
Pasaron
más cosas. Muchas más. Algunas más o menos divertidas, y otras no
tanto. También pasaron cosas cabreantes e indignantes, y algunas
otras increíblemente inverosímiles, pero reales.
Cuando
lo pienso, me resulta cuanto menos curioso que justo aquel día, en
aquel lugar y viendo lo que estaba pasando a mi alrededor, andase
leyendo una biografía de Berlanga, el maestro del surrealismo
grotesco, la sátira social, la ironía afilada y la chapuza tan
nuestra, tan española. De haber estado allí, en aquella sala de
espera, a buen seguro que entre él y su buen amigo Rafael Azcona
habrían escrito un guión cojonudo.
Una
cosa te digo. Si eres escritor o escritora y en algún momento te
sientes falto de inspiración, acércate a la sala de espera de un
centro de salud o un hospital. Te aseguro que allí vas a encontrar
historias a punta pala.