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Imagen de OpenClipart-Vectors bajada de Pixabay |
Hacia finales de los noventa tuve una novia. Estuvimos juntos durante un año o así, hasta que nos dimos cuenta de que, a pesar de que nos gustábamos y lo pasábamos bien juntos, había notables diferencias entre nosotros. No nos gustaba la misma música, ni nos gustaba frecuentar los mismos ambientes. A ella le encantaba la música salsa, y salir a bailar y disfrutar de las verbenas y los conciertos de música latina, y a mí me gustaban el rock, el jazz o la música clásica, y no soportaba las verbenas ni la música salsa. Tampoco compartíamos el mismo gusto cinéfilo. A mí me gustaban el cine clásico y las pelis de Woody Allen, por ejemplo, y ella no disfrutaba de las pelis en blanco y negro y no soportaba a Woody Allen. A mí me gustaba mucho leer, y a ella no.
Así que poco a poco nos fuimos dando cuenta de que no teníamos mucho en común, salvo que nos atraíamos físicamente. Al final lo dejamos de mutuo acuerdo. Incluso pudimos mantener la amistad después de dejarlo, hasta el punto de que un día me propuso:
—Oye Pedro, ¿te parece bien que le pase tu número de teléfono a una prima mía para que quedéis?
—¿Quedar en qué sentido?
—Bueno, ella ahora mismo no sale con nadie y creo que os llevaríais genial. Es muy divertida, más alocada que yo, le encanta reírse y lee mucho. Siempre que la veo está con un libro entre las manos.
—¿Qué edad tiene?
—La nuestra.
—Vale. Dale mi número. Y si cuadra, quedamos.
A los pocos días recibí la llamada de la prima. Se llamaba Susana. Por teléfono parecía muy simpática. Extrovertida, ingeniosa y, por lo que deduje de nuestra conversación, bastante leída. Nos caímos bien, así que, siguiendo el orden natural de las cosas, quedamos en vernos el viernes de esa misma semana.
El lugar elegido para nuestro primer encuentro fue un punto muy concreto de la Avenida Marítima de nuestra ciudad. Como no nos habíamos visto antes, ni siquiera en foto, nos limitamos a describirnos someramente por teléfono. Yo le dije que era bastante alto, con gafas y pelo más o menos largo. Si bien hacía tiempo que me había cortado la melena rockera que me llegaba a los hombros, aún llevaba el pelo todo lo largo que el trabajo de contable me permitía. También le dije que era bastante feo y corpulento; vamos, una especie de John Wayne miope con gafas de montura metálica.
Ella, por su parte, también me dijo que era bastante alta —creo que llegaba al metro setenta y cinco o por ahí—. Llevaba el pelo largo lacio y castaño, y estaba algo pasada de kilos.
—Odio el ejercicio físico y me gusta comer —me confesó por teléfono.
A mí me pareció bien. Yo también odiaba el ejercicio físico, aunque, por motivos de salud, acudía al gimnasio seis días a la semana y, como a ella, también me gustaba comer. Y beber. Por aquella época aún bebía cerveza los fines de semana.
El día de la cita acudí quince minutos antes. Lo hago siempre. No me gusta llegar tarde a los sitios, y odio hacer esperar. También odio que me hagan esperar a mí, pero, si me dan a elegir, prefiero esperar yo a que esperen por mí.
Ella llegó unos cinco minutos más tarde de la hora acordada. Nada grave. Lo bueno es que nos reconocimos al instante. Y eso que el lugar estaba bastante concurrido.
Cuando estás empezando a conocer a alguien siempre hay un periodo de tanteo mutuo. Os hacéis preguntas y contestáis, intercambiáis propuestas y comentarios, reaccionáis a todo tipo de opiniones por ambas partes, experimentáis un montón de emociones y sensaciones y observáis cómo la otra persona reacciona a esas emociones y sensaciones. El objetivo de todo ese proceso, además de conocer un poco mejor a la otra persona, es comprobar si existen suficientes puntos de conexión que os inviten a seguir indagando, además de establecer los límites en la relación. Si notas que algo molesta o incomoda a la otra persona, ahí tienes un límite que sabes que no debes traspasar.
Lo cierto es que, de algún modo, Susana y yo conectamos. Notaba que reaccionaba favorablemente a mis chistes y observaciones jocosas sobre toda clase de temas y situaciones, y cuando algo no le hacía ni puñetera gracia o no coincidía con mi punto de vista no se cortaba en decírmelo, o en hacérmelo saber con algún gesto o mueca de desagrado. Eso me gustaba, y me hacía sentir cómodo. Prefiero que me digan las cosas a la cara, y no que te rían las gracias y que luego te pongan a parir a tus espaldas. No me molesta la crítica. Me molesta más la falsedad.
Dimos un largo paseo por la zona y, al cabo de una hora o así, acabamos por la zona de la playa, justo en el lado contrario al de nuestro lugar de encuentro. No diré que hubo atracción física. Por ninguna de las dos partes. Lo que sí hubo fue algún tipo de conexión, a cierto nivel, que nos hacía estar cómodos el uno con el otro.
En un momento dado, ella me dijo:
—¿Te apetece que nos tomemos una cervecita en un local que conozco por aquí cerca?
—Perfecto —dije yo.
Me dijo el nombre del local.
—Lo conozco —respondí—. He estado allí bastantes veces.
En efecto, lo conocía. Era un local conocido por su ambiente de izquierdas, con las paredes repletas de libros que reposaban sobre unos listones de madera clavados a la pared. Cualquiera podía coger alguno de esos libros y leerlo allí mismo, incluso llevárselo gratis, pues eran libros donados por clientes o simpatizantes. La mayoría eran lecturas de ideología de izquierdas: Orwell, García Márquez, Alberti, Marx, etc. Al menos los que recuerdo.
Susana y yo ocupamos una de las mesas y pedimos una cerveza cada uno, mientras seguíamos conversando de esto, lo otro y lo de más allá.
En esto que entró una amiga de Susana.
—¡Ey, Cris, aquí! —exclamó Susana, haciendo señas a su amiga para que se sentase con nosotros.
Susana hizo las presentaciones, nos saludamos con un par de besos en ambas mejillas, al estilo canario, y Cris tomó asiento junto a su amiga, mientras que yo permanecía frente a ellas, al otro lado de la mesa.
Y entonces la cosa comenzó a torcerse.
Sin saber cómo ni porqué, el discurso de Susana cambió radicalmente. De mostrarse abierta y receptiva a mis chistes y opiniones pasó a mostrarse beligerante y contestona. No tardé en percatarme que tanto Susana como su amiga Cris estaban adoptando un discurso feminista que me tenía a mí, y a lo que supuestamente representaba —el Hombre, así, en mayúsculas—, como su principal objetivo.
Empezaron a atosigarme con preguntas del tipo: “¿Qué opinas de esto...?, ¿qué opinas de esto otro...?, ¿te parece justo tal o cual cosa...?”.
La buena onda y el buen rollo desaparecieron, como los ideales una vez triunfa una revolución. En su lugar, se respiraba un ambiente denso y cargado, repleto de reproches y acusaciones, como si yo, por alguna razón, me hubiese convertido de repente en el representante oficial del machismo más recalcitrante.
Acabamos hablando de religión y política. Desde luego, no son precisamente dos temas que yo sacaría a colación en una primera cita; si es que a aquello aún se le podía llamar cita. Y ahí estaba yo, como una pelota de ping-pong, recibiendo hostias como panes de aquellas dos.
—¿Qué opinión te merece el papel de la mujer en países musulmanes, como Marruecos o Mauritania?
—Ninguna.
—¿Cómo que ninguna? Alguna opinión tendrás, ¿no? —insistían.
—La verdad es que procuro no meterme en la cultura y las tradiciones de otros países. No me afecta.
—Típico del machista que transige con la anulación sistemática de la mujer en favor del patriarcado.
—Yo no he dicho tal cosa —me defendí—. Que no quiera meterme en algo que ocurre en lugares que están a tomar por saco de donde vivo no quiere decir que esté de acuerdo con lo que allí ocurre. Simplemente es algo que no me incumbe.
—Pues debería.
—¿Por qué?
—Por solidaridad.
—Típico de la izquierda. Querer cambiar el mundo a vuestra imagen y semejanza. Y encima, querer hacerlo de fuera hacia dentro, sin pedir la opinión del otro. Tú opinas que alguien está siendo explotado, utilizado o minusvalorado y, sin preguntarle cómo se siente, ni siquiera si precisa de tu ayuda, vas tú y decides meterte en su vida para cambiársela de arriba a abajo según tus valores y tu manera de pensar.
—Porque es la correcta.
—Si tan claro lo tenéis, ¿qué opinión os merece el imperialismo yanqui?
—Que son unos fascistas de mierda.
—Y vosotras unas hipócritas —contraataqué.
—¿Hipócritas?, ¿nosotras?, ¿por qué?
—Porque, a vuestra manera, intentáis hacer lo mismo que hacen los americanos: imponer en otros países y culturas vuestra manera de pensar y actuar.
—Es distinto.
—¿En qué es distinto, a ver?
—En que nosotros tenemos la razón de nuestra parte.
—¿Y no creéis que los americanos piensan exactamente lo mismo? En el fondo, a ambos os ciega vuestro fanatismo.
—¿Es que eres de derechas?
—No. Tampoco soy de izquierdas. Soy de mí mismo. Y de lo que creo que es justo según mis convicciones. No me alineo con ningún bando. Paso de bandos.
A medida que iba pasando el tiempo más claro tenía que aquel encuentro con su amiga no había sido casual. Ambas lo habían orquestado todo. ¿Con qué intención? Lo ignoro. Pero aquello de casual no tenía nada.
Supongo que sobra decir que aquella cita no acabó de la mejor manera. Cuando le comenté a mi ex lo ocurrido con su prima y su amiga se sorprendió casi tanto como yo.
Nunca más volví a ver a Susana. Ni a su amiga. De hecho, aquella fue la última vez en mi vida que pisé aquel local, no fuera que aún anduvieran aquellas dos allí dentro lanzando soflamas socialistas y feministas mientras les caían espumarajos de cerveza y odio por la boca.
Las citas a ciegas son una auténtica lotería. Nunca sabes si te va a tocar el gordo. A mi cita le tocó el gordo. A mí me tocó la gorda. Y su amiga.