miércoles, 28 de mayo de 2025

LA PEOR CITA DE MI VIDA

Imagen de OpenClipart-Vectors bajada de Pixabay

  

Hacia finales de los noventa tuve una novia. Estuvimos juntos durante un año o así, hasta que nos dimos cuenta de que, a pesar de que nos gustábamos y lo pasábamos bien juntos, había notables diferencias entre nosotros. No nos gustaba la misma música, ni nos gustaba frecuentar los mismos ambientes. A ella le encantaba la música salsa, y salir a bailar y disfrutar de las verbenas y los conciertos de música latina, y a mí me gustaban el rock, el jazz o la música clásica, y no soportaba las verbenas ni la música salsa. Tampoco compartíamos el mismo gusto cinéfilo. A mí me gustaban el cine clásico y las pelis de Woody Allen, por ejemplo, y ella no disfrutaba de las pelis en blanco y negro y no soportaba a Woody Allen. A mí me gustaba mucho leer, y a ella no.

Así que poco a poco nos fuimos dando cuenta de que no teníamos mucho en común, salvo que nos atraíamos físicamente. Al final lo dejamos de mutuo acuerdo. Incluso pudimos mantener la amistad después de dejarlo, hasta el punto de que un día me propuso:

Oye Pedro, ¿te parece bien que le pase tu número de teléfono a una prima mía para que quedéis?

¿Quedar en qué sentido?

Bueno, ella ahora mismo no sale con nadie y creo que os llevaríais genial. Es muy divertida, más alocada que yo, le encanta reírse y lee mucho. Siempre que la veo está con un libro entre las manos.

¿Qué edad tiene?

La nuestra.

Vale. Dale mi número. Y si cuadra, quedamos.

A los pocos días recibí la llamada de la prima. Se llamaba Susana. Por teléfono parecía muy simpática. Extrovertida, ingeniosa y, por lo que deduje de nuestra conversación, bastante leída. Nos caímos bien, así que, siguiendo el orden natural de las cosas, quedamos en vernos el viernes de esa misma semana.

El lugar elegido para nuestro primer encuentro fue un punto muy concreto de la Avenida Marítima de nuestra ciudad. Como no nos habíamos visto antes, ni siquiera en foto, nos limitamos a describirnos someramente por teléfono. Yo le dije que era bastante alto, con gafas y pelo más o menos largo. Si bien hacía tiempo que me había cortado la melena rockera que me llegaba a los hombros, aún llevaba el pelo todo lo largo que el trabajo de contable me permitía. También le dije que era bastante feo y corpulento; vamos, una especie de John Wayne miope con gafas de montura metálica.

Ella, por su parte, también me dijo que era bastante alta —creo que llegaba al metro setenta y cinco o por ahí—. Llevaba el pelo largo lacio y castaño, y estaba algo pasada de kilos.

Odio el ejercicio físico y me gusta comer —me confesó por teléfono.

A mí me pareció bien. Yo también odiaba el ejercicio físico, aunque, por motivos de salud, acudía al gimnasio seis días a la semana y, como a ella, también me gustaba comer. Y beber. Por aquella época aún bebía cerveza los fines de semana.

El día de la cita acudí quince minutos antes. Lo hago siempre. No me gusta llegar tarde a los sitios, y odio hacer esperar. También odio que me hagan esperar a mí, pero, si me dan a elegir, prefiero esperar yo a que esperen por mí.

Ella llegó unos cinco minutos más tarde de la hora acordada. Nada grave. Lo bueno es que nos reconocimos al instante. Y eso que el lugar estaba bastante concurrido.

Cuando estás empezando a conocer a alguien siempre hay un periodo de tanteo mutuo. Os hacéis preguntas y contestáis, intercambiáis propuestas y comentarios, reaccionáis a todo tipo de opiniones por ambas partes, experimentáis un montón de emociones y sensaciones y observáis cómo la otra persona reacciona a esas emociones y sensaciones. El objetivo de todo ese proceso, además de conocer un poco mejor a la otra persona, es comprobar si existen suficientes puntos de conexión que os inviten a seguir indagando, además de establecer los límites en la relación. Si notas que algo molesta o incomoda a la otra persona, ahí tienes un límite que sabes que no debes traspasar.

Lo cierto es que, de algún modo, Susana y yo conectamos. Notaba que reaccionaba favorablemente a mis chistes y observaciones jocosas sobre toda clase de temas y situaciones, y cuando algo no le hacía ni puñetera gracia o no coincidía con mi punto de vista no se cortaba en decírmelo, o en hacérmelo saber con algún gesto o mueca de desagrado. Eso me gustaba, y me hacía sentir cómodo. Prefiero que me digan las cosas a la cara, y no que te rían las gracias y que luego te pongan a parir a tus espaldas. No me molesta la crítica. Me molesta más la falsedad.

Dimos un largo paseo por la zona y, al cabo de una hora o así, acabamos por la zona de la playa, justo en el lado contrario al de nuestro lugar de encuentro. No diré que hubo atracción física. Por ninguna de las dos partes. Lo que sí hubo fue algún tipo de conexión, a cierto nivel, que nos hacía estar cómodos el uno con el otro.

En un momento dado, ella me dijo:

¿Te apetece que nos tomemos una cervecita en un local que conozco por aquí cerca?

Perfecto —dije yo.

Me dijo el nombre del local.

Lo conozco —respondí—. He estado allí bastantes veces.

En efecto, lo conocía. Era un local conocido por su ambiente de izquierdas, con las paredes repletas de libros que reposaban sobre unos listones de madera clavados a la pared. Cualquiera podía coger alguno de esos libros y leerlo allí mismo, incluso llevárselo gratis, pues eran libros donados por clientes o simpatizantes. La mayoría eran lecturas de ideología de izquierdas: Orwell, García Márquez, Alberti, Marx, etc. Al menos los que recuerdo.

Susana y yo ocupamos una de las mesas y pedimos una cerveza cada uno, mientras seguíamos conversando de esto, lo otro y lo de más allá.

En esto que entró una amiga de Susana.

¡Ey, Cris, aquí! —exclamó Susana, haciendo señas a su amiga para que se sentase con nosotros.

Susana hizo las presentaciones, nos saludamos con un par de besos en ambas mejillas, al estilo canario, y Cris tomó asiento junto a su amiga, mientras que yo permanecía frente a ellas, al otro lado de la mesa.

Y entonces la cosa comenzó a torcerse.

Sin saber cómo ni porqué, el discurso de Susana cambió radicalmente. De mostrarse abierta y receptiva a mis chistes y opiniones pasó a mostrarse beligerante y contestona. No tardé en percatarme que tanto Susana como su amiga Cris estaban adoptando un discurso feminista que me tenía a mí, y a lo que supuestamente representaba —el Hombre, así, en mayúsculas—, como su principal objetivo.

Empezaron a atosigarme con preguntas del tipo: “¿Qué opinas de esto...?, ¿qué opinas de esto otro...?, ¿te parece justo tal o cual cosa...?”.

La buena onda y el buen rollo desaparecieron, como los ideales una vez triunfa una revolución. En su lugar, se respiraba un ambiente denso y cargado, repleto de reproches y acusaciones, como si yo, por alguna razón, me hubiese convertido de repente en el representante oficial del machismo más recalcitrante.

Acabamos hablando de religión y política. Desde luego, no son precisamente dos temas que yo sacaría a colación en una primera cita; si es que a aquello aún se le podía llamar cita. Y ahí estaba yo, como una pelota de ping-pong, recibiendo hostias como panes de aquellas dos.

¿Qué opinión te merece el papel de la mujer en países musulmanes, como Marruecos o Mauritania?

Ninguna.

¿Cómo que ninguna? Alguna opinión tendrás, ¿no? —insistían.

La verdad es que procuro no meterme en la cultura y las tradiciones de otros países. No me afecta.

Típico del machista que transige con la anulación sistemática de la mujer en favor del patriarcado.

Yo no he dicho tal cosa —me defendí—. Que no quiera meterme en algo que ocurre en lugares que están a tomar por saco de donde vivo no quiere decir que esté de acuerdo con lo que allí ocurre. Simplemente es algo que no me incumbe.

Pues debería.

¿Por qué?

Por solidaridad.

Típico de la izquierda. Querer cambiar el mundo a vuestra imagen y semejanza. Y encima, querer hacerlo de fuera hacia dentro, sin pedir la opinión del otro. Tú opinas que alguien está siendo explotado, utilizado o minusvalorado y, sin preguntarle cómo se siente, ni siquiera si precisa de tu ayuda, vas tú y decides meterte en su vida para cambiársela de arriba a abajo según tus valores y tu manera de pensar.

Porque es la correcta.

Si tan claro lo tenéis, ¿qué opinión os merece el imperialismo yanqui?

Que son unos fascistas de mierda.

Y vosotras unas hipócritas —contraataqué.

¿Hipócritas?, ¿nosotras?, ¿por qué?

Porque, a vuestra manera, intentáis hacer lo mismo que hacen los americanos: imponer en otros países y culturas vuestra manera de pensar y actuar.

Es distinto.

¿En qué es distinto, a ver?

En que nosotros tenemos la razón de nuestra parte.

¿Y no creéis que los americanos piensan exactamente lo mismo? En el fondo, a ambos os ciega vuestro fanatismo.

¿Es que eres de derechas?

No. Tampoco soy de izquierdas. Soy de mí mismo. Y de lo que creo que es justo según mis convicciones. No me alineo con ningún bando. Paso de bandos.

A medida que iba pasando el tiempo más claro tenía que aquel encuentro con su amiga no había sido casual. Ambas lo habían orquestado todo. ¿Con qué intención? Lo ignoro. Pero aquello de casual no tenía nada.

Supongo que sobra decir que aquella cita no acabó de la mejor manera. Cuando le comenté a mi ex lo ocurrido con su prima y su amiga se sorprendió casi tanto como yo.

Nunca más volví a ver a Susana. Ni a su amiga. De hecho, aquella fue la última vez en mi vida que pisé aquel local, no fuera que aún anduvieran aquellas dos allí dentro lanzando soflamas socialistas y feministas mientras les caían espumarajos de cerveza y odio por la boca.

Las citas a ciegas son una auténtica lotería. Nunca sabes si te va a tocar el gordo. A mi cita le tocó el gordo. A mí me tocó la gorda. Y su amiga.



miércoles, 21 de mayo de 2025

CINE Y LITERATURA (3) "SMOKE"

Harvey Keitel en una imagen de la película "Smoke"


 

Continuando con mi repaso a películas que están basadas en libros o escritores, hoy le toca el turno a una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Smoke.

Smoke (humo, en español), fue dirigida por Wayne Wang en 1995, con guión de Paul Auster, el celebrado escritor neoyorquino. De hecho, la génesis de la película se encuentra en un cuento corto que Paul Auster escribió cumpliendo un encargo que le había hecho a finales de 1990 Mike Levitas, director por entonces del prestigioso diario New York Times.

Auster, que encontró interesante y hasta cierto punto subversivo el hecho de escribir una obra de ficción para el suplemento especial de un diario, decidió escribir un cuento de Navidad bajo el título Cuento de Navidad de Auggie Wren. Cuando el cuento fue publicado, el día de Navidad de 1990, el joven director de origen chino Wayne Wang, que entonces residía en San Francisco, quedó tan fascinado por la historia de Auster que, según sus palabras: “Me vi rápidamente sumergido en un complejo mundo de realidad y ficción, verdades y mentiras, toma y daca. Pasaba de conmoverme hasta las lágrimas a reír descontroladamente. Al final sentí que alguien muy próximo a mí me había hecho un maravilloso regalo de Navidad. En cuanto terminé el cuento le pregunté a mi mujer, ¿quién es Paul Auster?”.

 

Paul Auster, Harvey Keitel y Wayne Wang durante una pausa del rodaje de "Smoke"

Cinco meses más tarde, en mayo de 1991, Wang viajó hasta Brooklyn para conocer a Paul Auster y proponerle hacer una película basada en su cuento de Navidad. Para entonces, Wang ya había leído algunos de los libros de Auster, por lo que ya conocía de primera mano la habilidad de aquel para crear historias adictivas y mostrar un amor incondicional hacia la ciudad de Nueva York y sus personajes.

Paul, en palabras de Wang, se mostró muy amable y generoso con su tiempo, además de muy receptivo ante la propuesta del director. Pasaron el día juntos, visitaron algunos de los lugares que Auster describió en su cuento de Navidad, y al final del día acordaron trabajar en un guión a partir del cuento con intención de hacer una película. Cuatro años más tarde, tras lograr sortear un montón de obstáculos y contratiempos, el proyecto, al fin, vio la luz.

Uno de los grandes aciertos de la película, al margen de la historia y los maravillosos diálogos de Auster, es el reparto, encabezado por tres monstruos de la interpretación como son William Hurt, Harvey Keitel y Forest Whitaker. Junto a ellos completan el elenco grandes actores como Stockard Channing —la inolvidable Rizzo de Grease—, Ashley Judd, Giancarlo Esposito —inolvidable en su papel del implacable Gustavo Fring en Breaking bad y su spin off Better call Saul—, o Jared Harris —aclamado actor británico, de amplia y exitosa trayectoria profesional, hijo del gran Richard Harris—.

 

William Hurt en el papel del escritor Paul Benjamin

La película gira en torno a un estanco en el que, entre otras cosas, se vende tabaco y todo lo relacionado con la actividad de fumar —de ahí el título de Smoke (humo)—. El estanco es el lugar de encuentro de una serie de personajes recurrentes, cuyas vidas y experiencias van tejiendo una historia común de lo más fascinante.

En el epicentro está Auggie Wren (Harvey Keitel), que es el encargado de la tienda. A su alrededor orbitan Paul Benjamin (William Hurt), un escritor que apenas puede escribir nada desde la trágica muerte de su esposa por culpa de una bala perdida en un atraco, Rashid Cole (Harold Perrineau), un joven raterillo que trata de encontrar a su padre, que los abandonó, a él y a su madre, cuando apenas era un niño, o Jimmy Rose (Jared Harris), un joven con pocas luces que ayuda en tareas menores a Auggie en el estanco, y que por su carácter ingenuo y generoso se gana el aprecio de todos.

La película es uno de esos pequeños milagros que a veces ocurren en el cine comercial, ya que, a pesar de lo intimista de su propuesta, cautiva y fascina por igual a todo aquel amante de las buenas historias contadas con pasión y buen hacer.

 

Keitel y Hurt en una de las escenas más emotivas de la película

Cabe señalar que tal fue el entusiasmo y el buen ambiente durante el rodaje que la productora, Miramax, concedió seis días más de rodaje al equipo para un proyecto paralelo que tenía a algunos de los personajes de Smoke como protagonistas. En esa cinta, titulada Blue in the face, repiten Harvey Keitel, Esposito y Harris, a los que se unen en pequeños papeles satélite grandes estrellas como Michael J. Fox, Jim Jarmusch, Lou Reed, Mira Sorvino o Lily Tomlin, entre otros.

Esta segunda película, para mi gusto aún no siendo tan brillante como Smoke sí que la considero una buena película, contiene algunos momentos realmente brillantes, como la escena de Jarmusch y Keitel en la que el primero le cuenta al segundo la manera tan peculiar que tienen los nazis de sostener los cigarillos en las pelis de la Segunda Guerra Mundial, o las bizarras intervenciones de Lou Reed haciendo de Lou Reed.

Como magnífico epílogo, hacia el final de Smoke se muestra en imágenes el famoso cuento de Navidad de Auggie Wren, origen del proyecto. El cuento es maravilloso, por cierto. Señalar que, mientras Auggie va narrando su cuento, de fondo se escucha la hipnótica Innocent when you dream de Tom Waits, un artista del que pronto hablaré en el blog.

Si no has visto nunca Smoke, te recomiendo que la busques y le eches un vistazo. Y si cuando la veas te quedan ganas de más, busca y disfruta de Blue in the face. En ellas no encontrarás escenas de acción trepidante o efectos especiales a tutiplén. Ni falta que hace.


 

jueves, 15 de mayo de 2025

LA SOPORTABLE VAGUEDAD DEL SER

Imagen de MabelAmber bajada de Pixabay

 

Tengo una amiga con la que suelo quedar con relativa frecuencia para ir a caminar. Es más joven que yo. Nada raro, por otra parte, ya que, desde que pasé la inquietante barrera de los cincuenta, tengo la incómoda y persistente sensación de que casi todo el mundo es mucho más joven que yo. Ojo, no digo “más joven”, sino “mucho más joven”.

Esta circunstancia no deja de resultarme de lo más irónica, debido a que, cuando yo era un chaval, hace un porrón de años, yo solía ser el más joven del grupo de amigos con el que me relacionaba. Hay que ver las vueltas que da la vida, ¿no os parece?

En fin, a lo que iba. De vez en cuando suelo quedar con esta amiga, por varias razones. Una de ellas es porque nos caemos muy bien; por algo somos amigos. Aunque hay amigos, me consta, que se caen mal, tirando a fatal, lo cual es algo que jamás entenderé. Igual se relacionan siguiendo esa máxima entre mafiosos que reza que “a los enemigos, mejor tenerlos cerca”.

Otra de las razones por las que mi amiga y yo solemos disfrutar de nuestros largos paseos es porque nos conocemos desde hace tantos años que entre nosotros podemos hablar sin tapujos ni fingimientos, y sin temor a que alguno de nosotros pueda decir algo inconveniente u ofensivo. Cuando eso ocurre nos basta con hacérselo saber al otro, pedirnos disculpas y seguir andando como si nada hubiese ocurrido.

Por lo general, solemos estar bastante de acuerdo en casi todo —a pesar de ser de sexos opuestos—, por lo que rara vez solemos discutir. De hecho, no recuerdo ninguna discusión importante entre nosotros. Tal vez el motivo de que apenas discutamos es que ni ella ni yo somos unos talibanes de nuestros respectivos sexos. Así que cuando yo digo o hago algo “típico de tíos”, o ella dice o hace algo “típico de tías”, en vez de enconarnos y poner verde al sexo opuesto optamos por reírnos y hacer burla de nuestras respectivas idiosincrasias. No hay mejor desengrasante que el humor. Si la gente se riese más de sus gilipolleces sin duda habría menos mal rollo en el mundo.

Otra de las razones por las que nos llevamos tan bien es que ambos somos unos vagos de la leche, y cada vez que nos ponemos en contacto para quedar es una risa. Resulta que a ninguno de los dos nos gusta hacer ejercicio, así que competimos entre nosotros por ver quién de los dos pone la excusa más ridícula para evitar hacer lo que debemos hacer, que es levantar el culo del sofá y hacer algo por la vida.

Una vez recuerdo que me llamó diciéndome que no podía quedar conmigo para caminar porque le dolía el meñique.

¿De qué pie? —dije yo.

De ninguno —dijo ella—. Lo que me duele es el meñique de la mano izquierda.

¿Y eso en qué te afecta para ir a caminar?

En nada, supongo. Pero es un fastidio.

En otra ocasión resulta que el día anterior a quedar habían caído cuatro gotas mal contadas de lluvia. Obviamente, la llamé alarmado.

Uff, ¿y si nos cae un chaparrón y enfermamos? —dejé caer, procurando exagerar mi tono dramático lleno de angustia interior. En serio os lo digo, de no haber sido tan tímido podría haber sido un actor cojonudo. Desde luego, mucho mejor actor que una nulidad como Mario Casas.

¿Tú crees que lloverá? —dijo ella, contagiándose al instante de mi miedo totalmente fingido—. La chica del tiempo no ha dicho nada de lluvias fuertes para hoy.

Tú fíate de los metereólogos que ya verás, ya. La de veces que han dicho que no iba a llover y luego ha caído la de Dios.

En eso llevas razón.

Al final no llovió un carajo, y yo me salí con la mía. Lo pospusimos para la siguiente semana y me libré de caminar aquel día. Recuerdo que me pasé la tarde dando rienda suelta a mi extrema vagancia, e, intuyo, que ella también hizo lo propio con la suya. En otras palabras, que ninguno de los dos salió perdiendo con el trato. Tal para cual. Dos vagos por el precio de uno.

Con el tiempo, las excusas se fueron haciendo cada vez más ingeniosas. A continuación, listaré algunas de las que recuerdo.

Tengo un mal presentimiento. Creo que si salimos a caminar hoy nos va a pasar algo horrible. Mejor lo posponemos.

Me duelen las cejas.

Ayer me dio un tirón en la oreja izquierda.

No encuentro mis zapatillas de hacer deporte.

Acabo de fregar el piso desde la entrada hacia el interior de la casa y me da rabia pisar sobre mojado.

Tengo el horario de Oslo y me cuesta adaptarme al horario canario.

Me ha salido un grano en el cogote.

Le estoy cuidando el periquito a un amigo.

Hay una araña en la entrada de mi casa y me da miedo cruzármela, no vaya a ser que se me encare.

Ayer murió un joven deportista en la Avenida Marítima haciendo jogging y tengo miedo de que su espíritu me invada si voy a caminar hoy.

Mi reloj de pulsera se quedó sin pilas hace una semana y no sé ni en qué día vivo.

Me ha salido una cana.

Una gitana me leyó la mano y me dijo que moriría víctima de una caminata.

Las autoridades sanitarias advierten que caminar provoca agujetas.


Lo que está claro es que la vagancia agudiza el ingenio. Lo cual me lleva a preguntarme, ¿el vago nace o se hace?

Si habéis leído hasta aquí, bien podríais censurar nuestro comportamiento. Y estaríais en vuestro derecho. No seré yo quien os lo discuta. Entre otras cosas porque no me apetece levantar mi gordo culo del sofá para discutir con nadie. No obstante, si sois objetivos, convendréis conmigo en que el mero hecho de pensar en tretas para evitar el esfuerzo físico es ya un esfuerzo en sí mismo. O sea, que incluso para no hacer nada hay que hacer algo. Paradójico, cuanto menos.

No os preocupéis si no lo entendéis. O si consideráis que todo es muy confuso. Si lo piensas, la vida está repleta de contradicciones. Y como ejemplo ahí tenéis al ser humano, que anhela desde tiempos inmemoriales acceder a su propia inmortalidad, llevando su ingenio y su intelecto al máximo de sus capacidades, sin que hasta el momento haya podido alcanzar su objetivo, mientras que los animales se consideran inmortales sencillamente porque ni uno solo de ellos es consciente de su mortalidad. Es decir, que son inmortales porque en ningún momento piensan en la muerte. Pensad en ello.

Para concluir, sólo me resta deciros que tanto mi amiga como yo somos felices siendo como somos: unos vagos irredentos.

Palabra de vago.



 

 

 

jueves, 8 de mayo de 2025

NUEVO PROYECTO

Imagen de Dephoto bajada de Pixabay

 

Mi último libro publicado, la primera novela que publicaba en mi vida, ha sido un rotundo éxito: ocho ejemplares vendidos en todo el mundo mundial, y parte del extranjero.

Con el dinero que gané de las regalías derivadas de mis derechos de autor me compré dos latas de mejillones y una de berberechos, por si vienen visitas a casa. Porque no hay nada más embarazoso que recibir visitas y no tener ni una mísera lata de mejillones con las que agasajar a nuestros invitados.

Y es que no todos los días vende uno ocho ejemplares de uno de sus libros. Si lo hiciese, lo de vender ocho ejemplares al día, en un año llegaría a los dos mil novecientos veinte ejemplares, lo cual sería la leche. Pero eso sería tirar demasiado alto. Me conformo con los ocho ejemplares que llevo vendidos en total desde que publiqué mi novela en 2022. Ojo, que ocho ejemplares en tres años no está nada mal.

Y para que veáis la importancia de semejante cifra, diré que hay autores que no alcanzan esa cifra ni en sueños. Y no sólo autoeditados. A esos autores yo les diría que deberían soñar a lo grande, que no se conformen, que no se pongan límites.

Porque, vamos a ver, soñar es gratis, ¿no? O al menos en mi caso es así. Y lo es porque gracias a una oferta de mi compañía telefónica, que pillé gracias a una de esas simpáticas y reconfortantes llamadas indiscriminadas que suelen hacer los teleoperadores a la hora de la siesta (benditos sean), contraté una tarifa que incluía, además de una mejora sustancial en mi tarifa de telefonía, un paquete de sueños nuevecitos, a estrenar. Y claro, aproveché la oferta.

Con el dinero que me ahorré gracias a la nueva tarifa me compré un paquete de pipas. Pero no un paquete de pipas normal. Me compré uno bien grande, de pipas tamaño XXL. Y sin oferta de por medio. Ni dos por uno, ni la segunda unidad a mitad de precio, ni nada por el estilo. Me di el lujazo de pagar el precio que marcaba la etiqueta, sin perder el tiempo comparando marcas, calidades o peso. Por un instante experimenté lo que debe sentir un magnate tipo Jeff Bezos o Elon Musk en su día a día, dando rienda suelta a cualquier capricho que se le pase por la cabeza sin reparar en gastos.

Y tras este maravilloso y necesario preámbulo, supongo que a algunos de mis lectores —al menos a los ocho que compraron un ejemplar de mi novela—, les interesará saber que desde hace unas semanas ando trabajando en un nuevo libro.

Poco puedo deciros del mismo, ya que se trata de un libro muy tímido que lleva francamente mal el que hablen de él a sus espaldas. Incluso que hablen de él estando presente. Por este motivo yo, su autor, que conozco en primera persona el sentimiento que embarga a quien se reconoce a sí mismo como alguien tímido, sumido en esa mezcla de inhibición y ansiedad permanentes, respeto profundamente la voluntad de mi libro de que se hable lo menos posible de él.

Lo que sí diré, y no creo que con esto provoque ningún daño o perjuicio en su ánimo, es que en él hallarán las dosis de humor y diversión que se han convertido en una de mis más reconocibles señas de identidad como autor. Vamos, que habrá chistes y situaciones jocosas a tutiplén.

¿Quiere esto decir que como autor jamás incursionaré en el terreno del drama o la literatura, digamos, más seria? Rotundamente no. Porque no sólo de humor vive el hombre. Ni la mujer. Ni siquiera el ornitorrinco. Y no no iba a ser una excepción.

Me gusta la comedia. Me gusta reír. Y disfruto tanto leyendo como escribiendo comedia. Pero eso no quita para que también me guste leer cosas más serias. Del mismo modo hallo placer escribiendo cosas serias de mi propia cosecha. Y si no he publicado aún ningún libro en esa dirección no ha sido por falta de material, sino por una simple cuestión de prioridades.

Aún tengo mucho material divertido por publicar, y es mi deseo hacerlo en los próximos años. Y cuando crea que ha llegado el momento de dar salida a esos otros escritos, sin duda lo haré. Y espero cosechar el mismo éxito que con mis libros de humor. O más. De hecho, no estaría mal vender al menos nueve ejemplares. Total, por soñar que no quede.