![]() |
| Imagen de Geralt bajada de Pixabay |
En mi último post, como respuesta a un comentario de mi amiga Rosa Berros Canuria, comentábamos el tema de los influencers, eso tan de moda hoy día y que yo no sigo en absoluto.
El concepto en sí me espanta, lo confieso. El mero hecho de que un desconocido cualquiera pueda influir en alguien para hacer algo, o condicionar su forma de pensar o hacerle replantearse sus gustos y preferencias, me llena de espanto y horror. Desde luego, el bueno de George Orwell se quedó corto cuando imaginó su distopía futurista en su aclamada novela 1984.
Esto de llegar a “influir” en alguien me ha hecho acordarme de aquellas leyendas urbanas que hablaban de mensajes ocultos en ciertos discos de vinilo de grupos de rock, que se revelaban al incauto oyente al reproducir los citados vinilos en sentido inverso. Había quien aseguraba escuchar un “mátalos a todos” en tal o cual disco, o “saluda a Satán”, o cualquier chorrada por el estilo. Hasta tal punto llegó la paranoia en ciertos sectores de la sociedad, enemigos acérrimos de la música rock, que llegaron a llevar a juicio a importantes bandas de rock como Judas Priest o el recientemente fallecido Ozzy Osbourne, por incitar a sus fans a cometer suicidio, mediante mensajes subliminales incluidos en los surcos de sus discos. Ante tamaña acusación, recuerdo una jocosa entrevista con Ozzy en la que decía: “Hay que ser muy tonto para pensar que yo quiero incitar a mis fans a que se quiten la vida. Si tuviese que incluir un mensaje subliminal en mis discos desde luego no diría “quítate la vida”, sino más bien “compra mis discos”.
Yo no influyo en nadie. Ni siquiera en mi blog. No tenéis más que echar un vistazo a las entradas que nos tienen a ambos de protagonistas para ver el poco o nulo caso que me hace el muy cabrito.
Otro de los temas que surgió en el intercambio de mensajes entre Rosa y yo tenía que ver con las nuevas plataformas a través de las cuales muchos creadores se sirven hoy en día para conectar con sus seguidores, plataformas tales como Instagram o a través de podcasts (archivos de voz subidos a la red).
Vaya por delante que yo no controlo nada de eso. Bastante tuve en su momento con aprender cómo se creaba un blog y cómo carajo se podía subir a él aquello que escribías a fin de ser publicado. Luego tuve que aprender a usar redes sociales como Google Plus, Facebook o Twitter, algo que no logré dominar del todo ya que, como suele ocurrir con casi todo hoy en día, cada cuarto de hora cambiaban las reglas de funcionamiento, se añadían nuevas funcionalidades y se eliminaban otras, o modificaban los algoritmos y cuando antes llegabas a cien personas de repente sólo te podían visualizar cinco. Eso sí, siempre se te brindaba la opción de recuperar la visibilidad ante esas cien personas previo pago de una cantidad. O sea, que para que te lean has de pagar. Vamos, una versión moderna del timo de la estampita. ¡Viva la modernidad, carajo!
Lo reconozco: me confieso un viejuno en toda regla. Y no es que niegue el progreso y las supuestas ventajas que éste trae consigo. Lo que me asusta, lo que me asusta de verdad, es el precio que pagamos por esa aceptación de lo moderno.
De entrada diría que, si bien hemos ganado en conectividad y en acercar el mundo a nuestro entorno más cercano a golpe de click, lo hemos hecho a costa de renunciar a nuestra intimidad. Hoy en día, gracias a las cookies que invaden nuestros ordenadores o dispositivos electrónicos cada vez que nos conectamos a la red o visitamos alguna web, cientos de empresas o grandes corporaciones lo saben todo o casi todo de nosotros: edad, sexo, hábitos de consumo, intereses, preferencias políticas o religiosas, nivel económico o cultural, formación, etc.
¿A que da miedo? A mí, desde luego, sí que me lo da. Sobre todo sabiendo en manos de quienes estamos.
Por lo tanto, soy viejuno y me siento orgulloso de serlo.
Doy por hecho que en determinada etapa de nuestra existencia pasa a ser “ley de vida” la desconexión con el mundo moderno. Cuando eres joven y estás en plena etapa de aprendizaje todo te resulta fascinante y sugerente. Luego, cuando empiezas a entender cómo funcionan las cosas, te sientes alineado con el entorno, y notas que el mundo se adapta a ti y no al revés. Pero eso no dura para siempre. En algún momento de tu vida, antes o después, notas que el mundo avanza mucho más deprisa de lo que tu cerebro o tus capacidades pueden asimilar, y empiezas a notarte rezagado con respecto a los que vienen por detrás. Y eso es sólo el principio.
Sin embargo, aunque puedas pensar lo contrario, este no es un fenómeno nuevo. De hecho, esto mismo lleva ocurriendo desde que el mundo es mundo. Al neandertal, hace 65.000 años —año arriba o año abajo—, seguro que le pillaría por sorpresa la invención de la rueda, o el descubrimiento del fuego.
Imaginemos a un neandertal de unos veinte años de la época. Veinte años en aquella era vendría a ser algo así como un señor de sesenta o sesenta y cinco años de hoy en día. Así que tenemos a este neandertal de veinte años manteniendo la siguiente conversación con un coetáneo de su misma edad.
—¿Te has enterado? El viejo Urg ha pasado un trozo de carne de mamut a través de ese nuevo invento.
—¿Te refieres a la rueda?
—No, hombre. Me refiero al fuego.
—¿Y qué ha ocurrido?
—Pues que la carne ha tomado un aspecto muy diferente, algo más oscura y más dura. Incluso la sangre ya no chorreaba como antes.
—¿Y la probaste?
—¿Estás loco? ¡Ni de coña voy a probar esa cosa!
—¿Y Urg?
—Él sí que la comió.
—¿Y qué dijo?
—Que sabía incluso mejor que cuando estaba cruda.
—¡Venga ya!, ¿en serio?
—Totalmente. Dijo que tenía un mejor sabor, más apetitoso.
—No me lo creo.
—Ni yo.
—Entonces, ¿no piensas probarla?
—Ni de coña. Las moderneces no van conmigo. Yo prefiero seguir con mi carne cruda de toda la vida. Además, creo que la carne muy hecha provoca cáncer.
—Encima. Vamos, no me jodas.
—Ya ves.
Lo confieso: a veces me siento como ese pobre neandertal que se niega a aceptar que el mundo hace tiempo que lo dejó atrás.

Ja, ja. Buenísimo ese diálogo final entre los dos neandertales. Respecto al resto del post, muy de acuerdo (gracias por mencionarme, por cierto). Yo también empecé con las redes sociales con Google +. Lo hice porque te montaba unas historias preciosas con las fotos que hacías. Por entonces aún no tenía blog. La gente ya estaba en Facebook y en Twitter, pero yo me negué. Fue cuando abrí el blog cuando me apunté a esas redes para darle visibilidad. No sé si lo he conseguido o no, pero ahí sigo publicando en ellas cada entrada que hago. Instagram vino más tarde y la verdad es que me resulta muy complicada. Tiktok ni se me ocurre. Demasiada rapidez para mí. Como bien dices, cuando somos jóvenes corremos mucho y llegamos a pillar al mundo y nos ponemos a la par, pero a partir de una cierta edad, el mundo corre más y nos deja atrás. Es ley de vida desde que el hombre era neandertal (y antes incluso, seguro que ya con el ergaster y al antecessor).
ResponderEliminarUn beso.
Hola, Rosa.
Eliminar¡Ah, los buenos viejos tiempos de Google Plus! ¡Qué viejo me siento, querida Rosa! De todas las redes sociales en las que he participado, G+ era mi favorita. Era muy visual, y ordenada. Podías suscribirte a determinadas comunidades, incluso recibir invitaciones para unirte a ellas. Echo mucho de menos todo aquello. Qué pena. : (
Instagram y TikTok se me hacen muy cuesta arriba. Incluso Facebook y Twitter, para serte sincero, ya que, como digo en el post, las reglas cambian cada día y uno se siente perdido y desfasado. Y lo peor es que con cada avance tecnológico una nueva amenaza se oculta detrás de todo ello.
Pero no quiero sonar pesimista. Las nuevas tecnologías también nos han traído cosas muy buenas. Pronto escribiré un post sobre el lado bueno de la tecnología (que también lo tiene).
El humor siempre presente. O casi siempre. Es mi seña de identidad. Sin él sí que estoy perdido.
Un beso, Rosa.
De joven, o no tan viejo como ahora, me encantaban las novedades tecnológicas, pues aunque no las acababa de entender y me daban un cierto reparo por no saber si las sabría utilizar adecuadamente, las veia como un adelanto que venía a hacernos la vida más cómoda. Y en muchos aspectos así fue. La ofimática, por ejemplo, facilitó mucho nuestro trabajo a cualquier nivel, ahorrándonos horas de dedicación escrita. Pero desde hace unos años, las innovaciones me hacen desconfiar e incluso temer que, en lugar de un bien para todos, acabe siendo una aplicaciíon nefasta para nuestra libertad, como lo que comentas de los cookies, que yo aceptaba al principio alegremente, sin saber qué significaban y para no entorpecer el proceso de lo que fuera sin demora. Cuando supe que lo que hacían estos chismes esa recordar los sitios que visitábamos, nuestros gustos, etc., me di cuenta de que había sido un iluso como la gran mayoría de usuarios.
ResponderEliminarEn cuanto a lo/as influencers, me reservo mi opinión porque, si bien en algún caso, pueden ser gente preparada y con conocimientos, la mayoría son unos vividores, por decirlo suavemente, pues viven (y muy bien por cierto) de los incautos que se tragan sus bobadas, algunas muy peligrosas para el cuerpo y la mente.
En cierto modo, sí que has sido un influencer para mí, pues tu coraje para seguir adelante con tus proyectos a pesar de las dificultades, me ha hecho seguir este penoso camino de la escritura. Y si todavía estoy aquí es gracias a tí y a unos cuantos más de la misma especie.
Un fuerte abrazo, Pedro.
Saludos, Josep.
EliminarCompruebo, una vez más, que nuestra trayectoria vital transita por caminos paralelos. Yo también era de los que celebraban ciertos avances tecnológicos, no ya sólo por la comodidad que comportaban, sino por la posibilidad de acceder a cosas que cuando era niño eran impensables (por ejemplo, tener tu propia colección de cine en formato vídeo o DVD para poder ver tus películas cómodamente en casa cuando quisieras y tantas veces como quisieras).
Por desgracia, el mundo avanza tan rápido que llega un momento en que te empiezas a notar rezagado. Y no sólo eso, sino que, por tu experiencia acumulada en la vida, le empiezas a ver las orejas al lobo: no todo lo nuevo es tan bueno como parece.
Entre los fenómenos dañinos que han surgido gracias al auge de Internet están las "fake news" (joder, ¿tan difícil resulta traducir americanismos como "fake news" por "noticias falsas"?). Antiguamente había periódicos sensacionalistas que vivían de inventar noticias y magnificar sucesos, pero su radio de acción se circunscribía a los incautos lectores ávidos consumidores de esa clase de lecturas. Ahora, las "noticias falsas" inundan las redes sociales, y hasta hay periódicos "serios" que se hacen eco de ello atendiendo a intereses bastardos, con lo cual su radio de acción se ha multiplicado hasta el infinito, y cada día resulta más difícil entresacar la verdad entre tanta mentira. Ahí están los terraplanistas, o los gurús de la medicina alternativa que aseguran curar el cáncer tomando lejía, o los que aún siguen negando el Covid y sus mortales efectos.
En cuanto a los tiktokers e influencers me pilla demasiado viejo. Ver a un capullo o una capulla planteando retos virales que, en muchos casos, acaban en tragedia, me indigna y me asusta. Si tuviese hijos estaría realmente acojonado. O esos idiotas que acaban perdiendo la vida por hacerse un puto selfie (autorretrato) en la cornisa de un edificio o en el filo de un barranco o una montaña, o siendo atropellados en un rally por ponerse en la trayectoria de los coches en competición para hacer la foto más espectacular. La estupidez no conoce límites.
Pero no todo lo nuevo es malo ni pernicioso. Hay cosas buenas, muy buenas incluso. En nuestras manos está el hacer buen uso de la tecnología, y en rechazar aquellos "avances" que, más que hacernos avanzar como especie nos hacen retroceder.
Si he logrado seguir adelante a pesar de los sinsabores que esta actividad trae aparejada, igual se lo debo a mi signo zodiacal. Soy Tauro, y de ellos se suele decir que son tozudos y empecinados. Otro factor que me ha empujado a seguir es que llevo escribiendo desde que era un adolescente, y tengo tanto material esperando ver la luz que, en ocasiones, me repito a mí mismo "sería una pena destruir todo este material sin que nadie lo leyese". Y ahí sigo.
Gracias por tus palabras, Josep. El último párrafo de tu comentario es como una cápsula revitalizadora y un estimulante para mi maltrecho orgullo. Te lo agradezco, amigo.
Un fuerte abrazo, Josep.