jueves, 27 de noviembre de 2025

POBRECITA LITERATURA

Foto de churros con chocolate tomada de Internet

 

Mi amiga, con la que voy a caminar una vez por semana, va y me dice:

¿Sabías que Mar Flores acaba de publicar un libro con sus memorias?

Sí lo sabía —le digo yo—. Lo que no sabía es que Mar Flores supiese leer y escribir.

Seguimos andando, y sufriendo por ello. Sobre todo cada vez que nos vemos obligados a afrontar una pronunciada cuesta que nos trae a ambos por el camino de la amargura, nunca mejor dicho.

¿Y sabías que Isabel Preysler también ha publicado un libro de memorias? —prosigue mi amiga.

Sí que lo sabía. Aunque más que unas memorias yo pensé que se trataba de un manual sobre Cómo casarse con un millonario y vivir de ello sin dar un palo al agua.

Ella ha trabajado —me corrige—. Ha sido la imagen de Porcelanosa y los bombones Ferrero Rocher.

Sí que debe ser duro, sí, que te vistan, te maquillen y te peinen para salir en un spot una vez al año. Y encima, lo que se habrá ahorrado la tipa en alicatar los baños de Villa Meona. Trece baños tenía la mansión, ¿no?

Sí, trece.

Pues alicatar eso tiene que salir una pasta gansa.

Ya te digo.

Ya ves, no sólo no da un palo al agua sino que encima se ahorra un pastón en alicatado y fontanería en una casa que tiene más cuartos de baño que habitaciones. Tonta no es, no. ¡Qué suertuda la tía!

Para suerte la nuestra, que gracias a mi arraigada costumbre de ir mirando al suelo mientras caminamos logramos sortear una aparatosa cagada de perro. ¡Qué guarra es la gente, carajo! No le echo la culpa al animal, que caga donde puede. Se la echo a su propietario o propietaria, por incívico o incívica.

¿Y sabías que el emérito también ha publicado un libro? —reanuda mi amiga.

Cómo vivir a cuerpo de rey, ¿no?

No, hombre. Es un libro de memorias.

¿Ves?, eso sí que me jode un poco.

¿Y eso?

Porque estoy a punto de publicar mi nueva novela, y lo último que necesito es más competencia en la categoría de “ficción”.

Mi amiga y yo pasamos cerca de una residencia de ancianos que hay por la zona. Un cuidador, bastante fornido, empuja una silla de ruedas ocupada por un anciano. Junto a ellos pasea una mujer de mediana edad. Intuyo que debe ser familiar del anciano, una hija o la nieta mayor.

De repente, el anciano me ve y, clavando fijamente su mirada en mí, grita a pleno pulmón sin venir a cuento: “¡Hijo puta!”.

A mí personalmente la salida de banco del anciano me hace mucha gracia. Lejos de enfadarme o tomármelo a mal, me echo a reír. El anciano, mientras tanto, vuelve a la carga: “¡Hijo puta!”, grita con enojo. Y yo no puedo dejar de reír. Mi amiga también ríe.

La mujer que va al lado del anciano, me dice:

Disculpen. Demencia.

No se preocupe, señora —le digo yo—. Buenas tardes.

Buenas tardes —responde la mujer, quien, a tenor de su manera de reaccionar intuyo que está más que acostumbrada a este tipo de incidentes.

Mi amiga y yo seguimos nuestro paseo, mientras a nuestras espaldas volvemos a escuchar un sonoro: “¡Hijo puta!”.

¿Te enteraste de lo del Premio Planeta a Juan Del Val? —me dice mi amiga.

¡Cómo para no hacerlo! Menuda tabarra han dado con el temita. He leído no sé cuántos comentarios en redes, la mayoría echando pestes del tipo ése. Y entre la crítica especializada tampoco ha sido muy bien recibido el fallo. Más bien al contrario. Le han dado palos por todos los lados. La palabra “fraude” ha sido la más repetida. Claro que al tal Juan Del Val todo eso se la trae al pairo. Casi diría que hasta le pone. Es lo que tienen los polemistas, que se retroalimentan del odio que ellos mismos generan.

¿Y qué me dices del libro de Bárbara Rey?

Memorias de una geisha en versión cañí, ¿no?

Algo así. La verdad, esa mujer no tiene vergüenza.

Pues no. No la tiene.

Mientras caminamos por las inmediaciones de una cafetería muy popular en la zona, con su terracita exterior hasta los topes de clientes, nos llega el intenso olor a churros recién hechos. Hacemos de tripas corazón para no caer en la tentación (¡coño, si hasta me ha salido un bonito pareado!).

Todos sabemos que el diablo adopta diferentes formas para confundirnos y hacernos caer en el pecado. ¿Sería capaz de adoptar la forma de un delicioso y crujiente churro? ¡Qué malo es el jodío!

Salimos disparados, por si acaso.

Parece que se ha puesto de moda el que los famosetes de medio pelo se dediquen a escribir libros. Me refiero a gente tipo Belén Esteban, Mario Vaquerizo, Paz Padilla, Terelu Campos... —dice mi amiga.

Lo peor no es eso —respondo yo, con rabia—. Lo peor es que se los publican. Y peor aún, hay gente que los compra. ¡Y hasta los lee!

Tú te leíste el de Mario Vaquerizo, ¿no?

Sí. Por eso hablo con conocimiento de causa.

¿Por qué lo hiciste, si puedo preguntarlo?

Quería saber por qué la gente compra esa clase de libros, qué misterio esconden, por qué fascinan tanto.

¿Y lo descubriste?

Sí. Creo que esa clase de libros están destinados a gente a la que no les gusta leer y les da vergüenza admitirlo, así que se compran esos bodrios, se los leen y se hacen la ilusión de que han cumplido.

Ah.

Una pérdida de tiempo, por cierto. Por si te lo estás preguntando.

Te aburrió.

A mí y a su corrector. El libro tenía tantos fallos de ortografía y sintaxis que di por hecho que el corrector llegó a un punto de su trabajo en que se dijo: “¡A la mierda, lo dejo! A mí no me pagan tanto como para perder el tiempo en esta gilipollez”, y lo dejó estar tal y cual.

Mi amiga y yo pasamos por las inmediaciones de un colegio. Es la hora del recreo. El patio está lleno de niños, pero no se oye ni un alma. Todos los infantes, de entre cinco a doce años, permanecen sentados de cualquier manera, en cualquier sitio del patio, con la mirada clavada en sus teléfonos móviles. Esta vez el Diablo, disfrazado de pantallita, ha logrado robarles la infancia y la imaginación a los niños. Sí que es malo, el jodío.

¿Y te acuerdas del fraude aquel del libro de Ana Rosa Quintana?

Lo recuerdo, sí. Sabor a hiel, se titulaba. No sólo no lo escribió ella, sino que lo escribió su ex cuñado, quien, a su vez, tomó “prestados” fragmentos de libros de Danielle Steel, Angeles Mastretta, Collen McCullough y hasta de Antonio Gala. Curiosamente la editorial era Planeta, la cual, ante el escándalo generado por el plagio, se vio obligada a retirar los ejemplares de las tiendas. Menudo pifostio se armó. Y la tía, ahí sigue, tan ancha, dando lecciones de moral cada dos por tres.

¡De todo tiene que haber en la viña del Señor! —dice mi amiga con ironía—. Pobre literatura. No se merece semejante castigo.

Entre todos la mataron y ella sola se murió —sentencio.



jueves, 20 de noviembre de 2025

UNAS LECTURAS FRANCAMENTE DELICIOSAS

 

Detalle de la portada de "La librería ambulante"

De vez en cuando uno se topa con lecturas que consiguen alentarle el espíritu. Eso mismo me ocurrió hace un tiempo cuando, de manera harto sorpresiva, me topé con dos libros de un autor del que no sabía absolutamente nada hasta entonces.

El autor del que os hablo es Christopher Morley (1890-1957), un escritor y poeta estadounidense que, tras su muerte, dejó tras de sí un vasto legado de más de cien obras, entre novelas, ensayos, poesías y obras de teatro.

Las dos obras suyas que leí, una detrás de otra, fueron La librería ambulante, publicada en 1917, y La librería encantada, publicada en 1919, es decir, dos años más tarde que la primera.


Cabe señalar que, dado que no conocía de nada al autor, ni sabía de la existencia de una segunda novela que seguía la historia del encantador matrimonio Mifflin, yo me las leí en orden inverso, es decir, primero me leí la segunda parte (La librería encantada), y posteriormente me leí la primera (La librería ambulante). Afortunadamente para mí, este hecho no me impidió disfrutar de la apasionante historia protagonizada por tan singular pareja.

A través de estas dos novelas conoceremos a Roger Mifflin, apasionado librero que se dedica a recorrer los Estados Unidos de lado a lado a bordo de su carromato repleto de libros, a fin de llevar la literatura a los lugares más recónditos de la vasta geografía norteamericana. El señor Mifflin disfruta tanto de su trabajo que consigue trasmitir esa pasión que siente por los libros a todos aquellos a quienes se va encontrando por el camino.

En una de éstas, el señor Mifflin, cansado de deambular de un lado para otro, decide vender su librería ambulante y con el dinero que obtenga adquirir un local en su amada Brooklyn, hogar de su infancia, y establecerse allí definitivamente abriendo una librería. Pero como Roger Mifflin ama tanto los libros, no está dispuesto a venderle su librería ambulante a cualquiera. Decidido a entregarle aquello que tanto ama a alguien que lo ame tanto como él, pone rumbo a la granja de un joven escritor cuyos libros ha devorado y disfrutado, creyendo ver en aquel a un alma afín. Pero resulta que al llegar a la granja, se encuentra con que aquel a quien busca ha emprendido un largo viaje que lo mantendrá lejos por un tiempo. En su lugar, en la granja encuentra a la hermana mayor del joven escritor, la señorita Helen McGill, una mujerona soltera de edad madura que vive por y para su hermano, haciéndole de granjera, agricultora, cocinera y ama de llaves.

Cuando Roger Mifflin le traslada a la señorita McGill su intención de traspasar el negocio a su hermano Andrew, Helen McGill ve en ello una excelente oportunidad para dejar atrás su hogar, su rutinaria vida y subirse al carro y recorrer el país de lado a lado como propietaria de una librería ambulante. Así que reune todo el dinero que posee y le compra el negocio al señor Mifflin.

Como condición indispensable, además del precio estipulado, Roger Mifflin le pide a la señorita McGill que lo lleve en el carro hasta donde pueda tomar un tren con destino a Brooklyn y, en contrapartida, durante el trayecto se ofrece a ir instruyendo a la señorita McGill en los entresijos del negocio. Ella acepta, deja una nota a su hermano Andrew avisándole de sus intenciones, cierra con llave la granja y se sube al carro dispuesta a emprender una nueva vida repleta de algo que no había tenido hasta entonces: emoción y aventuras.


Honestamente, la lectura de estas dos novelas son de esas maravillosas experiencias que un amante de los libros no puede perderse por nada del mundo. A través de una escritura aparentemente sencilla, Morley nos presenta unos personajes a los que, a medida que vamos conociendo, más nos van ganando. Además de las muchas peripecias que van sorteando en su particular odisea, gracias a los largos parlamentos de Roger Mifflin iremos descubriendo su amor por la literatura, enumerando aquellos libros que, a su juicio, merecen ser leídos antes de irnos de este mundo.

Resulta innegable que Christopher Morlay ama los libros, y con su hermosa prosa y sus entrañables personajes consigue contagiarnos ese amor. La lectura de estos libros ha supuesto para mí una más que enriquecedora experiencia, un banquete exquisito para mente y espíritu. Son de esas lecturas que deseas que no acaben nunca, del placer que proporcionan.

Pero como todo llega, al final los acabé. Y la lectura me dejó un poso de felicidad y plenitud tal que me dije a mí mismo: “¡Qué gran aventura, llena de pasión y emoción! Algún día regresaré a estos libros para volver a perderme en ellos y olvidar, o aparcar momentáneamente, los problemas y vicisitudes del día a día”. Cualquier libro que consiga eso, merece mi admiración y agradecimiento.

Si no has leído ninguno de estos dos libros, te recomiendo que te hagas con un ejemplar y disfrutes de las deliciosas aventuras de esa singular pareja formada por el señor Mifflin y la señorita McGill.



jueves, 6 de noviembre de 2025

FALTA DE CONCENTRACION

 

Hace bien poquito, hará cosa de un mes o así, en el programa Salvados de LaSexta, hicieron un programa-coloquio. El programa, además del presentador, contó con la presencia estelar de dos directores de cine españoles: Juan Antonio Bayona y Carla Simón.

Como dije, se trataba de un programa-coloquio, en el que, además de los tres citados, había una amplia representación de jóvenes estudiantes de un instituto de Barcelona. A los jóvenes les calculé una edad entre los quince y los dieciséis años.

Todos ellos debatían, entre otras cuestiones relacionadas con la cultura, sobre sus hábitos de consumo del cine. Una chica dijo entonces que ella veía las pelis en el móvil.

¿En el móvil?”, pensé yo. “Vaya, pues que Dios le conserve la vista”.

La misma chica dijo entonces que no sólo veía las pelis en el móvil, sino que, además, lo hacía a doble velocidad, para verlo todo más rápido.

¿En el móvil y a doble velocidad?”, pensé yo. “Vaya, pues que Dios le conserve la vista y la capacidad de retentiva”.

La chica, la misma de antes, agregó que, además de ver las pelis en el móvil y a doble velocidad, realizaba dicha actividad mientras pintaba.

¿Ve cine en el móvil, a doble velocidad, y encima mientras pinta?”, repensé. “Pues una de dos: o esta chica ha visto la peli y no se ha enterado de nada, y además pinta como el Barceló o el Tápies, o sea, como el culo, o es una genio venida de otro planeta, con una vista de lince, una capacidad de retentiva superlativa y encima poseedora de un talento descomunal para las bellas artes que le permite pintar sin exigirse concentración en lo que está pintando”.

Honestamente, no creo que la chica aquella fuese una genio. A ver, no la conozco personalmente, y tampoco es que crea que a los genios se les note su genialidad con sólo verles la cara. Ahí tienen a Stanley Kubrick, que a pesar de ser un genio tenía cara de gerente de una funeraria.

Dejando a un lado a la chica, el resto de adolescentes confirmaron en su mayoría que compartían con su compañera sus hábitos de consumo cinéfilo. Es decir, que también ellos veían pelis en el móvil, a doble velocidad y mientras realizaban otras actividades.

Esto venía a demostrar la poca capacidad de concentración que buena parte de las nuevas generaciones aplican a determinadas actividades que, precisamente, exigen un alto nivel de concentración. ¿Cómo vas a poder apreciar los matices de una determinada actuación, de un director de fotografía o los aciertos de un buen guión, si no pones toda tu atención en ello? ¿Cómo vas a “meterte” en una peli si estás a otras cosas?

Si así es como ven cine, sin paciencia ni dedicación para disfrutar la experiencia y empaparse bien de la obra que están visionando, no quiero ni pensar en los hábitos de lectura que tendrá esa misma clase de gente. Igual leen como un antiguo jefe que tuve hace años, que me confesó en una ocasión que él leía “en diagonal”, una técnica que le permitía saltarse buena parte del texto a fin de ahorrar tiempo y esfuerzo. Claro que, con esos mimbres, no era extraño su nivel de escritura, similar a la de un niño de cinco años que escribe una carta a los Reyes Magos, con una sintáxis penosa y más faltas ortográficas que las de Belén Esteban haciendo la lista de la compra.

Cualquier obra de arte, sea del tipo que sea, merece un mínimo de atención para apreciarla en toda su dimensión. O, al menos, para poder juzgarla con cierto criterio. Hasta para poder decir abiertamente que una determinada obra de arte es una mierda —que las hay, y muchas. Pasaos por la Tate Modern Gallery de Londres y veréis—, debemos poner todo de nuestra parte antes de emitir un juicio a la ligera, a fin de poder argumentar con fundamento nuestra opinión.

Todo esto me recuerda un sketch genial de mis idolatrados Faemino y Cansado. Ambos están dialogando acerca del arte de la pintura, y va Cansado y suelta: “¿A ti te parece justo que un pintor clásico se pase años pintando un cuadro para que luego llegues tú y lo veas en veinte segundos?”. A partir de aquí ambos comienzan a disertar sobre la ardua tarea de los pintores en la antigüedad, poniendo como ejemplo a Velázquez y Murillo, hasta que, en un momento dado, Faemino replica: “Claro, ahora los pintores modernos se han dado cuenta del rollo y en veinte segundos te han hecho un cuadro. Luego vas tú y lo ves en veinticinco segundos, por lo que al final le han sobrado cinco segundos al cabrón”.

Es un chiste. Lo sé. Pero algo de razón tienen. Porque en cuestión de arte moderno he visto cada “cosa” que flipo.

Aunque, eso sí, para poder emitir un juicio con fundamento le he dedicado toda mi atención. Les puedo asegurar por mi honor que durante los veinticinco segundos que he invertido en observar esas mierdas, no me he permitido ni un bostezo.