Desde que comenzó todo esto
del confinamiento por el Covid19, todos nosotros nos hemos
transformado en una especie de concursantes involuntarios de un Gran
Hermano a escala global; sólo que, en lugar de compartir
vivencias en una casa-plató con un grupo de desconocidos, lo hacemos
confinados en nuestros propios hogares, solos o en compañía de
nuestros familiares. O amigos. O enemigos —en caso de que tengas
pareja y vivas en casa de tus suegros. Jo, qué putada—.
Y al igual que solía
ocurrir en el Gran Hermano televisivo, en nuestra actual
situación de confinamiento obligado si tienes la desgracia de
enfadarte con quien tengas al lado no tienes ningún lugar a donde
ir. Así que os enfadáis, pegáis cuatro gritos y os vais cada uno a
vuestro rincón favorito de la casa, a rumiar vuestro enfado como
vacas cabreadas a las que se os agria la mala leche.
El problema es que, tarde o
temprano, tendrás que volver a coincidir con esa persona con la que
te has enfadado, llevando la mutua incomodidad a un nivel
difícilmente soportable.
Todo esto me ha hecho pensar
en la evolución del ser humano desde la Edad de Piedra hasta
nuestros días: la Edad del Pavo. Y, al hacerlo, he llegado a
una interesante conclusión.
En el principio de los
tiempos los primeros habitantes del planeta convivían en manadas o
tribus compartiendo la misma cueva. Allí se guarecían de las
inclemencias del tiempo, se protegían de los depredadores,
cocinaban, comían, dormían, practicaban sexo y se contaban chismes
unos a otros para entretenerse. Es decir, que era algo así como el
Gran Hermano del Paleolítico: todo se hacía a la vista de
todo el mundo.
Con el tiempo, los roces
entre iguales se fueron incrementando, dificultando sobremanera la
convivencia. «Que si te cojes toda la piel de mamut para ti
solo y me dejas toda la noche con el culo al aire, que si roncas más
que un brontosaurio asmático, que si te huelen los pies cosa
mala, que si cada vez que acabas de almorzar te echas unos eructos de
bisonte que pa' qué, que si tus pulgas están invadiendo mi lado de
la cueva, que si ya nos conocemos todos tus jodidos chistes sobre
gigantopithecus gangosos, que si nos tienes hasta la coronilla
de que te pases todo el santo día poniendo tus malditos discos de
Tyrannosaurus Rex a todo volumen; nos sabemos el dichoso Get
it on de memoria, ¿no tienes nada de Jethro Tull, por el
amor del Dios del Trueno?».
La consecuencia lógica de
esta degradación en la convivencia fue que los miembros más
autosuficientes de las tribus comenzaron a independizarse del resto.
A partir de aquí surgieron las minicuevas unifamiliares. A estas les
siguieron las cuevas adosadas, que permitían a los individuos
beneficiarse de la seguridad que proporciona la comunidad pero sin
renunciar a su independencia ni a la espaciosidad.
Luego, a medida que los
miembros más relevantes de la tribu fueron escalando posiciones
dentro de la comunidad,
llegando a atesorar poder e influencia —ya fuese metiéndose a enlaces sindicales de las comunidades a las que
pertenecían o como sacerdotes, pues todo lo que tenga que ver con la religión ha rentado bastante a lo largo de la Historia—, comenzaron a sentir la
necesidad de desmarcarse del resto, dando muestras de su estatus. Ahí
surgieron las primeras cuevas-dúplex.
Con el transcurrir de los
siglos, viendo los homo sapiens ricos y poderosos que
eso de cargar y transportar agua y víveres hasta sus lujosas cuevas
de cuatro y hasta cinco habitaciones era un coñazo, decidieron
mandar a otros a que hiciesen esas tareas por ellos; porque para eso
se hacía uno rico y poderoso: para mandar a otros hacer lo que a ti
te desagrada o no te apetece hacer.
Y todo fue bien durante un
tiempo, hasta que se dieron cuenta de que los productos sabían mejor
cuanto más frescos. Entonces fue cuando a uno de ellos, creo que
diputado regional de una tribu de Atapuerca, se le ocurrió
construir el primer chalet de la Prehistoria, dotado de cinco
habitaciones, salón-comedor-cocina, solarium, despacho, tres cuartos
de baño independientes —cada uno con su propio agujero para
cagar—, jardín, piscina, un huerto y un establo para criar cerdos
con los que se hacían unos bocadillos de jamón de jabugo para
flipar. ¡Qué bien viven los diputados, coño!
La evolución llevó, de
manera inevitable, al surgimiento de las castas. Eso generó
innumerables luchas, pues los que tenían poco o nada aspiraban a
tener algo, mientras que los que tenían mucho aspiraban a tener más.
Por cierto, todo esto de lo
que os estoy hablando sucedió hace millones y millones de años.
Así que pasaron millones de
años. Y en esos millones de años acontecieron miles y miles de
guerras que generaron millones y millones de víctimas. Y, fruto de
esas guerras, unos pocos se enriquecieron y otros muchos perdieron lo
poco que tenían, incluyendo sus vidas.
Y un día, como de la nada
—llamemos nada a la demagogia; venga, va, dadme ese gusto—, de
entre todos los supuestos desfavorecidos surgió una mente preclara
que indicó al resto el camino a seguir. Y haciendo sonar más alta
su voz que el resto de las voces, gritó:
—Borregos míos...
estoooo, camaradas. Eso. Sí, camaradas suena mejor. Ejem, mejor
empiezo de nuevo. Camaradas, ha llegado el momento de que los
desarraigados del mundo, los que estamos abajo, pero abajo abajo del
todo; vamos, que más abajo y nos asemejaremos a escarabajos de la patata, acabemos de una vez por todas con lo que yo llamo «la Casta».
Debemos unir nuestras fuerzas para que yo llegue a lo más alto, y
desde allí pueda proclamar...
—Perdón, ¿has dicho
«yo»? —dijo uno de los de abajo alzando la voz—. ¿No deberías
decir «nosotros»?
—Tienes razón. Gracias
por tu aportación, camarada. ¿En qué estaría yo pensando? Como os
decía, debemos unir nuestras fuerzas para que nosotros, es decir, mi
churri y yo, lleguemos a lo más alto, y podamos construirnos un
chalet de piedra en la zona centro de Atapuerca, dotado de cinco
habitaciones, salón-comedor-cocina, solarium, despacho, tres cuartos
de baño independientes —cada uno con su propio agujero, por
supuesto. No somos bárbaros—, jardín, piscina, un huerto y un
establo para criar cerdos de pata negra con los que hacernos unos
bocadillos de flipar, como los que llevan siglos disfrutando los
diputados. Y es que... ¡qué bien viven los diputados, coño!
Se me olvidó comentar que
entre los que tenían mucho y querían más y los que no tenían nada
y querían algo estaban los que poseían poco pero tenían mucha
labia, y con esa labia intentaban camelarse a los desheredados del
mundo haciéndose pasar por iguales y, bajo el pretexto de luchar por
sus derechos y obligar a la casta a compartir, ocultaban sus
verdaderas intenciones: dejar de ser más pobres que las ratas
prehistóricas y convertirse en potentados; vamos, el típico
«quítate tú pa' ponerme yo» de toda
la vida.
Insisto: esto ocurrió hace
millones de años. No os vayáis a pensar que lo que ocurre en
nuestros días es algo nuevo. Lo triste, lo verdaderamente triste, es
que hoy, millones de años más tarde, todo siga exactamente igual
que entonces.
Evolución, dicen. Sí, y voy yo y me lo creo.
Tengo muy claro que las desigualdades humanas vienen del neolítico y, por supuesto, de la naturaleza humana.
ResponderEliminarEn una película que vi hace años, argentina, había un personaje que decía que lo que querían los pobres era hacerse ricos, no terminar con las desigualdades. Decía que querían dar la vuelta a la tortilla para quedar encima, pero que seguiría siendo la misma tortilla. Lo que había que hacer, según él (dicho en porteño que quedaba mucho mejor), era hacer otra tortilla totalmente distinta.
Me temo que tendremos que esperar otro montón de millones de años.
Espero que mientras, sigamos manteniendo el humor.
Un beso.
Con los años acumulas sabiduría, y desengaños. La reflexión que proclama el personaje de esa peli argentina que mencionas es muy cierta. El problema no es la posición que ocupemos en la tortilla -arriba, abajo, o en el medio- sino que la tortilla está podrida hasta la médula. La cuestión estriba en hallar un sistema que sustituya al actual, y, a partir de ahí, intentar convencer a la mayoría de que adopte ese sistema. Algunos lo intentaron con el comunismo, otros con el socialismo, otros con el liberalismo económico; pero todos fracasaron. ¿Por qué? Muy sencillo: porque hay una máxima que rige nuestra condición humana desde que el mundo es mundo, y es algo tan intrínseco al ser humano como su ADN. Dicha máxima reza: "El poder corrompe. Y el poder absoluto, corrompe absolutamente". O, dicho de un modo más vulgar: "Maricón el último". Ya sé que en los tiempos que corren no es ésta una expresión políticamente correcta. Lo admito. Pero, ¿sabes qué?, al igual que me dijo una amiga hace tiempo: ¡Estoy hasta el níspero de tantos meapilas! :P
EliminarEl humor, siempre. Hasta el último día. ; )
Gracias por la visita y el comentario, Rosa. Un beso.
Y bueno, amigo, te has olvidado de la iglesia, aunque mencionas, de pasada, a los sumos sacerdotes. Esos, o chamanes, o como les quieras llamar, se autoproclamaban videntes (fueron
ResponderEliminarlos primeros drogatas de la historia, tomándose mejunjes alucinógenos para activar sus visiones) y asesores de la tribu, y utilizaban su poder "mágico" para embaucar y hacerles tragar ruedas de molino (y eso antes de que existieran los molinos). Y ya no hablemos de Dios, o de los dioses, que era todavía peor, pues tener contentas a tantas divinidades (algunas exigian sacrificios humanos para aplacar su ira, que era como marcar la crucecita de aportación para la iglesia en la declaraciñon de la renta) no era moco de pavo.
Quizá algún día la humanidad sufrirá una involución y volverá a la casilla de salida, saltando de rama en rama.
Un abrazo.
Hace poco me vi enterita una magnífica serie titulada "Versalles". Trata sobre las intrigas palaciegas en la corte del Rey Luis XIV de Francia. En dicha serie, que, como digo, me resultó magnífica, se reflejan muy bien los distintos poderes que gobernaban el mundo entonces: la corona, la nobleza y la Iglesia. Y como reflejo del enorme poder que tenía entonces la Iglesia, hay varias escenas clave: el rey haciendo reverencias al enviado papal y besándole la mano en señal de sumisión, y ver los tejemanejes que se traían en el Vaticano moviendo las fichas a su antojo en el gran tablero del mundo, proponiendo matrimonios o alianzas entre países con tal de afianzar su poder. El poder y la Iglesia siempre han "casado" muy bien. Se podría decir que son un "matrimonio bien avenido", por las "cuentas" que les trae a ambos. ; )
EliminarPor cierto, me ha parecido muy interesante la relación que estableces entre las drogas alucinógenas y la religión. Desde luego, hay que estar muy fumado para creer según qué cosas. :P
Un abrazo, Josep.
Totalmente de acuerdo contigo. De hecho, no hay más que ver lo sucedido a raíz del Covid19 para ver como nuestros instintos más primarios se imponen a la razón. Y da igual el país o la región del mundo a la que se aluda, pues en todos los rincones del planeta siempre habrá "cavernícolas", dispuestos a imponer su brutal sinrazón sobre la supuesta evolución; empezando por quienes nos gobiernan, que menudo ejemplo dan. Lamentable. :(
ResponderEliminarMe gustó la canción que enlazaste. Me recordó a bandas de rock progresivo que suelo escuchar habitualmente, tipo Yes, Génesis o Focus. : )
Abrazos, Julio David.