jueves, 17 de diciembre de 2020

PESADILLA EN EL SÚPER

 

Cada vez me cuesta más ir al supermercado. ¿La razón? Varias, realmente. Os las expondré, y, de paso, nos echamos unas risas.

Empezaré confesando que cada día que pasa me hago más viejo. Es un hecho probado. Y no sólo a mí me pasa, ojo. Le pasa a todo el mundo. Incluso a ti, que estás leyendo esto ahora mismo. De hecho, no conozco a nadie que cada día que pasa se haga más joven; salvo Benjamin Button, y alguno de esos gilipollas cincuentones que, sumidos en plena crisis personal, se pillan un descapotable, se tiñen el pelo o se ponen implantes, van al gimnasio y le piden el divorcio a su mujer de toda la vida con intención de cambiarla por una jovencita que podría ser su hija, o su nieta. Y, mientras tanto, llevan meses tirándose a su secretaria. Pero no sintáis pena por ella —me refiero a la secretaria roba-maridos—, pues a pesar de no tener una cabeza demasiado amueblada —hoy se lleva la decoración “minimalista”, tanto en las cabecitas jóvenes como en las no tan jóvenes— los pocos muebles que decoran su cabecita —la de la secretaria— tienen un objetivo muy claro: sacarle toda la pasta que se pueda al viejales ridículo. Y si encima consiguen que el viejo ridículo le ponga un anillo de matrimonio en el dedo mientras entona el “sí, quiero” sin que se le salga la dentadura postiza, ganándose con ello una más que merecida jubilación anticipada, pues oye, habrá merecido la pena oírle roncar por las noches y tirarse pedos, o lanzar maldiciones mientras orina. Total, el sexo no llega ni a los cinco minutos. Tres como mucho. Y eso con la ayuda de esas milagrosas pastillitas azules.

En fin, regresemos al supermercado.

 

Lo primero que me encuentro al entrar, al menos en el súper al que voy yo, es la sección de frutas y verduras. ¿Y qué me encuentro allí, además de frutas y verduras, obviamente?, pues gente mayor palpando la fruta y la verdura, como si hubiesen sustituido la actividad de ver y comentar obras por la de palpar fruta y verdura en los supermercados. Cogen unos aguacates, por ejemplo, y lo palpan. Luego toman otro, y lo palpan también. Entonces, con los dos aguacates en ambas manos, palpan de manera simultánea, comparando resultados, como los científicos en un laboratorio. Sólo les falta la bata blanca, con su tarjeta identificativa pendida del bolsillo, y un cuaderno de notas para ir anotando resultados. Y venga a palpar y a palpar. Cuando ya se han cansado de palpar, dejan los aguacates en el mismo sitio donde lo cogieron, toman otros y vuelta a empezar. Ignoro cuánto tiempo se pasa esta gente palpando fruta y verdura, pues yo, que admito sin pudor no contar entre mis aficiones el ver a gente palpando cosas, me limito a pillar lo que necesito, a meterlo en mi cesta y dirigirme a la siguiente sección.

Sección charcutería. Esto que voy a contar sucedió en los días previos al confinamiento, cuando la gente hacía acopio de papel higiénico como si no hubiese un mañana. ¿Qué tenía el papel higiénico para ser tan valorado de repente?, lo ignoro. Pero, desde luego, el que hubiese tenido la buena ocurrencia de invertir en bolsa sobre acciones de empresas dedicadas a la fabricación de papel higiénico, seguro que se hizo de oro.

Cojo número. Por suerte aquel día sólo tenía dos números por delante de mí. ¿Por suerte, he dicho? En mala hora coincidí en el tiempo y el espacio con aquella gente. La primera que me tocó en suerte era una ama de casa. Tenía dos carros llenos. Eso ya me dio mala espina. La mujer pidió de todo y más. Y venga a pedir cosas, y la charcutera venga a provocarla: «¿Desea algo más?». Y la ama de casa: «Pues sí. Me vas a poner...». Y la charcutera venga a preguntar. Y la mujer venga a pedir: «Me vas a poner...». Y yo, de paso, a cada nueva petición también le iba poniendo algo a la ama de casa plasta, la estaba poniendo verde para mis adentros.

No acabó con las existencias de la charcutería por poco. Al final, con cuatro o cinco kilos de embutido sumado a sus dos carritos, por supuesto llenos hasta arriba de rollos de papel higiénico, la ama de casa se fue a dar la brasa a otro lado. Ya sólo me quedaba un número para que me tocase turno. Y el número lo tenía una pareja de viejecitos, un matrimonio. Él no hablaba. Hablaba ella. Aunque ella hablaba por dos o por tres; o más.

¿Y este queso, ¿cómo está de sal? —le decía a la charcutera—. Es que, verás, mi marido tiene la tensión alta, y no puede tomar mucha sal.

¿Quiere probarlo, señora? —le decía la charcutera.

Vale. Dame un poco.

Y la charcutera le cortaba un trozo y se lo daba. Y la mujer lo probaba. Y luego le pedía otro trozo para su marido. Y su marido lo probaba. Y la mujer le preguntaba a su marido qué le parecía. Y él asentía. Y entonces pedía.

Luego le tocaba el turno al jamón curado. Y vuelta a repetir la misma operación. Qué tal de sal, déjame probarlo, deja que lo pruebe él, está bueno, dame equis gramos.

Y luego el salchichón. Y lo mismo. Y luego el pavo. Y lo mismo. Y luego el picadillo. Y lo mismo.

Total, que aquel matrimonio de viejecitos se fueron a casa merendados y cenados. Vasito de leche calentita, el arsenal de pastillas prescritos, pijamita y pantuflas, ver un poco la tele y a la cama. Mañana toca otro supermercado, y así vamos echándonos días a la espalda. ¡Será por supermercados!

No sé ustedes, pero yo odio cuando cambian las cosas de sitio. Me saca de quicio. Una vez le pregunté a uno de los empleados del súper porqué hacían eso. Me dijo que eran estrategias de venta, que lo hacen para “obligar” de alguna manera a los clientes a ver otros productos y no limitarse a los que ya conocen o están habituados. A mí me cabrea que hagan eso, porque soy de los que cuando van al súper lo hacen en plan “atraco de peli”: entrar, coger lo que necesitas, pagar y salir pitando. Obviamente en las pelis de atracos se suelen saltar el paso de “pagar”. En el mundo real también hay gente que se suele saltar ese paso. Incluso los hay que lo hacen de tal manera que hasta resulta “artístico”, por decirlo de alguna manera. Su fórmula es muy simple, a la par que tremendamente efectiva. Consiste en ir abriendo productos y consumirlos en el mismo supermercado, mientras van haciendo la compra. Luego dejan el envase o envoltorio vacío en cualquier estante y se van tan panchos, sin pagar un mísero céntimo por lo que han consumido. Digamos que, en esencia, es algo así como una variante del sistema empleado por los viejecitos en la charcutería, sólo que ampliando el espectro alimenticio y no limitándolo a embutidos.

Uno de los trámites que más desesperación me provocan es el “momento pasar por caja”. Nunca atino con la cola correcta. Y mira que lo he intentado un millón de veces. Y en casi todas ellas he fracasado miserablemente. Es como cuando vas conduciendo y te encuentras con un atasco. Tienes tres carriles donde elegir, y siempre, siempre, siempre, vas a parar al más lento. No me digas cómo ocurre eso, porque no tengo ni idea, pero siempre es así. Basta que te sitúes en un carril concreto para que justamente ése sea el que menos se mueva. Debe ser una puta Ley de Murphy o algo así.

En el tema de las colas de caja de supermercado me ocurre exactamente igual. Basta que te sitúes en el que crees que va a ir más rápido para que, justamente ése, acabe siendo el más lento de todos. Y ni caja rápida ni leches.

Y hablando de cajas rápidas —y aquí es donde entran los viejecitos, again— . Como dije antes, no está en mi ánimo criticar por criticar, ni señalar por señalar, pero, ¿de verdad es necesario que cada vez que un viejecito o una viejecita pasen por la caja de un supermercado le tengan que contar su vida a la cajera o cajero de turno? Entiendo que muchos viven solos, y que apenas salen de casa, salvo para ir al médico o al supermercado. Y también entiendo que se pasan la mayor parte del día sin hablar con nadie, sin mantener contacto con ser vivo alguno salvo sus mascotas —si las tienen— o el presentador de los informativos que sale por la tele, y a los que los viejecitos les hablan como si fuesen de la familia. «Hola, bonito. ¿Entonces mañana no va a hacer bueno? Mira que ya me lo estaba avisando mi rodilla. La jodía no falla. Pues nada, habrá que abrigarse entonces. Gracias por la información, salao».

Yo propongo, para acabar con las largas colas y las esperas innecesarias, que en todos los supermercados de gran capacidad habiliten una caja “exclusivamente para mayores de 65 años”. Y para que no penséis que soy un “viejófobo” —quietos paraos, ofendiditos del mundo—, sugiero que dichas cajas sean atendidas única y exclusivamente por personas de 65 años o más, así tanto cliente como empleado podrán explayarse a gusto en cuanto a situación personal, dolencias varias, medicaciones, visitas de los nietos y lo mal que va todo en comparación a cómo eran antes las cosas.

Así que, por todo esto, amigos, detesto ir a los supermercados.

Y para finalizar quiero que conste en acta, señoría, que quede bien claro que yo no tengo absolutamente nada en contra de los viejos. De verdad que no. ¿Y sabéis porqué no? ¿De verdad queréis saberlo? ¿De verdad de la buena? Está bien, os lo diré. Porque yo soy uno de ellos. ¿Qué? ¿Contentos? Hala. Con Dios.

Y sí, antes las cosas eran mucho mejores. Ah, y la juventud está perdida. Un clásico.

 

 

2 comentarios:

  1. No sabes cuánto te comprendo, pues a mí me pasa mucho de lo que has contado. Solo tengo que hacer una aclaración: debo ser muy raro, pero a mis 70 añitos soy como Speedy Gonzales, pero en lugar de ser el ratón más rápido de todo México, soy el viejo más rápido de todo el pueblo. Y es que siempre voy al grano, sea donde sea. Cuando el resto de mortales necesita una hora para hacer lo que sea, yo lo liquido en quince minutos. Tal como lo lees. No me gusta perder el tiempo y cuando voy a comprar algo ya sé lo que quiero de antemano. Algo parecido a lo que te ocurre en el supermercado, también me sucede en la cola de una sandwichería, esos locales de comida rápida/bocatas tipo Pans & Company. Hay gente que después de haber estado esperando un largo rato su turno, cuando llegan a la caja para pedir y pagar no tienen n.p.i. de lo que van a comer y eso que han tenido tiempo de sobras y una pantalla enorme ante sus narices con todos los de menús y bacadillos disponibles.
    Volviendo al súper, yo, en realidad, voy de acompañante porta-carrito. Pero sufro lo mismo que nos cuentas. Nosotros (mi mujer y yo) no somos de sobar las fruta pero sí me gustaría poder probar un bocadito (una muestra) antes de comprar un melocotón que luego resulta que sabe a agua, porque últimamente resulta cada vez más difícil llevarte a la boca un ejemplar de fruta que sepa a lo que debe saber.
    Y de todo lo que cuentas, lo que peor llevo es la cola en la caja para pagar. Me sucede igual que a tí y me pongo de los nervios. Y ya para acabar, también me pone nervioso tener que ir metiendo todos los artículos (porque cuando vamos al supermercado, compramos generalmente para toda la semana) en bolsas a todo trapo, mientras la cajera va pasándolos por el lector de código de barras y te los va lanzando sin parar en la rampa de recogida. Yo hago lo que puedo, pero a mi mujer nunca le gusta cómo los voy acomodando. No, esto ponlo ahí, con los macarrones; no, eso con el pan... Hombre, yo ya voy con cuidado de no mezclar los productos de limpieza con los alimentos y tampoco meto en una misma bolsa todas las botellas, que luego no hay quien lo levante a peso. También intento poner la fruta con las verdura, pero como la condenada cajera te apremia a no perder ni un segundo, porque ya está cobrando y a la vez atendiendo al siguiente cliente, siguiendo la misma pauta, pues los nervios me pueden y acabo mezclando casi todo a discreción.
    Por lo general no me desagrada ir al súper siempre y cuando mi mujer se ajuste a la lista que llevamos preparada desde casa, porque, por lo general, si la intención es comprar veinte cosas, salimos con cuarenta, y creo que la culpa es, como mencionas, de cambiar de ubicación los artículos y ya se sabe: buscando, buscando, encuentras lo que no buscabas, je,je.
    Un abrazo.

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    1. Jajajaja, qué bueno. Mientras te leía me iba sintiendo identificado en lo que cuentas. Claro que no es lo mismo ir solo al súper que ir acompañado. Yo procuro ir solo, ya que, al igual que tú, no me gusta perder el tiempo en cosas que me aburren. Y no es algo exclusivo de los hombres, ya te lo avanzo. Cuando he tenido pareja, o amigas sin derecho a nada más que a criticarme y ponerme verde, no veas las caras que me ponían si me entretenía mucho en una tienda de discos. Lo que viene a demostrar que si algo no te gusta o te aburre estás deseando salir pitando de allí a la voz de ya, seas hombre o mujer.

      El maravilloso mundo de los supermercados daría para más penalidades, sin duda, algunas de las cuales ya las has avanzado tú, pero no quise mostrarme excesivamente quisquilloso, no fuera a ser que me acabasen tachando de "supermercadófobo" o algo parecido. Ya sabes lo irritable que está la peña últimamente. ; )

      Lo de colocar los productos en las bolsas de los supermercados es todo un arte. Deberían poner un marcador y hasta dar puntos. Sería como una especie de tetris real. Y si metes todo por debajo del tiempo establecido que te obsequien con un paquete de gominolas o algo. ; )

      Un abrazo, Josep.

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